19
Vincus, sin hacer ruido y abriéndose paso a través de la alta hierba, igual que si se moviese por los callejones de Istar, llegó hasta un extremo del campamento rebelde.
No estaba seguro de por qué se movía con tanto sigilo. Después de todo, había llegado hasta allí tras esquivar grandes peligros y patrullas de tropas istarianas, contando incluso al final con la ayuda de un misterioso halcón. Pero todos sus instintos, probablemente fruto de sus años de esclavitud y de su infancia en los suburbios de la ciudad, en los aledaños de Arrabal, lo instaban a ser cauteloso; algo le decía que todavía no debía bajar la guardia.
Así que se acercó al campamento casi a hurtadillas, con el cuerpo bastante agachado para que sus movimientos fuesen imperceptibles y rápidos a través de la hierba.
El campamento formaba tres círculos concéntricos. El más exterior reunía a un grupo de soldados y también los fuegos de los centinelas. Era una primera línea defensiva contra un ataque o asalto.
Los hombres que ocupaban ese puesto eran jóvenes con buena vista, pero inexpertos. Si un ejército se hubiese acercado, seguro que hubieran dado la alarma, pero Vincus era un viajero solitario y, además, muy escurridizo y astuto.
Vincus apretó contra su cuerpo la capa andrajosa y la bolsa que Vaananen le había dado y pasó con facilidad entre dos centinelas, dos muchachos de piel cetrina originarios de Thoradin que pertenecían al grupo de proscritos de Gormion. El joven se arrastró por las sombras hasta la primera tienda que encontró, esperó hasta que una nube tapara la luna roja, y corrió campo a través hasta alcanzar la sombra de otra tienda que formaba parte del segundo círculo del campamento.
Inmediatamente, Vincus se dio cuenta de que se encontraba entre soldados más expertos y atentos, hombres y mujeres que habían luchado durante años al servicio de Fordus Alma de Fuego.
Cuando Vincus se agachó en la sombra de una de las tiendas, oyó a su espalda un ligero gruñido. Lentamente, se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un perro de tamaño medio y aspecto fiero que le mostraba los dientes y erizaba el pelo amenazadoramente.
Vincus le extendió la mano con la última comida que le quedaba con la intención de acallar al animal. El muchacho se sentó en la oscuridad y, acariciándose las heridas de los hombros que le habían hecho los troncos de sauce, empezó a darle trozos de pan a su nuevo amigo mientras sopesaba la docena de caminos, todos ellos insatisfactorios, que conducían al centro del campamento.
Vincus notó que algo rascó la tapa del libro en el fondo de la bolsa, y metió la mano entre los oscuros pliegues y sacó algo duro y oblongo, que desprendía un olor cítrico, como el de la suave y gruesa cáscara de una nuez recién caída del árbol.
Era un fruto llamado zizyphus, no podía ser otra cosa.
Vincus arrugó la nariz. El zizyphus era un fruto no comestible de propiedades soporíferas que se utilizaba para provocar sueño o aliviar el dolor. Los clérigos y los druidas preparaban infusiones con él para que sus pacientes lo inhalasen, y éstos en cuestión de minutos…
Vincus sonrió con los labios apretados y lanzó con fuerza el último mendrugo de pan que le quedaba entre las sombras. Después, esperó a que el perro desapareciese tras él y entonces se arrastró sigilosamente hacia uno de los lados de la tienda.
El muchacho se acercó a otro círculo de tiendas y de hogueras más compacto que se encontraba a unos cien metros de distancia y en el cual descansaban los oficiales del ejército rebelde. Vincus se tumbó boca abajo cuando vio a dos centinelas que montaban guardia junto a una hoguera en campo abierto.
Zambuagua y Avetoro, los dos centinelas del pueblo de las Llanuras, permanecían atentos en sus puestos, al tiempo que intercambiaban algunas palabras y miraban atentamente entre las sombras. El fuego que compartían era pequeño, pero les proporcionaba calor y, mientras vigilaban, los pensamientos de los centinelas iban y venían, como la luna que aparecía y desaparecía entre las nubes dispersas que flotaban sobre las llanuras.
Era una noche como otra cualquiera, hasta que Zambuagua oyó el silbido de algo que pasaba junto a su oreja y caía sobre las cenizas, esparciendo chispas e inundando el aire con un humo espeso y punzante.
Avetoro se inclinó hacia el fuego y vio la pequeña semilla de forma oblonga en medio de las llamas. De repente, la semilla y el fuego comenzaron a oscilar y a proyectar una imagen doble, borrosa; entonces el centinela levantó la mirada para advertir a Zambuagua, para avisarlo de que algo… algo.
Pero Zambuagua ya estaba tumbado con la cara apoyada en la hierba y roncando plácidamente.
Avetoro se dejó caer sobre las rodillas e intentó llamar a los otros centinelas, a Fordus o Estrella del Norte, pero otra nube pasó por debajo de la luna y el cielo quedó totalmente oscuro; el centinela sintió que se desplomaba.
Alguien pasó junto a él corriendo y Avetoro intentó gritar de nuevo, aunque un sueño placentero se apoderó de él, y no pudo recordar nada más.
Aquel hombre tenía aspecto de Profeta.
Vincus, tendido boca abajo sobre la hierba como si fuese un enorme lagarto, observaba desde cierta distancia al hombre de pelo rojizo.
Era Fordus, estaba seguro. La esbelta mujer rubia que lo acompañaba junto al fuego se comunicaba con él mediante gestos y, aunque utilizaba un lenguaje de signos poco común, era fácil entenderla.
¡Y allí estaba el halcón, colgado de un aro junto a ella!
La joven rubia llamó al hombre «Comandante» y también «Profeta».
Vincus se apoyó sobre las rodillas para intentar ver mejor lo que sucedía alrededor de la hoguera.
«Todavía no —se dijo a sí mismo—, esperaré aquí un poco más. Hay algo más que debo saber».
—¡Traedme agua! —ordenó Fordus con un tono de voz profundo y melodioso, aunque un poco alto—. ¡Traedme carne y también una copa de vino!
Un joven dio un brinco para obedecer sus órdenes y desapareció entre las sombras.
—¿Dónde está ese muchacho? ¿Dónde está mi copa de vino? —gritó Fordus cuando habían pasado escasos minutos.
Los hombres que le acompañaban se sintieron incómodos y apartaban los ojos mientras él escrutaba a cada uno de ellos.
Finalmente, Fordus clavó la mirada en la dirección en la que se encontraba Vincus y, a pesar de que el joven istariano estaba fuera del campo de visión del líder de los rebeldes, oculto entre las sombras y la hierba, la luz de las llamas del fuego le mostraron claramente el rostro del Profeta.
Era un hombre hermoso, de rasgos curtidos y barba rojiza. Sus facciones eran insólitas para un Hombre de las Llanuras, al igual que sus ojos.
Vincus había visto antes ese color de ojos. ¿Azul cielo? ¿Azul mar? Lo había visto en Istar… ¿En la Escuela de los Juegos, quizá? No, seguramente había sido en el Templo del Príncipe de los Sacerdotes.
Apenas aquel nombre hubo cruzado la mente del joven, éste ya había localizado el recuerdo. Fue en la silenciosa estancia de la gran cámara del consejo, en medio de la cual había un hombre, casi engullido por una luz blanca y resplandeciente que reflejaba los destellos del brillante mármol y de las valiosas piedras que adornaban su trono imperial.
El Príncipe de los Sacerdotes tenía unos ojos como aquéllos. Tenía los mismos rasgos, la misma nariz, fina y aristocrática, y también aquellos pómulos marcados, e incluso el mismo pelo rojizo. El parecido era asombroso. Fordus podría ser el hermano del Príncipe de los Sacerdotes, o su…
La mera idea hizo que Vincus se encogiera; el clero de Istar estaba formado por hombres austeros y decentes, lo que hacía pensar que el Príncipe de los Sacerdotes…
Por unos instantes, el joven permaneció en silencio, oculto entre las sombras, mientras sus pensamientos estaban bastante lejos de allí; con Vaananen y con aquéllos que trabajaban como esclavos en el Templo y en la ciudad. Venía desde muy lejos con un único mensaje de vital importancia.
Pero en aquel momento, después de lo que había visto, no estaba tan seguro de si debería pasar el mensaje.
Vincus tenía que reflexionar sobre ello durante un rato, así que buscaría un lugar más seguro para esconderse y disponer de la noche, al menos estaría allí hasta el amanecer. Entonces, decidiría si debía acercarse al Profeta del Agua o si tenía que marcharse.
El muchacho comenzó a retroceder para alejarse de la luz del fuego e intentar buscar un lugar apartado del círculo de tiendas, un lugar donde ocultarse. Pero, de repente, unas manos poderosas lo agarraron de los hombros y lo levantaron de un tirón. Vincus intentó huir, aunque su asaltante le cogió del brazo, y con un movimiento impecable de luchador experto, se lo retorció detrás de la espalda.
Un dolor terrible recorrió el hombro de Vincus, y miró a la cara de su atacante.
Un elfo lucanestis, cuyos brazos comenzaban a mostrar los rastros de una edad madura, miró a Vincus tranquilamente.
—No sé si tus intenciones son buenas o malas —susurró el elfo—. Pero quizá podamos averiguar, junto a otros fuegos y rodeados de otra gente, quién eres y por qué espías a Fordus Alma de Fuego.
El nombre del elfo era Luz de Relámpago. Éste había sido oficial del Profeta de la Guerra, pero había perdido su favor en alguna disputa reciente.
Después de apresar a Vincus cerca de la hoguera y de la tienda de Fordus, el elfo se llevó a su prisionero al otro extremo del campamento, a un lugar en el que media docena de Hombres de las Llanuras aguardaban en silencio.
Luz de Relámpago interrogó a Vincus, y cuando vio que no lograba comprender el lenguaje de signos que éste empleaba, mandó llamar de mala gana a una mujer, a aquélla de pelo rubio que Vincus había visto antes y cuyo nombre era Alanda. La muchacha tradujo los signos de Vincus en su extraño e insólito lenguaje de gestos.
—¿Qué prueba tienes de que fuiste esclavo en Istar? —preguntó el elfo, mientras miraba a Vincus fijamente, de un modo melancólico, pero sin recelo.
Vincus le mostró el collar y cómo ambas piezas encajaban perfectamente y formaban su nombre. El elfo asintió con la cabeza y puso las dos medias lunas alrededor del cuello de Vincus, y se sintió satisfecho cuando comprobó que ambos trozos coincidían. Entonces, el elfo comenzó a hacerle otra pregunta, pero, de repente, se calló.
—¿Cómo nos has encontrado? —le preguntó finalmente.
Vincus comenzó a contarle las peripecias de su viaje, el paso que había utilizado para atravesar las montañas y también el episodio del benévolo halcón que se prestó a guiarlo.
Ha sido muy bueno, dijo con signos. Fue toda una suerte que me guiase. ¿Acampa contigo? Lo he visto colgado de un aro junto a tu fuego.
Alanda sonrió mientras traducía los últimos gestos del intruso para Luz de Relámpago.
La expresión del elfo se relajó.
—¿Y por qué nos buscabas? —le preguntó—. ¿Qué quieres de nosotros? O ¿qué nos traes?
Vincus comenzó a gesticular excitado y se arrodilló en el suelo, el elfo se dejó caer junto a él, mientras los Hombres de las Llanuras, Alanda y Gormion permanecían de pie a su alrededor, mirando al intruso con curiosidad e interés.
A pesar de que había desconfiado de Fordus desde el principio, Vincus se sintió sorprendentemente seguro en la compañía del elfo. Enseguida se dio cuenta de que los jeroglíficos de Vaananen estaban dirigidos a Luz de Relámpago, puesto que parecía ser un hombre que formulaba preguntas más que órdenes.
Para Vincus aquello era una muestra de sabiduría y perspicacia, ya había oído suficientes órdenes durante su servidumbre.
El muchacho, lleno de confianza, dibujó los cinco jeroglíficos en el suelo delante del elfo.
Éste miraba los jeroglíficos intensamente.
—Frontera del Desierto —dijo—. Sexto Día de Lunitari. Nada de Viento.
No parecía que hubiese nada nuevo hasta que llegó al cuarto jeroglífico.
¿El Leopardo? Y… aún había un quinto símbolo, lo que significaba que algo terriblemente importante se escondía en todo aquello.
Debo avisar a Fordus que venga, dijo Alanda mediante signos, pero el elfo intentó convencerla de que no lo hiciese.
—Esta vez, no.
La barda frunció el ceño y un interrogante cruzó su mente.
Luz de Relámpago miró a Vincus fijamente, y durante un buen rato, el campamento permaneció en silencio.
—Vincus, ¿la sexta legión está en Istar? —le preguntó el elfo.
Vincus asintió eufórico con la cabeza, sin dejar de gesticular, totalmente excitado, mientras Alanda se esforzaba por traducir el relato de los descubrimientos del joven sirviente, de cómo se lo transmitió a Vaananen y de todos los elementos que sólo presagiaban peligro para Fordus y los rebeldes.
Luz de Relámpago se reclinó hacia atrás y, durante un momento, la cara le quedó oculta entre las sombras. Entonces, estiró el cuello en dirección al quinto jeroglífico y lo leyó.
—Cuidado con el hombre oscuro —proclamó.
Levantó la cabeza y miró primero a Vincus y luego a Alanda. Una sonrisa maliciosa y burlona le asomó por la comisura de los labios.
—Escuchad la palabra del Profeta —susurró con sarcasmo.
»Cuidado con la señora —dijo tajante, y permaneció un rato arrodillado ante el quinto jeroglífico, repasando su contorno con un dedo cubierto de callos.
»Ya sé —susurró—, debería haberme dado cuenta que los ojos ámbar de Tamex y Tanila eran idénticos. Como los de un reptil. Y después… las huellas de dragón que atravesaban las Lágrimas de Mishakal».
«Pronto alguien preguntará por él —le había dicho Vaananen—. Y tú sabrás que ésa es la persona a la que tienes que entregar el libro».
Así que Vincus, siguiendo el mismo instinto que lo había guiado a través del desierto y que lo había apartado de Fordus en el último instante, le entregó el libro a Luz de Relámpago.
Después de todo, el libro estaba escrito en lucanesti. ¿Qué más garantías podía pedir?
Desconcertados, el elfo y la barda, hojearon juntos el antiguo texto. Alanda fruncía el ceño ante la complejidad de aquella caligrafía angular y enrevesada, mientras el elfo asentía con la cabeza sin dejar de leer hasta que llegó a los pasajes que se habían perdido.
Un polvo negro se arremolinó en las manos del elfo mientras éste se arrodillaba en el suelo, abriendo el libro ante sí.
Después, se inclinó sobre aquellas páginas y las inspeccionó detenidamente durante un buen rato.
—Quizá —murmuró—, está en mi idioma, y también es una profecía.
»El Fundamento —susurró—. La visión más antigua.
Mucho antes de que tuviesen lugar las primeras migraciones de lucanestis a través del desierto istariano, antes del descubrimiento del glaino, y quizás incluso antes de que los más ancianos de aquella raza en declive descubriesen los poderes de las lucernas, otra forma más profunda de ver había sido codificada en sus pensamientos y recuerdos.
El Fundamento. La gran fuente del pensamiento élfico, la memoria colectiva de aquella raza.
En sus entrañas quedaban recogidos los recuerdos de los primeros elfos que trabajaron en las minas, su deambular y también su partida de Silvanesti. Había incluso quien decía que, en manos de un elfo sabio y consagrado, el Fundamento podía revelarle los primeros días, cuando en la Era de los Sueños los Primogénitos de este mundo abrieron sus ojos a la luz de las lunas en un planeta recién surgido.
Todo estaba allí. Todos los recuerdos y narraciones.
Todo lo que los ancianos habían contado a Luz de Relámpago durante su infancia y su juventud, durante los largos años en que deambularon antes de que tuviese lugar la emboscada, su herida y su adopción por los Hombres de las Llanuras. Los más ancianos también le hablaron de cómo usar los poderes y del peligro que aquello entrañaba, del riesgo de que el visionario no regresase al mundo real, y de que se quedase dormido hasta que la opalescencia de la edad lo cubriese y lo engullese totalmente.
El elfo, sin ningún temor o recelo, se sumergió en aquellos pensamientos, retrocediendo más y más en el tiempo hasta que llegó a un punto en que supo que ni los pensamientos ni los recuerdos eran ya los suyos, y se sumergió en una corriente de memoria colectiva.
A su alrededor, sus compañeros de las Llanuras, Alanda y también Vincus, lo observaban indecisos y expectantes, como si estuviesen en la orilla de un gran océano esperando la llegada de una vela lejana.
Pero el elfo permanecía tranquilo e inexplicablemente alerta.
«No siento nada —se dijo a sí mismo—. La ausencia de miedo es una buena señal».
El elfo, totalmente concentrado, se adentró en un vago sueño, en un paisaje cambiante iluminado por la luz de ambas… no, de las tres lunas. Entonces, los cinco elementos lo envolvieron: el fuego de las estrellas, el agua del corazón de la tierra, el desierto y la piedra, y el aire seco y errante.
Y también el recuerdo, el quinto de los antiguos elementos.
Tal como le dijeron los ancianos, una luz gris y cegadora apareció danzando en el extremo de su visión. Luz de Relámpago dirigió sus pensamientos hacia aquella luz gris, y ésta se partió ante él.
Por un instante, aparecieron las praderas y la cara pálida de alguien que no recordaba ni conocía… Después, los bosques.
«El libro —se dijo a sí mismo—. Mantente concentrado en el libro».
Entonces, de repente, a su izquierda apareció una gran oscuridad sembrada de colores parpadeantes y seductores. El elfo permaneció a las puertas de la oscuridad, que parecía llamarlo prometiéndole el sueño y un descanso gratificante.
Pero aquel camino era peligroso, si se adentraba por él, estaba perdido.
«El libro —se dijo de nuevo—. Concéntrate en el libro y en nada más».
Y entonces apareció ante él, con las páginas intactas, enteras. Las pasó mentalmente, con ansiedad. Leyó y recordó.
Por fin, Luz de Relámpago levantó la mirada y Vincus enseguida se dio cuenta de la transformación.
Por un momento, el elfo parecía ciego, con sus pálidos ojos lechosos y totalmente desenfocados. Vincus comenzó a pensar que el libro había afectado al sentido de la visión del elfo, pero entonces sus ojos cambiaron de nuevo cuando una pálida membrana se separó y se escondió por debajo de sus párpados.
—Alanda, ven conmigo —le instó Luz de Relámpago.
El elfo se incorporó de un brinco, igual que si acabase de oír el grito que llamaba a la batalla, cogió a la barda de la mano y se la llevó a la oscuridad de la noche, mientras le susurraba alguna estrategia o advertencia de la cual Vincus tan sólo logró oír palabras sueltas.
—En contra de nosotros —oyó.
—Se ha encarnado. Ópalos.
—Takhisis.
Y de nuevo «ópalos», ésa fue la última palabra que se desvaneció en medio de la noche.
¿Así que las piedras que a nosotros nos protegen, a ella le permitirían entrar en el mundo?, preguntó Alanda.
El elfo asintió con la cabeza.
—Y si nosotros le negamos las piedras, si las destruimos o las escondemos, renunciamos a nuestra propia protección.
Los dos permanecieron inmóviles bajo la luz de la noche, a no más de cien metros de la hoguera. En lo alto, la roja Lunitari se deslizaba surcando el cielo nocturno y, de repente, el paisaje, las rocas, las piedras y también las tiendas del campamento que se alzaban a lo lejos parecieron teñidas por un oscuro baño de sangre.
Luz de Relámpago, ¿qué vamos a hacer?
El elfo se dio cuenta de que las manos de Alanda no se agitaban nerviosas. La muchacha esperaba sus órdenes y no tenía miedo.
—No estoy seguro, Alanda. Tampoco lo estuvieron los elfos que escribieron el manuscrito. Pero el texto es explícito en una cosa: sea lo que sea lo que consiga detener a la diosa, nos exigirá todas nuestras fuerzas. Se trata de algo peligroso y totalmente nuevo.
»A pesar de nuestras diferencias, Fordus debe de estar al corriente de esto. Lo avisaré esta misma noche.
Sin añadir una palabra más, el elfo se adentró en la oscuridad, en dirección a la plana superficie que se extendía al este, rumbo al círculo más exterior del campamento.
Alanda observó cómo el elfo se perdía en la noche.
Algo peligroso y totalmente nuevo, había dicho.
Ella estaba preparada. Con una certeza tranquila, la muchacha notó que algo había cambiado en ella. El peligro y la incertidumbre ya no la asustaban. Rodeada de una extraña soledad, Alanda aguardó, sosegada y con ganas, a que se produjese aquel cambio.
Luz de Relámpago regresó al amanecer con una expresión severa en su fría mirada.
Los rumores decían que había hablado con Fordus y que le había comunicado al Profeta las noticias del texto recién descubierto.
Pero Fordus ni lo miró; tenía la mirada clavada más allá del elfo, en la inmensidad del desierto y la noche. Al parecer, le dijo que era un hombre muerto y que sus palabras carecían de vida.
Fordus lo rechazó y el elfo se sintió como si estuviese al borde del precipicio, como un observador impotente.
A media mañana del día siguiente, el grupo de Fordus emprendió la marcha y, al atardecer, ya habían alcanzado las laderas de las montañas istarianas. Mientras tanto, las tropas de Luz de Relámpago todavía los seguían a cierta distancia.
Vincus se apoyó, agradecido, sobre un saliente de una roca, asegurándose antes de que no hubiese ramas de sauce a su alrededor. Era el mejor momento para acampar, antes de que la noche se precipitase sobre aquel terreno inhóspito y traidor.
Un mensajero se acercó desde las filas de retaguardia de las tropas de Fordus hasta donde se encontraba Vincus junto con el elfo y otros dos veteranos Hombres de las Llanuras, Brisa y Mensajero.
El individuo que traía el mensaje era un hombre al que Vincus no conocía, un joven llamado Estrella del Norte.
—El Profeta Fordus —sentenció éste, pronunciando aquel nombre en un tono lento y solemne— ha soñado que un hombre muerto se acercaba a él con un aviso.
El elfo se volvió de espaldas inmediatamente cuando oyó aquellas palabras.
—El hombre muerto le dijo —continuó Estrella del Norte— que la propia Takhisis, la de las Mil Caras, ha usado sus funestos poderes para hacer frente a la rebelión y a Fordus el Profeta.
—Cuéntame Estrella del Norte, ¿qué más dijo el… hombre muerto? —preguntó el elfo con amargura, todavía dándole la espalda al mensajero.
—Dice el Profeta que todo lo demás eran mentiras, ya que Takhisis manda a sus secuaces para sembrar la confusión, para estar al acecho y destruir. Su ejército está formado por los vivos y por los muertos, y a ninguno debe creerse. Eso es lo que dice Fordus el Profeta.
»Pero ahora la diosa está asustada. Sus advertencias y amenazas no son más que las palabras de una bestia voladora. Así que si piensa que puede derrotar al Profeta Fordus…
»Ella no le permitirá intuir su presencia. Ahora, la diosa no atacará al Profeta, esperará agazapada y lo hará cuando éste menos lo espere, cuando el Profeta esté apunto de saborear su mayor victoria, y no ahora, cuando la guerra no ha comenzado.
Luz de Relámpago sacudió la cabeza.
Vincus intentó seguir el razonamiento del Profeta del Agua, pero fue incapaz. Quizás Estrella del Norte no lo recordaba bien, ya que la lógica de su discurso era ya bastante confusa e incoherente.
Aun así, Estrella del Norte estaba exultante, extasiado, orgulloso de su héroe, de su señor.
—Continuaremos con nuestro plan de conquistar Istar —proclamó el mensajero—. Las amenazas de la diosa no son más que una señal del miedo del Príncipe de los Sacerdotes. Eso es lo que dice Fordus el Profeta.
»Marcharemos durante toda la noche, ya que la velocidad y el factor sorpresa son nuestros aliados, y por la mañana ya habremos alcanzado las montañas. Cruzaremos por el paso Central, y aquéllos que discuten la palabra del Profeta mejor que se queden con su miedo en el campamento.
»¡Nosotros seguiremos nuestro camino hacia Istar, y pronto la ciudad será nuestra!
Una vez terminado su discurso, Estrella del Norte se dio media vuelta y regresó, fogoso y ardiente, con grandes zancadas hasta su columna.
—Van a ir por el paso equivocado, ¿no es así?
Vincus asintió con la cabeza y comenzó a gesticular para decirles que era el paso del Oeste el que no estaba azotado por el terrible y destructivo sterim y en el que, además, no había desprendimientos de rocas.
Luz de Relámpago apoyó sus manos sobre los hombros de Vincus y lo miró abiertamente y con franqueza.
—Eso mismo fue lo que le informé anoche, cuando hablé con él. Le dije que en mi campamento había un hombre que podía guiarlo a través de las montañas por un camino seguro, si es que quería continuar, aunque sería mucho más prudente volver atrás, regresar al desierto. Le expliqué que todo aquello no tenía nada que ver con un sueño, pero Fordus ya no me escucha. Lanza frases al aire, dice palabras que no tienen sentido y las deforma según le interesa para poder contar lo que él cree que esos malditos sueños y visiones le están diciendo.
Luz de Relámpago se dio la vuelta. A lo lejos, los estandartes del ejército de Fordus ondeaban al viento teñidos de rojo bajo la luz del atardecer. Aquellas formaciones de soldados comenzaron a ponerse en marcha de nuevo y, en algún lugar entre las filas de Fordus, empezó a sonar el repicar lento y vacilante de un tambor solitario.
El nuevo encargado de tocar el tambor no podía compararse, ni de lejos, con Alanda.
—Está completamente loco —dijo el elfo—. Pero no tengo más remedio que seguir sus pasos y luchar contra sus enemigos. Se acerca el momento en que va a conducir a mi gente por un paso estrecho, en el cual más de unos pocos perderán la vida víctimas de algo más poderoso que el mal tiempo.
»Las murallas de Istar se acercan. También la sexta legión e incluso la propia Takhisis. Y antes de que Fordus se lance a sus brazos, alguien tiene que detenerlo.