7
Al cabo de tres días de la desaparición de Fordus, en el campamento comenzó a crecer el nerviosismo. Era gente nómada, y tres días en un mismo sitio empezaba a ser demasiado. El ganado ya había acabado con la maleza que sobrevivía en aquel terreno plagado de grietas y piedras, y las últimas reservas de agua estaban agotándose. Durante todo aquel tiempo, el campamento hervía con las nuevas incorporaciones. Llegaban Hombres de las Llanuras procedentes de toda la región, para acogerse a los cobijos itinerantes proporcionados por aquel Fordus.
No era raro que Fordus desapareciese durante un día, quizás incluso durante toda una noche, y los rebeldes estaban acostumbrados a los retiros de su líder en el desierto. En esas ocasiones, partía, dejando a Luz de Relámpago al mando, en dirección al kanaji, hacia las tierras que se abrían en el fondo del hoyo, en busca de agua o, a veces, de iluminación. A menudo, después de una noche de soledad, de ayuno y de meditación, rodeado de aquel inhóspito terreno, el Profeta regresaba al campamento, exhausto, pero a la vez extrañamente despierto, y pronunciaba sus enigmáticas palabras producto de las visiones que había tenido en el desierto.
El elfo era el encargado de dar sentido a aquellas palabras; transformaba la poesía en estrategia y el oráculo en tácticas. Luego, comenzaban las batallas y llegaban las victorias. Ocurría de esa forma desde que Fordus se convirtió en el Profeta del Agua.
Así funcionaban las cosas cuando necesitaban agua. Pero en aquella ocasión, ya llevaban tres noches esperando su regreso, con su victoria más costosa todavía reciente.
Incluso Alanda empezó a escrutar el horizonte con algo más que ligera preocupación.
Una gran intranquilidad comenzó a propagarse como auténtico veneno por el campamento rebelde. Luz de Relámpago decidió reunir a sus exploradores para que iniciasen la búsqueda de su líder. Pero el elfo no sabía que allí donde las llanuras daban paso al desierto, a poco más de un kilómetro de distancia de donde hacía muy poco había tenido lugar la sangrienta batalla, se estaba desarrollando otro tipo de reunión.
Apenas una hora antes de que saliese el sol en el amanecer del segundo día desde la desaparición de Fordus, un poco más al norte del monte cubierto de hierba, desde el cual el líder rebelde había presenciado la batalla, una pareja de jinetes de las tropas de Istar ataviados con negras túnicas cabalgaban hacia el sur, en dirección a la Encrucijada, bajo la luz vacilante de la luna blanca. Eran dos soldados veteranos, fuertes y de expresión cínica, con docenas de campañas bélicas a sus espaldas, que cabalgaban obedeciendo una misteriosa orden para encontrarse con el enemigo bajo la luz de la luna.
Los dos jinetes llegaron a aquel lugar cubierto de piedras y esperaron al hombre que, solo y a pie, se aproximaba hacia ellos, cruzando una gran extensión de tierra plagada de arena y juncias.
—Señor, aquí no hay ningún lugar donde puedan esconderse —afirmó el más viejo de los jinetes, quien, con aire ausente, acarició suavemente los galones de sargento que prendían del hombro de su uniforme—. Hay casi dos kilómetros entre él y el lugar más cercano donde podrían ocultarse.
El hombre más joven, el oficial que estaba al mando de aquella operación, asintió con la cabeza. Como puro acto reflejo, mantenía su mano enguantada sobre la empuñadura de la espada, y sentía el frío relieve de ésta.
Había algo muy raro en el andar de aquel extraño individuo. Se movía con firmeza por aquel terreno inestable, sin esquivar, ni una sola vez, un brezo o un desnivel ni romper el paso o, como mínimo, no lo hizo hasta que estuvo cerca de la pareja de jinetes. El hombre saludó a los soldados istarianos en voz baja y con un tono coloquial.
—Señores, ha llegado el momento —dijo el intruso. Sus ojos de color ámbar se empequeñecieron y se ajustó la túnica de seda negra al cuerpo para protegerse de los rigores de la noche del desierto—. Ha llegado el momento si son lo suficientemente hombres para ello.
—Acércate —le requirió el oficial con tono cortante—. Cuéntame lo que sabes.
El hombre permaneció firme en su sitio y dirigió su mirada altiva hacia la izquierda y, con su pelo negro cayéndole en cascada por la cara, apuntó hacia un pequeño altiplano que se erguía en el oscuro horizonte.
—Los rebeldes están ahí —anunció sin prestar atención a los caballos que lo rodeaban—. Tienen su campamento en la base del Altiplano Rojo. Hace tres días que no ven a Fordus Alma de Fuego, y en su ausencia ha surgido una docena de bandos opuestos. La vieja guardia, los que están con Fordus desde que se convirtió en el Profeta, permanece junto a Luz de Relámpago y Alanda. Pero algunos de los que-naras y muchos de los forasteros han puesto sus ojos en Estrella del Norte, mientras que los proscritos son fieles a Gormion. Luego, están… —el confidente hizo una pausa muy reveladora en su relato— aquellos que… secretamente somos fieles a Istar. Aquellos cuyo futuro está estrechamente relacionado con la suerte del Príncipe de los Sacerdotes.
Los soldados intercambiaron una mirada escéptica y esbozaron una sonrisa forzada.
—Os lo repito, su líder ha desaparecido —insistió el confidente—. O se hace ahora u os aseguro que habrá una guerra larga y cruenta. ¡Os estoy ofreciendo una magnífica oportunidad!
El oficial consideró el ultimátum. Veinte kilómetros más al norte, las tropas vencidas de Istar se amontonaban a las afueras de la muralla de la ciudad, esperando refuerzos urgentes procedentes de sus asentamientos a lo largo de la frontera con Thoradin. Pero mientras no llegaba la tan ansiada ayuda, los restos ya muy menguados del orgullo de Istar se acurrucaban en el campamento y, creían ver rebeldes por detrás de las rocas o agazapados en la hierba bajo la luz de la luna.
No. Aunque algo de cierto había en las palabras de aquel individuo, el momento del ataque todavía no había llegado.
Aun así…
El joven oficial, acostumbrado a tomar decisiones rápidas e inflexibles, zanjó aquel asunto inmediatamente. Enviaría al confidente en dirección al campamento rebelde y ellos lo seguirían a cierta distancia.
—Lo que sugieres es imposible —dijo.
—Y ¿por qué? —preguntó el hombre frunciendo el ceño.
—No tengo por qué darte explicaciones —replicó el oficial.
—Lamentaréis vuestra decisión —gruñó el confidente apuntando a los dos hombres montados sobre sus caballos con un dedo pálido, casi translúcido.
El oficial no le contestó y se quedó observando el lejano altiplano en el horizonte. Si el confidente decía la verdad, en algún lugar, no muy lejos, los rebeldes acampaban junto a hogueras cuidadosamente situadas y ocultas para que su luz no fuese visible a lo lejos.
—Después de todo —concluyó el oficial—, ¿cómo sabemos que no te han enviado para tendernos una trampa? ¡Quizá tú eres Fordus! —dijo riéndose burlonamente.
Disgustado, el misterioso individuo se dio la vuelta, lanzó una última mirada venenosa por encima del hombro, y rápidamente emprendió, silencioso, el camino de regreso. Pronto no fue más que una oscura figura recorriendo el desierto bajo la luz de la luna. La pareja de jinetes permaneció en silencio sobre las sillas de sus caballos, hasta que vieron cómo a lo lejos, en una duna, la silueta del confidente alzaba los brazos.
—Un tipo raro ¿eh? —comentó el sargento burlonamente.
Pero no hubo respuesta.
El sargento miró el horizonte durante un instante.
—Señor, ¿deberíamos seguirlo? —preguntó girándose despacio hacia su superior.
Entonces se dio cuenta de que el joven oficial había desaparecido.
La yegua del oficial seguía allí, temblorosa y con los ojos desorbitados, y de la silla caía un polvo que se acumulaba en el suelo formando una pirámide de simetría horripilante, como si cayera en el fondo de un reloj de arena encantado.
Una armadura de bronce perteneciente al ejército de Istar se balanceaba tristemente sobre el duro suelo, y a no más de tres metros de distancia había un casco y un par de guantes blancos.
En un gesto estúpido, el sargento desenfundó la espada.
Un solitario pájaro nocturno trazaba círculos sobre su cabeza, reflejando la luz de la luna en sus enormes alas extendidas.
Veneno. Delicioso veneno.
El veneno de diez mil años fluía por las venas de la Reina de la Oscuridad, mientras su anguloso cuerpo cristalino andaba con paso firme a través del desierto, en dirección al lejano campamento rebelde.
Takhisis recordó al oficial muerto con placer y deleite.
Eso es lo que iba a ocurrirles a los Hombres de las Llanuras o de Istar que osasen cruzarse en su camino. Especialmente a aquél que había logrado escapar de su esbirro, el trágalo.
Y también a los dioses que interfiriesen en sus asuntos.
En la estrellada cúpula del cielo del desierto, apareció el hijo de la diosa, aunque todavía resultaba invisible para los ojos mortales, para los elfos y los humanos, para los enanos y los kenders. Incluso los hechizos más poderosos fracasarían en el intento de localizar la luna negra, puesto que Nuitari aguardaba su momento, y evitaba atraer la mirada de las criaturas terrenales, los cristales, los augurios y los pronósticos distorsionados de los astrólogos de Istar.
Pero naturalmente, Takhisis sí que podía verlo mientras brillaba allá en lo alto, oscureciendo en su recorrido al resplandeciente Sirrion y a Shinare.
Su hijo. Su oscuro orgullo.
Desde su nacimiento, Nuitari había supuesto una brecha entre ella y su consorte, un turbulento incidente que tuvo lugar durante la Era del Nacimiento de las Estrellas y que separó a Takhisis y Sargonnas antes del nacimiento del mundo.
«¡Oh! Gané aquella batalla en los mismos orígenes —pensó Takhisis—. Y en adelante las ganaré todas».
La luna negra fue su juramento, su ofrenda a los otros dioses. Cada familia de dioses, para sellar su solemne pacto de que jamás harían la guerra en la faz del planeta, acordó crear un hijo y cada uno de ellos sería hermano de sangre de los hijos, creados por las otras familias. Unidos de este modo por alianzas y parentesco, bendecirían el mundo de Krynn con su magia.
El hijo plateado de Paladine y Mishakal, el resplandeciente Solinari, fue el primero en ascender a los cielos. El mayor de aquellos hijos dejó caer una lluvia de magia benigna y provechosa, y el pueblo de Paladine, los elfos de alto linaje, alzaron sus brazos a la luz de la luna. Los humanos, por su parte se entregaron a la luz roja de Lunitari, la hija engendrada por Gilean el Libro, el supremo dios de la Neutralidad.
Los dos juntos deambularon por los cielos, uno en forma de huevo plateado y otra de huevo escarlata. Y, a partir de entonces, surcaron el firmamento de Krynn y sirvieron de refugio y hogar de las divinidades menores.
Y en la estéril época del Príncipe de los Sacerdotes, como su prisión.
Pero todo aquello había sucedido mucho antes del nacimiento de Istar, mucho antes de la Era del Poder.
En el vacío que se extendía sobre el planeta que giraba sobre sí mismo, Takhisis y Sargonnas engendraron a su hijo. Su unión fue triste y sin amor, puesto que ambos dioses hacía ya tiempo que se habían distanciado y se habían sumido cada uno de ellos en la oscuridad de su propio abismo. Un día, en la oscura nube que gravitaba sobre el Courrain, la diosa, con ayuda de sus poderosos hechizos, hipnotizó a Sargonnas y le forzó a parir al hijo de ambos.
Durante todo un día y una noche, el gran dios carroñero permaneció suspendido en la nube de vapor y cenizas volcánicas cuyo miasma flotaba furioso sobre la superficie del océano. Takhisis, vigilante en su extraña maternidad, daba vueltas alrededor de la nube y esperaba, mientras ensordecedores gritos de parto y dolor brotaban de la turbulenta oscuridad.
Durante un día y una noche y otro día más, Su Oscura Majestad permaneció cerca y esperó junto a la nube, mientras su consorte, escondido, bramaba y juraba venganza.
—Deja que nazca nuestro hijo —le dijo Takhisis mofándose—. Oh, Sargonnas, deja que lo peor venga a mí. Yo me anticiparé al dolor y cuando hayas cumplido con tu parte… El espíritu de este hijo será solamente mío.
Al segundo día, durante el ocaso y mientras el océano resplandecía con los últimos rayos de sol, el huevo dorado del Cóndor se elevó desde la nube.
Era el tercer satélite. El dorado Nuitari.
Takhisis recordaba bien cómo el gran Cóndor, desprendiendo un fuerte olor a fuego volcánico, daba vueltas alrededor del huevo dorado, amenazante y agorero.
—¡No, Takhisis! —dijo Sargonnas desafiante, mostrando su desprecio y oponiéndose por primera vez a los deseos y designios de la diosa—. ¡He sido yo el que ha dado a luz a esta cosa mediante magia, oscuridad, y también un dolor insoportable! Yo lo criaré y será mi emisario en medio del nocturno cielo de Krynn.
Takhisis no esperaba que la ira que sintió la invadiese de tal modo que llegase prácticamente a paralizarla. Al este, en la arena de la costa de Ansalon, las playas rocosas que con el tiempo se convertirían en Mithas y Kothas, islas de minotauros, se ennegrecieron bajo el calor del vuelo de sus alas, mientras la diosa se lanzaba y rodeaba al despreciable rebelde, al dios que la había traicionado y a su resplandeciente trofeo dorado.
—¡Nuitari es mío! —gritaba furiosa, y de la Cordillera Cima del Mundo surgieron los primeros volcanes—. Mío. ¿Me oyes?
Los rayos quebraron el cielo del atardecer y por primera vez los bosques comenzaron a agrietarse víctimas de las ardientes lanzas que llovían de los cielos.
—¡Juro que acabaré con esa cosa! ¡Con el cascarón, la divinidad y lo que quiera que sea! —amenazó Su Oscura Majestad.
Ambos dioses giraron en torno al óvalo dorado. Takhisis trazaba pequeños círculos alrededor de las plumas deslucidas y humeantes de Sargonnas, quien agitaba sus alas en medio del aire del océano, desprendiendo un fortísimo hedor a carroña.
—Tú no vas a destruir un dios menor —graznó Sargonnas bajo los rayos del sol—. ¡No cuando lo puedes dominar!
—Tú, ¡parásito despreciable! —le espetó la diosa—. ¡Tú, maldito carroñero! ¡Quejica, pretenciosa y estercolera ave de corral!
Una ráfaga de fuego cruzó del aire salado y se disgregó. Sargonnas se cernió sobre el errante huevo dorado y envolvió con sus alas su resplandeciente tesoro.
—¿Dices que no acabaré con esa divinidad? —gruñó Takhisis furiosa—. Sargonnas, voy a mostrarte toda mi compasión. Ahora mismo te enseñaré la enorme generosidad que albergo en mi corazón.
Takhisis, trazando arcos en el cielo y con sus negras alas ensombreciendo las otras lunas mayores, absorbió el viento del desierto y lo arrojó de nuevo en forma de violenta ráfaga de fuego negro. Por un momento, el Cóndor y su resplandeciente tesoro desaparecieron en medio de la negra llamarada, y el cielo se agitó y se desvaneció. Privado de la luz del sol y de las estrellas, el planeta se enfrío y se heló, y la crudeza del invierno más severo se instaló en Ansalon, lo que no dejaba de ser insólito en verano. Pero lentamente, gracias a que la diosa no era la única fuerza en Krynn, las estrellas fueron regresando una a una, las primeras en llegar dieron lugar a la constelación del Dragón, las siguientes fueron los luminosos astros que se instalaron a su alrededor y, finalmente, los planetas y las lunas.
Una oscura figura pendía de los cielos, con las alas calcinadas todavía alrededor del huevo, empollando el cascarón ennegrecido y a la abrasada divinidad que había dentro.
Después de aquello, Nuitari jamás volvió a ser el mismo. Cubierto de pelo negro y de aspecto enfermizo, una terrible enfermedad hizo mella en la profundidad de sus pulmones y de su garganta. Desde sus primeros días, desde la época que habitaba dentro del cascarón, el benjamín de las lunas habló con roncos susurros.
Takhisis recordaba aquel episodio mientras sobrevolaba el inestable terreno arenoso. En lo alto, su oscura luna navegaba furtiva entre las estrellas. La diosa miró hacia arriba, en dirección al serpenteante camino de Nuitari, con expresión de aprobación.
Sargonnas tenía razón.
¿Para que acabar con su hijo si podía doblegarlo completamente según sus deseos?
La Reina de la Oscuridad pensó en el Príncipe de los Sacerdotes, quien estaría en su majestuosa torre contando los ópalos que le entregaría en Krynn.
La diosa dirigió entonces su mirada resplandeciente hacia las luces que desprendían las hogueras del campamento rebelde, y oyó el suave sonido de un pájaro solitario que, cauteloso, trazaba círculos sobre ella y el cual huyó a toda velocidad.
Ese mismo pájaro graznaba de nuevo mientras volaba por encima de Fordus, que permanecía arrodillado en el fondo del kanaji.
Fordus, exhausto por su combate contra el trágalo y con la pierna desgarrada e hinchada por el veneno del monstruo, luchó por alcanzar la frontera de las Lágrimas de Mishakal. Allí encontró el kanaji, y esperó a que surgiesen los jeroglíficos rodeado de una extraña música transportada por el viento a través de los cristales de sal. Las luces del campamento brillaban a kilómetro y medio de distancia, en el otro extremo de las Lágrimas.
Fordus cerró los ojos y, apretándose la pierna herida, se quedó observando la arena que el viento arremolinaba en aquel espacio abierto y circular. En un momento de pánico, confundió aquella visión con la guarida del trágalo y entonces recordó dónde estaba. Pero su tobillo había recibido una aspersión de ácido, la otra arma ofensiva del trágalo.
—Venga, apareced de una vez —murmuró Fordus entre dientes.
Y de pronto, nuevos jeroglíficos comenzaron a formarse sobre la arena.
La Encrucijada. El símbolo del agua, de eso estaba seguro.
El tercer día de Solinari.
Aquello era más desconcertante. Pero cuando lo verbalizase rodeado de su gente, cuando Luz de Relámpago oyese la profecía y la tradujese a un lenguaje más comprensible, su mente entendería lo que en aquel momento su corazón sentía en el kanaji.
Nada de viento.
Aquello era un misterio para él, una oscura composición de formas y líneas. Y finalmente sobre la arena inmaculada apareció un cuarto jeroglífico extraordinario.
Trágalo.
Fordus parpadeó confuso. ¡Aquello ya había ocurrido! El hoyo, el suelo abriéndose bajo sus pies…
La fiera mordiéndole la pierna y la subida de fiebre.
Sin precipitarse, intentó apartar los pensamientos que invadían su mente. Pero, en aquel momento, le resultaba muy difícil, ya que el dolor que sentía en la pierna lo transportaba una y otra vez hasta el laberinto de su mente, haciéndole temer que nadie fuese en su búsqueda, que Luz de Relámpago y Alanda no le encontrasen y que incluso los propios dioses lo hubiesen abandonado.
Fordus, en vez de recrearse en aquellos pensamientos, miró fijamente los símbolos y cerró los ojos. Los cuatros jeroglíficos quedaron grabados en su memoria, y luego, como siempre, se desvanecieron rápidamente, dejando el suelo del foso limpio y sin ningún rastro.
Fordus se ajustó el cuello de la túnica y sintió el collar de ópalo más apretado y caliente. Aunque lo intentó, no pudo deshacerse de la torques. Hacía mucho tiempo que los jeroglíficos le habían pronosticado consecuencias funestas si lo hacía. Pero estaba enfermo y se sentía incómodo, y la fiebre hacía que el frío del desierto le resultase insoportable.
Fordus intentó levantarse y, de repente, fue como si el kanaji estallará en una luz roja que lo zarandeó y hechizó sobre las rodillas. Cerró los ojos y vio de nuevo el repentino veneno del animal que le corroía implacable la carne de la pierna.
Apoyándose en la pared arenosa, el líder de los rebeldes hizo un nuevo intento por levantarse.
«Tengo que salir de aquí como sea —pensó—. Salir a la luz y respirar un poco de aire puro. Debo regresar al calor del campamento».
Dolorosamente, la piel se le estremecía con cada roce de la ropa; Fordus trepó hasta que logró salir del foso y, una vez fuera, descansó. ¿Un minuto? ¿Diez? ¿Una hora? Confuso, y bajo los efectos de la fiebre, su mente registró la tenue música procedente de los cristales de sal, y se durmió durante un rato, o como mínimo lo intentó.
Y de nuevo tuvo aquel sueño. El lago de fuego. El estrecho puente. La oscura figura alada, las adulaciones y halagos… la promesa de descubrir quién era.
Por un instante, en pleno delirio, le pareció que Viejo Corredor se colaba en su sueño. Viejo Corredor, pozo de malicia, con el pelo grisáceo y la cara cubierta de arrugas, caminaba sobre el estrecho puente hacia la sombra alada, hasta que su silueta vieja y alargada se fundió con la extraña nube con forma de pájaro, convirtiéndose finalmente en un cóndor, el cóndor Viejo Corredor.
«No. No más sueños inesperados», pensó el Profeta.
Fordus se levantó, se mantuvo en pie, tambaleante, y emprendió el camino hacia el campamento, donde estaría a salvo. Cuando no había avanzado ni cien metros, en su intento desesperado por alejarse de allí, la tierra pareció levantarse, como si le tendiese una trampa. Entonces, Fordus se puso a cuatro gatas y se arrastró por el suelo como un escorpión, como un cangrejo monstruoso.
Finalmente, alcanzó la cima de un pequeño montículo de arena y las Lágrimas de Mishakal aparecieron confusas a lo lejos, como si en su intento por acercarse al campamento sólo hubiese logrado alejarse aun más.
Fordus volvió la mirada en dirección al kanaji.
Una gran extensión de desierto se extendía entre él y la roca que se erguía a lo lejos sobre la tierra reseca y agrietada por el calor, una gigantesca superficie marcada por una compleja trama de surcos.
Por un instante, le pareció ver a Kestrel en el horizonte. Levantó las manos y comenzó a chillar, o le pareció que chillaba. Y recordó que hacía ya dos años que su padre adoptivo había muerto y que lo habían enterrado en la ancestral Encrucijada.
¿Entonces, quién era aquel individuo?
Aún le parecía que la figura de Kestrel lo saludaba a lo lejos, cambiante como una nube cargada de lluvia, cuando poco a poco otra figura comenzó a cobrar forma dentro de ella, otro hombre vestido de un blanco cegador y cuyas ropas dispersaron la sombra como mero humo arrastrado por el viento.
Fordus miró fijamente a ese hombre hasta que los ojos le dolieron. Era un hombre de talla mediana, un poco calvo, con ojos de color azul cielo…
No, con ojos azul mar…
Entonces, aquella figura se desvaneció igual de rápido que había surgido; dejó el desierto desnudo bajo la misteriosa luz de la luna, como un terreno desolado que se extendía hasta más allá de donde a Fordus le alcanzaba la vista.
Con la fiebre todavía muy alta, el Profeta del Agua miraba ausente la tierra agrietada por el calor, hasta que las propias grietas comenzaron a cobrar forma.
Un jeroglífico. Otro más.
«El desierto entero se ha convertido en mi kanaji», pensó Fordus delirante y triunfante a la vez, y comenzó a leer las ondulantes líneas que se extendían sobre la tierra.
Una parecía una torre. La otra una silla.
Preso de alucinaciones, Fordus unió aquellos dos símbolos.
—Yo me sentaré en el trono de Istar —susurró—. Ésta es la señal que he estado esperando.
»El mando del imperio me espera. El mundo entero se ha convertido en mi kanaji, el telón de fondo para mis visiones. Debo acabar con la tiranía del Príncipe de los Sacerdotes… y gobernar en su lugar.
»Ya sé quién soy. Soy el Príncipe de los Sacerdotes.
Con los mensajes olvidados sobre el agua, Fordus rodó exultante sobre la arena hasta que se quedó contemplando el parpadeante cielo. La tierra había hablado y le había nombrado el legítimo Príncipe de los Sacerdotes de Istar.
Eran unas noticias gloriosas.
Acababa de hallar algo mejor que agua.
Él era el Profeta y también la profecía.
Un halcón se detuvo sobre él y aprovechando una corriente de aire, regresó veloz hacia el campamento rebelde. Obedeciendo las órdenes de su señora, Lucas había estado buscando al líder de los rebeldes, guiándose por las débiles y apenas descifrables voces que transportaba el viento. Durante su búsqueda, el halcón oyó una docena de idiomas mezclados en el viento, entre los que se encontraban el débil lamento de una pequeña elfa procedente de algún oscuro lugar de debajo de Istar, la última exhalación de un mercader asesinado en los márgenes del desierto, los apacibles susurros de la hierba y de los lejanos y ancestrales vallenwoods, lejos al sur de Silvanost.
En medio de todos aquellos confusos sonidos, Lucas por fin percibió el murmullo del Profeta del Agua, palabras extrañas e inconexas acerca de piedras, agua y de la caída de la gran ciudad.
Lucas lo encontró en medio de una gran extensión de desierto que se expandía al sur de las Lágrimas de Mishakal. El halcón, atento y vigilante, vio a Fordus arrastrarse y parlotear, y finalmente dirigirse hacia un monte que se erguía en medio de las salinas.
Parecía que hablaba a alguien, pero allí no había nadie.