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La festividad de Shinare estuvo condenada al fracaso desde el principio.
Desde las puertas de la abandonada Torre de la Alta Hechicería, engalanadas con lazos dorados en honor a la diosa, pasando por todo el camino hasta la Escuela de los Juegos, en el corazón de la ciudad, donde deslustradas figuras de bronce, mitad águila mitad león, colgaban como recuerdo de festivales anteriores, mucho más vibrantes, la ciudad apestaba bajo el turgente paño mortuorio. Durante las tórridas tardes del festival, en las que no corría ni una brizna de aire, los pocos puestos que había, a pesar de estar adornados con los lazos de la diosa, presentaban un aspecto sucio y mugriento. Las mercancías que se vendían en la plaza del mercado parecían baratijas; una burda figurilla de Thoradin de barro sustituía a la habitual hecha de piedra tallada, las tallas de madera típicas de Balifor carecían de forma y estaban hechas de cualquier manera, y los peces sin escamas de Karthay resultaban imperdonables.
Este tipo de pez, que se traía a los mercados de la ciudad en grandes cantidades y se mantenía con hielo de las montañas de Karthay, pretendía ser la exquisitez de las fiestas de aquel año, pero el calor de la ciudad aumentó de repente hasta hacerse insoportable y, al segundo día, toda la mercancía ya se había podrido, por lo que el aire de la ciudad quedó impregnado de un olor pestilente, casi irrespirable.
A pesar del incienso humeante que salía de las ventanas de las casas, de los clavos de especias que colgaban en las entradas de las viviendas y de la esencia de rosas y violetas que se había vertido en los riachuelos a través de los desagües de la ciudad, los forasteros no podían dejar de percibir aquel olor penetrante La ciudad entera apestaba.
A la segunda tarde del Shinarion, se marchaban más de los que llegaban. Los que decidieron irse se retiraron a las ciudades junto a la bahía; huían a caballo, en carreta o a pie, pasando por delante del monasterio o atravesando el bosque de Karthay en busca de aire limpio y fresco, ansiosos por sacudirse de la ropa el hedor de incienso y pescado muerto.
Los pocos de ellos que volvían la mirada atrás, nostálgicos, sin duda, de la diversión de años anteriores, vieron las luces de Istar, parpadeantes y tenues, al otro lado de la bahía. Las velas del Shinarion, antiguamente utilizadas en gran cantidad de modo que podían vislumbrarse hasta a quince kilómetros de distancia, habían menguado a la triste cifra de unos pocos miles, y apenas alumbraban lo suficiente para guiar a aquéllos que se acercaban al festival.
Llevados por la luz del crepúsculo, los viajeros no tardaron mucho en dejar la ciudad tras de sí.
Vaananen, solo en las almenas del Templo, contemplaba la podredumbre que invadía la ciudad y se maravillaba de la quietud y penumbra que reinaba en aquel extraño festival.
La ciudad parecía sitiada. Naturalmente, los rumores se habían propagado por la ciudad más rápido que el olor del pescado podrido, y se sabía que las tropas rebeldes habían salido de nuevo del desierto y se dirigían a la ciudad, aunque se desconocía su número. A la cabeza estaba el mismo hombre, el Profeta del Agua, que hacía menos de un mes había irrumpido en las praderas provocando un gran número de bajas en el seno de la doceava y séptima legiones istarianas, y que más tarde regresó a toda prisa al impío territorio de roca y arena, en medio del cual se desvaneció como el viento.
Vaananen sacudió la cabeza. Aún era demasiado pronto.
Por grandes que fueran los poderes de aquel Fordus Alma de Fuego; él y sus rebeldes todavía no estaban preparados. Las fuerzas que los esperaban eran más que formidables y el camino que tenían ante ellos, largo y peligroso.
Con Fordus alejado del kanaji, no había forma de advertirle. Vaananen se apoyó sobre la fría muralla de piedra y examinó la ciudad. La Escuela de los Juegos resplandecía a lo lejos con una alegre luz violeta, y se oía el estruendo de la multitud que presenciaba las cruentas luchas de gladiadores y las inseguras carreras de caballos.
Se acercaba el momento más peligroso, tanto para su misión en la ciudad como para la revuelta de Fordus a las afueras, ya que, sin duda, la sexta legión había llegado a Istar.
Después de su excursión a los establos y de sus otros descubrimientos, Vincus se había precipitado hacia los aposentos del druida, había escalado por una tupida red de parras y zarzas y, cuando se encontró ante Vaananen, comenzó a gesticular con tal rapidez que a éste le costó casi una hora tranquilizar al muchacho.
El druida creyó la historia del joven esclavo, pero, de todos modos, decidió acompañarlo a los establos. Allí, los labios tatuados de los caballos confirmaron la desagradable noticia.
Ni tan siquiera tres legiones de Caballeros de Solamnia podían soñar con vencer a aquella guarnición istariana de más de cinco mil soldados veteranos.
El druida había informado de ello al Profeta mediante los jeroglíficos que había dibujado en el jardín mágico, los cuatro símbolos escritos en la oscura arena.
Pero ¿quién estaría allí para leerlos?
Vaananen se ajustó más la capa sobre los hombros. Cada año sucedía lo mismo; durante el Shinarion, los últimos días del verano se entremezclaban con los primeros del otoño y, en cierto momento, casi siempre en la mitad del festival, una noche bajaba la temperatura de repente y era la señal del cambio de estación.
Vaananen bajó de las almenas. El sol ya se había escondido tras las delicadas torres y las cúpulas blancas que se erigían al oeste de la ciudad, y teñía los luminosos edificios de un rojo ominoso.
Al druida le quedaba una esperanza, ya que el Príncipe de los Sacerdotes, a pesar de toda su astucia con la magia y la política, no se destacaba por la buena elección de sus generales. Cada uno de ellos había resultado peor que el anterior, culminando con el desastroso Josef Monoculus. Encontrar un buen líder se había convertido en una tarea imposible desde que la Orden Solámnica, contraria a la política de opresión llevada a cabo por Istar, dejó de apoyar las duras medidas del Príncipe de los Sacerdotes.
«Y eso era realmente una buena noticia —pensó Vaananen—, porque el ejército istariano encabezado por generales competentes sería realmente invencible».
Vaananen se estremeció tan sólo de pensarlo, pero se cubrió la cabeza con la capucha y entró en la gran cámara del consejo del Templo, donde, disfrazado de fiel seguidor del Príncipe de los Sacerdotes, se uniría a un puñado de otros clérigos escogidos para recibir la próxima triste remesa de líderes militares.
—Este tiempo está loco —le dijo el hermano Alban al nuevo comandante.
Ninguno de los sacerdotes había visto anteriormente a aquel hombre.
Ese tipo de actos normalmente servían para saciar la curiosidad de los clérigos pero, en aquella ocasión, cuando Vaananen entró en la cámara iluminada por la luz de las antorchas, se encontró a los clérigos amontonados alrededor de una impresionante figura cubierta con una capa negra. El hombre estaba al lado del propio Príncipe de los Sacerdotes.
Por primera vez en muchos años, quizás el Príncipe de los Sacerdotes había hecho una elección acertada. Vaananen lo intuía por la estampa, robusta y fuerte, de aquel hombre, cuyo cuerpo anguloso y pálido, casi translúcido, parecía tallado en mármol por un gran escultor. La túnica de seda negra que llevaba era sencilla y elegante, en contraste con la ropa recargada y ostentosa de sus anfitriones, y en el costado portaba una espada muy usada.
«Un arma —pensó el druida—, que, sin duda, ha vivido años de acción».
A diferencia de las fruslerías ornamentales que pendían de los cinturones de los tres últimos generales.
Aquel hombre tenía el pelo negro, y en su apostura había algo de femenino, casi de reptil, y sostenía la mirada de los clérigos istarianos impasible, sin mostrar respeto ni tampoco condescendencia. El general rechazó el vino que le ofreció el hermano Burgon y permaneció en pie, con sus pálidos brazos cruzados ante su enorme pecho; la mayoría de los clérigos prefirió sentarse.
Junto a él, el Príncipe de los Sacerdotes hacía gala de sus más gentiles maneras. Era un hombre de aspecto delgado, algo calvo y de resplandecientes ojos azul cielo; no, azul mar. Si no fuese porque sabían que el poder de Istar recaía en manos de aquel pequeño hombre, se le podría confundir por el secretario obsesivamente meticuloso del nuevo general.
Los dos dignatarios hablaron tranquilamente, mientras los sacerdotes y los monjes intentaban inmiscuirse en la conversación.
El Príncipe de los Sacerdotes tenía aspecto cansado, exhausto. Su escaso pelo castaño parecía haber disminuido todavía más desde la última vez que lo vio Vaananen y, por un instante, el druida pensó si el monarca estaba enfermo.
Pero cuando sus resplandecientes ojos azules se dirigieron hacia él, le transmitieron desasosiego y miedo, lo que no dejó de extrañarle.
Vaananen se acercó a la multitud y oyó cómo el nombre del forastero recorría el frenético murmullo de los clérigos.
¿Tadec? ¿Tanik? El murmullo era constante y las palabras se mezclaban unas con otras de manera que el druida no pudo comprender bien el nombre en cuestión. Pero fuese quien fuese aquel hombre, Tadec o Tanik, éste continuó cautivando a sus anfitriones. El más mínimo comentario del forastero provocaba fuertes risotadas y, mientras él escrutaba la sala con una sonrisa gélida, su mirada se topó inmediatamente con la de Vaananen.
Los ojos del nuevo general eran de color ámbar, insondables, y recordaban a los de un reptil. El hombre se quedó mirando fijamente al druida, y el centro de sus pupilas se dilató con malicia. Vaananen, cuando escrutó el corazón de aquellos ojos, vio la imagen de un oscuro vacío, una gigantesca figura alada que volaba en las profundidades de las tinieblas.
Te conozco, pareció decirle una oscura voz que no surgió de ninguna parte, pero que quedó perfectamente registrada en la cabeza del druida.
Entonces, de repente, con la misma rapidez que le había llegado, aquel sentimiento desapareció. Vaananen parpadeó, el general se dio la vuelta y la imagen se desvaneció. Pero en aquel breve instante de comunión, el druida descubrió cómo se llamaba realmente aquel hombre y quién era.
«Takhisis —susurró Vaananen para sí mismo, mientras los clérigos que había a su alrededor se abalanzaban para conocer, admirar y adorar a aquel nuevo y enigmático líder—. Takhisis está al mando de las tropas de Istar. Ahora lo sé, y también ella lo sabe».
Los pasillos que conducían a los aposentos del druida eran húmedos e insalubres. Aún era temprano y sus hermanos sacerdotales estaban con sus oraciones, en el festival… o adorando al general, cautivados y extasiados como ratones hipnotizados ante una serpiente de alcantarilla.
Quedaba algo de tiempo para advertir a los rebeldes, siempre y cuando Fordus regresase al kanaji.
Vaananen era consciente de que los próximos días iban a resultar peligrosos para todos ellos. Tenía que atrancar la puerta y cerrar las ventanas para protegerse de una noche hostil. La diosa lo había reconocido, estaba casi seguro de ello, y, si eso era cierto, su vida estaba gravemente amenazada.
Una luz vacilante se aproximaba desde un extremo del pasillo. «No ha pasado ni una hora, y ya ha empezado», pensó Vaananen, intentando calmar su creciente temor. Se escondió en la penumbra de la entrada de su habitación, se apretó contra la puerta de madera… y vio pasar a un acólito adormecido que llevaba una antorcha para que pudiesen celebrarse las últimas oraciones de la noche.
El druida salió de la penumbra y sonrió con tristeza. No debería hacerlo, no tendría que atrincherarse y ocultarse en el Templo, aguardando con temor la llegada de Takhisis, No iba a quedarse temblando en la cama, esperando oír pisadas en el umbral de su puerta cerrada con llave.
Pero, a pesar de sus valientes pensamientos, Vaananen respiró con alivio cuando cerró tras de sí la puerta con llave, con una, dos y tres vueltas, para protegerse de la noche y de sus temerosas fantasías. El druida se acercó inmediatamente a su pequeño jardín mágico para comprobar si los cuatro jeroglíficos que había dibujado durante la mañana permanecían intactos sobre la oscura arena.
Sí, aún estaban ahí, lo que significaba que Fordus no los había recibido.
Vaananen se sentó sobre la piedra negra. Había llegado el momento del quinto símbolo. Los maestros druidas le habían enseñado que una magia poderosa se escondía tras aquellos magníficos jeroglíficos, una magia que tan sólo podía utilizarse cuando las circunstancias eran funestas. El mensaje del quinto símbolo era siempre relevante; a veces advertía de una hambruna o de una inundación repentina y, a menudo, durante la Era de los Sueños, anunció la llegada de un dragón. El quinto símbolo era diferente de los otros jeroglíficos, porque atraía con un impulso tan grande como el hambre o el agotamiento.
El mensaje llamaría a Fordus desde el propio paisaje, desde las rocas a los pies de las montañas, hasta el barro que se acumulaba alrededor del lago de Istar, y por cualquier lugar por el que marchasen sus tropas. La quinta runa lo emplazaría a que regresase al desierto, al kanaji.
Con sumo cuidado, Vaananen dibujó el jeroglífico junto a los otros cuatro. Era un antiguo símbolo que, según recordaba el druida, se utilizó por última vez en la época de Huma, durante la Segunda Guerra de los Dragones, el cual consiguió echar a Takhisis de la faz de Krynn.
Las marcas sobre la arena se solapaban unas con otras, y apareció la figura de una mujer bajo la de un hombre.
¡Cuidado con Takhisis!, decía el jeroglífico. ¡Cuidado con el hombre oscuro!
Tamex saludó a los últimos clérigos, dos hombres viejos y calvos que se inclinaban y arrastraban ante él como si se tratase del propio Príncipe de los Sacerdotes, mientras mascullaban pequeñas frases de halago y adoración, sin percatarse de que los ojos ámbar del nuevo general se habían apartado de ellos.
Rápida, implacable y eficiente, la diosa había llegado a Istar para liquidar unos asuntos. Reptando por la ciudad, había podido reconocer la situación del terreno; además, en Istar, nadie se percató de la existencia de otra serpiente, nadie le impidió la entrada en la arena ni la molestó durante su última transformación.
Takhisis adoptó de nuevo el cuerpo de Tamex, y a aquella criatura hecha de cristal y mentiras no le resultó difícil ganarse al Príncipe de los Sacerdotes y a su séquito, ganarse a todos excepto a uno, el druida.
¡Oh, sí! Ella había visto a aquel druida por primera vez en una de sus visiones, cuando levantaba exultante las manos para celebrar la victoria de Fordus. Tenía que ser él. La diosa había visto la hoja de roble rojo tatuada en la parte interior de su brazo izquierdo.
Aquella información tendría que ser suficiente para liquidarlo. Pero a veces la corte de Istar se movía con una lentitud exasperante. Los delitos por ofensa podían tardar años en ser juzgados, y un crimen capital como aquél podía llegar a tardar tanto tiempo en resolverse que el druida podía morir antes de que fuese sentenciado.
No, iba a ser silenciado con métodos más antiguos, más tradicionales.
Tamex avanzó entre la multitud, intentando no chocar con ningún sacerdote o acólito. La sensación fría y pétrea de su nuevo cuerpo seguramente levantaría sospechas. Además, mover sus pesadas piernas sin hacer demasiado ruido o sin que éstas se rompiesen era también bastante complicado.
Druida vigila las ventanas, susurraron los cristales que corrían por las venas de Tamex. Vigila las puertas, y cúbrete las espaldas en los pasillos.
Y desde luego cuenta los amaneceres y los crepúsculos, y bendice cada uno de ellos, ya que te quedan pocos.