Capítulo 7

Aún estaba oscuro cuando el coche de alquiler dejó a Nicholas en la entrada de carruajes de Heladia. Todas las ventanas de la casona de piedra estaban iluminadas y un par de sirvientes con lámparas patrullaban el techo entre las torres, pero todo parecía tranquilo. El ancho parque era un paraje de sombras, sólo interrumpido por el imponente roble y la calzada. Enfiló hacia la casa, cojeando de agotamiento, haciendo crujir la grava con las botas. Cuando entró en el círculo de luz de las lámparas colgadas a ambos lados de la entrada, las puertas se abrieron y Madeline bajó corriendo a su encuentro.

El abrazo, en ese estado, casi lo tumbó.

—Me estaba preocupando —dijo ella—. Los otros creían que los seguirías de inmediato.

—Estuve con Arisilde más tiempo del que esperaba. ¿Qué sucedió aquí?

Entraron en el cálido vestíbulo y Madeline aseguró las puertas.

—Vi algo en el techo, creo que la misma clase de criatura que viste bajo la mansión Mondollot. Estaba espiando el altillo de Edouard. Todo estaba en su sitio y nadie resultó lastimado, así que quizá sólo nos investigaba. No sé qué quería.

—Yo ya no sé nada. —Nicholas rió amargamente—. Supongo que Reynard te contó lo que encontramos.

—Sí. —El rostro de Madeline parecía tenso y áspero a la luz de la lámpara—. ¿Arisilde te dijo algo útil?

Nicholas se detuvo al pie de la escalera para mirarla. A veces Madeline lo sorprendía aun a él. Cualquier otra mujer habría tenido la decencia de ponerse a desvariar, de marearse, de reclamar la ira celestial para los culpables. No sabía si atribuirlo a la sangre fría o a la compostura y el distanciamiento que caracterizaban a los actores potencialmente brillantes. Se pasó las manos por el pelo, tratando de organizar sus pensamientos.

—No creo que Arisilde sea de mucha ayuda.

—¿El opio?

—Creo que al fin le ha ganado la partida. Me dijo ciertas cosas... —Nicholas sacudió la cabeza—. Eso, o bien se ha vuelto loco. Octave ha tenido acceso al trabajo de Edouard. Así es como maneja sus círculos espiritistas. Tiene una esfera, similar a las que Edouard fabricó con Arisilde y

Asilva. Pero no sé cómo se relaciona esto con la carnicería de la mansión Valent...

Madeline le cogió del brazo y lo arrastró escalera arriba.

—Estás agotado. Duerme hasta el alba, y luego prepara tus planes.

—Vaya optimismo.

—Vaya realismo —corrigió ella con una sonrisa fatigada.

Nicholas dejó a Madeline para organizar una segunda y más exhaustiva investigación de la mansión Valent y tratar de dormir lo que quedaba de la noche, pero en realidad se retiró a su estudio de la planta alta para revisar las libretas y fragmentos de papel que había descubierto en su primer registro.

Las libretas resultaron ser lo que él había creído, un estudiante copiando un texto de nigromancia, probablemente prohibido. Al leerlas, no halló ningún comentario personal del copista. Tampoco ha puesto en el margen su nombre, actual domicilio y futuros planes para destruir el mundo, pensó burlonamente Nicholas. Es útil cuando lo hacen. Sería interesante saber quién había tomado las notas. Era probable que Arisilde las reconociera a primera vista. Si Arisilde estuviera cuerdo y en un estado que se aproximara a la sobriedad. Pero hacía años que Arisilde no estaba en contacto con Lodun y ya no sabría quién guardaba esos libros en su biblioteca privada, así que quizá no tuviera mucho sentido. Pero averiguar con quién estudió Octave, y cuándo... Quizá le preguntara a Arisilde de todos modos.

Los papeles procedentes del secreter eran más enigmáticos, aunque no mucho más útiles. Los fragmentos de palabras eran indescifrables, aunque Nicholas juraría que reconocía algo en esa letra. No era de Edouard, lo cual habría sido demasiado esperar. Aunque quizá no importara. Sabía que Octave había recreado el trabajo de Edouard. Quizá el método fuera irrelevante. Sí, convéncete de eso.

Hablando de método... Nicholas sacó un grueso volumen del estante. Contenía las memorias de un hombre muy metódico, el burócrata que había sido responsable de construir nuevas calles y plazas en las barriadas decadentes de Vienne. Más que memorias, eran una crónica de trabajo que describía con exhaustivo detalle las alteraciones que se habían realizado en la antigua ciudad. Nicholas siempre las había encontrado muy útiles, pues se habían confeccionado pocos mapas fiables de Vienne.

Hojeó las páginas ajadas, buscando la sección correspondiente a la calle de Corte Ducal. Y aquí está... derribo de apartamentos, el teatro viejo, los restos de la residencia del embajador bisrano después de la última vez que la incendiaron... Ah. «Informé al duque de que no sería necesario sacrificar la mansión Mondollot, lo cual sin duda le alegró, pero que sería preciso derribar la vecina mansión Ventarin.» El burócrata, un hombre que no carecía de sentimientos delicados, lo había lamentado, pensando que la mansión Ventarin era más elegante y habría sido mejor ornamento que Mondollot para su calle. Ventarin sin embargo, estaba en un lugar inconveniente y sólo estaba ocupada por criados, pues la familia se había mudado a una finca campestre, buscando la paz del anonimato, y no se oponía a la demolición. «No necesitaban esa vieja propiedad, pues hacía generaciones que no se dedicaban a la vida pública. Uno de sus ancestros más ilustres era Gabard Alis Ventarin, un notable de hace dos siglos que ocupó el puesto de hechicero de la corte durante el reinado de Rogere.»Nicholas cerró el libro y reflexionó, mirando el vacío, tamborileando con un dedo en la madera bruñida del escritorio. Conque la cámara donde había irrumpido el gul de Octave había formado parte de los sótanos de la morada de un hechicero de la corte. ¿El viejo duque de Mondollot sabría lo que había ahí? ¿Había abierto esa puerta, había visto lo que había dentro, y había ordenado que la cerraran de nuevo? Eso era indudablemente lo que Octave había querido saber cuando trató de convencer a la duquesa de permitirle comunicarse con el difunto duque. Había algo allí, y los gules de Octave se lo llevaron. Pero algo falló. O bien no era lo que él buscaba, o bien faltaba algo. Uno de los mejores usos de la nigromancia era el discernimiento de cosas secretas, del pasado o del presente. Había otros modos de adivinar lo oculto mediante la hechicería, pero ninguno tan fácil como la nigromancia. También enseñaba métodos para crear ilusiones que eran sólidas al tacto, modos de afectar a la mente y la voluntad de las personas, los animales, incluso los espíritus.

Nicholas juntó los papeles sueltos con las libretas, los guardó bajo llave en una de las gavetas secretas de su escritorio, y fue a bañarse y acostarse.

Logró descansar sólo una hora, hasta que el sol despuntó tras las gruesas cortinas y oyó el reloj de la repisa, que no alcanzaba a seguir el ritmo de sus palpitaciones. Madeline dormía profundamente, pues el tiempo que había pasado en las viviendas atestadas de las coristas la había acostumbrado a los ruidos molestos. Él resistió el impulso de despertarla, para hacer el amor o hablar o cualquier cosa que le impidiera pensar en el robo del trabajo de Edouard por parte de Octave. Al fin se levantó, entre furioso y deprimido, se vistió y fue a la biblioteca.

Era una habitación larga en el fondo de la casa, con estantes del suelo al techo, abarrotados de libros. Libros apilados en los cálidos sillones tapizados y la espesa alfombra parsci, libros amontonados en los dos armarios con incrustaciones ornamentales y el secreter de sándalo. Necesitaré una casa más grande, pensó Nicholas. Su mirada se detuvo en la diminuta miniatura enmarcada del escritorio. Era el único retrato que quedaba de su madre, destinado a un relicario de oro que se había vendido cuando ella viajó a Vienne. Su padre había encargado la pieza poco después de la boda, cuando todavía tenía dinero para esas cosas, aunque sin duda sus familiares se había opuesto al gasto. No habían comenzado a conspirar activamente contra ella entonces, pero habrían discutido por cualquier dinero que se gastara en algo que no se relacionara con su propio confort. No era un buen retrato, de todos modos, al menos según la memoria de Nicholas. Mostraba a una mujer joven de rasgos delicados y cabello oscuro y ensortijado, pero el artista no había capturado ningún matiz expresivo, ningún gesto que diera vida a la pequeña imagen. Su padre quizá había pagado el triple de lo que valía la pintura, sin saber que lo engañaban. Nicholas desvió los ojos, disipando los viejos recuerdos.

Se proponía realizar una investigación exhaustiva de los textos históricos, tanto los escuetos y eruditos como los truculentos y populares, en busca de ese recuerdo que lo había acechado en la mansión Valent. Cuanto más pensaba en ello, o trataba de no pensar en ello, más vivida era esa imagen espectral. Le parecía que era un grabado. Y la página estaba manchada. Eso no ayudaba. No tenía ninguno de sus viejos libros de la infancia. Todos habían desaparecido al morir su padre, junto con la mayoría de sus pertenencias. Los libros de esa habitación habían pertenecido a Edouard o se habían comprado después de la llegada de Nicholas, años atrás. Pero la sección de historia ocupaba toda la pared oeste de la habitación, y por sus incursiones anteriores tenía grandes esperanzas.

Investigó, totalmente enfrascado, notando apenas cuando Sarasate trajo una bandeja con café y panecillos. Entre la Historia de Ile-Rien en ocho volúmenes, de Cadarsa, y un antiguo ejemplar de Hechicerías de Lodun, tropezó con Los piratas de Chaire, un libro infantil con ilustraciones.

—¿Qué hace esto aquí, por Dios? —murmuró Nicholas, abriendo la solapa del ajado libro. Había una nota manuscrita, y la miró un instante, pasmado.

Era la letra de Edouard, y decía: No oses deshacerte de este libro.

Nicholas sonrió. Edouard Viller lo conocía mejor que nadie.

El único motivo por el que Nicholas estaba con vida era que un olvidado benefactor había dicho a Edouard que la Prefectura siempre recogía niños perdidos en la Ribera. Cuando Edouard decidió que necesitaba un hijo para poblar sus días solitarios tras la muerte de su esposa, había ido a las celdas de Limosnero para buscarlo.

Nicholas apenas recordaba a su propio padre y la musgosa, deshonrada y endeudada finca ancestral donde había pasado los primeros años de su vida. Su madre lo había llevado a Vienne cuando él tenía seis años y había recobrado su apellido de soltera, Valiarde, prefiriendo las barriadas de la gran ciudad a la coexistencia con los parientes de su esposo. Se había ganado la vida dedicándose a lavar y coser ropa, y si alguna vez había tenido que complementar sus ingresos mediante la forma de empleo más común entre las mujeres pobres de Vienne, no había permitido que él lo supiera. Había fallecido cuando él tenía diez años, por una dolencia congestiva pulmonar que todos los años se llevaba a cientos de los menesterosos que se apiñaban en los derruidos edificios de la Ribera y otras barriadas. Nicholas ya se había iniciado en el robo. Después de esa muerte, lo había adoptado como profesión.

Había tenido la suerte de conocer a Cusard, y antes de que esa eminencia pasara su segundo período en prisión, Nicholas había aprendido de él las artes de carterista y experto en cajas fuertes que le darían ventaja sobre los demás chicos de la calle. A los doce había encabezado una pandilla y todos se habían enriquecido con operaciones ambiciosas, y tratando con gente que compraba mercancía robada en vez de ropavejeros. Este éxito llamó la atención de la Prefectura. Le tendieron una trampa con la ayuda de un rival resentido y Nicholas terminó su primera carrera ilegal en las celdas de Limosnero, molido a palos, esperando el traslado al auténtico infierno de la cárcel de la ciudad.

Había maldecido a los guardias en fluido aderassi, un idioma que su madre le había enseñado. En esa época estaba de moda que los jóvenes caballeros aprendieran la lengua para ir a la corte de Adera a completar su educación social, y ella no había olvidado que los familiares de su esposo eran nobles, aunque hubieran caído en la pobreza y una merecida oscuridad. Nicholas descubrió que podía insultar a la gente del modo más soez sin que le entendieran.

Edouard se había acercado a la puerta enrejada y había dicho, en la misma lengua:

—Tienes la boca muy sucia. ¿Sabes leer?

—Sí —respondió Nicholas con fastidio.

—¿En qué idioma, aderassi o rienés?

—Ambos.

—Perfecto —le dijo Edouard al carcelero—. No quiero alguien con quien deba empezar desde el principio. Me lo llevaré.

Y así cambió su vida. Nicholas dejó el libro infantil en el estante.

Esta vez entraron en la mansión Valent por la puerta principal. Nicholas tenía credenciales para demostrar que era agente de bienes raíces de una empresa del otro lado del río y que Cusard, Crack y Lamane eran constructores que venían a dar consejo sobre posibles reformas.

Pese a estos complejos preparativos, la calle estaba desierta y nadie quiso saber qué hacían ahí, aunque el furgón de constructores que aguardaba fuera quizá fuera explicación suficiente para los curiosos.

Esa mañana, cuando el sol estuvo a altura suficiente para declarar oficialmente el alba, Nicholas había entrado en el dormitorio de huéspedes para despertar a Reynard. Esperó con impaciencia a que Reynard terminara de maldecir y le pidió que ese día recorriera los cafés y los clubes para averiguar cuándo era la próxima cita de Octave para un círculo espiritista, y para verificar delicadamente si el buen doctor había preguntado a otros espíritus invocados acerca de una fortuna familiar perdida. Para mudo alivio de Nicholas, Madeline había decidido que sería más útil averiguando qué había sido del difunto hermano de madame Everset, y qué había a bordo de ese infortunado buque para que Octave estuviera tan interesado, que como investigadora en la mansión Valent.

En el polvo y la ruina del vestíbulo de la casa, Nicholas se convenció de que tenia razón acerca del propósito original de Octave para celebrar los círculos. Sólo quedaba por descubrir cómo y por qué Octave había pasado del robo a la nigromancia.

Cusard había llevado a Lyon Althise, que había estudiado medicina pero a quien habían pedido que dejara el Colegio por su afición a la bebida. Era conocido en el submundo de Vienne como alguien que estaba dispuesto a usar sus conocimientos médicos para cualquier propósito mientras le pagaran bien, pero Nicholas dudaba de que alguna vez hubiera visto algo como esto. Althise y Nicholas realizaron otro examen de los cuerpos mientras los demás revisaban la casa a las órdenes de Crack.

Salieron a tomar aire después de lo que pareció una eternidad y se quedaron en la cocina, con la puerta del fregadero abierta para que entrara la brisa fresca. Nicholas usaba uno de sus disfraces de Donatien, el que lo hacía parecer diez años mayor. Althise no lo conocía como Nicholas Valiarde y era preferible que eso no cambiara.

Althise, apoyándose en el fregadero rajado, sacudió la cabeza.

—Sólo puedo confirmarle lo que usted ya ha descubierto por su cuenta. Sí, estaba vivo cuando sucedió, aunque no duró mucho tiempo. El que lo hizo usó un cuchillo muy afilado, y probablemente pasó un día hasta que usted lo descubrió. El ojo restante está empañado y la tez está perdiendo color. Los demás han estado aquí mucho más tiempo... días, semanas... —Miró fatigado a Nicholas. Era un hombre mayor de cabello entrecano, con el rostro signado por el agotamiento y la derrota—. Sé que no ayudo en mucho. —A Althise le habían dicho algo que era básicamente la verdad: que Donatien perseguía a un hombre que lo había amenazado y había tropezado con esta casa.

Nicholas sacudió la cabeza.

—Comienzo a comprender que quizá no pueda hacer mucho con esto. No podemos seguir viniendo a hurtadillas para investigar. Alguien terminará por denunciarnos. —Althise había hecho lo que podía, pero lo que él podía tampoco había sido suficiente para el Colegio de Medicina. El doctor Cyran Halle será el portavoz de Ronsarde y un pomposo, pero ojalá lo tuviera aquí, pensó Nicholas a regañadientes.

Un jadeo sobresaltado de Althise lo arrancó de sus pensamientos. Miró la puerta abierta y vio una silueta entre la sombra del interior y la luz tenue del jardín arruinado. Tardó unos instantes en comprender que era Arisilde Damai.

—Arisilde, creí que no vendrías —dijo, sobresaltado.

Althise se recostó en el fregadero, aliviado de que la aparición fuera esperada.

—Antes de venir aquí, creía que mis nervios estaban muertos —murmuró.

—Bien, el recado de Madeline decía que era urgente. —Arisilde entró en la cocina lentamente, cauto como un gato pisando terreno desconocido. Su gabán había sido de muy buena tela, aunque ahora estaba raído. No se había molestado en ponerse sombrero y su delicado cabello colgaba en mechones desmelenados. Saludó distraídamente a Althise y miró a Nicholas. Había confusión en sus ojos violáceos—. Me temo que hoy no estoy en mi mejor forma. No conocemos a la gente que vive aquí, ¿verdad?

—No, no la conocemos. De hecho...

—Qué bien —dijo Arisilde con alivio. Pálido, demacrado y un poco ausente, podía pasar por un fay de cabeza emplumada, pero el tamaño de sus pupilas era casi normal y no le temblaban las manos—. Porque aquí ha sucedido algo espantoso.

—Oye —llamó Lamane desde el vestíbulo—. ¡Encontramos algo más en el sótano!

Nicholas se negó a especular mientras acompañaba al hombre al sótano y las pestilentes cámaras de abajo. Arisilde lo siguió, pero Althise se quedó en la cocina. Nicholas se alegró. Le había dicho a Arisilde que no mencionara nombres frente a extraños, pero era mejor no confiar en su discreción. Bajaron hacia el extremo opuesto del pasillo, iluminado con lámparas de aceite. Mientras Cusard, Crack y Lamane dejaban lugar para Nicholas, sintió una bocanada fresca de aire húmedo.

El pasadizo parecía terminar en una pared, pero ahora se veía una abertura ancha de la altura de un hombre, que conducía a una cerrada negrura.

—Mira —dijo Crack, arrodillándose junto a él.

Alzó la linterna sobre el suelo del túnel, una mezcla de suciedad y polvo de ladrillo, y luego bajó la tapadera. El suelo y las paredes despedían un fulgor tenue.

—Perfecto —murmuró Nicholas—. ¿Cómo lo descubriste?

Crack volvió a alzar la tapadera. Con Crack no era fácil saberlo, pero Nicholas pensó que estaba emocionado con el descubrimiento.

—Golpeamos las paredes. Cusard se encargó de la cerradura.

Nicholas se incorporó para mirar mientras Cusard le mostraba un pequeño orificio en la parte externa de la puerta falsa.

—Es un viejo truco —explicó—. Metes el dedo en el agujero, empujas la palanca, y la traba se suelta. —Añadió adustamente—: También se abre del otro lado. Esta puerta permite entrar y salir.

Arisilde había ocupado el lugar de Nicholas en la entrada del túnel, y se había metido a gatas. Retrocedió, examinando una sustancia que tenía en los dedos.

—Nicholas, ésta es la misma sustancia que había en esa chaqueta que me llevaste, y en los trozos de tela de ese muchacho ahogado. Es un residuo causado por un tipo de polvo nigromántico que no se ha usado en Ile-Rien desde hace siglos. ¿No es raro? No sé quién pudo haberlo fabricado.

Nicholas le clavó los ojos y Arisilde titubeó.

—Fuiste tú quien me llevó esas cosas para examinarlas, ¿verdad?

—Sí, claro, pero...

Arisilde suspiró.

—Gracias a Dios. Temí estar enloqueciendo.

—Pero creí que no las habías examinado. ¿Por qué no me dijiste anoche?

—¿Me viste anoche? ¿Qué estaba haciendo...?

—¿No lo recuerdas...? Me dijiste que tenías que decirme algo importante. ¿Era eso?

Arisilde se sentó en el piso mugriento y se tocó la mejilla pensativamente.

—Es posible. ¿Te di alguna pista?

Nicholas se pasó la mano por el cabello e inhaló profundamente.

—¿Qué hay del polvo del gólem? ¿Sacaste algo de eso?

—¿El polvo del qué?

Nicholas se volvió hacia Cusard, que miraba el techo frunciendo los labios, y a Crack, que miraba al hechicero con desconcierto, y se dio por vencido.

—No importa.

—Quizá lo recuerde, nunca se sabe. —Arisilde se apoyó en las manos y las rodillas para entrar en el túnel—. Veamos adonde lleva esto. Me encantan los túneles secretos, ¿a vosotros no?

—Me duele la espalda —se apresuró a decir Cusard.

Lamane se apresuró a declarar que también a él le dolía la espalda.

—Lo sé, lo sé —dijo Nicholas con impaciencia—. Quiero verlo yo mismo, de todos modos.

Crack ya seguía a Arisilde. Nicholas los siguió a gatas.

—No necesitas la lámpara —dijo Arisilde, en parte para Crack y en parte para sí mismo—. Bien, yo sabía cómo hacer esto. —Una luz blanca y suave iluminó súbitamente el túnel—. Allá vamos —dijo Arisilde, complacido. La luz del hechizo parecía emanar de todo su cuerpo.

Nicholas temía que el túnel fuera sólo un depósito con más cuerpos, pero no parecía ser así. Crack lo miró y murmuró:

—Yo debería ir primero, por si nos topamos con algo.

—No te preocupes —le dijo Nicholas—. Arisilde es más hábil de lo que aparenta. —Lo cierto era que el hechicero parecía estar más en forma de lo que había estado en mucho tiempo. Nicholas añadió—: Pero te agradezco que no dijeras que te dolía la espalda.

—Me gusta esto —dijo sencillamente Crack. Luego, como notando que esa declaración necesitaba explicaciones, añadió—: Descubrir cosas. Me gusta más que robar.

También a mí, pensó Nicholas, pero no lo dijo en voz alta.

—Aquí el túnel se ensancha —informó Arisilde jovialmente—. Creo que hallamos la alcantarilla. —Al cabo la suposición fue confirmada por un gorgoteo de agua y un olor fétido.

El túnel se ensanchaba y daba a un saliente, encima de una corriente de agua pútrida que atravesaba una alcantarilla redonda revestida de ladrillo. Nicholas se puso de pie, apoyándose en la pared húmeda. Arisilde se pasó las manos por la chaqueta raída, formando una esfera con la luz del hechizo, y la puso en el aire, donde quedó suspendida, iluminando el túnel.

—Henos aquí —dijo—. ¿Es aquí adonde pensabas que conducía?

—Aquí es adonde conducía el de mansión Mondollot —dijo Nicholas, pensando en el boquete de la pared de las bóvedas de la bodega por donde había huido el primer gul. Oyó un correteo y lo atribuyó a ratas—. Creo que...

Salió de abajo del saliente, tan rápido que Nicholas no atinó a moverse ni a lanzar una advertencia. Cayó contra la pared mientras las garras le buscaban el cuello y la cara marchita y llena de odio abría las fauces. Crack metió un brazo entre ambos, tratando de cogerle el cuello, y la criatura le hincó los dientes en el brazo. Esto dio a Nicholas la oportunidad de aferrarle la cabeza para apartarla, pero era demasiado fuerte. Arisilde apareció súbitamente, y cogió por detrás el pelo lacio y muerto de la criatura. La luz del hechizo osciló y de repente la tremenda fuerza que empujaba a Nicholas contra la pared desapareció. Se tambaleó y cogió el brazo de Crack, impidiéndole caer por el borde.

La criatura tendida a sus pies guardaba poca semejanza con el gul que había aparecido bajo el saliente y casi los había despedazado. Nicholas la miró asombrado. Esa cosa era apenas una pila de trapos y huesos, unidos por jirones de piel y tendón. Logró aclararse la garganta y soltar el brazo de Crack.

—Uno de los gules —explicó.

Arisilde se agachó en silencio, sin preocuparse por su equilibrio, y alzó pensativamente un hueso.

Crack se frotaba el lugar donde la criatura le había hincado los dientes.

—¿Te ha hecho daño? —preguntó Nicholas, preocupado. Crack sacudió la cabeza y mostró la manga intacta.

—Faltó poco, Arisilde... —Nicholas se quedó sin palabras, lo cual no sucedía a menudo.

—¿Sí? —Arisilde alzó la cabeza inquisitivamente.

—Gracias.

El hechicero le restó importancia.

—Oh, ningún problema, ningún problema.

Nicholas miró en torno. Viajan por las alcantarillas, pero ya sabíamos eso. Allí no parecía haber nada más que ver. Octave, conectado con esta casa, con los gules, con la nigromancia.

—Esto no es precisamente un gul —comentó Arisilde—. Es un lich. El nigromante obtiene un cadáver muerto hace tiempo... mucho tiempo, en el caso de este pobre hombre... y lo anima con un espíritu que ha sido encadenado para obedecer las órdenes del nigromante. El modo más fácil de obtener ese espíritu es matar a una víctima inocente en un acto de magia ritual.

—¿Como ese hombre que mataron en el sótano? —preguntó Nicholas.

—No, eso era otra cosa, otro modo de obtener poder. —Arisilde echó una mirada expectante al túnel—. Hay otro aspecto de la fabricación de lichs. Los restos que contenían al espíritu encadenado todavía rondan.

Como aparecidos. Criaturas obtusas, sin alma. No veo ninguna por aquí, sin embargo. —Arisilde movió las cejas pensativamente y miró a Nicholas—. La nigromancia es una actividad muy embrollada, y alguien ha estado muy activo. Muy, muy activo.

La mujer que se hacía llamar madame Talvera miró sombríamente a la gente que pasaba del otro lado del pasamanos.

—La comunicación con los espíritus no es un juego —dijo—. Para quienes la ejercemos verdaderamente, es una religión.

Nicholas asintió alentadoramente. Sabiendo que necesitaba interrogar a otro practicante del espiritismo acerca de Octave, había procurado organizar este encuentro desde anteayer. Había encontrado a madame Talvera haciendo preguntas a un par de viejos conocidos que se dedicaban a ese pasatiempo y también a las estafas. Ninguno de ellos había oído hablar de Octave antes de que apareciera en escena ese año, pero ambos habían recomendado a madame Talvera como fuente fiable de información.

El café estaba en la calle de las Flores, en la linde del Cruce del Filósofo. Madame Talvera no había querido internarse más en esa zona, porque decía tener miedo de las brujas. Nicholas se alegró de que no supiera quién era Arisilde; si hubiera sabido que ese joven insípido que estaba sentado junto a ella y desmigajaba los pastelillos de crema antes de engullirlos era un poderoso hechicero educado en Lodun, no habría sido tan locuaz.

Le había sorprendido gratamente que Arisilde quisiera acompañarlo. Tras salir del túnel, había ordenado a Cusard y los demás que cerraran la puerta y se marcharan de la mansión Valent. Antes de irse, había pedido a Arisilde que mirase la pared derretida de la habitación donde estaba el cuerpo viviseccionado. El hechicero sólo pudo informarle de que se había hecho mediante una gran descarga de poder, indudablemente mágico. Cuando Nicholas le preguntó qué clase de poder mágico, Arisilde sólo respondió que era un poder maligno.

Las otras mesas que había bajo el toldo rayado estaban ocupadas por comerciantes, pero estaban tan cerca del Cruce que nadie se fijaba en el estado de su ropa, que había sufrido mucho con la incursión por el túnel. Nicholas sólo había tenido tiempo de quitarse su disfraz de Donatien, que no usaba en público durante el día si podía evitarlo.

El viento agitó los árboles del centro de la calle y un fuerte aroma de lluvia impregnó el aire. Nicholas dio vueltas a la cucharilla en el café.

—¿Es adecuado usar la religión para ganar dinero? —preguntó.

—No, en absoluto. Se permite un obsequio, pero se debe entregar libremente y no debe ser algo de lo que cueste desprenderse. —La mujer hizo un gesto abrupto. Era aderassi, con tez olivácea, rasgos de halcón, cabello oscuro estirado hacia atrás en un severo moño, ojos oscuros y serios. Usaba un vestido negro y sencillo de cuello alto y su sombrero tenía un pequeño velo—. Hay estafadores que mueven las mesas con los pies, e imitan voces extrañas. ¿Ha oído hablar de estas cosas? —Nicholas asintió y ella hizo un gesto de aflicción—. Esas cosas son de esperar. También hay hombres que se ganan la vida fingiendo que son sacerdotes.

La mujer tocó su copa pensativamente. Él le había ofrecido el almuerzo, pero ella sólo aceptó agua.

—No es cosa de brujería. El plano etéreo está libre para cualquiera que se esfuerce en abrir su mente. Las grandes maestras del espiritismo, las hermanas Polacera, describen muchas técnicas de educación de los sentidos. Hablar con los muertos es sólo parte de lo que hacemos. De veras, es un modo de vida. —Es un culto, pensó Nicholas, pero bastante inofensivo. Tenía noticias acerca de las Polacera y los demás intelectuales que habían iniciado el furor del espiritismo.

—¿Ha oído hablar de un hombre que pretende ser espiritista y se hace llamar doctor Octave?

—Ah, él. Todos han oído hablar de él —dijo ella con repulsión—. Ya veo por qué desea saber estas cosas. ¿Le ha quitado dinero? ¿O a alguien de su familia?

—Ha sido muy perjudicial para mí, sí.

—Lo vi por primera vez hace seis o siete años, cuando las hermanas Polacera aún vivían en Vienne. Ahora viven en la campiña, en las afueras de Chaire. La campiña es mucho más propicia para la vida espiritual. Y aquello es muy bonito, en la costa. En fin. —Entusiasmándose con su historia, se inclinó sobre la mesa—. Él había asistido a círculos celebrados en otras casas por devotos menores del movimiento, pero cuando asistió a un círculo de las Polacera en la vieja casa de Sitare... —La mujer sacudió la cabeza—. Madame Amelia Polacera le ordenó que se fuera, diciendo que su sombra etérea era tan oscura como un pozo al anochecer y que no le daría sus enseñanzas. Había mucha gente importante. El doctor Adalmas. Biendere, el escritor. Madame Galaise. Fue muy embarazoso para Octave... —Se encogió de hombros y confesó—: Me alegró que lo expulsara.

Quizá madame Amelia Polacera tenga ciertos poderes, a fin de cuentas. O bien es simplemente alguien que juzga muy bien el carácter.

—¿Y después no volvió a verlo? —preguntó Nicholas.

—Oí que se marchó de la ciudad y estudiaba con un profesor privado. No era asunto mío, así que le presté poca atención. Pero a principios de este año regresó y se puso muy en boga, celebrando círculos para clientes ricos. Muchas personas sienten curiosidad por el espiritismo, pero los auténticos devotos no celebran círculos para nadie salvo para los puros y los que realmente desean aprender. Octave lo hace como un truco. —Frunció los labios—. Las Polacera se enfurecerán cuando se enteren.

—¿Octave dio indicios de saber hechicería?

Ella se sorprendió.

—No, no era hechicero. Madame Polacera lo habría sabido, en tal caso.

Nicholas asintió. Era posible que así fuera.

—Sólo una cosa más, madame. Si usted quisiera comunicarse con un espíritu, ¿necesitaría algo del cadáver del difunto? ¿Un rizo de cabello, quizá?

Madame Talvera frunció el ceño.

—No, claro que no. El cabello, una vez cortado, está muerto y es tan inservible como una flor cortada. Hay una técnica que permite tener visiones de una persona, viva o muerta, mediante objetos que se usaban cerca de la piel. Las joyas son lo mejor. El metal es muy bueno para retener las impresiones del fulgor etéreo que rodea cada alma viviente.

Arisilde asintió aprobadoramente.

—El pelo, la piel y los huesos son más útiles en la nigromancia —añadió.

Madame Talvera se estremeció.

—No sé nada sobre eso, ni deseo saberlo. —Se levantó abruptamente, recogiendo su cartera de abalorios negros—. Si es todo lo que desean preguntarme...

Nicholas se puso de pie, le dio las gracias, y la siguió con los ojos mientras ella se abría paso entre las mesas y salía a la calle. Había empezado a lloviznar, pero ella no pareció notarlo.

—Espero no haberla ahuyentado —dijo Arisilde, preocupado.

—Es posible que sí, pero ya nos había dicho todo lo que sabía de utilidad. —Nicholas dejó unas monedas para el camarero y salieron a la acera—. La pone nerviosa que la asocien con la nigromancia.

—Entiendo.

Nicholas había postergado las preguntas acerca del trabajo de Edouard. Si lo que Arisilde le había dicho la noche anterior era verdad, cuanto menos pensara en Edouard mejor. Si Ilamires Rohan había sabido que Edouard era inocente y aun así había permitido su ejecución, la venganza era pertinente pero... Pero prefiero tener a Arisilde, se sorprendió pensando.

—Sé que Octave se comunica con los muertos —dijo cautamente.

—Oh, me debo de haber perdido esa parte. ¿Cómo?

Nicholas era reacio a mezclar a Arisilde en ese asunto. Pero recordó que el hechicero había destruido al gul de la alcantarilla con displicencia, como si esa exhibición de poder ni siquiera mereciera comentario. Supongo que para él Octave es menos peligroso que para el resto de nosotros.

—Está usando un artilugio muy similar a los que Edouard fabricó contigo y Asilva. Debe de haber tenido acceso a las notas de Edouard para crearlo, pero todo lo que sobrevivió al juicio está en Heladia y nadie lo ha tocado. Eso sólo deja a ti y a Asilva...

Arisilde se paró en seco, sin prestar atención a la llovizna, a la gente que pasaba ni a los carromatos que chapoteaban en la calle. Miraba el vacío con tal concentración que Nicholas pensó que estaba obrando un hechizo. El hechicero sacudió la cabeza y miró seriamente a Nicholas.

—No, creo que no le hablé a nadie de las esferas. Sin duda lo recordaría. Y Edouard no habría querido que lo mencionara. No, sin duda me acordaría de eso.

Nicholas sonrió.

—Es bueno saberlo, aunque me imaginé que sería así.

—Bien —dijo Arisilde con alivio—. Si estuvieras seguro de que fui yo, tendría que aceptar tu palabra.

Continuaron calle arriba, y apenas esquivaron el torrente de agua arrojado por las ruedas de un carruaje.

—Tampoco creo que Asilva se lo haya contado —añadió Arisilde—. Él no aprobaba los experimentos de Edouard con la magia. Lo que no le impidió participar al principio... Creía mucho en el conocimiento por sí mismo, una consigna que no todos siguen en Lodun.

Nicholas lo miró y vio que el rostro de Arisilde había cobrado una expresión obsesiva.

—Anoche mencionaste algo sobre eso —dijo cautelosamente—, en relación con Ilamires Rohan.

—¿De veras? —La sonrisa de Arisilde fue rápida y poco convincente—. No conviene tomar en serio todo lo que digo.

Nicholas decidió no insistir. Hoy está mucho más coherente que en todo el último año. No quiero contrariarlo con preguntas inoportunas. Era más seguro atenerse al presente.

—Esa habitación del sótano, donde mataron a ese hombre... ¿alguna vez viste algo parecido?

—Espero que no.

—Creo que yo he visto un dibujo, o un grabado en madera, en un libro que lo describía. Me pregunto si eso significa que esto era algún tipo de rito específico de nigromancia. —Arisilde miraba el pavimento húmedo y no respondió. Nicholas añadió—: Si supiéramos lo que nuestro oponente trata de hacer, le llevaríamos la delantera.

—No recuerdo ahora... aunque ambos sabemos que eso no significa nada. —Arisilde sonrió con cierta amargura—. Lo buscaré. Ése será mi trabajo ahora, ¿verdad?

—Si gustas. —Nicholas no sabía qué se proponía buscar Arisilde, pero nunca se sabía—. Todavía necesitamos saber dónde obtuvo Octave su información y tú eres el que mejor conoce las investigaciones de Edouard. ¿Alguien más sabía lo suficiente como para ayudar a Octave?

—Ésa es la pregunta, ¿verdad? —Arisilde casi tropezó con dos damas elegantes y Nicholas se disculpó llevándose la mano al sombrero y cogió el codo de su amigo, sacándolo del medio de la acera para acercarlo a la pared—. Merece una reflexión. —Poniéndose serio, Arisilde dijo—: Me alegra que investigues esto, Nicholas. No podemos tolerar estas cosas.

Nicholas había convenido en verse con Madeline en el jardín interior del Conservatorio de las Artes. Estaba atestado porque la gente buscaba refugiarse de la lluvia que goteaba por la pared de cristal y canturreaba en los paneles de metal curvo del alto techo. La mayoría de las mesillas de hierro forjado desperdigadas en la cámara vasta y luminosa estaban ocupadas y costaba ver a través del follaje colgante y los árboles frutales en tiestos. Al fin la localizó detrás de un naranjo. Usaba un vestido de terciopelo burdeos y un sombrero muy extravagante y se las había apañado para fusionarse con esa multitud refinada.

—¿Descubriste algo sobre el difunto hermano de madame Everset?—preguntó Nicholas mientras se sentaban.

—Sí, pero primero dime qué descubriste en esa casa. —Madeline apoyó los codos en la mesa y se inclinó ansiosamente hacia delante.

Nicholas soltó un suspiro de fastidio. Ella siempre lo acusaba de no compartir sus planes con ella.

—Madeline...

Arisilde señaló los restos de la fruta helada de Madeline.

—¿Vas a terminarte eso? —preguntó.

Ella le acercó el plato de porcelana.

—Sí, sí, sé que soy una gran carga —le dijo a Nicholas—. Ahora habla.

Así, mientras la llovizna chorreaba por las paredes de cristal y los camareros pasaban deprisa, él le habló de su mañana en la mansión Valent, del gul, del túnel que llevaba a la alcantarilla, y de lo que madame Talvera había dicho sobre Octave.

—¿Otro gul? ¿Con cuántas de esas criaturas nos toparemos?

—El hermano muerto, Madeline —urgió Nicholas—. ¿Qué averiguaste sobre él?

—Ah, eso. Sí, era lo que pensabas. El buque en que viajaba se hundió con un cargamento muy valioso.

Eso confirmaba sus sospechas acerca de las intenciones de Octave con sus círculos. Pero usar el espiritismo para despojar a los ricos de tesoros conocidos por los parientes muertos es una cosa. Lo que encontramos en la mansión Valent es otra muy distinta, pensó Nicholas.

—Ah —dijo Madeline—, me crucé con Reynard y quería que te dijera que habló con madame Algretto, quien le dijo que Octave se ha alojado en el hotel Galvaz. Everset nunca le pidió cuentas de los extraños acontecimientos del final del círculo de anoche, pero supongo que eso es de esperar.

—¿El hotel Galvaz? —repitió Nicholas con aire pensativo. El hotel estaba a pocas calles.

Obtuvieron el número de habitación de Octave mediante un truco que se debió de inventar en el alba de la creación, poco después de la construcción del primer hotel: Madeline se acercó al escritorio y preguntó por su amigo el doctor Octave. El portero miró los casilleros para llaves de la pared y dijo que el buen doctor no estaba presente. Madeline pidió una hoja de papel con membrete del hotel para escribir una esquela, la plegó y se la entregó al portero, quien la insertó en la casilla correspondiente a la séptima habitación del quinto piso. Madeline recordó súbitamente que vería más tarde al doctor en casa de otro amigo y pidió que le devolvieran la nota.

Mientras subían la gran escalera desde el amplio vestíbulo y las demás salas públicas, Arisilde usó lo que para él era una ilusión fácil de crear, oscureciendo su presencia con un leve reflejo de la luz disponible que obligaba al ojo a desviarse sin siquiera saber de qué se había desviado. Cualquiera que sospechara tanto como para fijar la mirada en ellos podía romperla, pero en el hotel Galvaz por la tarde, con gente que llegaba de un almuerzo tardío y se preparaba para los entretenimientos de la velada, no despertaron las sospechas de nadie.

En el quinto piso sólo había una consola de patas espigadas con un cesto de flores secas y la luz era tenue. Madeline se quedó en el rellano para vigilar la escalera y avisar si se acercaba alguien. Nicholas llamó a la puerta, esperó hasta confirmar que no había respuesta, y sacó su ganzúa. Miró a Arisilde, quien estudiaba atentamente el empapelado, y se aclaró la garganta.

—¿Mmm? —Arisilde lo miró distraídamente—. Ah, está bien. —Tocó la puerta con el dorso de la mano, frunció el entrecejo—. No, nada mágico. Adelante.

Eso no inspira confianza, pensó Nicholas. Miró a Madeline, que se frotaba las sienes como si le doliera la cabeza. Ella indicó que nadie se acercaba. Conteniendo el aliento, Nicholas insertó una llave en la cerradura. Ninguna reacción. Respirando con más alivio, se puso a trabajar en la cerradura. No podía haber demasiado peligro; después de todo, el personal del hotel entraba y salía varias veces al día. Pero un hechicero astuto habría tendido una trampa que sólo funcionara si la puerta era forzada o abierta sin llave. O bien el hechicero de Octave no era muy astuto o bien... En la habitación no hay nada que valga la pena vigilar, pensó agriamente Nicholas. Al cabo de unos movimientos más pudo abrir la puerta.

La salita de entrada estaba en penumbra, apenas iluminada por la escasa luz diurna que se filtraba por las gruesas cortinas que cubrían la ventana. Había un dormitorio al lado, también a oscuras. Octave había podido costearse una de las mejores habitaciones: mobiliario elegante y bien tapizado, alfombras, colgaduras y empapelados a la última moda. Arisilde siguió a Nicholas y recorrió rápidamente la salita, tocando los adornos de la repisa, inclinándose para palpar cautamente el escotillón del carbón. Nicholas lo miró con una ceja enarcada, pero Arisilde no dio ninguna advertencia, así que continuó con su propia búsqueda.

Registró las gavetas y anaqueles del pequeño escritorio sin hallar nada salvo hojas en blanco y útiles de escritura. El papel secante sólo revelaba notas dirigidas a un sastre y a dos damas aristocráticas que habían escrito agradecimientos a Octave por celebrar círculos en sus hogares. Ninguna era de madame Everset. Nicholas tomó el papel secante para tener una muestra de la letra de Octave, sabiendo que el buen doctor sólo pensaría que la camarera había cambiado los útiles de escritura.

Reynard había dicho que Octave parecía tener el aire de un estafador profesional y un examen de las pertenencias del doctor parecía confirmar esa suposición. Registró las maletas y las chaquetas colgadas en el ropero, hurgando en los bolsillos, y descubrió que la ropa consistía en una mezcla de prendas bien cuidadas pero de escasa calidad con prendas de excelente calidad pero poco cuidadas. Cuando tiene fondos, se descuida, observó Nicholas. El estado de los efectos personales de Octave confirmaba varias teorías de Nicholas acerca de la personalidad del sujeto.

Pero lo cierto era que allí no había nada importante.

Nada bajo la cama, entre los colchones, en el fondo del ropero, detrás de los cuadros enmarcados, ningún tajo misterioso en los cojines ni bultos bajo la alfombra. Nicholas buscó primero en los lugares sensatos, luego en los menos probables, llegando a los sitios donde sólo un idiota ocultaría algo. Ningún papel, ninguna esfera, pensó airadamente, resistiendo el impulso de patear una delicada mesa. No había libros, ni siquiera una novela reciente. Tomó esta habitación por ostentación: su cuartel general está en otra parte. En alguna parte de la ciudad había otra mansión Valent en preparación. Y está usando una esfera de Edouard. Por un instante la furia le enturbió el pensamiento.

—Ja, lo encontré —informó Arisilde, asomando por la puerta—. ¿Quieres verlo?

—¿Qué encontraste? —Nicholas regresó a la sala.

Arisilde miraba el pequeño espejo enmarcado que había sobre la repisa.

—Se parece a ese trabajito que hice para ti, la pintura de El escriba. Esto funciona con el mismo principio. Presentí que aquí había algo, no algo peligroso, sólo algo... —Tocó suavemente el marco dorado del espejo—. Es para hablar en ambos sentidos, estoy casi seguro, no para espiar. Aunque es difícil confirmarlo. Funciona como el mío, con todo el hechizo del otro lado.

Nicholas estudió el espejo con el ceño fruncido.

—¿Quieres decir...? Me dijiste que la pintura era un Gran Hechizo.

Arisilde asintió vigorosamente.

—Claro que sí.

—¿El hechicero que hizo esto es capaz de obrar Grandes Hechizos? —No es Octave. Si el espiritista fuera tan poderoso, no necesitaría sus trucos de embaucador. Madame Talvera había dicho que Amelia Polacera había expulsado a Octave porque su sombra etérea era oscura. Quizá lo que había visto no era la sombra de Octave...

Arisilde asintió de nuevo, preocupado.

—Sí, supongo que así es. Ahora está durmiendo, creo, o quizá en un estado de trance. Sea como fuere, no puedo decir nada sobre él. Si se despierta y mira el espejo, puedo tener una idea más clara de cómo es.

Con un hormigueo de inquietud en la espalda, Nicholas cogió el brazo de Arisilde y lo llevó hacia la puerta. Resistiendo el impulso de susurrar, dijo:

—Pero si se despierta podría vernos, Arisilde.

Arisilde lo miró intrigado, reacio a abandonar este interesante problema.

—Ah, sí, claro. —Se sobresaltó al comprender—. Es verdad, será mejor que nos vayamos.

Nicholas echó un último vistazo, cerciorándose de que todo quedara en su sitio. Tal vez no debí traer a Arisilde. El otro hechicero quizá detectara su presencia pasada, tal como Arisilde había olido el hechizo del espejo. Pero si no hubieras traído a Arisilde, no habrías sabido lo del espejo y te habrías quedado demasiado tiempo, o habrías tratado de enfrentarte a Octave aquí. Quién sabe qué hubiera ocurrido.

Nicholas cerró la puerta, dejando que el espejo reflejara sólo la habitación oscura y vacía.