Capítulo 9

—No pude verlo bien —admitió Madeline—. ¿Y tú?

—No, estaba demasiado oscuro.

Estaban a buena distancia de la casa destruida, casi sobre el río. Reynard les había contado que Crack había salido despedido por la puerta principal cuando la criatura irrumpió por el suelo; el guardaespaldas había impedido que los demás regresaran por el pasillo, arrastrándose lentamente para rescatar a Nicholas. Y quizá nos salvó la vida a todos, pensó Nicholas. Si alguien hubiera corrido a esa habitación con una lámpara, ninguno habría tenido la menor oportunidad. Para tratarse de alguien a quien habían acusado de matar a varios hombres en un arrebato de cólera injustificada, Crack sabía conservar la calma en una crisis. Era una lástima que los jueces no se hubieran molestado en discernir ese detalle.

Una vez que cruzaron el río, Nicholas golpeó el techo para indicarle a Devis que parara. Frenaron en una calle lateral desierta y él bajó del cabriolé para deliberar brevemente con el cochero y decirles a Cusard y Lamane que se separaran y regresaran al almacén.

Volvió a subir al pequeño vehículo, notando que al arrancar las tablas se le habían clavado astillas en las manos.

Madeline había oído sus instrucciones a Devis.

—¿Vamos a ver a Arisilde? —preguntó.

—Sí. Tenemos que saber cómo nos encontró esa cosa. —Y necesitamos ayuda, pensó Nicholas. Se recostó en el asiento mientras el coche arrancaba. El furgón de Cusard los pasó, y Lamane alzó una mano en un nervioso saludo mientras el aparatoso vehículo tomaba una calle transversal. Nicholas tenía que suponer que todos los que estaban en la casa eran conocidos por el hechicero de Octave; tenían que mantenerse en movimiento hasta que pudieran obtener la protección de Arisilde.

—¿Vale la pena? —preguntó Reynard. Sólo había visto al hechicero unas pocas veces en esos años y no lo había conocido cuando Arisilde estaba en Lodun, en la cumbre de su poder—. ¿Servirá de algo?

—Hoy se encontraba bien en la mansión Valent, cuando destruyó a uno de los gules de Octave. Esperemos que no haya sucumbido al opio esta tarde —dijo Nicholas, sin mucha fe en esa esperanza.

—¿Crees que esa cosa atacará de nuevo? —preguntó Reynard.

—Nos conviene suponer que sí —admitió Nicholas.

—Creo que es lo único que podemos suponer —dijo Madeline, mirándolos a ambos.

La noticia acerca del alboroto que se había producido al otro lado del río no había llegado aún a la calle de las Flores y al Cruce del Filósofo y todo estaba como de costumbre: luces de colores en los puestos del mercado, risas alegres y música metálica en el aire fresco de la noche. Nicholas se bajó del cabriolé frente al edificio de Arisilde y de inmediato notó que algo estaba fuera de lugar. Se volvió para ayudar a Madeline a bajar y ella le aferró el brazo, con un destello de preocupación en los ojos oscuros.

—Algo está mal, ¿lo sientes? —preguntó.

Pero él no quiso responderle. Esperó a que Reynard se apeara y enfiló hacia la puerta.

El portero había salido. Nicholas subió los desvencijados escalones a grandes trancos.

La puerta de Arisilde estaba en el lugar adecuado y él golpeó perentoriamente mientras los demás llegaban al rellano. Oyó pasos en el apartamento. Isham, el sirviente parsci de Arisilde, abrió la puerta. Nicholas sintió un torrente de alivio, hasta que vio la cara del hombre.

Isham siempre había parecido un hombre sin edad, como esas esculturas de los templos de su país, pero ahora parecía viejo. La tez oscura y floja mostraba una red de arrugas semejantes a finas líneas grises, y sus ojos estaban desorbitados.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Nicholas.

Isham le indicó que lo siguiera y echó a andar por el pasillo. Nicholas se le adelantó y se detuvo en la puerta del dormitorio, una habitación baja y sin ventanas que olía a una exótica variedad de inciensos, con una cómoda diminuta y un armario abarrotados de libros y papeles, una alfombra polvorienta y una cama ancha y desordenada. Arisilde yacía en esa cama, cubierto hasta el pecho con una colcha multicolor. Así lo había dejado la noche antes, salvo que Arisilde estaba rígido.

Nicholas se acercó a la cama. Tocó las manos de Arisilde, plegadas sobre la colcha. La piel aún estaba tibia. A esa distancia notó que Arisilde aún respiraba, pero era una respiración lenta y superficial.

—Me temo que morirá pronto —dijo amargamente Isham, con perfecta pronunciación rienesa. Nicholas comprendió que nunca le había oído hablar—. Las drogas que tomaba debilitan el corazón. Creo que sólo su gran poder lo mantiene con vida.

—¿Cuándo sucedió? —preguntó Madeline desde la puerta.

Isham se volvió hacia ella.

—Esta mañana parecía bien. Salió, no sé adonde...

—Estuvo conmigo —dijo Nicholas. Se sorprendió de la normalidad de su voz. Tocó el rostro de Arisilde y luego, moviéndose como un autómata, alzó los párpados del hechicero y le tomó el pulso de la muñeca. En ocasiones había deseado la muerte de Arisilde, pensando que así se aliviaría el tormento que el hechicero se infligía a sí mismo y a todos sus allegados. Pero al ver ese cuerpo rígido... Quizá no sea temor por Arisilde, pensó acerbamente. Quizá sea temor por ti mismo. Arisilde era el último vestigio de su vieja vida. Si él moría, Nicholas Valiarde, ex estudiante y único hijo de Edouard Viller, también moriría, y sólo quedaría Donatien—. ¿Has mandado buscar a un médico?

—Envié a la persona que vigila la puerta de abajo, pero aún no ha regresado. —Isham extendió las manos con resignación—. Es tarde y le costará convencer a alguien para que venga esta noche. Tendría que haber ido yo, pero pensé que tendría aún más dificultades.

Como inmigrante parsci, Isham tendría suerte si los sirvientes de un médico respetable siquiera le abrían la puerta, sobre todo a esas horas de la noche. Y el portero quizá sólo conociera a los sanadores locales. Hasta un curandero honesto sería mejor que eso.

—Reynard... —dijo Nicholas.

—Iré. —Reynard ya se dirigía a la puerta—. Hay un tal doctor Brile que vive a poca distancia. No es hechicero, pero es miembro del Real Colegio Médico y me debe un favor.

Nicholas miró de nuevo a Arisilde mientras Reynard partía.

—¿Fueron las drogas? —preguntó bruscamente.

—No lo sé. —Isham meneó la cabeza—. Cuando regresó hoy parecía cansado, pero no enfermo. Estaba atareado con sus investigaciones, así que yo salí. Al regresar, vi que estaba en cama, con las lámparas apagadas. —Isham se frotó la nariz, hizo una mueca—. Al principio no lo noté. Pensé que dormía. Luego sentí que los hechizos, las tutelas y los pequeños sortilegios empezaban a disiparse y enfriarse. Entré y encendí la lámpara, y lo vi.

—¿Tú también eres hechicero? —preguntó Nicholas, frunciendo el ceño—. No lo sabía...

—Hechicero no. Soy interlerari, para lo cual no existe una palabra adecuada en rienés. Tengo cierto poder y estudio el don de los que tienen más poder que yo, para enseñar. Vine de Parscia para estudiar con él. —Alzó los ojos—. Te envié un telegrama a Heladia, pero me dijeron que se entregaría mucho más tarde. ¿Tan pronto llegó?

—No, ya estábamos en camino —respondió Nicholas, y pensó: ¿Cuántos años hace que conoces a Isham, y sin embargo no le conoces en absoluto? ¿Tan absorto estaba en otras cosas?

Durante un rato sólo pudieron esperar. Poco después de la partida de Reynard, el portero regresó con las manos vacías, pues no había podido convencer ni siquiera a los sanadores locales.

—Lo conocen —explicó el hombre, encogiéndose de hombros. Tenía un fuerte acento aderassi y una perspectiva filosófica—. Yo les digo que es un hechicero bondadoso, sólo un poco chiflado, pero tienen miedo.

Nicholas le dio una propina más generosa de la que se había propuesto y lo mandó a la estación telegráfica más cercana con un mensaje en código para que Cusard lo recibiera en el almacén. Si Arisilde ya no podía protegerse, Nicholas no quería dejarlo desamparado. Su propia presencia allí ya era bastante arriesgada.

Madeline e Isham habían ido a la otra habitación y Nicholas se quedó sentado en el borde de la cama de Arisilde, hasta que una pisada desconocida lo sobresaltó. En la puerta, un hombre mayor con gabán oscuro y maletín de médico miraba con cautela la habitación en penumbra. Vio a Arisilde y su cautela se transformó en neutralidad profesional.

—¿Qué ha tomado? —preguntó, entrando.

—Opio, ¿verdad? —dijo Reynard, siguiendo al médico y pidiendo confirmación a Nicholas.

Nicholas asintió.

—Y éter.

El médico suspiró con fatigada repulsión y abrió el maletín.

Nicholas esperó crispadamente durante el examen, apoyándose en un escritorio. Isham se había acercado en silencio para asistir al médico y quizá para vigilar lo que le hacía a Arisilde, pero Nicholas notó que Brile era más que competente. Reynard se le acercó.

—¿Cómo lo convenciste para que viniera? —preguntó Nicholas en voz baja.

—Amenacé con contárselo a su esposa —respondió Reynard con displicencia, y Nicholas enarcó las cejas—. No, sólo bromeaba. Estaba destacado en mi regimiento y recibió un balazo cuando nos replegábamos de Leisthetla, y yo me quedé atrás para arrojarlo al lomo de un asno, o algo parecido, así que piensa que me debe un favor. Pero el otro pretexto es más pintoresco, ¿no crees?

—En ocasiones me olvido de que no eres tan licencioso como quieres que todos crean —murmuró Nicholas.

—No lo difundas, por favor —dijo Reynard con aire preocupado.

Brile sacudía la cabeza.

—No es el opio. No tiene los síntomas. Veo que es adicto y que le ha destruido la salud, pero no es la causa de esto, o al menos no es directamente responsable. Esto es una especie de ataque, o catatonia. —Los miró a ambos—. Tendré que enviar a mi cochero a mi consultorio.

Reynard asintió.

—Anote lo que necesite y yo le llevaré la nota.

Eso significaba más espera. Nicholas salió con impaciencia a la habitación principal.

Las cortinas arrancadas la otra noche durante el arrebato de Arisilde estaban de vuelta en su sitio y ardía un fuego, pero la habitación parecía fría y vacía. Madeline estaba sentada frente al hogar, cerca de un escritorio abarrotado de papeles, libros, plumas y trastos.

—¿Y bien? —preguntó.

—Dice que no parecen ser las drogas.

Madeline frunció el ceño.

—No sé si alegrarme o no. No nos deja muchas opciones. ¿Pudieron ser Octave y su hechicero, atacándolo como hicieron con nosotros?

Nicholas negó con la cabeza.

—No lo creo. Si Arisilde hubiera librado una batalla, lo sabríamos. —Toda la ciudad lo sabría. No, veía claramente lo que había sucedido. Arisilde había tenido un episodio perturbador la noche anterior, y hoy, cuando parecía mucho mejor, había usado su poder despreocupadamente, como cuando era estudiante en Lodun—. Hace años que su salud no es óptima, y después de todo lo que se ha hecho a sí mismo, me temo que su cuerpo... se ha dado por vencido. —Quizá Isham tuviera razón al decir que sólo su poder lo mantenía con vida.

Reynard entró en la sala, y poco después lo siguió Isham.

—¿Y bien? —preguntó Nicholas.

Reynard se encogió de hombros.

—Brile dice que no empeorará, pero que tampoco mejorará. No hay peligro inmediato, y no hay nada más que él pueda hacer esta noche.

—Lo cual significa que no sabe qué hacer.

—Exacto.

Nicholas desvió los ojos. Necesitamos un hechicero sanador, pensó. Alguien que no haga preguntas difíciles. Alguien que no tema atender a un hombre que es más poderoso que él y tiene un historial de enfermedad e inestabilidad... No sería fácil.

—Isham —dijo—, tenemos buenos motivos para creer que nos persigue otro hechicero. Por eso vinimos, pero no podemos correr el riesgo de atraer a un enemigo con Arisilde en este estado. He apostado a algunos hombres para vigilar el edificio y quiero que me mantengas informado de cualquier cosa que ocurra.

—Lo haré —le aseguró Isham—. ¿De qué manera os persiguen?

Madeline hojeaba un libro del escritorio, frunciendo el entrecejo.

—Creo que alguien ha lanzado un Envío contra uno de nosotros —dijo.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Nicholas.

—Sé que no nos siguieron allá, pero nos encontraron rápidamente. Y había en esa cosa... —Se irritó cuando alzó los ojos y vio que él la miraba escépticamente—. Es sólo una sensación. Siento que es así. No puedo darte una razón sólida y fundada, ¿de acuerdo?

—Sí, pero...

—Es fácil de solucionar —interrumpió Isham—. Puedo echar sal y ceniza para confirmarlo.

Encendió dos lámparas de la repisa.

—Estoy seguro de que no quiero saberlo —dijo Reynard—, pero, ¿qué es un Envío y por qué crees que sigue a uno de nosotros?

Madeline era reacia a responder.

—Un Envío es un hechizo para causar muerte —explicó Nicholas—. Un hechicero lo fija en una persona específica, y luego lo lanza. Existe hasta que destruye el blanco, o hasta que otro hechicero destruye el Envío. —Miró a Madeline—. No sabía que podían cobrar forma corpórea. Pensaba que venían como enfermedades, o presuntos accidentes. Y pensaba que la victima tenía que aceptar cierto símbolo del hechicero antes de convertirse en un blanco.

Madeline meneó la cabeza.

—Eso es verdad ahora, pero los Envíos son magia antigua. Cientos de años atrás, eran mucho más... elementales.

—Muy cierto —convino Isham, sacando una caja de metal repujado de un estante—. Hace trescientos años el sátrapa de Ilikiat, en mi tierra natal, ordenó a un hechicero que arrojara un Envío contra el Rey Dios. No era necesario mandar un símbolo al Rey Dios, y habría sido imposible que dicho objeto burlara sus defensas mágicas. El Envío destruyó el ala occidental del Palacio de los Vientos, antes de que el gran Silimirin lograra reenviarlo contra el que lo había arrojado. Pero eso fue hace trescientos años, y los hechiceros de hoy no son lo que eran entonces, lo cual debemos agradecer al Infinito en su sabiduría.

—¿Por qué no? —preguntó Reynard.

Isham abrió la caja, y extrajo varias redomas. Empezó a despejar la mesa, y Nicholas y Reynard le ayudaron a bajar las pilas de libros.

—Esas manifestaciones obscenas de poder —explicó el anciano— sólo pueden proceder de negociaciones con seres etéreos. Los fay, por ejemplo. Y está demostrado que tales cosas son más mortíferas para el negociador que para sus enemigos.

Isham limpió el polvo de la mesa con la mano y trazó varios círculos concéntricos, usando ceniza del hogar y varias sustancias en polvo de las redomas.

—¿Por qué pensaste en un Envío? —le preguntó Nicholas a Madeline en voz baja, para no romper la concentración del anciano.

—Si lo supiera, te lo diría —suspiró ella.

Isham terminó el diagrama, sacó un guijarro liso de la caja y lo apoyó en el centro de las líneas de ceniza. Les pidió que se reunieran alrededor de la mesa. Al acercarse, Nicholas vio que el guijarro temblaba. Cuando estuvo junto a la mesa, el guijarro rodó hacia él, deteniéndose en el borde.

Uniendo las cejas para concentrarse, Isham devolvió el guijarro al centro del diagrama.

—Parece ser un Envío, y estar dirigido a ti. —Alzó el guijarro y lo hizo rodar entre los dedos—. ¿Qué forma cobró al aparecer?

—No lo pude ver con claridad. —Nicholas describió lo que había sucedido en la casa, dejando que Madeline contara lo que ella había visto una vez que Crack lo rescató. No le costaba creer que el Envío estuviera dirigido contra él. Lo esperaba desde que Madeline mencionó la posibilidad. Ése podía haber sido el propósito de la trampa en la fábrica. Él había sido el único que había tocado la puerta; quizá el Envío se hubiera concentrado en eso.

—¿Reaccionó ante las balas de tu revólver? —le preguntó Isham a Madeline.

—Retrocedió, sí. Eso lo mantuvo alejado el tiempo suficiente para que los otros arrancaran las tablas de la ventana. —Frunció el ceño, retorciéndose el cabello—. ¿Crees que podría ser de origen fay?

—Podría ser. Los Envíos más potentes están hechos de una fuerza natural o etérea. Se decía, por ejemplo, que el Envío arrojado contra el Rey Dios estaba hecho de un viento turbulento que se había formado en la llanura del pie del Karsat. Creo que usar algo fay sería aún más complicado, pero no tengo la menor idea de cómo se hace.

—Este hombre es un nigromante —dijo Nicholas.

Isham titubeó, sumido en sus pensamientos.

—Debe de haber muchos restos de fay muertos sepultados bajo Vienne —dijo el anciano, extendiendo las manos—. Me temo que no puedo decir más. Estoy en el limite de mis facultades.

—Necesitamos la ayuda de un hechicero poderoso —dijo Madeline. Se aproximó al hogar, y la luz del fuego le arrojó reflejos en el cabello—. ¿A quién más podemos acudir?

—Tiene que ser un hechicero de confianza —añadió Nicholas—. Eso no es fácil de conseguir... Tendrá que ser Wirhan Asilva. —Asilva había sido un amigo leal de Edouard y había mantenido el contacto con Nicholas después del juicio, aunque no sabía nada de la carrera de Nicholas como Donatien. Era un hombre muy anciano, el único hechicero viviente cuyas aptitudes eran comparables con las de Arisilde, y el único digno de confianza que él conociera—. Todavía vive en Lodun. Podría ayudar a Arisilde también, o al menos recomendarnos a alguien que pueda.

Isham había seguido la conversación con gesto preocupado.

—No sé mucho sobre este Envío —dijo—, pero sé esto. Correréis el mayor peligro durante las horas de la noche. Y si esto es un resabio de un monstruo fay, el hierro frío aún será una protección. El hierro de los edificios, las tuberías de agua y los ferrocarriles subterráneos ofrece cierta protección. Abandonar la ciudad podría ser sumamente peligroso.

Nicholas sonrió. Aún no estaba derrotado.

—No si me voy de la ciudad en tren.

Nicholas siguió a los otros pasillo abajo, pero al pasar por la puerta de Arisilde quiso echar un último vistazo. Entró en el dormitorio.

La luz de la lámpara oscilaba sobre el cabello traslúcido y los rasgos pálidos del hechicero. Costaba creer que no estuviera muerto. Nicholas reparó en el libro que estaba sobre la colcha de terciopelo, cerca de la mano del hechicero. Quizá el instinto lo había hecho regresar al dormitorio a recoger el libro, o un talento mágico latente, pero lo más probable era que conociera demasiado a Arisilde.

Era un volumen viejo y ajado, con la cubierta manchada de humedad y las páginas marrones. Las letras en relieve del título se habían gastado hasta ser ilegibles. Nicholas lo abrió al azar.

Encontró un grabado, y por un momento pensó que mostraba una sala de disección médica moderna. Lo acercó a la lámpara y vio que era la escena de la mansión Valent: una habitación anónima, un hombre atado a una mesa, con las entrañas abiertas y las vísceras expuestas. Pero en esta escena la víctima estaba terriblemente viva y el viviseccionista aún estaba presente: una figura extraña, encorvada y sonriente como un personaje de una vieja obra alegórica, vestida con un jubón y un cuello alto de encaje alechugado, una moda que hacía por lo menos uno o dos siglos que era anticuada. El epígrafe decía: «El nigromante Constant Macob dedicado a su actividad, antes de su ejecución». La fecha era de casi doscientos años atrás.

La página estaba manchada, como en su recuerdo de infancia. Fue al frontispicio y allí, en garabatos infantiles y con tinta gastada, estaba escrito: Nicholas Valiarde.

Busco un libro...

Típico de Arisilde. No había hallado otro ejemplar. Había hallado el mismo que Nicholas había poseído en su infancia.

Nicholas cerró el libro y se lo guardó en el bolsillo, mirando a Arisilde una vez más. Todavía no estás muerto, ¿verdad? Resiste, si puedes. Regresaré.

La estación central de Vienne era una vasta catedral de hierro y vidrio. Aun a esas horas de la noche estaba llena, cuando no atestada. Personas con toda clase de vestimenta, de todas partes de Ile-Rien, circulaban por la vasta zona central. Nicholas oyó el inconfundible silbido, miró su reloj de bolsillo, y se desplazó a una de las ventanas con balcón que asomaban sobre el andén principal. El Nocturno Real estaba entrando, y una enorme nube de vapor caliente envolvía los railes. El negro monstruo con pasamanos de bronce bruñido frenó con un chirrido, con sólo veinte minutos de retraso.

Madeline regresará en cualquier momento, pensó Nicholas. Se negaba a mirar de nuevo el reloj. Ella estaba despachando los telegramas que contenían las instrucciones para el resto de la organización, y sabía que estaba más segura a solas que con él.

Antes de despedirse, Crack le había dado su revólver, que ahora le pesaba en el bolsillo de la chaqueta. El guardaespaldas no se había alegrado de quedarse, pero Nicholas se había negado a discutir; no quería que mataran a todos sus conocidos. ¿Sólo a Madeline?, se preguntó agriamente. Ella había insistido en acompañarlo.

Se alejó de la ventana y regresó al centro de la zona principal. Familias soñolientas se acurrucaban en los bancos contra la pared, esperando trenes o a alguien que fuera a buscarlos. En el nivel de la galería había una sala para pasajeros de primera clase y en ocasiones, más allá de las voces mezcladas y el sordo rugido de los trenes, oía la música del cuarteto de cuerda que tocaba allí. Nicholas preferia el anonimato de la zona principal, sobre todo cuando algo trataba de matarlo.

Sus instrucciones habían consistido en que todos tenían que ocultarse durante unos días. Reynard observaría al doctor Octave, pero desde lejos, y Cusard haría todo lo necesario para postergar los planes para entrar en la mansión del conde Montesq. Nicholas había despachado un telegrama a Heladia para advertir a Sarasate, y esperaba que Isham tuviera razón y el Envío se concentrara en él y dejara a los otros en paz.

Una delegación de nobles parsci desembarcaba del Nocturno Real, y sus criados vociferaban, gesticulaban y pedían la asistencia de casi todos los porteadores presentes para la gran cantidad de baúles. Eso demoraría las cosas un poco más. La próxima parada del Nocturno Real era Lodun, y Nicholas se proponía abordarlo.

Ojalá Madeline no regresara a tiempo, pensó. El Envío sólo la había atacado cuando él estaba fuera de su alcance, aunque tenía que admitir que quizá Lodun fuera el sitio más seguro para ambos. Pero si partía sin ella, Madeline se limitaría a abordar el tren siguiente y estaría considerablemente enfadada con él cuando llegara.

Vio una silueta que se aproximaba por la zona central y reconoció su andar. No, no es su andar, comprendió. Madeline caminaba como si llevara un pesada espada colgada de la cadera; era el modo en que caminaba el personaje de Robisais, de la obra Robisais y Athen. Era uno de los principales papeles de Madeline, el de una joven que se disfrazaba de soldado para cruzar la frontera y rescatar a su amante de un campo de esclavos bisrano, durante la Gran Guerra bisrana. No le sorprendía reconocer los andares; debía de haber visto esa maldita obra veinte veces, y Madeline era el único aspecto atractivo. Debía de estar muy cansada para pasar de su personaje de hombre joven al de Robisais. Desde luego, quizá pudiera interpretar a Robisais en sueños.

Ella subió la escalera y lo saludó con un cabeceo. Le había pedido un sombrero a Reynard y se había recogido el cabello bajo la peluca, así que nada revelaba su disfraz.

—Ya están todos prevenidos. Supongo que no podemos hacer más —dijo, y miró la zona de espera—. ¿Aquí no ha pasado nada?

—No —dijo Nicholas. Se acordó de enlazarle el brazo como haría con un hombre, en vez de cogerle el brazo como haría con una mujer—. Tendremos un poco de tiempo. No mucho, sólo un poco. Nuestro oponente hechicero no tendría que haber llamado tanto la atención. La Corona reparará en esto. Después de esta noche, tendrá encima a los hechiceros de la corte, la Guardia de la Reina y todos los demás.

—Y también nos buscarán a nosotros, si no nos andamos con cuidado —señaló ella.

—No pueden rastrear al propietario de esa casa, me he cerciorado de ello. El cuerpo del cochero no se puede identificar. Estamos a salvo. —Nicholassintió en la pierna el golpeteo del libro que llevaba en el bolsillo mientras caminaban hacia el andén. Aunque la seguridad siempre es relativa, pensó.

Madeline enarcó las cejas escépticamente, pero no dijo nada.

El revuelo de porteadores había cesado en torno al Nocturno Real, lo que indicaba que el tren estaba casi preparado, y poco después tañeron una campana y los revisores empezaron a llamar a los pasajeros.

Ocuparon su sitio con los otros pasajeros reunidos en el aire frío y húmedo del andén. Como no los entorpecía ningún bártulo, subieron de inmediato.

Nicholas encontró un compartimiento vacío y corrió la cortina sobre el vidrio biselado de la puerta interna para desalentar a los desconocidos. Se repantigó en la mullida tapicería. En esa atmósfera cálida, con luz de gas, aroma a polvo, cigarros, café y tela gastada, comprendió que también él estaba exhausto.

—Me pregunto si el coche comedor aún tendrá esas tartas de crema —dijo Madeline, sentándose junto a él.

Nicholas la miró afectuosamente. Y esa mujer tenía el descaro de sugerir que él estaba alejado de la realidad. Sacó el libro del bolsillo y se lo entregó.

—No permitas que esto te arruine el paseo.

Había doblado la esquina de la página del grabado de Constant Macob. Ella lo miró, y leyó el texto.

Nicholas frotó la ventanilla empañada para mirar el caos del andén, que poco a poco se despejaba. Había leído el texto antes, mientras esperaba a Madeline en la estación. Describía breve y quizá erradamente la historia de Constant Macob, el hechicero cuyos experimentos con la nigromancia habían transformado esa rama despreciada y poco tolerada de la hechicería en un delito capital. Delito capital... si es que sobrevives hasta el juicio, pensó Nicholas. En el pasado, turbas callejeras habían colgado a varios hechiceros, muchos de ellos quizá inocentes, antes de que se pudieran investigar las acusaciones. Madeline cerró el libro y se lo devolvió.

—El amigo del doctor Octave está imitando al tal Constant Macob.

—Sí, o cree que es Constant Macob. Está practicando la peor clase de nigromancia, los hechizos que requieren dolor o una muerte humana, como hacía Macob. Escoge sus víctimas entre los más pobres, quizá con la creencia de que nadie reparará en las desapariciones, como hacía Macob. Como Macob, ignora la diferencia entre los mendigos y la clase trabajadora pobre, y en ocasiones toma a una respetable costurera o los hijos de un obrero y llega a las páginas de los periódicos. —Nicholas se apartó de la ventanilla—. El inspector Ronsarde debe de estar a punto de encontrarlo.

—Sí, observaba al doctor Octave en la mansión Gabrill y envió al doctor Halle a la morgue a examinar a ese muchacho ahogado. Ha estudiado los delitos históricos, ¿verdad? Debe de haber investigado todas las desapariciones denunciadas a la Prefectura, y reconoció el método de Macob. Eso significa...

—Que está a un paso de nosotros. Cuando atrape a Octave, el doctor cantará todo lo que sabe sobre nosotros. Y si Ronsarde se entera de que Octave está relacionado con la criatura que destruyó la casa de la plaza Leteo, es posible que lo atrape esta noche...

—Y no podemos deshacernos de Octave mientras su nigromante lo defienda. —Madeline tamborileó con impaciencia en el asiento.

—Después de lo que vimos esta noche, no podemos correr ese riesgo sin ayuda. El hechicero podría valerse de Octave y el artilugio de Edouard para comunicarse con Macob... Quizá sólo crea que se comunica con Macob, pero lo otro explicaría sus conocimientos sobre nigromancia... —Sacudió la cabeza—. Si puedo deshacerme de este Envío...

Madeline se reclinó en el asiento, mirando el vacío. En el andén sonaron silbatos y campanillas y el compartimiento se zarandeó cuando la locomotora arrancó.

—¿Por qué no le hablaste a Reynard de esto?

—Si el Envío nos sigue hasta Lodun y nos mata, no quiero que él trate de vengarnos.

—Entonces no habrá nadie que los detenga —protestó Madeline, desechando la idea de su propia muerte.

—Sí... Ronsarde y Halle los detendrán.

—Para ser tus enemigos acérrimos, tienes mucha fe en Ronsarde y Halle.

—Hay enemigos y enemigos —dijo Nicholas—. Veamos si el comedor aún tiene las tartas de crema.