6
Desde su ventajoso punto de observación, en lo alto de una de las torres del Templo, el Príncipe de los Sacerdotes vio un meteorito en el lejano cielo que sobrevolaba la Torre de la Alta Hechicería y se dirigía hacia el lago de Istar, donde colisionó contra sus aguas como si de polvo rociado desde los cielos se tratase.
Como polvo.
El soberano de Istar se apartó de la ventana.
Sus aposentos privados eran tan austeros como los de una monja novicia. E insistía en que ello continuase así a pesar de las adulaciones de los clérigos que lo atendían y de la creciente tentación de rodearse de cosas hermosas. Una única cama y una alfombra raída ocupaban el centro de la enorme habitación coronada por una hermosa bóveda.
Durante el día, la habitación era sobria, aunque acogedora bajo la delicada luz que brillaba a través de las ventanas opalescentes.
Pero en aquel momento era de noche en Istar, y durante la noche el Príncipe de los Sacerdotes veía sombras. Al anochecer, si contemplaba durante largo rato el bello jardín que había bajo la ventana de la torre, veía a los árboles como criaturas con puñales, y le parecía que los arroyuelos y las fuentes se oscurecían y se espesaban bajo el silencio de las lunas.
No. No miraría hacia la oscuridad, no iba a pensar en sus… transgresiones. Sería mejor sentarse junto al agradable fuego y examinar el polvo, el polvo de ópalo. Eso seguro que lo reconfortaría durante un rato.
Las ventanas le habían hablado sobre los ópalos un día, hacía ya mucho tiempo, mientras paseaba solo sumido en sus reflexiones por el largo pasillo que rodeaba la enorme entrada del Templo.
Solo y con la capucha sobresaliendo por encima de la inmaculada ropa blanca que llevaba, el Príncipe de los Sacerdotes había realizado sus rezos, pero, sin poder evitarlo sus oraciones dieron paso a un curioso estado de somnolencia en el que comenzó a recordar sus primeras épocas de sacerdocio, su habitación en el área de los novicios, iluminada tan sólo por una vela solitaria…
Una muchacha. Una joven sirvienta de pelo rojizo.
Las manos le temblaron al rememorar esos recuerdos y, estaba tan absorto en aquellos pensamientos lujuriosos, que al principio no oyó hablar a las ventanas. Finalmente, sus palabras se colaron en el pensamiento del Príncipe de los Sacerdotes, quien sobresaltado, miró hacia la soleada galería de ventanas que lo rodeaba. La superficie de la opalescente ventana rosa empezó a resplandecer con una luz extraña.
Escucha nuestra llamada, le dijeron las ventanas. Cada una de ellas le hablaba con un tono y timbre diferente, hasta parecer un coro de voces retumbando en sus tímpanos.
De forma furtiva miró arriba y abajo de aquella sala. Quizá detrás de todo aquello había alguien que estaba utilizando magia prohibida para enloquecerlo…
Aunque eso parecía poco probable.
Dos de las ventanas de la esquina de la sala se abrieron y se oscurecieron, como si el propio pasillo lo estuviese mirando.
Escucha nuestra llamada, repitieron, de forma extraña y absurda, mientras el Príncipe de los Sacerdotes rastreaba en su memoria por si lograba recordar algún viejo manuscrito o códice que hablase de ventanas parlantes, de presagios, señales o augurios que le pudiesen dar alguna pista de lo que allí estaba sucediendo.
Entonces, sus pensamientos regresaron a la muchacha, a la luz de la vela sobre su pálida piel desnuda. En el pasillo, las ventanas le auguraron que conquistaría a la muchacha de pelo rojizo. A ella, o a otra igual que ella.
Ya era hora, lo urgieron, de que se casara.
Las ventanas le anunciaron que la muchacha, su futura esposa, estaba cada vez más cerca. Pronto llegaría el momento, con ayuda de ceremonias y rituales, en el que él la atraería y conseguiría encerrar el espíritu errante de la muchacha en un cuerpo nuevo y esbelto.
Cuando ese momento llegase, las ventanas se encargarían de enseñarle el cántico y los secretos movimientos somáticos. Pero antes él tendría que reunir los diferentes ingredientes.
El polvo de mil ópalos.
Aquélla parecía una misión extraña, aun así, hipnotizado por la expectativa de la muchacha, el Príncipe de los Sacerdotes asintió con la cabeza, como aceptando el mandato. Allí, envuelto por una tenue luz opalescente, hizo un inquebrantable y solemne juramento, y veinte años más tarde, cuando se convirtió en Príncipe de los Sacerdotes, se puso manos a la obra para completar el compromiso que había adquirido con aquel laberinto de voces etéreas.
Algún dios le anunció que las piedras ofrecerían cobijo a la futura esposa a través de la translucidez de los ópalos.
Con la llegada del nuevo día, los ruidos de la ciudad se apagaron en la oscuridad. El Príncipe de los Sacerdotes, intranquilo y sin haber pegado ojo en toda la noche, se sentó en el borde de la cama y, como si se tratase de un presagio, un polvo negro se deslizó entre sus pálidos dedos.
Un muchacho se escurrió, silencioso y anónimo, por entre las oscuras callejuelas de Istar.
Dos veces tuvo que esconderse en la oscuridad de los portales, conteniendo la respiración, hasta que oyó al escuadrón de soldados alejarse por las calles iluminadas por Lunitari, la cual alumbraba sus armaduras de bronce con una luz roja como la sangre. El muchacho serpenteó por las laberínticas calles de Istar como si fuese un ladrón y pasó junto a la Escuela de los Juegos.
Silencioso, sin que nadie reparase en él, el joven continuó su camino hasta cruzar por delante del salón de banquetes y de la torre de bienvenida; ambos edificios normalmente eran las sedes de los festivales, pero en aquel momento estaban silenciosos por la noche y por los recientes rumores que hablaban de una derrota de Istar. Aquel individuo llevaba el pelo cortado al estilo de los esclavos de Istar y el cabello de la nuca recogido en un moño. Y, sin poder evitarlo, su gran boca esbozó una furtiva sonrisa burlona al recordar los últimos acontecimientos.
Se rumoreaba que Fordus, quienquiera que fuese, había vencido al Príncipe de los Sacerdotes y había derrotado a su célebre ejército en las praderas.
Las otrora arrogantes tropas, ahora diezmadas y sin nadie que las dirigiese, acampaban fuera de las murallas de Istar con las espaldas apoyadas sobre las frías rocas, la basura a su alrededor y con órdenes expresas de defender la ciudad a cualquier precio.
Era ridículo. Aquellos veteranos soldados oían la marcha del enemigo en el viento y confundían las estrellas bajas del horizonte con mil hogueras rebeldes en las llanuras y, ahora, atemorizados, veían el rostro de Fordus bajo la capucha de cada lacayo.
Pero aún no se podía considerar a Istar acabada. Las tropas que aquel Fordus había aplastado, a pesar de ser formidables, no representaban más que una décima parte del poder del Príncipe de los Sacerdotes.
En la ciudad comenzaban a circular rumores que hablaban de movimientos militares en altas instancias, de contraataque y represalia.
Cuando el joven estaba a medio camino del patio central oyó una tercera patrulla aproximarse despacio con un estruendo de voces malhumoradas, y tuvo que esconderse gateando como un felino por debajo de una carreta vieja y abandonada, a no más de treinta metros de la entrada principal del Gran Templo. Allí, aguantó de nuevo la respiración hasta que el último de los soldados hubo pasado y acalló sus pensamientos por si un clérigo iba con ellos. Cuando el camino quedó despejado de nuevo, miró entre los radios rotos de las ruedas de la carreta, en dirección a la cúpula del Gran Templo que resplandecía majestuosa bajo la luz de la luna, con reflejos rojos igual que los cascos y las armaduras de las patrullas de soldados.
En aquel momento, la campana de la torre central comenzó a balancearse y anunció las cuatro de la mañana, quedaba pues, tan sólo, una hora de oscuridad.
Vincus llegaba pronto, aún quedaban algunos minutos para la llamada a la primera oración. Tendría que esperar hasta que los clérigos empezasen con su silenciosa y ritual peregrinación hacia la cámara y la capilla iluminada por la luz de una vela. Luego, cuando los pensamientos de la mayoría de los residentes del Templo estuviesen concentrados en ritos campesinos y en hermosas ceremonias, podría cruzar el patio sin que lo viesen.
Vincus se subió a la caja inclinada de la carreta, se recostó sobre la paja áspera, y acomodó su collar de plata de manera que no tintinease sobre la madera. El aro pesado y brillante que rodeaba su cuello tan sólo estaba marcado con su nombre en letras corrientes.
Vincus era un esclavo del Templo, aunque no le agradaba mucho precisamente.
Ahora hacía un año que servía como mensajero en las habituales intrigas del Templo, y en una ocasión encubrió la traición de un clérigo excéntrico y supersticioso del oeste. Se trataba de un hombre especialmente dotado para temas del tiempo, estaciones y otras cuestiones relacionadas con la naturaleza, y le había caído más simpático que aquellos otros calumniadores ataviados con ropas blancas y de expresión pusilánime.
Pero en el fondo, a Vincus todo aquello no le interesaba, lo único que le importaba de verdad era su situación. Cada día esperaba pacientemente la oportunidad para robar lo suficiente para saldar la deuda que su padre había contraído, o para romper el collar de plata que indicaba que era esclavo del Templo, el cual ningún herrero ni armero osaría aflojar. Si pudiese deshacerse de aquel collar, podría dejarse crecer el pelo, desaparecer entre las sombras de la ciudad y perderse por sus estrechas calles laterales, callejuelas serpenteantes y alcantarillas que tan bien conocía.
Pero ya llegaría su oportunidad. No esa noche, pero pronto, estaba seguro de ello.
Mientras tanto, aguardaría en aquel escondite, que, aunque pestilente, como mínimo era confortable. Vincus había tenido que soportar sitios mucho peores; como en el sótano oscuro e infestado de ratas de una taberna, en el cuarto plagado de telarañas de una maloliente curtiduría y una vez incluso sumergido hasta el cuello en las aguas aceitosas del puerto, luchando para sostenerse aferrado al peligroso costado, tapizado de percebes, de un barco amarrado en el muelle.
El día del barco fue con mucho el peor de todos, ya que Vincus no sabía nadar y los percebes le cortaban y destrozaban las manos.
Con aquel recuerdo en la mente, la caja de aquella carreta parecía muy confortable.
En escasamente una hora, mientras los clérigos murmuraban sus monótonas oraciones en el primer rito del día, y los soldados del Príncipe de los Sacerdotes, que tan profundamente odiaba, dormitaban en los puestos de guardia que les habían asignado, Vincus podría cruzar el patio sin que nadie se diese cuenta, deslizarse por entre las sombras, trepar el muro y cruzar tranquilamente el jardín en dirección a la cuerda de seda verde que vería colgando de una ventana que habrían dejado abierta para él. Allí, aprovechando las sombras de las ramas del vallenwood, podría escalar el muro de la torre igual que un ladrón.
¿Y no era eso precisamente? ¿Un ladrón de pensamientos secretos? Vincus se rió en silencio y cerró los ojos dejándose envolver por el blando e improvisado colchón. Podía relajarse, ya que sus días en las calles de Istar le habían enseñado a dormir sin bajar la guardia totalmente, manteniendo una extraña vigilancia. Unos ligeros ruidos tres casas más allá se colaron entre sus sueños, y Vincus tomó nota de cada uno de ellos, del casi imperceptible sonido del movimiento de una paloma mientras duerme y de la huida precipitada de una rata en medio de las basuras de una callejuela.
Y también del ruido de una daga saliendo de su funda.
Vincus abrió inmediatamente sus ojos de color miel y acercó lentamente la mano derecha a un pliegue escondido en el interior de la túnica, donde guardaba una honda de piel hecha por él mismo y seis piedras. Una vez más, conteniendo la respiración, se aseguró de que su arma seguía en su sitio y volvió la cabeza con una lentitud casi agonizante hacia una rendija que se abría en uno de los laterales de la carreta, donde los tablones de madera hacía ya tiempo que se habían agrietado y separado. Desde ese punto, observó las bocas de los callejones, intentando escuchar otra vez algún roce metálico y poder descubrir la procedencia de aquel ruido en medio de la oscuridad infinita.
El joven luchó por reprimir los pensamientos temerosos que lo asaltaban; quizás era otra patrulla, esta vez con perros, o con irdas, o con minotauros. O era un fantasma. Después de todo, se rumoreaba que la ciudad estaba plagada de espíritus errantes.
Tal vez era un dios del Mal, en medio de una cacería cruel e innecesaria. Hiddukel, la Balanza Rota, o Chemosh, dios de los muertos vivientes, con su calavera amarillenta y brillante como una antorcha.
Vincus cerró los ojos y todos los temores desaparecieron. ¿No le había enseñado el amable Vaananen que esos dioses no podían enfrentarse a él?
«Les daré una patada en el trasero y los mandaré de vuelta al Abismo», pensó. Vincus estás a salvo, se recordó a sí mismo. No has llegado hasta aquí para que te abandonen. Tu gran oportunidad está al caer.
Por fin, oyó el ruido de la daga al volver a su funda, un sonido amortiguado por el repicar de los cascos de un caballo que pasaba cerca.
«Alguien que se aleja —pensó Vincus—. Sea quien sea se dirige hacia la Escuela de los Juegos». El joven se relajó observando a lo lejos el cielo de la ciudad, a través de la ceniza, del humo y del resplandor de las antorchas, y vio el brillo de las estrellas en el horizonte septentrional. La resplandeciente Sirrion flotaba entre el arpa de Branchala, como si el viejo planeta estuviese interpretando música de acompañamiento para movimientos nocturnos.
Era curioso que Vincus hubiese quedado aquella noche con Vaananen en el Templo. En Istar se rumoreaba que había divergencias en las filas de Fordus, primera amenaza para los rebeldes. Por mucho que lo intentase, y Vincus era una persona perspicaz e imaginativa, no podía recomponer la historia a partir de los fragmentos que le habían llegado sobre los recientes sucesos. Un capitán mercenario de las tropas de Istar, aficionado a los augurios y vendedor de sal en la plaza del mercado, había hecho circular un rumor con tres versiones distintas. Cada una de las historias parecía relacionada de algún modo con las otras dos, compartían elementos comunes. Todas ellas, por ejemplo, hablaban sobre las aristas de un cristal, pero, al igual que éstas, desprendían una verdad diferente y fragmentada.
Pero no correspondía a Vincus recomponer los hechos; él tenía que aguardar, tranquilamente y en silencio, para transmitirlos, mientras el viejo y ardiente planeta cruzaba por el arpa estrellada de Branchala y la última hora de la noche daba paso a la primera de la mañana.
Las campanas del Templo anunciaron la primera hora de la mañana y la ciudad de Istar comenzó a despertar lentamente en medio de la oscuridad.
En los pasillos del fastuoso Templo de mármol, docenas de figuras ataviadas con ropas blancas bajaban por los resplandecientes escalones de la torre exterior, desfilando todas ellas en dirección a la Cámara Sagrada, el santuario subterráneo en el que el Príncipe de los Sacerdotes y los principales clérigos de Istar recibían el nuevo día con la primera oración. Una hilera de antorchas alineadas en el hueco de la escalera y en el pasillo desprendían un humo ondeante, mientras los clérigos caminaban cabizbajos y arrastrando los pies, recién arrancados de sus profundos sueños y de sus confortables camas a fin de cumplir con los rituales de la mañana.
En otros lugares del Templo, y también de la ciudad, se reunían más clérigos en una ceremonia similar, pero los que se encontraban en la Cámara Sagrada eran los elegidos, los que pertenecían a la élite y cuyos servicios a Istar se habían prolongado durante años, décadas e incluso, en algunos casos, durante los reinados de varios Príncipes de los Sacerdotes.
Si fuese más entrada la mañana o en un lugar menos seguro, los guardias, sin duda, hubiesen contado el número de atuendos blancos que entraban en la cámara y, si lo hubiesen hecho, se habrían percatado de que faltaban cuatro clérigos y que los informes de la enfermería del Templo tan sólo hablaban de tres de los clérigos ausentes.
Pero era muy temprano y los guardias estaban tan soñolientos como los propios religiosos. Los centinelas protegidos con armaduras de bronce saludaron con la cabeza y, a la hora acordada, abrieron y cerraron las puertas que daban acceso a la cámara sin saber que faltaba uno: Vaananen de la cercana Qualinesti, que aquella mañana había optado por no asistir a la ceremonia.
El hermano Vaananen se había quedado en su cámara de meditación, acariciando la fina arena blanca de su jardín mágico.
Vaananen procedía del oeste y por ello algunos clérigos de los de la hermandad pensaban que era muy austero, especialmente los de Istar, quienes estaban corrompidos debido a las comodidades y la vida fácil de la ciudad. Vaananen era un hombre alto y enjuto, de pelo negro y plateado que mantenía pulcramente recogido en la nuca. Tenía unos ojos de color verde musgo que parecían ocuparle toda la cara. Sonreía a menudo, pero siempre en secreto bajo su amplia capucha. Era un druida disfrazado e infiltrado entre los clérigos, un hombre cuya misión secreta hacía que tuviese pocos amigos.
Mejor para él.
Sus maestros druidas lo habían instalado en Istar para que intentase salvar los antiguos textos de los destructivos edictos del Príncipe de los Sacerdotes. Vaananen, de forma secreta y concienzuda, copiaba todo lo que podía encontrar, traduciéndolo del lenguaje de runas y de los jeroglíficos al alfabeto actual, y sacaba los nuevos libros de allí, bajo otras cubiertas y títulos, con ayuda de un mensajero secreto. Aunque últimamente, también había encontrado otras ocupaciones.
La habitación de Vaananen estaba amueblada con austeridad, pero con gusto. En ella había una pequeña cama tallada, una mesa de teca, una lámpara de cristal pintada de forma exquisita y también el jardín mágico, que consistía en un sencillo cuadrado de unos tres metros hundido en el suelo, lleno de arena blanca, con cactos y tres grandes piedras, cada una de las cuales representaba a una de las lunas.
El secreto del jardín era una antigua magia de Silvanesti, perfeccionada por los elfos, quienes en la Era de los Sueños llevaron la arena a los bosques para construir el primero de aquellos jardines mágicos. Los elfos habían dado con el significado oculto de las piedras: así, la piedra negra estaba asociada con los augurios, las predicciones y la visión borrosa de las adivinaciones; la piedra roja revelaba el pasado, cuya interpretación venía tamizada por las muchas versiones de la historia, y la blanca hablaba del presente, de algo que podía estar ocurriendo en algún lugar, normalmente desconocido y a miles de kilómetros de donde se encontraba el adivino.
Vaananen, moviéndose despacio y con cuidado por encima de la pulcra arena, trazó círculos con un pie. Primero se agachó y levantó la piedra roja y la depositó junto a la blanca. Luego, el druida se sentó sobre la piedra negra y se quedó observando la extensión de arena discontinua, mientras intentaba interpretar la geometría oculta de las dunas y de los montículos, y también de las sombras violetas proyectadas por las piedras.
Actualmente, los jardines mágicos se habían convertido en tan sólo una forma de relajación entre los clérigos de Qualinesti, para quienes, absorbidos y convertidos a la teocracia de Istar, aquello ya no era más que un desahogo desprovisto de todo su poder ancestral. Se creía que contemplar la arena y la disposición abstracta de las piedras calmaba la mente y estimulaba la serenidad, al igual que observar un campo de flores o la caída del agua de una catarata.
Vaananen miraba intensamente la piedra, roja como la lava de un volcán en erupción.
Aunque la contemplación de aquellas piedras era relajante, sus hermanos istarianos desconocían su auténtico poder.
Vaananen pasó la mano sobre el gran cactus de formas redondeas que se alzaba en medio de la arena, para sentir su humedad y vitalidad.
Todo parecía indicar que habría lluvia. Lluvia en menos de una hora.
Pero no en el desierto.
El druida siguió andando lentamente dentro de los límites del jardín, con la mirada clavada en el centro del cuadrado, donde las dunas se arremolinaban como un torbellino alrededor de los tres jeroglíficos que el druida había dibujado sobre la arena.
Vaananen se subió las mangas blancas de la túnica, se quitó, frotando, la poción de ocultación que llevaba untada en la parte interior de la muñeca izquierda y se quedó observando el tatuaje de una hoja de roble. Había ocultado aquella marca durante los seis años que había convivido con los clérigos del Príncipe de los Sacerdotes.
La hoja de roble rojo. La mano del druida.
Vaananen se concentró; los jeroglíficos brillaron con gran intensidad y poco a poco fueron apagándose hasta desaparecer. En aquel mismo momento y a muchos kilómetros de distancia descansarían en el suelo del kanaji.
Ahora, los rebeldes encontrarían el agua que tanto necesitaban y también se enterarían de la retirada de las tropas de Istar.
De forma enérgica y sin demora, el druida se sentó de cuclillas y acarició la suave arena donde habían estado los jeroglíficos hacía tan sólo unos instantes. La superficie se igualó de nuevo con el resto del jardín.
Por los confusos rumores procedentes del Templo, de los pasillos, de las torres y de la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes, Vaananen estaba seguro de que los símbolos meticulosamente dibujados por él en la arena habían logrado sus lejanos objetivos.
Así había sido durante años.
Su corazón estaba en aquel momento junto al excéntrico y extraño Hombre de las Llanuras que había sabido encontrar el antiguo kanaji, con el muchacho que buscaba agua para su pueblo. Así, durante el primer año en que Fordus fue el Profeta del Agua, Vaananen guió al joven y, con augurios druidas, halló fuentes de agua subterránea para los que-naras, informando a Fordus mediante jeroglíficos y el kanaji.
Cuando había transcurrido un año desde que Fordus tuvo su inexplicable sueño, el Profeta del Agua se convirtió en el Profeta de la Guerra, y entonces nació la rebelión contra Istar. A partir de ese momento, el druida empezó a transmitir más información mediante aquel sistema ancestral sobre la localización de las tropas istarianas y sus movimientos.
Vaananen mantuvo un hechizo permanente de salvaguardia sobre la torques dorada que rodeaba el cuello de Fordus. Eso era hacer magia a distancia, y el sueño del druida fue irregular y agitado mientras sus conjuros protegían al errante Hombre de las Llanuras de los elementos, de las tropas de Istar… y de algo más, mucho más perverso, oscuro y poderoso. Vaananen aún no estaba seguro de qué se trataba aquella amenaza terrible, pero tenía sus sospechas.
Zeboim quizás. O Hiddukel. O algún dios del mal todavía más poderoso. Pero el druida sí sabía una cosa con toda seguridad. Fordus estaba a salvo y también los rebeldes a los que protegía, siempre y cuando los istarianos no reparasen en él. Así que Vaananen se mantuvo tranquilo, sin llamar la atención, y ayudaba a Fordus silenciosamente.
Pronto se hizo evidente que aquel muchacho tenía un don, que podía predecir el tiempo y las tácticas enemigas a partir de las titubeantes líneas de la arena del kanaji. Luego, el elfo traducía sus extrañas palabras, los Hombres de las Llanuras emprendían el camino e Istar sumaba una nueva derrota en el desierto.
Así había sido y así era.
Vaananen dibujó otra espiral con el dedo y se sentó sobre los talones. Lentamente, la arena comenzó a hervir y a rodear la piedra blanca.
«Bien —pensó el druida—. Una señal del presente».
De repente, la piedra blanca perdió luminosidad y empezó a adquirir un tono grisáceo, su brillo inmaculado se convirtió en un blanco sucio. La arena empezó a arremolinarse y la piedra blanca se hundió lentamente en el jardín, hasta alcanzar el fondo de la espiral de tierra.
Enseguida, la propia piedra comenzó a encresparse y a hincharse. El druida miró fascinado y atónito cómo de aquella cosa surgieron ocho piernas blancas en forma de raíces que, de repente, comenzaron a sacudirse y a moverse…
«Igual que la trompa embudo de un trágalo —pensó el druida, y sintió que el vello de los brazos se le erizaba—. Mantén la calma, no es más que una visión».
A pesar de sus intentos por calmarse Vaananen se apartó de la imagen. Entonces, en el fondo del torbellino apareció una figura humana, una silueta translúcida y ondulante, como si se tratase de un espejismo del desierto. Aquella enigmática aparición intentaba trepar inútilmente por el torbellino de arena y el trágalo escalaba tras ella, con el par de mandíbulas más pequeño batiendo.
—Fordus —susurró Vaananen, acercándose alarmado a la visión.
Sabía que en algún lugar aquello estaba sucediendo. El rebelde estaba luchando contra un monstruo. Allí, encerrado en su habitación, sin posibilidad de ayudarlo, el druida lo único que podía hacer era mirar y confiar en Fordus.
Y mandarle su protección a través de la lejana torques.
En el fondo del remolino, la fantasmal figura se agarraba con todas sus fuerzas a las paredes de arena, intentaba trepar y volvía a caer. El trágalo subía tras él, con una luz apagada, pero resplandeciente, en sus enormes ojos verdes. Aquella criatura gigantesca, de color tierra y con forma de insecto, escalaba por el estrecho hoyo, con las fauces abiertas como las pinzas de un cangrejo, o un cepo de Neraka.
Fordus daba brincos para intentar salir del hoyo y ponerse a salvo, mientras aquella bestia lo acechaba; finalmente, logró atrapar su pierna entre sus enormes fauces.
—Fíjate en los otros ojos… —susurró Vaananen, mirando fijamente a las órbitas negras que se escondían tras los brillantes y falsos ojos del trágalo. Los ojos negros, los auténticos, anunciarían el ataque.
El druida oró para que Fordus también se diese cuenta de ello.
Las terribles fauces de aquella criatura se abrieron y cerraron, vacilantes sobre la pierna del joven de las Llanuras, quien, deslizándose por la rampa de arena, agarró el hacha de su cinturón, la hizo girar y finalmente la lanzó con todas sus fuerzas directamente al tórax del monstruo. El trágalo comenzó a rugir furioso y retrocedió tambaleándose, mientras sus terroríficos ojos negros rodaban repentinamente bajo el dermatoesqueleto de la cabeza.
—¡Ahora! —gritó el druida, y a cincuenta kilómetros de distancia, en el corazón del desierto, el Profeta sintió cómo la torques de su cuello comenzaba a temblar y lo levantaba. En una última explosión de furiosa energía, Fordus apoyó su otro pie en la cabeza del trágalo y estiró con fuerza. Finalmente, el Hombre de las Llanuras, lanzando gritos de dolor mientras sentía que la piel de la pierna se le desgarraba en su último intento desesperado por liberarla, logró escapar de aquella trampa y ponerse a salvo fuera del hoyo, a ras de suelo; entre tanto el trágalo se precipitaba hacia el interior de la profunda oscuridad. Fordus se sentó en la orilla del hoyo de arena, agradecido por seguir con vida y apretándose la herida que comenzaba a hincharse por el veneno del monstruo.
Vaananen se inclinó hacia adelante para intentar en vano apreciar la gravedad de la herida. Poco a poco, la arena blanca comenzó a girar en la otra dirección y lentamente la piedra se alzó hasta la superficie del terreno donde se quedó, inocente y muda, exactamente donde el druida la había colocado, junto a la piedra roja.
Vaananen suspiró, las visiones habían terminado y la arena del jardín mágico permanecía lisa y uniforme de nuevo. El druida estaba solo y a salvo en su austera pero acogedora habitación, mientras los contornos de las sombras de las paredes se alargaban y adquirían profundidad, a medida que la luz de la lámpara perdía intensidad.
Vaananen levantó la cabeza al oír un ligero ruido en la ventana. Y vio a Vincus dejarse caer en la habitación con agilidad.
—¿Qué me traes? —le preguntó el druida, mirando sonriente a su visita.
Las oscuras manos del muchacho se movieron con rapidez para expresarse mediante un lenguaje de signos ancestrales.
—Claro que puedes sentarte —le respondió Vaananen, riéndose casi imperceptiblemente al percibir el olor de heno agrio—. La jarra de limonada que hay en la mesa es para ti.
Vincus bebió el líquido con ansia y se sentó en el borde de la cama del druida. Sus manos se movieron rápidamente de símbolo a símbolo, como emulando los gestos del mago que preceden al conjuro.
—Así que hablan de desavenencias en las filas rebeldes —dijo Vaananen en voz baja—. Mercenario, agorero, vendedor de sal… la misma historia.
Vincus asintió con la cabeza.
—No son más que rumores —dijo el druida dirigiéndose lentamente de nuevo hacia la arena.
Vincus ladeó la cabeza y se dio cuenta de que el druida le daba la espalda. El joven se encogió de hombros y dio otro sorbo de limonada.
—¿Y qué te parece a ti, Vincus? —le preguntó Vaananen mirándolo por encima del hombro.
El muchacho lanzó tres rápidas y precisas ráfagas de señales al aire iluminado por una triste lámpara y el druida se rió suavemente.
—Yo tampoco. Pero tú has hecho tu trabajo y yo ahora debo hacer el mío.
Vincus le señaló la jarra.
—Naturalmente —le respondió el druida—. Bebe todo lo que quieras, y luego deberás marcharte rápido, imagino que por el mismo camino que has venido. En estos tiempos las oraciones son cortas, y tu amo esperará que estés en su cuarto.
El muchacho frunció el ceño. Balandar, el señor de Vincus, no era particularmente despiadado y su biblioteca contenía las mejores colecciones de libros entre los clérigos de Istar, pero la esclavitud era la esclavitud y resultaba duro sobrellevar que especulasen con su libertad, las noches de confinamiento y tener que llevar el collar que lo identificaba como esclavo, por mucho que éste fuera de plata reluciente.
Vaananen se dio la vuelta incómodo. En breve, Vincus desaparecería por la ventana, cruzaría el jardín y llegaría a la habitación de Balandar con tiempo suficiente para encender el fuego, verter un poco de vino de una reserva especialmente valiosa reservada exclusivamente para los clérigos más veteranos y prepararle finalmente la ropa para la mañana siguiente. En menos de una hora, el viejo Balandar estaría roncando y Vincus dispondría de tiempo para leer, dormir o comer.
Para cualquier cosa menos para disfrutar de la libertad, y a Vaananen no le agradaba pensar en ello.
El padre de Vincus había muerto en esclavitud, y el Príncipe de los Sacerdotes había perpetuado aquel castigo durante la siguiente generación, pero, a diferencia de los elfos, quienes permanecían a kilómetros bajo tierra cavando en las rocas y en el olvido, Vincus podía llegar a recuperar su libertad. «Algún día, Vincus será libre», prometió el druida para sus adentros.
Con sumo cuidado, Vaananen volvió a trazar los jeroglíficos sobre la arena inmaculada. Fordus viviría, tenía que vivir.
Pero para ello necesitaría agua y un plan inmediatamente.
La Encrucijada. Aquél era el símbolo que conduciría al líder de los rebeldes hasta la bifurcación del viejo río seco, donde había agua subterránea. En principio parecía sencillo.
El tercer día de Solinari. El denso y variado significado de aquel jeroglífico era ya más complejo. Agua a tres palmos bajo la superficie, tropas de Istar a tres días de allí…
Esforzándose por dejar su mente en blanco, Vaananen miró el tercer símbolo.
Nada de viento. Tiempo propicio, estrategia favorable. La mayoría del ejército de Istar se encontraba a muchos kilómetros de distancia, reagrupada en actitud defensiva.
Aquello significaba buenas noticias en todos los frentes y tenía que hacerlas llegar a Fordus a través de la distancia que los separaba.
Pero también había la inquietante noticia que Vincus le había traído y que debía transmitirle.
Balanceándose sobre los talones, el druida examinó su obra. Necesitaba un cuarto jeroglífico para poder advertir a Fordus de otros peligros que lo acechaban.
Dibujó un extraño dermatoesqueleto, unas antenas y unas enormes fauces batientes.
Trágalo. La bestia aún estaría reciente en la mente de Fordus.
«Ten cuidado —pensó el druida—. No pisas suelo firme».