CAPÍTULO 34
LAS CATACUMBAS, ABARRACH
El conservador recobró el conocimiento y se incorporó entre quejidos. Los pasos de los guardias volvían a resonar y las voces que discutían habían callado. Al parecer, habían recibido órdenes e iban tras los fugitivos.
El cadáver animado del príncipe Edmund miró a su alrededor con el aire desconcertado de quien es despertado de golpe; su fantasma, cerniéndose en el aire junto al hombro de la figura, susurraba incoherencias que sonaban como el ulular de un viento helado. El cadáver de la duquesa constituía una aparición espantosa. Su imagen sufría continuos cambios, disolviéndose por un instante en la de un fantasma serpenteante, para hacerse tangible de nuevo al momento siguiente, bajo la forma de un cadáver pálido y ensangrentado. El duque no podía hacer otra cosa que mirarla; la enormidad de su crimen lo tenía totalmente aturdido. Alfred mostraba una palidez mortal, más acusada que la del cadáver, y daba la impresión de ir a desmayarse en cualquier momento. El perro ladró frenéticamente.
Sería más fácil quedarse allí a morir, se dijo Haplo con amargura. Pero no se atrevía a dejar atrás su cuerpo incólume.
—¡En marcha! —ordenó, dando un codazo en las costillas a Alfred sin miramientos—. Yo tengo al príncipe. ¡Vamos!
—¿Qué hay de…? —Alfred no podía apartar la mirada del duque y del horrible espectro de lo que había sido la duquesa.
¡Olvídate de ellos! Tenemos que largarnos de aquí. Se acercan los soldados y, probablemente, el propio dinasta viene con ellos. —Haplo empujó a un reacio Alfred pasadizo adelante—. Kleitus se encargará de los duques.
—¡Me mandarán al olvido! —chilló el lázaro. «… olvido…», repitió el eco.
El miedo puso en movimiento el cuerpo y el espíritu del lázaro. Haplo echó un vistazo a su espalda bajo la espectral oscuridad azulada, levemente iluminada por las runas, y tuvo la espantosa sensación de que dos mujeres corrían tras él.
La huida de Jera hizo reaccionar a Jonathan. El duque corrió tras su esposa. Sus manos avanzaron hacia ella, pero dio la impresión de que no se atrevía a tocarla. Por fin, los brazos cayeron a los costados, sin fuerzas.
Alfred inició un cántico. Las runas de las paredes se iluminaron brillantemente, guiándolos hacia el interior de las catacumbas. La luz azulada rara vez fallaba. Si una fila de signos mágicos de una pared se apagaba o perdía luminosidad, era casi seguro que las runas de la otra pared eran visibles.
Las runas los condujeron cada vez más abajo. El suelo formó una pendiente tan acusada que hacía incómodo el avance. El bloque de celdas quedó atrás muy pronto, igual que las mejoras modernas como las lámparas de gas de las paredes.
—¡Esta parte… es antigua! —exclamó Alfred, jadeando debido al esfuerzo de tanto correr, trastabillar y tambalearse—. Las runas… están intactas.
—Sí, pero ¿adonde diablos nos conducen? —preguntó Haplo—. ¿No nos llevarán a un pozo, verdad? ¿O de cabeza a un callejón sin salida…?
—Yo… Creo que no.
—¡Crees que no! —repitió Haplo con aire despectivo.
—Al menos, las runas no guían a nuestro enemigo hacia nosotros —apuntó Alfred, señalando el camino por el que venían. El pasadizo había quedado engullido por la oscuridad; las runas se habían apagado.
Haplo aguzó el oído y no logró captar rastro alguno de las pisadas ni de las voces. Tal vez el estúpido de Alfred había conseguido por fin hacer una a derechas. Y quizás el dinasta había abandonado la persecución.
—Eso, o tiene el suficiente juicio para no acudir aquí abajo —murmuró Haplo. El patryn se sentía mareado e inseguro de sus piernas. Cada respiración le costaba un considerable esfuerzo. Las runas pasaban borrosas ante sus ojos.
—Si pudiera descansar… un rato —sugirió Alfred tímidamente—. Si tuviera un momento para reflexionar…
Haplo no quería detenerse. Le parecía inimaginable que el dinasta permitiera que se les escurrieran de entre los dedos. Sin embargo, era consciente (aunque jamás lo hubiera reconocido) de que no estaba en condiciones de dar un paso más.
—Está bien —accedió, pues. Se dejó caer al suelo, aliviado. El perro se enroscó a su lado y, apretándose contra él, apoyó la cabeza en la pierna de su amo.
—Vigílalos, muchacho —le ordenó éste, moviendo la testuz del animal en un lento arco que abarcó a todos los presentes en el estrecho túnel. El cadáver del príncipe había dejado de avanzar y permanecía firme, mirando al vacío. El cuerpo y el espíritu de Jera se balanceaban inquietos de un lado a otro del pasadizo. Jonathan se derrumbó sobre el suelo de roca y hundió el rostro entre los brazos. No había pronunciado palabra desde el inicio de la huida.
El patryn cerró los ojos y se preguntó, agotado, si tendría energías suficientes para completar el proceso de curación. O si ésta era posible, teniendo en cuenta la potencia del veneno que Kleitus había empleado contra él…
El perro alzó la cabeza y soltó un ladrido seco. Haplo abrió los ojos.
—No te muevas de nuestro lado, Alteza —dijo el patryn.
El cadáver del príncipe, que ya se había alejado unos pasos túnel adelante, dio media vuelta. La expresión de perplejidad de su rostro aparecía reemplazada por una mueca de determinación.
—Vosotros no sois mi pueblo. Debo volver con mi pueblo.
—Te llevaremos con él, pero debes tener paciencia.
La respuesta pareció contentar al cadáver de Edmund, que volvió a quedarse inmóvil. Su fantasma, en cambio, se agitó y pareció susurrar algo. El lázaro detuvo su inquieto vagar y volvió la cabeza como si alguien le hubiera hablado.
—¿Es eso lo que deseas? ¡La experiencia no es nada agradable! ¡Fíjate en mí! —exclamó con voz desgarrada.
«… en mí…», se oyó el eco.
El fantasma del príncipe parecía decidido.
El lázaro levantó los brazos y sus manos ensangrentadas trazaron unas extrañas runas en torno al cadáver de Edmund. El rostro de éste, antes apacible en la muerte, se contrajo de dolor. El fantasma desapareció y la vida brilló en los ojos del cadáver. Sus labios se entreabrieron y formaron unas palabras, pero sólo uno de los presentes escuchó lo que decían.
La figura cambiante de la duquesa se volvió hacia Haplo.
—Su Alteza se pregunta por qué lo ayudas.
Haplo intentó mirar hacia Jera, cruzar su mirada con la del lázaro, pero no fue capaz. La visión de la sangre, la flecha y aquel rostro cambiante le resultó insoportable, demasiado horrible. Se maldijo por su debilidad, pero mantuvo la mirada fija en el príncipe.
—¿Cómo puede preguntarse nada? Está muerto.
—El cuerpo lo está —respondió el lázaro—. Pero el espíritu sigue vivo. El fantasma del príncipe es consciente de lo que sucede a su alrededor. Hasta este momento no podía hablar, ni actuar. ¡Ésa es la razón de que esta muerte-vida en la que estamos atrapados sea tan horrible!
«… horrible…».
—Pero ahora —continuó el lázaro con una fría expresión de orgullo en sus horrendas facciones— le he concedido, hasta donde soy capaz, el poder de hablar, de comunicarse. Lo he dotado de la facultad de actuar con el cuerpo y el espíritu a la vez.
—Pero… seguimos sin oírlo —apuntó Alfred con un hilo de voz.
—En efecto. Eso se debe a que su cuerpo y su espíritu han estado separados demasiado tiempo. Han vuelto a unirse, pero la unión es dolorosa, como puedes observar. No durará mucho tiempo. Lo contrario que la mía. ¡Mi tormento es eterno!
«… eterno…».
Jonathan exhaló un gemido y se retorció de dolor como el lázaro de su esposa. Alfred pestañeó, incrédulo, y abrió la boca para decir algo. Haplo le dio otro enérgico codazo, advirtiéndole que guardara silencio.
—Su Alteza insiste en la pregunta: ¿por qué le prestas ayuda?
Haplo se volvió hacia el cadáver del príncipe y le respondió lentamente, midiendo con cuidado cada palabra:
—Verás, Alteza: ayudándote a ti, me estoy ayudando a mí mismo. Mi nave… ¿Recuerdas mi nave, príncipe?
El cadáver dio la impresión de asentir.
—Pues bien —continuó Haplo—, mi nave está en la orilla opuesta del mar de Fuego, en el muelle de Puerto Seguro que tu pueblo controla ahora. Yo te conduciré al otro lado del mar de Fuego, si tú evitas que tu pueblo me ataque y si me garantizas paso franco hasta la nave.
El cadáver permaneció inmóvil. Solamente sus ojos muertos respondieron con un leve destello. La forma cambiante de Jera pareció prestar atención y luego, con un ademán algo despectivo, dijo:
—Su Alteza entiende tu propuesta y accede al trato.
Haplo dijo adiós a sus planes de abandonar al lázaro de la duquesa y al traumatizado esposo de ésta. Jera, o aquel extraño ser en que se había convertido, podía resultarle de extraordinaria utilidad. El patryn alargó la mano y tiró de la túnica de Alfred.
—¿Has descubierto algo? ¿Sabes ya adonde nos conducen las runas?
—Me…, me parece que sí. —Alfred bajó la voz y volvió la vista hacia el lázaro—. Pero ¿te das cuenta? ¡Puede comunicarse con los muertos!
—¡Sí, claro que me doy cuenta! ¡Y Kleitus también lo advertirá, si consigue apoderarse de ella! —Haplo se frotó los brazos. Notaba un escozor, una sensación de ardor, en las runas de su piel—. Esto no me gusta. Se acerca alguien. Nos siguen. Y, sea quien sea, no estoy en condiciones de luchar. Ahora, nuestra salvación depende de ti, sartán.
—Y yo también te entiendo ahora —continuó diciendo el lázaro. Alfred y Haplo no supieron si se dirigía al príncipe o a la otra mitad de su torturado ser—. Oigo tus palabras de amargura y pesar. Comparto tus lamentaciones, tu desesperación, tu frustración… —El lázaro retorció las manos y alzó más la voz—: ¡Deseas desesperadamente hacerte oír, pero no pueden oírte! ¡El dolor es peor que esta flecha en mi corazón!
La mano de la duquesa agarró el asta de la flecha, la extrajo de su cuerpo de un tirón y la arrojó al suelo. Luego, añadió:
—El dolor que me produjo ésta pasó enseguida. ¡Pero el dolor que me atenaza ahora durará eternamente, no tendrá fin! ¡Ay, esposo mío, deberías haberme dejado morir!
«… deberías haberme dejado morir…», susurró el eco apesadumbrado antes de desvanecerse en el silencio del pasadizo.
—Sé cómo se siente la duquesa —apuntó Haplo con aire sombrío—. Ahora, sartán, préstame atención. Ya habrá tiempo luego para las lágrimas… si tenemos suerte. ¡Las runas, maldita sea!
Alfred apartó a duras penas la mirada del lázaro.
—Sí, las runas —dijo, tragando saliva—. Los signos mágicos nos conducen en una dirección determinada, siguiendo un camino trazado. Si te has fijado, hemos pasado frente a otros pasadizos que se ramifican a partir de éste y las runas iluminadas no nos han llevado por ninguno de ellos. Cuando he invocado las runas, tenía en mente que quería salir de las catacumbas y creo que los símbolos mágicos me conducen hacia el exterior, pero… —Alfred titubeó, con un gesto de inquietud.
—¿Pero…?
—Pero tal vez la salida a la que nos llevan esté justo frente a la entrada principal del palacio —terminó la frase Alfred, abatido.
Haplo exhaló un suspiro y reprimió el intenso deseo de hacerse un ovillo y abandonarse al dolor del veneno. El ardor de las runas de su piel se intensificó. Se puso en pie lenta y penosamente y llamó al perro con un sordo silbido.
—No tenemos más remedio que seguir adelante —proclamó.
—Haplo… —Alfred se incorporó también y tomó del brazo al patryn, con gesto inseguro—. ¿Qué has querido decir con eso de que sabes cómo se siente la duquesa? ¿Te refieres a que debería haberte dejado morir?
Haplo apartó el brazo, rechazando el contacto.
—Si lo que quieres es que te agradezca que me hayas salvado la vida, sartán, andas muy equivocado. Al hacerlo, tal vez hayas puesto en peligro a mi pueblo, al tuyo y a todos esos estúpidos mensch que tanto parecen preocuparte. ¡Sí, sartán, deberías haberme dejado morir! ¡Y, a continuación, deberías haber hecho lo que te pedí y destruir mi cuerpo!
Alfred lo miró, perplejo y asustado.
—¿En peligro? No entiendo…
El patryn alzó uno de sus brazos tatuados, lo colocó ante las narices de Alfred e indicó los signos mágicos que le cubrían la piel.
—¿Por qué crees que Kleitus ha optado por el veneno para acabar conmigo, en lugar de utilizar una lanza o una flecha? ¿Por qué el veneno? ¡Para no emplear armas que pudieran causar daños en mi piel!
—¡Sartán bendito! —musitó Alfred, palidísimo.
Haplo soltó una breve carcajada.
—¿Sartán bendito? ¡Ja! ¡Maldita sea tu raza! ¡Vámonos de una vez! ¡Salgamos de aquí lo antes posible!
Alfred reemprendió la marcha, túnel adelante. Los signos mágicos de las paredes se iluminaron a su paso con su suave resplandor azulado. El cadáver del príncipe aguardó al lázaro de la duquesa y le ofreció su mano con aire regio, a pesar del boquete que le atravesaba el pecho.
El lázaro contempló al príncipe muerto y volvió luego la mirada hacia su esposo.
Jonathan tenía la cabeza hundida y se mesaba su larga melena, tirándose de los cabellos con gesto de amarga aflicción.
El ser que había sido su esposa lo miró sin el menor asomo de conmiseración. Su expresión era fría, impasible, helada como una máscara mortuoria. El fantasma atrapado dentro de aquel cuerpo le infundía vida; una vida terrible que se reflejaba en los ojos muertos del lázaro con un destello amenazador, brusco y espeluznante.
—Son los vivos quienes nos han hecho esto —susurró.
«… nos han hecho esto…», susurró el eco.
El duque alzó el rostro con expresión desolada y los ojos muy abiertos. El lázaro dio un paso hacia él pero Jonathan, encogiéndose, rehuyó la proximidad de aquel extraño ser en que se había convertido su esposa.
Jera lo contempló en silencio. Las dos mitades de su ser se agitaron, separándose, en un intento inútil del espíritu por liberarse de la prisión que significaba su cuerpo. Sin una palabra, el lázaro dio media vuelta y volvió junto al cadáver del príncipe. Sus pies pisaron descuidadamente la flecha ensangrentada que había arrojado al suelo.
Con la mirada desencajada, Jonathan extrajo un objeto de debajo de la túnica y un reflejo metálico centelleó bajo la luz mortecina de las runas.
—¡Perro! ¡Detenlo! —gritó Haplo.
El animal dio un salto, dejando los dientes al descubierto. Jonathan soltó una exclamación de dolor y desconcierto. El puñal que sostenía cayó al suelo con un tintineo. El duque hizo ademán de agacharse a recogerlo, pero el can fue más rápido. Plantado ante el arma, enseñó de nuevo los colmillos con un ronco gruñido. Jonathan dio un paso atrás y se sujetó la muñeca, ensangrentada, de la mano que había empuñado el arma.
Haplo tomó del brazo al duque y lo guió pasadizo adelante, tras los pasos de Alfred. Con un silbido, ordenó al perro que lo siguiera.
—¿Por qué me has detenido? —preguntó Jonathan con voz sorda. Echó a andar tras el patryn, arrastrando los pies y avanzando a ciegas—. ¡Quiero morir!
—¡Precisamente lo que me hace falta: otro muerto! —replicó Haplo con un gruñido—. ¡Apresura el paso!