Capítulo 6

Madeline no podía dormir. No había un motivo racional: Nicholas había hecho cosas mucho más peligrosas que fingirse sirviente en una fiesta. Eso creía ella, al menos. El doctor Octave era una incógnita.

Sin poder combatir su insomnio con razonamientos, se sentó en el diván del dormitorio, envuelta en su bata, con una copa de vino aguado y un libro al que no conseguía prestar atención.

Octave no es el primer hechicero con quien debemos lidiar, pensó por tercera vez, tamborileando sobre la página con una cuidada uña, mirando el vacío. Una vez habían atracado la casa de un hechicero llamado Lemere y se habían abierto camino por un desconcertante laberinto de protecciones mágicas. Pero entonces Arisilde estaba más activo y podía afrontar cualquier intento de represalia. Si Octave es un hechicero. Quizá la incógnita fuera lo más perturbador.

Habría querido distinguir si sólo era nerviosismo o un sentido sepultado que trataba de advertirle. Casi todas las mujeres de su familia tenían gran talento y vocación para la brujería. Madeline había renunciado a ello en aras del teatro y no lo echaba de menos. Su verdadero talento era la interpretación y los papeles que representaba dentro de los planes de Nicholas eran tan emocionantes como ser protagonista en el Elegante.

Se enfadó ante su propia necedad. La vida era más segura en el Elegante. Cualquier tonto veía que Nicholas estaba obsesionado. Sobre todo con la destrucción de Montesq, pero también con el engaño mismo. Y obsesionado con representar el papel de Donatien ante el submundo criminal de Vienne, y con escabullirse de las manos del inspector Ronsarde, y muchas cosas más en diversos grados. Y ahora con acechar a Octave, al parecer.

Últimamente la obsesión llevaba las de ganar. Madeline suponía que si tuviera inclinaciones literarias vería a Donatien como una personalidad aparte que consumía rápidamente a Nicholas. Sería una buena obra. Davne Ruis podría hacer el papel de Nicholas, pensó. Y yo podría hacer el papel de mí misma. O de su madre; ese papel también sería bueno. Pero sabía que no era así. Nicholas y Donatien eran manifiestamente la misma personalidad; en el corazón y en todo lo que contaba, eran el mismo hombre, con meras diferencias cosméticas para engañar a los espectadores. Ambos querían las mismas cosas.

Pero a veces no estaba segura de conocer a Nicholas. Sospechaba que Reynard lo conocía mejor. Él había ayudado a Nicholas en varias intrigas durante seis años, y Madeline sólo había intervenido la mitad de ese tiempo.

Poco después de que Nicholas la tomara como confidente, Madeline había tenido una charla con Reynard, bebiendo brandy en la terraza del café Exquisite. Le había preguntado a quemarropa si él y Nicholas habían dormido juntos, ansiando resolver esa cuestión antes de embarcarse en una relación más profunda con él. Notando su seriedad, Reynard había respondido, de inmediato y sin jugar con ella, que no.

—No obstante, una vez le pregunté si estaba interesado, al poco tiempo de conocernos. —Al cabo de un momento admitió—: Tuve la sensación de que si forzaba las cosas, él habría cedido. Si puedes imaginar a Nicholas cediendo en algo, lo cual es bastante difícil.

—Pero tú no fuerzas las cosas —había dicho Madeline, agitando la copa de brandy tibio.

—No, es verdad. Él no me quería a mí. Quería afecto y comprensión. Yo no lo quería a él, sólo quería aprender cómo funcionaba su mente. Ninguno de los dos habría obtenido lo que quería y ambos ya teníamos más problemas de los que podíamos manejar.

—No puedes averiguar cómo es alguien durmiendo con él —había señalado Madeline.

—Gracias por tus sabias palabras, querida —había dicho Reynard, secamente—. ¿Dónde estabas hace veinte años, cuando el consejo me habría servido de algo?

Reynard había sido una ayuda, pero el instinto le decía a Madeline que ambos sabían tanto como Nicholas quería que supieran, y ni una pizca más.

Tales especulaciones eran inútiles. Madeline se arrebujó en la bata con nerviosismo. Golpearon suavemente la puerta, y ella dejó el libro y abrió. Era Sarasate.

—Madame, hay un telegrama.

—¿De veras? —Madeline se levantó deprisa, ciñéndose el cinturón de la bata. Se había olvidado las pantuflas y el suelo de losa estaba frío—. Qué extraño.

Cogió el papel plegado y leyó, frunciendo el ceño; Sarasate aguardó.

—Nicholas quiere que me cerciore de que nadie haya tocado el depósito del altillo.

—¿El altillo? ¿Las cosas del viejo amo? —Sarasate era sirviente en la casa cuando Edouard vivía.

—Sí, será mejor que suba de inmediato.

—Traeré una lámpara, madame. ¿Desea que la acompañe?

—No, no será necesario. —Se recogió el cabello y encontró un par de zapatos viejos en el fondo del armario, mientras Sarasate le llevaba una lámpara.

Madeline subió la escalera y abrió la puerta de la biblioteca. Olió un tenue aroma a tabaco y vaciló. No era del tipo que fumaban Nicholas o Reynard, pero lo reconoció.

—Hola, Edouard —dijo, sonriendo.

No hubo respuesta, pero no la esperaba. Edouard Viller no merodeaba por su viejo hogar como un vulgar fantasma, simplemente estaba ahí. Estaba en ese techo con vigas y encofrado, que hacía las habitaciones del piso alto opresivas y acogedoras a la vez. Estaba en esos espacios de tamaño extraño y esos muebles viejos y aparatosos. La personalidad de Edouard se extendía sobre Heladia como un paño de damasco.

No había nada que temer de esa presencia. Madeline no había conocido a Edouard en vida y sabía que lo habían ejecutado por uno de los crímenes que la ley de Ile-Rien consideraba más nefandos, pero los rastros que habían quedado la convencían de su inocencia sin revisar los datos del caso.

Apoyó la lámpara en la mesa redonda, cerca del centro de la habitación, revelando paredes revestidas de libros y dos sillas mullidas, un secreter con balanza, tintero y secante, una gastada alfombra parsci en el suelo y cortinas de cretona en las ventanas. Fue hasta los estantes de la pared y seleccionó el volumen correcto, apoyando la palma en la cubierta. Era, apropiadamente, el Libro de los artilugios ingeniosos.

Ese sector de la biblioteca retrocedió y se elevó con un chirrido de ruedas y engranajes. Una corriente fresca, con olor a moho, le agitó el cabello y la falda de la bata.

Dejó el libro a un lado. Este portal era una de las primeras colaboraciones entre Edouard y Arisilde. Sólo la llave, un hechizo estampado en la cubierta del libro, era magia auténtica. El mecanismo que elevaba la puerta era uno de los ingenios mecánicos de Edouard.

El sector de la biblioteca se elevó hasta el techo de la cámara contigua, revelando una escalera angosta que se perdía en la penumbra. Madeline se recogió la falda y empezó a subir.

La escalera ascendía en espiral, llegando a una gruesa puerta de madera. La llave estaba en la cerradura. Mucho tiempo atrás Nicholas había sacado la llave de la gaveta donde la guardaban y la había dejado allí, explicando que si alguien revisaba la casa, una llave que no encajaba en ninguna cerradura llamaría la atención, mientras que si alguien pasaba la entrada secreta de la escalera, una puerta común no lo detendría, con cerradura o sin ella. Madeline pensaba que la Prefectura de Vienne no sería tan astuta, pero hacía tiempo que había renunciado a discutir esos detalles con Nicholas: ella era la especialista en vestuario y maquillaje, y él era el especialista en paranoia.

Abrió la puerta con un leve crujido, y entró en la habitación.

Había cierta luz en la vasta cámara: el claro de luna, entrando por tres pequeñas ventanas inclinadas. El techo era altísimo, y las vigas comenzaban encima de las ventanas y se perdían en la oscuridad. Una plataforma de cuatro metros de altura dividía la habitación: estaba debajo de las ventanas, y se subía por una escalera estrecha desde un rincón. Había baúles y cajas apiladas encima, aunque la mayor parte de ese espacio estaba vacío. La plataforma ocultaba el verdadero propósito del altillo; si alguien miraba a través de las ventanas, sólo veía una habitación de dimensiones inusitadas. Edouard realizaba sus experimentos en la parte inferior de la cámara, bajo la plataforma.

El polvo hizo estornudar a Madeline. La zona que estaba bajo la plataforma era como una caverna, y la lámpara apenas lograba alumbrarla. Los estantes de la pared contenían libretas y manuscritos encuadernados: años de investigación de Edouard Viller, que el tribunal de la Corona no había podido destruir. Alrededor se apilaban piezas de maquinaria, tubos, engranajes, ruedas, varios objetos de cuero semejantes a vejigas, obviamente destinados a contener aire, aunque ella ignoraba con qué propósito. Una especie de jaula de metal tendida de lado se erguía como el esqueleto de una ballena y parecía estar conectada a la mitad de los trastos que la rodeaban; Madeline recordó el libro en que unos náufragos llegaban a una isla que resultaba ser el lomo de una inmensa bestia marina.

Había estado allí a la luz del día, pero no era más fácil distinguir dónde estaban las cosas. Esa parte del altillo parecía una combinación de herrería, cobertizo ferroviario y taller de tramoyista. Pero sabía que Nicholas no estaba preocupado por estas cosas. Siguió adelante hasta la pared más lejana.

Encontró lo que buscaba en un armario: tres dispositivos esféricos alineados en un estante. Eran pequeños, poco mayores que un melón, y alguien que no supiera nada de magia ni de navegación habría dicho que eran esferas amillares manchadas. En vez de espacio vacío, contenían engranajes y ruedecillas. Madeline tocó una y sintió un cosquilleo en los dedos.

Aunque Edouard Viller había diseñado las esferas, necesitaban una chispa de hechicería humana real, un conjuro de delicada complejidad, para cobrar vida y cumplir su propósito. La primera, la más vieja, había cobrado vida por obra de Wirhan Asilva, un viejo hechicero de Lodun que trabajaba con Edouard cuando él estaba perfeccionando el diseño. Tocó la esfera de Asilva; estaba fría y no respondió con un cosquilleo de consciencia. El hechizo había durado pocos años, le había dicho Nicholas. Asilva no estaba muy entusiasmado con los experimentos de Edouard, y con el tiempo se negó a seguir trabajando con él. Pero Asilva había ayudado a Nicholas a salvar los objetos más importantes de los talleres de Edouard en Lodun, anticipándose a los funcionarios de la Corona enviados para destruirlos.

Las demás esferas se habían construido con ayuda de Arisilde y él era el único que sabía algo sobre ellas.

Madeline tocó la tercera, en parte por minuciosidad, y en parte porque le gustaba el cosquilleo de poder que parecía emanar del metal tibio. Retiró la mano con sobresalto. La tercera esfera vibraba. Intentó tocarla de nuevo y una chispa de luz azul recorrió los engranajes en espiral y se apagó abruptamente.

La levantó del estante y, con cierta imprudencia, intentó examinarla. Esto no es algo en lo que se deba inmiscuir una ex bruja que además nunca tuvo mucho talento, se dijo.

No estalló ni le borró los pensamientos de la cabeza, pero siguió temblando en sus manos, como un animal asustado. Trató de ver en sus honduras, descubrir si parte del delicado mecanismo estaba dañado, pero su lámpara no permitía hacerlo.

Madeline se metió la esfera bajo el brazo, la sacó del espacio confinado de la zona de trabajo y subió por la angosta escalera hasta la parte superior de la cámara. El claro de luna bañaba la plataforma, una iluminación diáfana e incolora que casi permitía leer letra impresa. Agachó la cabeza bajo las vigas y se agazapó cerca de la ventana del medio, apoyándose la esfera en las rodillas. De nuevo la escudriñó.

No vio daños ni piezas sueltas, pero la chispa azul aún seguía su senda invisible en las honduras de la esfera.

Madeline sintió un frío en la espalda, como si una brisa la hubiera rozado en el aire quieto del altillo. Alzó la cabeza y miró por la ventana.

Algo estaba agazapado en el parapeto de fuera, observándola. Ropas andrajosas, ondeando como una mortaja en el viento, cabeza esquelética, dientes, manos como zarpas clavadas en la piedra. Madeline se llevó la esfera al pecho y se levantó por reflejo, golpeándose la cabeza contra una viga.

La criatura se echó hacia atrás, y casi se cayó. La esfera tembló violentamente y la criatura rugió y desapareció de un brinco.

Madeline quedó petrificada, pero sólo por un instante. Lanzó un juramento y se inclinó hacia delante para ver si todavía estaba allí. Tuvo cuidado de no tocar la ventana, que presuntamente estaba bajo tutela. Aún debe de estar bajo tutela, pensó, pues de lo contrario esa criatura habría irrumpido para matarme. Sólo podía pensar que era una de las criaturas que Nicholas había visto en los sótanos de la mansión Mondollot.

Miró la esfera que aún aferraba contra sí. El temblor había cesado y sólo emitía un leve cosquilleo, como de costumbre, la manifestación externa del poder atrapado en su interior. Quizá la criatura hubiera huido de la esfera. Si era sensible a la magia humana, como los fay, la esfera tendría olor a Arisilde, que había estado en la cumbre de su poder cuando ayudó a Edouard a construirla.

Preocúpate después, se dijo, dirigiéndose a la escalera. Tenía que recoger su lámpara, regresar abajo, verificar si las piedras tutelares estaban en su sitio, y asegurarse de que en Heladia todos siguieran con vida.

Nicholas pidió a Cusard que lo dejara en el Cruce del Filósofo. Quería hablar con Arisilde, aunque tuviera que despertarlo, y quería que Crack yReynard siguieran hasta Heladia, para confirmar que todo estaba bien y contarle a Madeline lo que habían descubierto.

Aún reinaba animación en el Cruce, a pesar de la hora, pero era una zona mucho más segura que las calles de la Ribera o Gabard, y mucha gente que recorría las aceras pertenecía a la alta sociedad. Los cabarés y cafés aún estaban abiertos, las calles iluminadas y frecuentadas eran tranquilizadoras, y había buhoneros y mendigos en cada esquina, donde una asombrosa cantidad de prostitutas aguardaba a los que salían del teatro. Sería relativamente fácil encontrar un cabriolé cuando hubiera terminado, si podía abordarlo antes de que el cochero echara un buen vistazo al estado de su ropa.

Aun el callado edificio de Arisilde parecía desbordante de vida. Nicholas dejó atrás al portero, que estaba regateando el precio de la habitación con una dama de la noche y su cliente con sombrero de copa. Subir la escalera le costó más de lo que esperaba, y estaba exhausto cuando llamó a la puerta de Arisilde.

Abrieron la puerta con inesperada violencia. Nicholas se sobresaltó hasta reconocer a Arisilde. El hechicero tenía los ojos inflamados y desorbitados, el cabello rubio escapaba de su trenza y colgaba en hebras lacias sobre el rostro. Parecía un miembro de la Corte Profana en una de las pinturas más excesivas de Bienuilis.

Arisilde miró a Nicholas sin reconocerlo.

—Ah, eres tú —dijo al fin. Mirando por encima del hombro como si alguien lo persiguiera desde su apartamento, regresó a saltos a su habitación—. Rápido, adentro.

Nicholas apoyó la cabeza en la pared polvorienta.

—Oh, Dios.

Estaba demasiado cansado para esto. Pensó en largarse, en regresar a la calle y encontrar un coche. Pero se enderezó y siguió a Arisilde, deteniéndose sólo para cerrar la puerta.

Las velas se habían apagado en la habitación de las claraboyas, y el fuego se había reducido a rescoldos. Las ventanas, con las cortinas arrancadas, exponían el pequeño apartamento al cielo nocturno. De noche la mayoría de los habitantes de Vienne, especialmente en los vecindarios pobres, cerraba las ventanas con postigos por temor supersticioso a los fay voladores, aunque no se había visto ninguno en la ciudad desde que se habían tendido las líneas ferroviarias. Evidentemente Arisilde no se preocupaba por eso. Y aun en su estado actual, pensó Nicholas, debe de ser un formidable oponente para cualquier criatura que los fay pudieran inventar. Ésa era una de las tragedias. Nadie sabría jamás lo que era Arisilde, ni cuán poderoso podía haber sido.

Arisilde hurgaba en una pila de papeles y libros que había sobre la mesa, desparramándolos en el suelo. Nicholas se sentó en un sillón descuajeringado cerca del hogar, e hizo una mueca de dolor cuando sus magulladuras entraron en contacto con los maltrechos cojines.

Arisilde se volvió, y se pasó una mano por el cabello desmelenado.

—No puedo recordar lo que iba a decirte —susurró.

Nicholas se hundió en el sillon y cerró los ojos. Ya veía que el intento de sonsacarle una explicación a su amigo acerca de la posibilidad de que alguien robara el trabajo de Edouard o la conexión entre Octave y las desapariciones sería infructuoso, al menos por esa noche. Pero ni siquiera soportaba la idea de bajar por la empinada escalera del derruido bloque de apartamentos.

—Esperaré —dijo—. Quizá lo recuerdes.

No notó que el hechicero había cruzado la habitación hasta que sintió su aliento en la mejilla. Al abrir los ojos, vio a Arisilde encima de él, apoyado en los brazos del sillón, la cara a poca distancia.

—Era importante —declaró el hechicero, con una expresión consternada en sus ojos violáceos.

—Lo sé —dijo Nicholas. Titubeó. Ya había pensado que Arisilde estaba en peor estado que de costumbre, pero sólo ahora pensaba que no tendría que haberse aventurado en su apartamento en esas circunstancias. Cautelosamente, preguntó—: ¿Dónde está tu criado, Isham?

Arisilde parpadeó con angustia, como si le doliera concentrarse.

—En Heladia —dijo al fin, sonriendo con fatigado alivio—. Lo mandé a buscarte.

—Eso tiene sentido. —Nicholas se dijo que era un estúpido. Al cerrar los ojos había vuelto a ver esa habitación en la mansión Valent y había imaginado cosas; Arisilde no soportaba ni pisar hormigas. Cuando está en sus cabales, susurró una voz traidora.

—¿No es verdad que sí? —dijo Arisilde con súbita euforia—. Debe de ser eso, entonces.

Nicholas lo empujó hacia atrás para verle la cara con mayor claridad.

—¿Hoy fumaste más opio del habitual? —preguntó.

—Hoy no fumé —dijo Arisilde, y se apartó tan abruptamente que Nicholas casi se cayó del sillón. Se levantó, mirando con desconcierto mientras Arisilde arrojaba al suelo más libros y papeles y pasaba las manos por la superficie áspera de la mesa, como si buscara algo oculto.

—¿Nada? —insistió Nicholas.

—Nada. —Arisilde sacudió la cabeza—. Tuve que ser cuidadoso. Muy cuidadoso. Pero averigüé... aquello que quería averiguar. —Golpeó la mesa con una fuerza que debió quebrarle las delgadas muñecas—. ¡Y ahora no recuerdo qué era!

Nicholas se le acercó despacio, para no sobresaltarlo, y trató de apartarlo de la mesa, pero Arisilde se arrojó hacia el otro extremo de la habitación, volcando una silla y zarandeando otra mesa, arrojando frascos y plantas al suelo.

Nicholas suspiró. Tenía que llamar la atención del hechicero, impedirle que volcara esa energía en sí mismo.

—¿Tenia algo que ver con las cosas que te traje para mirar... las cenizas del gólem, quizá?

Arisilde pareció reflexionar, apoyado en la pared como si la sostuviera contra una tormenta. Allí las sombras eran profundas y Nicholas no podía verle la expresión.

—No —dijo lentamente el hechicero—. No estaba aquí. Hoy salí. Oh, maldición. —Se deslizó al piso con impotencia—. La próxima vez escribiré una carta.

Nicholas se le acercó, tropezando con los objetos caídos. Se arrodilló frente a Arisilde, que se había sepultado la cara en las manos.

—Arisilde... —Nicholas se despejó la garganta. Hablar era ridículamente difícil. Quería decirle que si había dejado la droga por un día, por qué no la dejaba dos días, y tres... Pero los intentos del pasado le habían enseñado que las lecciones eran inútiles; Arisilde se negaba a escuchar, o dejaba de hablarle.

El hechicero alzó la cabeza, cogió la mano de Nicholas y pasó el pulgar por la línea de la vida, como si le leyera las palmas por el tacto, cosa que quizá fuera cierta.

—Vi el ahorcamiento de Edouard —dijo—, ¿lo recuerdas?

Esta noche no, pensó Nicholas, tan cansado que cerró los ojos con resignación. La principal razón por la cual se sentía incómodo en compañía de Arisilde no era su aversión por los efectos del opio, sino porque a veces su amigo decía esas cosas. Recuerdas cuando Edouard nos llevó a Duncanny, recuerdas aquel día en el río en primavera, recuerdas... En sus peores momentos era: Recuerdas aquel día del juicio en que Afgin testificó, recuerdas cuando colgaron a Edouard. Nicholas no quería recordar los buenos tiempos, ni los malos. Quería pensar en la venganza, en Montesq pagando por lo que había hecho. No podía permitirse distracciones. Pero suspiró y miró a Arisilde.

—Lo recuerdo —dijo.

—Si yo me hubiera quedado en Vienne con Edouard, en vez de regresar a Lodun...

—Arisilde, maldición, no tenías motivos para quedarte. —Nicholas no pudo ocultar su amarga cólera. Ya habían tenido esta conversación—. Nadie sabía lo que estaba a punto de ocurrir. No puedes culparte por eso. —Los hechiceros podían arrancar conocimientos al presente y al pasado, pero sólo si sabían dónde mirar.

—Yo fui el testigo familiar porque tú no tenías ánimos para hacerlo...

—Eso fue un error.

Además no era del todo cierto, o quizá era una omisión amable de Arisilde. Habían impedido que Nicholas intentara liberar a Edouard u obstruyera la ejecución amarrándolo a una cama y dándole una dosis forzada de láudano. Cuando Nicholas recobró la consciencia y la coherencia, la ejecución ya había tenido lugar. En su furia rompió todas las ventanas, lámparas y objetos de vidrio de la casa. Pero la furia se había agotado, y aquello que la reemplazaba era igualmente doloroso pero mucho más útil.

—¿Qué? —La luz del hogar rebotó en los blancos de los ojos de Arisilde, pero su voz sonaba casi normal—. ¿Crees que toda esta ruina y destrucción vienen de ese momento? No, no, nunca pienses eso. Presenciar la ejecución de un buen amigo es terrible, pero no fue la causa de esto. Yo fui la causa. —Arisilde se inclinó hacia delante. Su voz se redujo a un susurro, pero era intensa como un grito—. Quería matarlos a todos. No por lo que hicieron, sino por lo que no hicieron. Quería derribar Lodun piedra por piedra. Quería destruir a cada hombre, mujer y niño que hubiera dentro, quería quemarlos vivos y verles gritar en el infierno. Y pude haberlo hecho. Me entrenaron para hacerlo. Pero... —Arisilde se echó a reír, una carcajada dolorosa—. Pero nunca soporté ver que lastimaran a alguien. ¿No es ridículo?

—Ésa es la diferencia entre nosotros, Arisilde. Tú quisiste hacerlo; yo lo habría hecho.

Esas palabras lo perturbaban. Arisilde había dicho cosas extrañas bajo la influencia del opio, pero oírle hablar de ese modo era alarmante. Nicholas nunca había sabido por qué su amigo había tomado el camino de la ruina y la desesperación. Lo había visto con frecuencia; en las calles congestionadas donde había pasado la infancia, los hombres y las mujeres caían en esa trampa todos los días.

Arisilde se frotó la cara hasta que la piel pareció resquebrajarse y Nicholas le cogió las muñecas y le apartó las manos, temiendo que se arrancara los ojos. El hechicero lo miró con urgencia.

—Tú sabías que yo creía que Edouard era culpable. Lo sabías porque te lo dije y hablamos de ello, y después de la ejecución te dije que tú tenías razón y yo estaba equivocado, ¿recuerdas? Y se demostró después, por cierto. Ronsarde lo demostró después, ¿recuerdas?

—Claro que lo recuerdo. Fue entonces cuando... —Cuando decidí no matar a Ronsarde. Nicholas no pudo terminar la frase, ni siquiera ante Arisilde, que de todos modos no recordaría esa conversación por la mañana.

—Pero no te dije cómo lo sabía. —Arisilde dejó morir esas palabras. Nicholas pensó que eso era todo lo que se proponía decir y trató de obligarlo a levantarse, pero el hechicero se negó—. Acudí a Ilamires Rohan —dijo, elevando la voz—. Entonces él era rector de Lodun, ¿recuerdas?

—Claro que sí, Arisilde, él trató de defender a Edouard.

Arisilde se levantó de golpe, arrastrando a Nicholas. Era tan delgado, de apariencia tan lánguida y frágil, que Nicholas se había olvidado de lo fuerte que era. Arisilde le aferró la camisa, alzándolo en vilo, y Nicholas pensó que no podría zafarse sin lastimarlo.

—No quiso defenderlo —susurró el hechicero ominosamente.

—¿Qué?

—Fui a verle a su estudio de Lodun. Ah, esa bella habitación. Yo dudaba de mi discernimiento, pues había dejado que Edouard me engañara, y él me aclaró que mi discernimiento no sufría ningún menoscabo. Aclaró que sabía que Edouard era inocente. Pero había dejado que el juicio continuara, porque un hombre con los conocimientos de Edouard era demasiado peligroso para vivir.

—No. —Nicholas se sintió extrañamente hueco. ¿Qué importaba una traición más entre las muchas de esa época terrible? Pero asimiló las palabras, y trató de recordar al viejo rector de Lodun, sentado con ellos en el juicio como si los apoyara. Le asombró descubrir que aún importaba. Importaba muchísimo.

—Sí, la pura verdad, después de tantas mentiras —dijo Arisilde—. Pude haberlo matado.

—Tendrías que habérmelo dicho —susurró Nicholas—. Yo lo habría matado.

—Lo sé. Por eso no te lo dije. —Arisilde sonrió, y Nicholas vio la otra verdad—. Pero no creas que escapó impune. Él me amaba como un hijo. Así que destruí algo que él amaba.

Nicholas se zafó y Arisilde lo dejó libre. El hechicero aún tenía esa sonrisa loca y tierna. Nicholas se acercó al hogar sin darse cuenta. El fuego se había reducido a brasas moribundas.

—Y Rohan se amargó por haber perdido a su mejor estudiante, su sucesor escogido —dijo Arisilde a sus espaldas, y se le quebró la voz—. No era eso lo que iba a decirte... Tengo que recordarlo, era muy importante.

Nicholas se dio la vuelta cuando Arisilde volvió a derrumbarse en el suelo, pero la locura del hechicero parecía haber muerto con el fuego. Dejó que Nicholas lo guiara hacia la desordenada cama del dormitorio. El hechicero más poderoso de la historia de Lodun se quedó acostado en silencio, sin decir una palabra más, hasta que su criado Isham regresó y Nicholas lo dejó a su cuidado.