9
Luz de Relámpago perdió al jinete istariano en medio de la profunda oscuridad de la noche.
Hubo un momento en que el elfo tuvo a aquel hombre a su alcance y la silueta del soldado aparecía y se desvanecía entre las sombras, como si se tratase de un fantasma. Luz de Relámpago luchó por mantener el ritmo, pero el istariano era un jinete experto y, amparado en la noche, se sentía seguro sobre el caballo.
Al final, el oficial enemigo desapareció totalmente de su vista; un instante antes era el fantasma, la sombra, y de pronto… no era nada, ni tan siquiera arena. Aquel paisaje desolado y cubierto de maleza se extendía infinito alrededor del elfo. Luz de Relámpago se encontraba en medio de un lugar desconocido e inhóspito, donde unos negros troncos de árboles brotaban dispersos y rígidos en el suelo reseco.
—Lo he seguido demasiado lejos —se dijo a sí mismo, intentando controlar la creciente inquietud que lo embargaba—. Puedo ver al norte las estribaciones de las montañas, la boca del paso Central. Estamos en algún lugar de las llanuras, demasiado cerca de Istar y de sus ejércitos…
Entonces su caballo rozó uno de aquellos troncos negros, que se deshizo en una nube de polvo que se esparció por el costado del animal.
En ese momento, Luz de Relámpago se dio cuenta de que no eran árboles, sino cristales.
Un débil viento silbaba en medio de aquel bosque reluciente.
—Las salinas —murmuró Luz de Relámpago—. Las Lágrimas de Mishakal.
Inmediatamente, el elfo hizo que su caballo diese la vuelta; tenía que alejarse de aquella peligrosa región a toda velocidad y adentrarse en la seguridad del desierto, de las llanuras. Ni tan sólo la perspectiva de tropezarse con las tropas de Istar lo aterrorizaba, ahora que se encontraba en medio de la noche a las puertas del aquel laberinto cristalino y encantado.
El caballo avanzaba lentamente entre las rocas de cristal, mientras Luz de Relámpago escudriñaba el horizonte en busca de la luz de las antorchas, de las hogueras, de la luna o de alguna estrella de la buena suerte que le ayudara a orientarse. Intentó apartar de su mente todas aquellas leyendas que narraban cómo las salinas atraían al viajero y lo atrapaban en sus entrañas con la melodía encantada que circulaba entre las rocas de cristal, hasta que finalmente conducía al indefenso viajero hacía su propia destrucción. La leyenda decía que era un viento cruel y gélido, que de repente se transformaba en palabras y cánticos y, ante los cuales, el que los escuchaba no podía resistirse.
En medio de la bruma y de los intensos susurros del viento, rodeado de formas oscuras y cambiantes, y con el crujido de los cascos de su caballo sobre un manto de cristal y arena, Luz de Relámpago avanzaba trazando círculos cada vez más grandes, en busca de alguna luz o de un espacio abierto. El elfo susurró una sarta de oraciones que conocía de memoria para encomendarse a Shinare, a su dios Branchala, a Gilean el Libro para que le infundiese sabiduría y, naturalmente, a la propia Mishakal, la diosa de la curación cuyas lágrimas, se decía, habían creado aquel lugar.
Todos sus esfuerzos y oraciones fueron inútiles. A medida que avanzaba la noche, se iba adentrando en una oscuridad cada vez más intensa y, a pesar de que las estrellas y los planetas salpicaban las salinas con una luz tenue y misteriosa, el elfo no podía ver a más de tres metros. Las huellas del caballo marcadas sobre el suelo le indicaron que ya había pasado por allí antes.
Sin darse cuenta, Luz de Relámpago había estado trazando círculos en espiral inversa hacia el mismísimo centro de las salinas, donde la oscuridad era todavía más densa y el terreno más confuso.
—Detente —susurró tirando de las riendas del caballo, y examinó con gran preocupación el laberinto que lo rodeaba, en busca de alguna señal, de algún destello, de alguna luz que lo guiase.
Después de setecientos años recorriendo el desierto, Luz de Relámpago jamás se sintió tan perdido como en aquel momento.
Cuando llegó a lo que aparentemente parecía el corazón de las salinas, desmontó del caballo lentamente, comprobó la firmeza del suelo bajo sus pies y condujo al animal con cuidado hacia las rocas de cristal que se encontraban en el centro de aquel paraje.
Aún quedaba mucho hasta el amanecer, cuatro, quizá cinco horas. Si las Lágrimas de Mishakal eran realmente la legendaria trampa mortal que decían, podía darse por muerto, pero si tan sólo era un terreno confuso e intransitable… y nada más que eso, los primeros rayos del sol le indicarían el este.
Luz de Relámpago se sentó junto a la base de una roca de cristal y se apoyó sobre la superficie oscura, la cual se hizo añicos al sentir su peso. El elfo se sentó y esperó, alerta a cualquier luz.
Al cabo de un rato, era incapaz de determinar si fueron una, tres o cinco horas, la oscuridad comenzó a desvanecerse y el silbido del viento que se colaba entre las rocas empezó a amainar, anunciando la llegada del amanecer. El elfo podía ver su rostro reflejado en las caras de los cristales, aunque bastante distorsionado. En la roca de cristal más cercana, el tamaño de uno de sus ojos era gigantesco, desproporcionado, mientras que en otra, a menos de un metro de distancia, la cara aparecía grotescamente alargada, como si hubiese pasado por el medio de una grieta extremadamente estrecha de una pared.
En otra roca más alejada aparecía como un personaje achaparrado, más bajo de lo que jamás recordaba haberse visto, y Luz de Relámpago, especialmente sensible al tema de su estatura, enseguida se dio la vuelta.
Y aun se vio reflejado en otro cristal, y en otro… y en cada uno de ellos aparecía una figura deformada y encorvada, o su cuerpo transformado en algo extraño y grotesco, y algunas rocas de cristal incluso captaban las imágenes de las otras multiplicándolas así hasta el infinito.
«Esto es igual que las visiones y profecías que circulaban por el campamento rebelde —pensó Luz de Relámpago—, donde cada una de ellas representaba una forma de interpretar el mundo, de enfocar la luz de manera que refleja tanto al espectador como al objeto contemplado».
—Todo esto es muy confuso —murmuró.
El elfo cerró los ojos y rezó de nuevo a Mishakal para que le aportase sapiencia curativa. Después de todo, ese lugar recibía aquel nombre por ella y suyo era, por lo tanto, el poder de curar, de recomponer su cuerpo distorsionado y fragmentado, devolviéndole su aspecto natural.
Pero aunque no oyó la voz de ninguna diosa que le susurrara por en medio de los cristales alguna revelación, la solución llegó a él de una forma lenta y sin sobresaltos, y era tan sencilla que su carcajada retumbó por todas las Lágrimas de Mishakal.
Lo único que iba a necesitar era un par de ojos que lo guiasen hasta la salida de aquel laberinto de rocas de cristal, y los suyos estaban demasiado desorientados por los espejismos, por la confusión, la deformación y la desorientación de los reflejos infinitos.
Luz de Relámpago, riéndose por dentro, montó de nuevo sobre el caballo y se recostó en la silla, soltando las riendas con suavidad sobre las crines del animal. Después, cerró los ojos y deslizó sobre ellos las lucernas dejándose guiar por el caballo. El animal vagó con serenidad entre las rocas de cristal, y se dirigió hacia la salida del laberinto, hacia campo abierto y hacia su desayuno.
Luz de Relámpago se dejó llevar rumbo al campamento, mientras pensaba en agua fresca, si es que se había encontrado, y en el pan y en el quith-pa de la mañana. Pero una repentina sacudida de su caballo lo sacó de aquellos gratos pensamientos y lo puso en alerta. Luz de Relámpago, sobresaltado, abrió inmediatamente los ojos y se sentó derecho.
El elfo vislumbró a lo lejos unas figuras borrosas y vio el rastro de unas líneas grises sobre el suelo y unas huellas sobre la superficie de la sal negra. Cogió de nuevo las riendas y condujo al caballo en aquella dirección.
Una de las rocas de cristal, que según imaginaba en otro tiempo debió de ser muy grande, yacía deshecha formando un montón de polvo y escombros, y abandonada en medio de aquel inhóspito territorio. Luz de Relámpago por holgazanería y por curiosidad, desmontó del caballo para examinarla más de cerca.
Las caras del cristal captaron la primera luz rosácea del amanecer y, por un momento, proyectaron un tenue y cálido brillo, como si fuesen gemas recién salidas de una mina. ¿Era esto lo que había empujado a su pueblo a vivir confinado bajo tierra desde hacía tantos años? ¿Quizás habían confundido algo como aquel brillo negro con una piedra más especial, por el glaino que sus ancianos clérigos y también los santones les habían dicho que yacían ocultos bajo las montañas Khalkist y las Vingaard?
Aunque lo cierto es que aquella historia era más antigua que su propia memoria.
Luz de Relámpago que había sido adoptado y llevado a vivir con los que-naras, tenía pocos recuerdos de su gente, aunque en su mente mantenía viva la imagen de un rostro medio iluminado por la luz del fuego, el olor del cuero y de los pinos, el roce de una mano suave…
Recuerdos de su infancia o de cien años de errar por el desierto, no sabía con certeza de dónde surgían. Sin embargo, recordaba bien la emboscada en los confines del desierto. Las armaduras rojizas y los estandartes blancos de Istar, los cuchillos de los traficantes de esclavos y un punzante dolor en el costado.
El elfo se encogió de hombros e intentó apartar aquellos recuerdos de su mente. Estaba solo entonces y seguía estándolo en aquel momento, perdido en medio de las Lágrimas de Mishakal. Todo aquello pertenecía al pasado y, recrearse en él, era absurdo, especialmente ahora que vagaba confuso por las engañosas salinas y, en donde sumirse en aquel tipo de pensamientos desesperados, podía significar su perdición.
Indiferente, el elfo removió con un pie aquel extraño montículo de polvo y escombros, y de repente un ligero destello surgió en una huella, una única pisada profundamente marcada en la sal negra.
Luz de Relámpago se agachó sobre el montículo de rocas cristalinas para examinarlas más de cerca.
Era la huella de una mujer, de hacía dos días, quizá tres, y era menuda y grácil, aunque increíblemente profunda. Parecía como si aquella criatura se hubiese hundido hasta las rodillas sobre el montículo de arena; aun así era una marca curiosamente frágil.
Sobre aquella pequeña pila de arena fina y compacta, el elfo pudo apreciar el contorno del talón y también el de una planta lisa y sin callosidades.
Aquella mujer no había andado mucho, por lo menos descalza. Hasta un niño criado entre rastreadores se habría dado cuenta de ello.
Con un dedo curtido, siguió el elegante contorno de la huella. Sentía que tenía que descubrir algo más, pero era como si aquella delicada pisada se estuviese burlando de él y, tras aquel trazado de líneas simples y profundas, se escondiese algún misterio.
Aquellas líneas le recordaban el pie de un niño.
Luz de Relámpago permaneció apoyado sobre sus talones examinando atentamente aquella huella y, con un gesto certero, retiró la arena negra del suelo y encontró otra marca, luego otra y otra… Entonces, se incorporó y montó de nuevo sobre su caballo y siguió la pista de aquella criatura rumbo a la salida de las Lágrimas de Mishakal, una pista que parecía haber surgido de la nada, de en medio del desolado centro de las salinas.
Podía ser una trampa, se advirtió a sí mismo. «Bien saben los dioses que hay peligro en este… hay peligro en…».
Aun así, Luz de Relámpago, preso de una extraña fascinación, no pudo evitar seguir aquel rastro que avanzaba sinuoso entre las rocas de cristal. Manteniéndose agachado, con la cabeza apoyada contra las crines del caballo, el elfo descifraba la oscura extensión de arena con la experiencia que le daban cientos de años de cacerías. Cuando los primeros rayos del sol comenzaron a orientarlo, aquel misterioso rastro surgió de nuevo formando un estrecho sendero que avanzaba por las salinas, aunque ahora la distancia entre las pisadas era cada vez mayor.
Si el elfo hubiese levantado la cabeza y apartado la mirada de su meticuloso y atento escrutinio, habría visto la figura de un Hombre de las Llanuras reflejado en las rocas de cristal, la figura de un hombre herido tendido sobre las salinas, con una barba rojiza áspera y sin brillo tras haber acabado con sus últimas provisiones de agua.
Habría encontrado a Fordus y habría podido ayudar al Profeta.
Pero Luz de Relámpago pasó distraído junto a su amigo herido, quien lo miró aturdido y con resentimiento a través del laberinto de espejos.
«Ahora ella iba corriendo», pensó del elfo. Entonces se irguió sobre la silla de montar y sus pensamientos se concentraron en aquellas misteriosas y femeninas pisadas.
Pero ¿hacia dónde corría? O ¿de qué huía?
Parecía que los pies de aquella mujer se hubiesen hecho más grandes, se hubieran transformado, y que los dedos se hubiesen unido y alargado.
Luz de Relámpago se inclinó sobre el cálido cuello del caballo y soltó un largo suspiro que revelaba cierta intranquilidad. Ahora lo que estaba siguiendo era el rastro de una criatura con garras, de una cosa enorme que había dejado un marcado rastro sobre las salinas, las piedras y los cristales en su descuidado camino. Todos sus instintos le decían que se olvidase de aquellas huellas, que el peligro que en un principio había sospechado que se escondía tras ellas, en aquel momento se encontraba muy cerca de él, convirtiéndose en un sordo rumor a su alrededor y en un olor punzante bajo el humo del lejano campamento.
Las hogueras de los rebeldes. Aquel monstruo se dirigía hacia el Altiplano Rojo, en dirección al somnoliento campamento que estaría recuperándose lentamente del aturdimiento de la batalla.
Luz de Relámpago hizo un chasquido con la lengua, espoleó a su caballo, que se lanzó a toda velocidad a través de las negras salinas, y deseó ser tan rápido como Fordus, como el viento o como un cometa.
Llegas demasiado tarde, le dijo una voz grave y profunda. Aquellas palabras gélidas e implacables retumbaron en su mente, mezclándose con sus pensamientos de tal forma que no supo si realmente la había oído o si todo era producto de sus peores temores.
—No —gritó el elfo.
De repente, el camino se terminó, las pisadas de aquella criatura monstruosa desaparecieron dejando ante él una gran extensión virgen de cristales negros. El elfo, alarmado y confuso, espoleó con fuerza al caballo para que diese la vuelta y volviese sobre sus pasos. En el centro de la última pisada de la gigantesca huella de una garra, aparecía, sobre la oscura arena, la marca de una bota, como si un hombre hubiese pisado sólo en aquel lugar, como si hubiese caído del mismísimo cielo o hubiera nacido de las entrañas de la tierra.
Luz de Relámpago tiró de las riendas. Aquella pisada humana parecía un profundo pensamiento incrustado dentro de los márgenes de la gigantesca garra, un jeroglífico dibujado en una era de sueños y dragones. Más allá de la monstruosa marca, aparecían las huellas de unas botas, las firmes pisadas de un hombre que se dirigía decidido hacia el campamento rebelde.
Avanzando despacio y con cautela, el elfo siguió aquel rastro.
Alanda, cansada y sucia, observaba cómo se desvanecían las últimas llamas entre los humeantes restos de la pira.
Niños, ancianos y jóvenes en la plenitud de la vida habían caído ante las espadas de las tropas de Istar. Inocentes, indefensos y mal preparados perecieron ante el enemigo como meras ofrendas propiciatorias. Sus muertes eran, si cabía, todavía más monstruosas por la crueldad y el deshonor que había rodeado aquella batalla; durante la sangrienta emboscada de la caballería de Istar, tanto ancianos como niños fueron asesinados sin misericordia.
Bajo la resplandeciente luz del amanecer, no había forma de enmascarar la matanza de la noche anterior. La caballería de Istar había dejado tras de sí un centenar de rebeldes muertos. En aquel instante en que los fuegos de los funerales se apagaban lentamente, era obligación de la barda entonar el canto fúnebre, una despedida en honor de todos aquéllos que se habían marchado, desde los más jóvenes hasta los más viejos y sabios. Cada uno de los muertos sería recordado con un verso, con una frase de la canción, para que ninguno de ellos dejase este mundo sin ser debidamente despedido. La canción de Alanda probablemente continuaría hasta la noche siguiente, y tal vez durante mucho más tiempo si no encontraban agua.
Triste y agotada, la joven tabaleó el tambor una vez, dos veces…, y esperó que su mente diese con las palabras y con la música adecuada. La piel del tambor se oscureció como si el instrumento también estuviese de luto.
Pero no surgió ninguna canción y Estrella del Norte se sentó junto a Alanda, rodeando con su brazo los hombros de su prima para reconfortarla en aquellos lúgubres momentos.
Tamex se acercó a ellos; de su túnica de seda negra parecía brotar una ligera nube de humo.
La barda miró de reojo al tenebroso forastero. No le salía ni una sola palabra en honor a los muertos pero, en cambio, cientos de palabras se le agolparon rápidamente en su mente para expresar las hazañas de Tamex y también la música que exaltaba su gloria.
La muchacha se sintió inquieta, preocupada, por aquella música extraña y espontánea que la inundaba. La melodía era simple, una balada de los Hombres de las Llanuras que recordaba de su más tierna infancia, cuyas primeras líneas hablaban de aquel hombre tenebroso, de los misterios y de la noche del desierto. Pero algo en su interior se negaba a cantarlas en voz alta.
El sonido del tambor era suave e indeciso, como si se encontrase a medio camino entre la música y el silencio.
De pronto, un grito surgió entre los hombres del desierto, y doce o más niños corrieron hacia un jinete solitario que salía de las Lágrimas de Mishakal.
Alanda tardó unos segundos en darse cuenta de que aquel jinete era Luz de Relámpago.
El elfo saltó de la silla y, con grandes zancadas, pasó rápido y decidido entre el grupo de niños, junto a las hogueras, cerca de Gormion y Aeleth, pero no les hizo caso, como si aquellos proscritos no fuesen más que niebla o matorrales del desierto. Luz de Relámpago cogió, con fuerza, pero con cuidado, a Alanda de la mano y se la llevó fuera del campamento, lejos del grupo de hombres que lo miraban sorprendidos y, cuando ambos se encontraron fuera del alcance de oídos extraños, le habló con fervor, murmurando entre dientes.
—¡Hagas lo que hagas, sea cual sea la magia que poseas con ayuda de tu tambor y de tus canciones, te ordeno que te calles ahora mismo!
¿Ordenas?, le preguntó la barda mediante señas, indignada por las groseras palabras del elfo. ¡Luz de Relámpago, quítame las manos de encima!
Los gestos de la joven eran secos y ariscos y, con un movimiento firme, se deshizo del elfo y se dirigió airada hacia el Altiplano Rojo.
Luz de Relámpago fue tras ella mientras, en lo alto, Lucas sobrevolaba por encima de las negras salinas.
—Desconozco el poder que se esconde detrás de tu música —insistió el elfo—. De dónde surge y cómo desaparece…
—¡Basta! —gritó Alanda, pero el elfo continuó con su discurso sin reparar en la orden de la muchacha.
—Estabas a punto de cantar las glorias de Tamex, de este nuevo y repentino héroe. Podía verlo claramente. Pero piénsatelo bien antes de hacerlo. ¿A quién cantabas durante todos estos meses de exilio y rebeldía en que hemos estado errando por el desierto? Recuerda a quién amas realmente.
Lo sé, admitió Landa, esta vez sin alterarse. Fordus todavía es nuestro líder.
—Y ese Tamex —añadió el elfo—, no es quien parece ser.
La barda escudriñó con atención al elfo. Algo más profundo que el conocimiento, más incluso que su propia música, le decía que estaba diciendo la verdad.
Luz de Relámpago, dime quién es, pidió con señas.
Entonces, el halcón comenzó a chillar sobre ellos, y todos los ojos se levantaron en dirección al Altiplano Rojo.
Fordus estaba en la cima, contemplando el campamento desolado.
Con el pie todavía hinchado y ardiendo por el veneno del trágalo, Fordus consiguió salir de las salinas y trepó con dificultad hasta la cima del Altiplano Rojo. El líder de los rebeldes cayó otras dos veces durante su peligrosa escalada, en la que el desierto se extendía debajo de él a una distancia imponente, como un lejano vacío, negro y cristalino.
«Olvídalo… olvídalo… estás agotado», creía que le decía el desierto, las rocas y los afilados cristales parecían llamarlo. Durante un instante, breve y vertiginoso, Fordus se detuvo a escuchar aquel susurro, levantando el cuerpo en medio del silencioso aire y aflojando sin darse cuenta los dedos, lo único que lo sostenía en la empinada ladera.
Pero de repente, en medio del borroso campamento, le pareció oír el sonido débil y distante de un tambor y, a pesar de sentirse totalmente aturdido y de que el latido de sus pulsaciones retumbaba ensordecedor en su cabeza, el líder de los rebeldes logró mantener el equilibrio.
Ahora, Fordus levantó los brazos hacia el cielo y gritó al halcón solitario y a la muchedumbre que se congregaba a los pies de la montaña.
—He vuelto del desierto. He vuelto del mismísimo corazón del desierto.
Un hombre oscuro, alguien nuevo y amenazador en el campamento, se burló de él.
—¿Dónde estabas cuando volvió Istar?
Un murmullo de aprobación recorrió el grupo de rebeldes allí reunidos, y fue especialmente fuerte entre los proscritos.
Alanda, haciendo caso omiso al ruido generado por aquellas disputas, pasó junto a Tamex, se dirigió hacia el tambaleante Fordus, tarareando un breve canto de curación.
—Profeta del Agua, tu partida fue… curiosamente oportuna —dijo Tamex mientras se cruzaba de brazos y miraba a Fordus con sus gélidos ojos de reptil—. Imagino que, como mínimo, habrás traído agua después de esta ausencia tan devastadora para tu gente, ¿no?
La barda, al tiempo que ascendía la lenta pendiente hasta la cima del altiplano, cantaba cada vez más alto. La melodía pertenecía a una vieja canción, pero en su voz sonaba renovada y con más fuerza, ganaba vigor y profundidad. Incluso aquéllos que habían resultado heridos durante la batalla y que yacían doloridos sobre mantas en el campamento, sintieron ciertos síntomas de curación.
Fordus, de pronto, sintió desaparecer la fiebre y una ola de sudor recorrió su cuerpo, mientras la visión de los jeroglíficos regresaba a su mente aturdida y desconcertada.
—Os he traído esto —gritó, señalando el líquido que se había acumulado sobre su piel—, como prueba del agua que encontraremos. Los jeroglíficos han señalado la Encrucijada, el Tercer Día de Solinari, y Nada de Viento.
A pesar de estar totalmente exhausto, Fordus supo que debía ocultar, al menos de momento, el símbolo del trágalo, el siniestro jeroglífico que anunciaba peligro.
Tampoco mencionó los otros jeroglíficos, la Torre y la Silla. Los símbolos que decían que Fordus Alma de Fuego era el legítimo Príncipe de los Sacerdotes de Istar.
Dijo poco y ocultó mucho; aun así, Luz de Relámpago lo escuchó con gran atención y, de repente, como siempre sucedía, el significado de las palabras de su amigo cobraron sentido.
—¡En la Encrucijada —gritó el elfo— hay agua a tres palmos de profundidad! ¡Aclamemos al Profeta del Agua!
—¿Y quién nos ha traído esa agua? —intervino Estrella del Norte exultante, y se dio la vuelta buscando a Tamex con la mirada.
Pero Tamex no estaba por ninguna parte. Sobre la roca, entre Gormion y Rann, donde había estado hasta hacía tan sólo unos instantes, solamente quedaba una nube de polvo negro.
Por un instante, Estrella del Norte volvió a preguntarse quién era aquel hombre, de dónde había salido y cómo había desaparecido. Sin encontrar respuesta a ninguna de aquellas preguntas, el joven explorador dio un paso adelante y miró con lealtad en dirección al líder rebelde, el cual se tambaleaba ligeramente bajo los abrasadores rayos del sol.
Alanda comenzó a entonar un segundo canto de curación, de reconciliación y alegría, una canción tan poderosa que pudiese alejar la oscuridad que se había introducido entre su gente y que había habitado entre ellos durante algún tiempo.
Aquel canto de curación era tan ancestral como el propio Krynn, tan antiguo que, según decía la leyenda, las propias alondras de los valles habían enseñado su letra a los primeros bardos élficos. Y de nuevo, después de tantos años y en aquella época de gran confusión y abatimiento, aquellas palabras ancestrales surtieron su efecto.
De pronto, la dura y resistente hierba que cubría el suelo comenzó a agitarse, y una ligera bruma surgió de la tierra húmeda, bañando a los Hombres de las Llanuras y a los proscritos, quienes levantaron sus rostros resplandecientes en dirección al Altiplano Rojo. Incluso el propio Fordus notó la caricia del refrescante bálsamo, sintió que aquella dulce niebla lo envolvía y que la fiebre causada por el veneno que recorría sus venas comenzaba a remitir.
Fordus bajó la mirada y se dio cuenta de que la hinchazón de su pie había disminuido.
Una vez más, el líder de los rebeldes alzó sus manos al cielo, en un gesto desafiante y triunfante. Había logrado vencer a la oscuridad y a la muerte, y había conseguido regresar del desierto con nuevas profecías.
Los Hombres de las Llanuras danzaban al pie del majestuoso altiplano.