Capítulo 20

Madeline estaba perdida. Total e irremediablemente, pensó. Erraré aquí abajo por toda la eternidad. No, eso era improbable. Algo la mataría mucho antes de que pasara una eternidad.

La oleada de aparecidos la había obligado a retroceder. La esfera había eliminado a varios, pero parecían menos conscientes que los gules y no habían huido. Había oído que Nicholas disparaba contra ellos y esperaba que hubiera podido escapar. No, estaba segura de eso. Él estaba más cerca de la escalera. Ella misma habría llegado si no hubiera resbalado y caído por esa maldita grieta. Entre la mala iluminación y el color oscuro de la piedra, no la había visto hasta que fue demasiado tarde. Ahora estaba llena de moratones e irremediablemente perdida.

Había entrado en un pasaje ancho, con bloques regulares, obviamente tallados y colocados por manos humanas, con restos de un techo curvo de piedra decorada. No distinguía si esto formaba parte de la catacumba o de un olvidado nivel subterráneo de las viejas fortificaciones. Y como no he memorizado el mapa de Vienne al derecho y al revés, como Nicholas, de poco me serviría distinguirlo.

Quizá él hubiera podido regresar a la relativa seguridad de las alcantarillas. Quizá. Le enfurecía estar atascada ahí abajo, sin servir para nada.

La luz del liquen fosforescente era suficiente para no recurrir aún a la vela. No la habían atacado de nuevo, pero los gules no podían estar lejos; la esfera temblaba, y su interior giraba como un trompo.

Llegó al final del pasaje y vio paredes regulares deterioradas por derrumbes, aunque la abertura aún parecía continuar. El suelo bajaba en declive, lo cual no era alentador. Madeline escrutó las sombras y las grietas de la roca del final del pasaje. Creyó ver un destello de ojos y un movimiento furtivo. No, los gules no se habían ido; ojalá fueran sólo gules; había recargado el revólver con la caja de municiones que llevaba en el bolsillo, pero antes no había servido de mucho.

Súbitamente oyó pisadas en el silencio. Una persona caminaba con pasos resueltos; el sonido parecía rodearla. Abrazó la esfera, mirando a ambos lados del pasaje. Tenía la boca seca, un nudo en la garganta. No era Nicholas; habría reconocido su andar.

En las sombras del final del túnel apareció una figura. Madeline la miró, demasiado abrumada por la sorpresa y el alivio. Era Arisilde.

Se disponía a ir hacia él cuando la esfera emitió una vibración súbita, una pulsación que sintió en lo hondo del pecho. Se paró en seco. Eso era una advertencia.

Arisilde fue hacia ella. Tenía el aspecto que ella esperaba, muy pálido y delgado, con una gastada túnica azul y oro. Le sonrió al acercarse.

—Madeline, estás aquí. Cómo me alegro.

—Sí, estoy aquí, Arisilde —atinó a decir ella. La esfera parecía a punto de partirse, y las ruedecillas chasqueaban con movimientos furiosos.

—Y trajiste la esfera —Una ráfaga de aire le agitó el cabello plateado y desmelenado. Le tendió los brazos—. Dámela.

Ella sintió sudor en la espalda a pesar del frío.

—Ven a buscarla, Arisilde.

Arisilde titubeó, pero mantuvo su expresión bonachona e inofensiva.

—Sería mejor que tú me la dieras, Madeline.

Ella volvió a sentir esa fuerte vibración de advertencia, como si la esfera le hubiera hundido un zarcillo en el corazón y le hubiera tocado el alma atemorizada. Aspiró aire. Quizá esté viva. ¿Cómo podía estar viva una cosa de metal, aun imbuida de magia? ¿Cómo podía pensar? Algo que tenía vida y poder no se quedaría en un anaquel del altillo de Heladia sin hacer nada. A menos que necesitara a una persona, un ser viviente, alguien que pudiera intuir la magia, para vivir. Quizá usaba la consciencia de la persona que la sostenía para pensar. Quizá por eso la esfera funciona conmigo, y la de Octave funcionaba con él. Y si le entrego ésta a un auténtico hechicero...

—Tú construiste esta esfera para Edouard, Arisilde. ¿Por qué no puedes quitármela? —¿Por qué no te reconoce? ¿Por qué me dice que tenga miedo de ti?

Él titubeó de nuevo, sacudió la cabeza, y extendió las manos.

—Es porque yo fui el que hizo todas estas cosas, Madeline. Sólo fingía estar inconsciente. Yo mandé el Envío y transformé las gárgolas de la Plaza de los Tribunales, y envié la criatura a la prisión. Pero nunca habría lastimado a nadie. Trataba de vengarme de los hombres que mataron a Edouard, pero no funcionó. —Los ojos violáceos mostraban angustia—. Me temo que me he vuelto loco. Un poquitín. Pero si pudiera sostener la esfera, eso me ayudaría. En ella hay una parte de mí, una parte de mí anterior a mi locura. Si yo pudiera recobrar esa parte... Pero tienes que darme la esfera.

Madeline lo observó un largo instante, y enarcó las cejas.

—¿Crees que todas las mujeres son tontas, o sólo yo?

Parecía Arisilde y tenía la sonrisa dulce de Arisilde. Pero no era Arisilde. Incluso si uno incluía a Isham en la conspiración, Madele había examinado a Arisilde y la idea de que su abuela fuera engañada de tal modo era ridícula. Y era impensable que Nicholas se hubiera dejado engañar. Nicholas sospechaba de todos. No le habría sorprendido que él hubiera considerado a Arisilde como posible culpable hasta desechar la idea por inviable. Había dicho que su oponente era Constant Macob y Madeline tenia que admitir que todas las señales lo indicaban.

Él permaneció allí, inexpresivo, hasta que la mirada de Madeline se volvió borrosa un momento y se encontró con otro hombre. Nunca lo había visto. Era joven y enclenque, con pelo rubio y lacio, barbilla débil, expresión vacía. Tenía la chaqueta y los pantalones cubiertos de barro y el chaleco rasgado.

Madeline frunció el ceño. ¿Quién demonios es? Quizá fuera una de las víctimas de Macob, secuestradas en la calle, pero bajo la mugre el traje era demasiado fino y Macob había buscado presas entre los pobres y la gente de la calle, pensando que nadie los echaría de menos. Recordó entonces que Octave tenía otros dos compañeros que nunca habían sido hallados. El cochero de Octave los había mencionado antes de morir. Este hombre bien podía ser uno de ellos. Supongo que el cochero tuvo suerte, pensó Madeline.

Él avanzó y ella retrocedió. A sus espaldas oía un correteo frenético entre las rocas, como si los gules escaparan del alcance de la esfera. En el rostro de ese hombre no había la menor expresión; parecía tan obtuso como los aparecidos. Le lanzó un súbito puñetazo y ella lo esquivó. Pensó en desenfundar el arma, pero no quería disparar en ese lugar; no sabía qué podía traer el estampido.

Mirándolo con cautela, movió la esfera a la derecha, y se la puso bajo el brazo. Él la siguió con sus ojos muertos. Embistió y ella le dejó coger el brazo, luego le asestó un manotazo en la barbilla, echándole la cabeza hacia atrás. Él retrocedió tambaleándose, arrancándole la manga de la chaqueta. Madeline le dio un puntapié en la ingle. Él se desplomó, obviamente dolorido, pero sin emitir sonido alguno.

Madeline se alejó cautelosamente, cerciorándose de que no fuera a saltar de nuevo con fuerza inhumana. No lo parecía. Esa maniobra siempre había funcionado para desalentar las atenciones de tramoyistas y actores inoportunos; le alegraba que funcionara con hombres hechizados que servían a un nigromante.

El hombre rodó por el suelo, tratando en vano de levantarse. Ella giró sobre los talones y corrió por el pasaje, oyendo que los gules huían a su paso.

Nicholas comprendió que estaba tendido de espaldas en una superficie húmeda y sucia, que la humedad apestaba, que hacía frío y la luz del fuego arrojaba reflejos fluctuantes en las paredes de piedra. Aspiró convulsivamente y alzó una mano para apartarse el pelo de los ojos. Oyó un tintineo y sintió un tirón en la manga. Esto no es bueno, pensó. Echó la cabeza hacia atrás y vio que tenía ambas muñecas sujetas a una cadena conectada a una argolla clavada en una losa de piedra. Las cadenas eran viejas pero no estaban oxidadas. No era desastroso, pero definitivamente no era bueno. Trató de rodar a un lado, pero se detuvo abruptamente cuando un dolor desgarrador le punzó la cabeza. Palpó cautamente el nudo dolorido que tenía en la nuca. Los dedos se le mancharon de sangre.

Las cadenas tenían longitud suficiente para permitirle cierta libertad de movimiento y se apoyó en un codo, lentamente. Estaba dentro de una cripta; a juzgar por la cúpula del techo, era la que tenía forma de fortaleza en miniatura, en el centro de la caverna. Estaba iluminada por antorchas humeantes insertadas en fisuras entre las piedras y el resplandor enfermizo del liquen fosforescente entraba por la gran grieta del techo. Las paredes estaban cubiertas de tallas e inscripciones, oscurecidas por capas de moho. No era una cripta familiar; había un solo plinto, grande y con motivos ornamentales, aislado en el centro de la cámara. Allí yacía un cadáver muy viejo, tendido como para un velatorio. El tiempo lo había reducido a huesos desnudos, unidos por tiras marchitas de piel y músculo, festoneados con restos podridos de cuero y tela. Nicholas pensó que miraba lo que quedaba del cuerpo de Macob. Salvo... Falta el cráneo. O bien Macob se lo había quitado con algún propósito... O no estaba en aquella habitación cuando irrumpieron los gules. Por eso Octave quería interrogar al difunto duque. En el plinto, junto al cadáver, estaba el revólver de Nicholas.

Entornó los ojos y se irguió un poco más, sintiendo punzadas de dolor en el hombro y la cabeza. El cráneo faltante no era la única rareza. Un objeto pequeño y redondo de metal mate colgaba del techo, envuelto en una especie de red o telaraña. Por un momento temió que fuera la esfera de Arisilde, lo cual significaría que también habían pillado a Madeline, pero notó que era demasiado pequeña. No, es la otra esfera, pensó con alivio. La que Rohan había construido con Edouard, y que Octave había obtenido mediante el chantaje.

Salvo por él y el cadáver, la cripta estaba desierta. Madeline no estaba a la vista. Ha escapado, se dijo. No tenía sentido especular sobre nada más. Mientras tuviera la esfera, estaba en mejor situación que él.

Aunque la cripta parecía desierta, Nicholas habría jurado que lo observaban. Fingió probar la resistencia de las cadenas, tirando de ellas y tratando de aflojar los eslabones, aunque en realidad examinaba las cerraduras. Alguien le había revisado los bolsillos, pero no habían encontrado las ganzúas cosidas al puño de la camisa. No quería arriesgarse a usarlas ahora y delatar su existencia a un observador hipotético. Un error y estaba muerto. Era muy probable que estuviera muerto de todos modos, pero la esperanza generaba una tensión que lo mantendría alerta.

Al cabo notó que la luz de la cámara cambiaba. Las sombras cobraron nitidez, el fuego de las antorchas se atenuó y el color mórbido del liquen fosforescente se tornó más brillante y más definido. Mirando hacia la puerta, Nicholas entrevió un resplandor creciente en el rincón más oscuro de la cripta. Siguió mirando la puerta con expectación.

Tuvo tiempo de notar que el frío húmedo del aire también se concentraba, calandole los huesos y mordiéndole los dedos. Se oyó un sonido leve como una bota deslizándose sobre piedra; una delación deliberada. Nicholas fingió que se sobresaltaba y volvió la cabeza hacia el rincón.

Había una silueta en las sombras. Era un hombre alto, vestido con un gabán anticuado con capa y faldones, y un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro enjuto que parecía una calavera y costaba discernir los rasgos. Sus ojos eran inescrutables, pozos oscuros bajo la sombra del ala del sombrero.

Se aproximó.

—No hace falta que se presente —dijo—. Le aseguro que sé quién es usted.

Era una voz de viejo, cascada y áspera, como si hubiera sufrido mucho tiempo de problemas de la garganta. O lo hubieran colgado, pensó Nicholas. Así era como habían ejecutado a Macob. Esto era fascinante. Aterrador, pero fascinante. El acento era un poco extraño. Era reconocible como de Ile-Rien, y de Vienne, pero con matices inusitados en la pronunciación de ciertas palabras. Nicholas no había decidido cómo enfrentarse a él, pero algo en los modales confiados del hombre le hizo responder:

—Por supuesto. Usted es Constant Macob. Usted lo sabe todo.

Macob avanzó otro paso, uniendo las cejas grises. No había esperado esa respuesta.

Para tratarse de una sombra, era estremecedoramente real, y su rostro arrugado y sus ojos turbios eran los de una persona viva. Cualquiera diría que habría preferido presentarse más joven, reflexionó Nicholas. O bien no tiene imaginación, o bien no tiene vanidad. Lo primero era una desventaja para Macob, lo segundo una desventaja para Nicholas y contradecía sus teorías. Sólo un hombre infinitamente vanidoso y ególatra trataría de aferrarse a la vida como Macob. Pero los hechiceros tenían que ser artistas además de eruditos; Macob no podía carecer de creatividad, pues de lo contrario nunca habría llegado tan lejos.

—Supongo que quiere conocer mis planes —dijo el nigromante, con un tono indulgente en la voz herrumbrada.

—Ya los conozco, gracias.

Macob entornó los ojos sombríamente, pero decidió mostrarse divertido.

—Gabard Ventarin quería conocerlos.

—Gabard Ventarin ha sido polvo durante doscientos años —dijo Nicholas, cortésmente—. Su nombre es conocido sólo por los historiadores.

—Un final adecuado para él —dijo Macob, complacido. Pero había algo poco convincente en el modo en que lo decía. Macob no podía ser demasiado consciente del paso del tiempo. ¿Creía siquiera que su verdugo había muerto?

¿Qué se sentiría al aferrarse al mundo de los vivos de esa manera? Negarse a seguir adelante, permanecer encadenado a la venganza y los viejos odios. Quizá puedas vivirlo en carne propia, susurró una voz traído ra, y Nicholas la silenció. Macob debía de vivir en un presente eterno, todo pasado y ningún futuro, sin cambios ni alteraciones. Sin aprender de sus errores. Vio que Macob iba a marcharse.

—¿Por qué mató al doctor Octave? —se apresuró a preguntar. Ya conocía la respuesta, pero no se proponía hacer preguntas cuya respuesta no conociera; no era momento para sorpresas.

—Vaciló —respondió Macob con una sonrisa lenta y complaciente—. Se volvió débil para mis propósitos, así que lo destruí.

No cambiaba la opinión de Nicholas sobre lo que había ocurrido. Aún pensaba que inicialmente el espiritista había buscado una estafa ideal y había participado en los homicidios de Macob porque lo habían obligado. Pero no le sorprendía que la percepción de Macob fuera diferente.

—Muy sabio por su parte —dijo.

—¿Y por qué no debo destruirlo a usted? —dijo Macob, con un destello en los ojos.

Ah, ya empezamos. Causar terror puede ser adictivo. Nicholas lo había visto en varios hombres que se consideraban amos del hampa de Vienne. Era una debilidad ridículamente explotable, y Nicholas podía diagnosticarla desde el primer intercambio de falsas amabilidades. A Macob le gustaba aterrorizar a sus víctimas. Quizá el terror fuera necesario para los hechizos nigrománticos, pero lo cierto era que Macob había aprendido a disfrutarlo.

—Desde que destruyó al doctor Octave, creo que necesita más ayuda de los mortales.

—Y usted podría ofrecerla —dijo Macob sin mayor interés.

—Por cierto precio. —Macob parecía tener un aire de distracción que a Nicholas no le gustó. No sólo no era muy halagüeño para él sino que le hacía preguntarse qué más sucedía en el pequeño reino de Macob. ¿Era Madeline quien llamaba la atención del nigromante, o Ronsarde y Halle, o Arisilde? Necesitaba hacer algo para recobrar el interés de Macob—. A pesar de sus hechizos, usted es apenas un delincuente. Un delincuente al que han atrapado. Yo soy un delincuente al que nunca han atrapado.

Macob alzó la cabeza y volvió los ojos hacia Nicholas.

—Yo lo he atrapado.

¿Se lo concedía o no? Nicholas hizo un rápido cálculo mental. Creo que no.

—Porque me avine a entrar en su trampa.

Hubo furia y frustración en los ojos de Macob.

—Yo quería traerle aquí. Quería ver qué era usted.

—Y quería la otra esfera.

Macob titubeó y miró la esfera de Rohan, suspendida sobre el cadáver.

—Ésa está muriendo. Nunca me sirvió de mucho. Octave la hacía funcionar para su charla con los fantasmas, pero a mí nunca me sirvió. —Estudió a Nicholas—. No tal como estoy.

Como intento de sonsacar información, era bastante transparente. ¿Tal como estoy? No mientras esté muerto, quiere decir. ¿Y ese estado cambiará?

—Debe de haber sido una de las primeras que se construyeron —concedió Nicholas—. Y Rohan es poderoso, pero no tanto como Arisilde. —No quería mencionar mucho a los demás. Si estaban muertos, él no podía ayudarlos, pero si estaban con vida, no quería dirigir la atención de Macob hacia ellos.

—¿Sabe usted mucho sobre las esferas?

—No. —Macob se daría cuenta si él se inventaba algo.

—La mujer. —Macob titubeó. Sabía que se delataba y eso lo enfurecía. Peligrosamente. Su voz era un gruñido grave y ominoso—. ¿Sabe ella mucho sobre las esferas?

Conque Madeline estaba libre, y causando gran consternación. Nicholas sonrió.

—Sabe todo lo que necesita saber. —O al menos eso cree. Añadió—: Podría comprometerme a obtener el cráneo faltante. Ése es el artículo que usted necesita, ¿verdad? Octave quería preguntarle al difunto duque de Mondollot, ¿verdad? Dudo que la información del duque hubiera servido de mucho; sin duda fue tomado por Gabard Ventarin cuando usted murió, como una precaución más. —Hizo una pausa. Contaba con la atención de Macob—. Lo llevaron al palacio, ¿verdad?

—Sí, como trofeo. —Macob lo miró, entornando los ojos malévolos—. Sé dónde está. Puedo conseguirlo. No lo contrataría a usted para eso. Antes contrataría a una víbora.

Nicholas torció la boca. Constant Macob, nigromante y cien veces asesino, pensaba que él era una víbora. No estaba de ánimo para agradecerle el cumplido.

—Es una evaluación injusta, a la luz de sus actividades, ¿no cree?

—Yo continué mi trabajo —dijo Macob, pero no estaba muy interesado en defenderse, ni ante Nicholas ni ante nadie. Miraba de nuevo el cadáver, sin fijarse en el prisionero—. Eso es lo único importante.

Nicholas frunció el ceño. Quizá la vanidad no fuera la clave del carácter de Macob, después de todo. ¿Sería la obsesión? Con su familia muerta por una peste rápida y violenta que él no había podido detener, ¿se había sumido en su trabajo hasta que cobró tal importancia que desechó toda otra consideración? Eso explicaría muchas cosas. Y lo hace más difícil de manipular.

Macob se volvió como para decirle algo, pero se quedó rígido, ladeando la cabeza para escuchar. Sin otra palabra, caminó hacia la puerta. Su silueta pareció disolverse en las sombras y fue imposible decir si había salido o se había esfumado en la oscuridad. Nicholas se incorporó y se arremangó torpemente la chaqueta para llegar al puño de la camisa y las ganzúas. Rasgó la costura del puño con los dientes y sacó las ganzúas. Al menos esto explicaba la preocupación de Macob. Nicholas habría preferido que Madeline regresara a salvo a la superficie, en vez de alborotar la madriguera de Macob con la esfera, pero también prefería no ser el protagonista del próximo hechizo nigromántico.

Era difícil abrir cerraduras con las muñecas esposadas, pero no era su primera experiencia y pudo desembarazarse de los grilletes sólo a costa de algunos rasguños en la piel. Nicholas se levantó demasiado rápido y tuvo que apoyarse en la pared cuando el suelo osciló y la visión se le oscureció. Se frotó las sienes para despejarse, pensando que eso podía presentar un problema.

En cuanto pudo se dirigió al plinto y se apoyó en él. Revisó el revólver pero estaba vacío, y le habían quitado las municiones que llevaba en la chaqueta, junto con la navaja y todo lo que pudiera servir como arma. Le habían dejado las cerillas y otros artículos que podían ser útiles. Mascullando un juramento, se guardó el revólver en el bolsillo y miró la esfera suspendida encima del cadáver. Quizá destruirla fuera un gran perjuicio para el progreso del conocimiento humano, pero no se la dejaría a Macob.

Hubo un sonido en la puerta de la cripta, una pisada blanda. Al volverse, Nicholas vio que un hombre le apuntaba con una pistola. Era un hombre corpulento, de la edad de Nicholas, con cabello grasiento y oscuro y un rostro rubicundo de rasgos toscos. Su fina levita estaba raída y sucia. Uno de los cómplices del doctor Octave, pensó Nicholas. Había otros dos hombres además del cochero. Quizá Macob se había llevado al resto de los gules y había dejado sólo a ese último sirviente humano para custodiar al prisionero. Tenía que estar quedándose sin gules; el número inicial era limitado, y la esfera de Arisilde parecía eliminarlos con cierta premura.

Los ojos del hombre no tenían vida, pero la pistola no temblaba.

—De nada le sirvo a Macob si estoy muerto —dijo Nicholas. No era del todo cierto, pero ese hombre no parecía demasiado lúcido.

Movió la pistola, indicándole que se alejara del plinto. Obviamente el cadáver era importante para Macob; se había tomado muchas molestias para conseguirlo y el cráneo faltante le preocupaba. Aunque había locura en el método del nigromante, no lo dominaba. Había motivos para todo lo que hacía. Quizá no sean lo que uno llamaría «buenos» motivos, pero son motivos, pensó Nicholas, obedeciendo al hombre y retrocediendo hacia la pared.

Nicholas llegó a la pared, se volvió súbitamente, se estiró y cogió una antorcha. Los reflejos del hombre eran lentos, sin duda el resultado de lo que Macob le había hecho para asegurarse su obediencia; estaba alzando la pistola para disparar cuando la antorcha cayó sobre el cadáver. Los jirones de ropa harapienta se encendieron de inmediato.

El hombre titubeó un instante, y corrió hacia el plinto. Cogió la antorcha, la arrojó al suelo y palmeó la ropa en llamas, sin prestar atención a nada más. Nicholas alzó un trozo de piedra. El hombre se volvió y lo encañonó. Nicholas le cogió la muñeca para apartar el arma y se enzarzaron.

Nicholas perdió la piedra mientras trataba de evitar que la pistola le apuntara a la cabeza. El hombre no tenía una fuerza sobrehumana, pero luchaba como un autómata, sin preocuparse por su propia seguridad. Nicholas logró darle la vuelta y empujarlo contra la pared de la cripta, pero de pronto oyó un grito rabioso.

No, Macob no se había llevado a todos los gules. Una rápida mirada mostró a Nicholas que dos de las criaturas entraban por la grieta de la cúpula y bajaban de cabeza por la pared. Se liberó un brazo y le pegó al hombre en la mandíbula, tumbándolo. Oyó que la pistola chocaba contra el suelo, pero los gules ya se le echaban encima y no tenía tiempo para recogerla. Se dirigió a la puerta y salió de la cripta.

Una vez en la penumbra, dejó atrás la tarima y se zambulló en el laberinto de pasadizos que había entre las criptas, sin tiempo para orientarse. Los gules avanzaban deprisa y sólo tenía unos pasos de ventaja.

Los oía a sus espaldas, trepando por las paredes, lanzando chillidos espectrales con una furia bien humana. Corrió entre las criptas y vio un pasadizo abierto en la pared de roca. Sólo cuando se zambulló en él y se encontró en una oscuridad casi total comprendió que estaba demasiado dentro de la caverna para que esto formara parte de la catacumba y que se había internado en un territorio totalmente desconocido.

No podía retroceder. Siguió corriendo, tropezando con obstáculos apenas vistos, chocando contra las paredes, sabiendo que si se caía lo alcanzarían en segundos. Vio un charco de sombra más oscura frente a él, y supo que debía de ser un agujero en el suelo. A sus espaldas unas zarpas rascaban la roca. Dio un salto frenético, sin detenerse a calcular la distancia ni a cobrar impulso.

Llegó al otro lado, perdió el apoyo sobre la piedra resbaladiza y patinó. Aferró el borde de la fisura, apoyando los pies en un declive lleno de guijarros sueltos y fragmentos de roca. Todo fue tan súbito que le quitó el aliento; no había creído de veras que fuera un agujero hasta que sintió el aire frío debajo de él vez de tierra sólida. Los gules gritaban casi sobre su cabeza, así que soltó el borde y se dejó caer.

Los gules habían vuelto a atacar a Madeline y la esfera los había destruido. Las criaturas habían embestido de mala gana, como obedeciendo un impulso ciego. Desde entonces nadie parecía seguirla.

Casi sollozó de alivio al encontrar un túnel que conducía arriba. El declive era demasiado abrupto, así que envolvió la esfera con la bufanda y se la colgó del cuello. Era improvisado e inseguro, pero le dejaba ambos brazos libres y facilitaba el ascenso.

Salió encima de la caverna donde estaban las criptas, en un tramo razonablemente entero del pasaje, con las piernas doloridas por la fatigosa subida. La entrada de la catacumba debía de estar a la derecha, encima del balcón, si estaba bien orientada. Vio luces fluctuantes y grasientas en el aire enrarecido, entre las grietas de las paredes de la gran cripta del centro. ¿Qué está haciendo Macob?, se preguntó. No, no pienses en ello, sólo vete mientras puedas. La esfera no la hacía invulnerable.

Avanzó por el pasaje derruido, agachándose para permanecer debajo de lo que quedaba de la balaustrada y moviéndose despacio, a pesar del mie do, Mientras se aproximaba al lugar donde estaba segura de que el pasaje se encontraba con la catacumba, notó algo extraño en la luz. Al cabo de un instante sus ojos encontraron el fulgor de otra antorcha, que ardía en la entrada de una cripta a este lado de la caverna.

Siguió avanzando, pero esa antorcha le preocupaba. Llegó al balcón en ruinas y vio con alivio que la entrada de la catacumba no parecía protegida por aparecidos. Unos pasos más y pronto estaría allí, corriendo de vuelta hacia la alcantarilla. Titubeó. Los gules no necesitaban la luz de las antorchas. Más aún, le parecía que temían el fuego, por lo que Nicholas había dicho. La luz de las antorchas significaba gente.

Tenía las manos pegajosas, le dolía la espalda por la caída y no quería morir ahí abajo. Pero si Nicholas había escapado, podía ser él. Murmurando entre dientes, atravesó el arco caído que cruzaba el balcón y regresó al pasaje.

La cripta con la antorcha estaba más cerca, pero había un obstáculo. Parte del pasaje se había desmoronado, dejando una brecha. Pudo aferrarse a un saliente y cruzar, pero no facilitaría la fuga.

El pasaje se curvaba y se apretó contra la pared. Ahora veía el frente de la cripta. Gran parte del techo se había derrumbado, pero aún había estatuas de piqueros con yelmo a ambos lados de la puerta intacta. La antorcha estaba insertada en un resquicio sobre la puerta y vio que habían apartado la argamasa y las piedras, dejando una abertura para la cripta. Más pruebas: si los gules hubieran querido entrar, habrían trepado por la pared; no necesitaban abrir la puerta de la cripta.

Hablando de gules... había por lo menos tres, como bultos de trapos secos y huesos, sentados frente a esa entrada. No se movían ni emitían ningún sonido, y Madeline los habría pasado por alto si no hubiera tenido la certeza de que estaban en alguna parte. Parecían títeres sin hilos, descartados hasta que se necesitaran de nuevo.

Avanzó a lo largo de la pared, cautelosamente. Ahora veía el interior de la cripta, pero las sombras eran profundas y la antorcha la había deslumbrado, así que la luz del liquen fosforescente servía de poco. Forzando la vista, creyó discernir un movimiento en el interior. Una silueta cruzó la franja de luz que salía por la puerta abierta y el corazón de Madeline dio un brinco. Era el doctor Halle.

Era todo lo que necesitaba saber. Retrocedió hasta estar encima de la puerta y de los gules, estudió el borde del pasaje. La pared se había desmoronado, así que un salto rápido y ágil le permitiría llegar a ese lugar chato, y luego al suelo de la caverna. No era tan difícil. No tan difícil como colgar de un arnés volante en Las ninfas. Se acercó al borde, se preparó, titubeó.

¿Y si causaba la muerte de todos? ¿Sería más sensato huir de la catacumba y pedir ayuda? Antes de que pudiera decidirse, su pie desprendió un guijarro que chocó contra las rocas de abajo. Los tres gules reaccionaron como uno, alzando la cabeza y clavándole los ojos vidriosos y centelleantes.

Al demonio, pensó Madeline. Aferró la esfera y saltó.

Habituados a que los humanos huyeran de ellos, el ataque los cogió por sorpresa. Cuando aterrizó en el suelo de la caverna, empezaron a retroceder, pero Madeline ya sentía la vibración de la esfera. Cuando la luz estalló, ladeó la cabeza y cerró los ojos para no perder su visión nocturna.

La luz se disipó y Madeline miró las tres pilas de huesos, desparramadas cuando los gules empezaban a huir. No, cuatro pilas de huesos: había un cuarto contra la pared de la cripta contigua que ella no había visto.

Entró por la puerta.

—¿Doctor Halle? —susurró.

—Cielos, es usted —respondió el doctor, tranquilizándola.

Ella retrocedió y sacó la antorcha, sosteniéndola para ver el interior de la cripta.

Ronsarde yacía en el suelo, con la cabeza apoyada en una chaqueta plegada. Tenía el rostro quieto y cetrino, y los ojos hundidos. Las arrugas sobresalían; antes no había notado lo viejo que era. Halle estaba de rodillas junto a él. Su ropa estaba rasgada y mugrienta y tenía el rostro magullado, pero no tenía tan mal aspecto como Ronsarde.

—Tendrá que llevarlo solo —le dijo Madeline—. Yo debo sostener esta cosa.

Halle alzó a Ronsarde, echándose un brazo flojo sobre los hombros para enderezarlo. Estaban sólo ellos dos. Ni Nicholas, ni Arisilde.

—¿Ha visto a los demás? —preguntó.

Halle arrastró a Ronsarde hasta la puerta y Madeline se apartó del camino y dejó la antorcha. No la necesitaban y ella no tenía manos libres.

—Su hombre, Crack, estaba con nosotros...

—Encontramos a Crack; encima de esto hay una catacumba, y él estaba allí. Lo enviamos a buscar ayuda. Espero que haya logrado salir. —Espero que Nicholas no esté muerto. ¿Y qué hizo Macob con Arisilde? No había tiempo para especulaciones. Trepó a un escalón de roca y cogió el brazo libre de Ronsarde.

Con Halle empujando y ella tirando, lograron subirlo hasta el primer reborde. Madeline miró consternada el pasaje. Ella podía llegar, y Halle podría llegar solo, pero... Pero no desistiremos ahora. Cogió un balaustre y se aupó hacia arriba, ignorando él ominoso crujido de la piedra y el dolor desgarrador del brazo. Tendió el brazo al inspector y detectó un movimiento por el rabillo del ojo. Gules, varios de ellos, brincando de techo en techo sobre el mar de criptas. Y algo más detrás de ellos, algo oscuro, una forma imposible de discernir en la penumbra.

Halle siguió su mirada petrificada y lanzó un juramento. Ronsarde escogió ese momento para recobrar la consciencia. Se enderezó en brazos de Halle.

—¿Qué demonios...?

—Trepa —ordenó Halle sucintamente—. Luego corre.

Ronsarde no discutió, sólo cogió la mano de Madeline. Ella afirmó los pies, se echó hacia atrás y logró izarlo. El inspector respiraba entrecortadamente, pero por ahora no se podía hacer nada por él. Madeline se puso de pie y le ayudó a levantarse mientras Halle trepaba.

—Por allí. —Madeline señaló la catacumba—. Deprisa.

Halle cogió el brazo de Ronsarde y se dio prisa. Madeline los siguió, sin apartar los ojos de los gules que se aproximaban.

Las criaturas se habían detenido en el techo de la cripta más cercana, observándolos con esos ojos llameantes pero sin acercarse más. El terror que les despertaba la esfera era gratificante, pero la cosa oscura que Madeline no atinaba a discernir aún se acercaba, fluyendo sobre los techos, a veces como una bruma tenue, a veces como algo más sólido y ominoso.

Llegaron a la brecha y Halle hizo pasar a Ronsarde sin dificultad. Madeline casi se cayó, pero su bota dio con el borde y ella se irguió con esfuerzo, se volvió y saltó.

Eso los había demorado, pero no había detenido al perseguidor. La cosa oscura ya estaba en el pasaje. Madeline notó que su andar era más oscilante, más parecido al de un hombre que corría. La esfera guardaba un ominoso silencio. Si no puede detener a esa cosa, estamos muertos, pensó con desesperación.

Llegaron a la entrada de la catacumba. Madeline cogió el otro brazo de Ronsarde y ayudó a Halle a subir los escalones rotos. Tropezó, raspándose los tobillos en la piedra, casi sin notarlo. La cosa estaba sobre ellos; su proximidad le ponía la carne de gallina. Dio un empellón a Halle y gritó:

—¡No se detenga!

Dio media vuelta a tiempo para ver que esa sombra cruzaba el balcón y subía hacia ella por la escalera. Era un hombre, podía discernir su forma en la nube de sombras y los destellos de luz semejantes a luciérnagas. La esfera callaba. No los ayudaría. La sombra subió y se acercó, y ella pudo verle el rostro. Una cara de viejo, pero rebosante de codicia, inhumana, como una calavera.

Madeline sintió una conmoción, y estalló una luz blanca y cegadora. Pestañeó y se encontró sentada en el escalón, mirando la caverna llena de criptas. Todo rielaba como una calle adoquinada en un día de canícula.

El hombre no se veía por ninguna parte. Un instante después Madeline avistó una mancha de sombra y niebla pasmosamente oscura, rodando entre las criptas, una hoja en el vendaval. La esfera estaba caliente y temblaba un poco.

Recobró la lucidez, se levantó penosamente y corrió tras Halle y Ronsarde.

El declive era más abrupto de lo que Nicholas había creído y no pudo controlar su descenso. Rodó por una tierra dura en una repisa de roca. Se quitó la tierra de los ojos y logró levantarse, sintiendo la protesta de sus músculos magullados y forzados. Miró la estrecha abertura de arriba, pero los gules no parecían lanzarse tras él.

Estaba en un saliente sobre un pozo profundo y sombrío de flancos en declive. Había liquen fosforescente, lo suficiente para ver. Las paredes eran de piedra tosca, llena de grietas y fisuras irregulares, y un charco de agua hedionda se había acumulado en el fondo. Fuera por la luz espectral o por su visión borrosa, las dimensiones del pozo eran difíciles de calcular y un pliegue rocoso le impedía ver un sector. En la pared cercana había una grieta que parecía desembocar en una hendidura más profunda. La miró cautelosamente y se levantó. Era el lugar perfecto para que acecharan Hules o aparecidos.

La pared que estaba encima de él era demasiado abrupta y decidió desplazarse por el saliente hasta un lugar donde el declive fuera menos pronunciado. Parecía haber gran cantidad de escombros de la catacumba allí abajo. Tropezó con una pila de huesos y un amontonamiento de detritos que despedía un olor tan morbosamente dulce que tuvo arcadas.

Oyó raspaduras arriba, y una lluvia de guijarros cayó por la cuesta mientras un aparecido salía de una fisura y acometía contra él. Nicholas buscó su revólver, pero recordó que estaba vacío. Se arrojó contra la pared y cogió una piedra. Tuvo tiempo de ver que la criatura era un aparecido viejo y andrajoso, con rasgos tan deformes que apenas eran reconocibles como humanos. Pasó de largo y se lanzó a la hendidura más honda que Nicholas había visto antes.

Nicholas lo siguió con la mirada, uniendo las cejas. Eso... no es buena señal.

En el pozo oyó un movimiento, algo pesado que raspaba la piedra. Nicholas titubeó, pero una fuga torpe por el saliente lo convertiría en mejor blanco. Era mejor enfrentarse a lo que había allí con la pared a su espalda. Entonces la cosa gruñó.

Era un rumor grave, que sonaba como rocas rechinando pero con un tono animal que era inequívoco. El sonido reverberó en el pozo como un tren subterráneo distante. Eso no es un gul, ni un aparecido. Nicholas se apoyó en la pared y contuvo el aliento.

Algo surgía de las profundas sombras de abajo. Al principio se confundió con la superficie moteada de una roca, luego Nicholas distinguió algo parecido a una cabeza humana con retazos de carne verde grisácea. Oyó escarbar en las rocas de arriba y tembló apenas antes de agarrarse. Permaneció inmóvil aun cuando trozos de roca y hueso llovieron sobre él. Entonces vio que un aparecido salía de su refugio del saliente superior y se deslizaba por la roca.

La cosa de abajo se movió en un borrón, adoptando súbitamente una forma reconocible como humana. Tenía la piel horriblemente descolorida, con huecos que revelaban huesos amarillos y desnudos. Nicholas pensó que era una versión más grande de los aparecidos hasta que la criatura comenzó a trepar por la cuesta, persiguiendo al que trataba desesperadamente de escapar.

Visto en perspectiva era más grande que cualquier humano, quizá de seis metros de altura. Moviéndose con perturbadora rapidez, trepó por la cuesta rocosa y aferró al aparecido. Lo que Nicholas había visto antes era la coronilla de su cabeza y estaba más abajo en el pozo de lo que pensaba. Aún tenía mechones de pelo en el cráneo y llevaba cadenas oxidadas en la parte superior del cuerpo. El aparecido apenas tuvo tiempo de emitir un alarido de terror antes de que la cosa lo destrozara.

Lentamente, Nicholas retrocedió hacia la fisura en la pared de roca. Podía ser un pasaje sin salida, repleto de aparecidos, pero era demasiado pequeño para que cupiera esa cosa. Tenía que ser otro fay muerto, como el que Macob había usado para el Envío. Quizá enterrado en la catacumba, olvidado tiempo atrás bajo los cimientos de la ciudad actual.

Se estaba comiendo al aparecido, o intentándolo. No sabe que está muerto, pensó Nicholas. La visión le habría repugnado si el temor ya no hubiera superado a todas las emociones. Llegó al final del saliente y bajó con cuidado.

La cosa se volvió de pronto, como si lo hubiera oído. El ojo que le quedaba parecía mirarlo directamente, aunque estaba cubierto con una pátina blanca y gruesa; el otro ojo era una cuenca vacía. La boca abierta revelaba dientes irregulares y los labios estropeados se curvaban en una mueca. Nicholas saltó al siguiente saliente.

Lo oyó a sus espaldas mientras aterrizaba y trepaba por las rocas irregulares. Sintió un tirón en la chaqueta al llegar al borde de la grieta y se arrojó hacia delante. La chaqueta se rasgó y él rodó sobre roca áspera y escombros malolientes. Un colérico rugido de frustración retumbó en el angosto pasaje.

Nicholas se arrastró varios metros antes de mirar atrás.

Rascaba los bordes de la fisura y golpeaba la piedra, furioso por perder a su presa. El rostro de esa cosa era aún peor visto de cerca; la carne carcomida y muerta mostraba el hueso de debajo y los dientes eran puñales amarillentos e irregulares. Nicholas vio la herida que lo había matado la primera vez, un agujero en el costado del cráneo que parecía hecho por un proyectil de cañón o de balista.

Habría sido un fin ignominioso para una carrera controvertida, pensó Nicholas, aspirando profundamente para calmar su corazón palpitante. La mano le ardía y notó que se había rasgado el guante y se había lastimado la palma al trepar por las rocas, sin ni siquiera notarlo. Encontró un pañuelo en un bolsillo interior y detuvo la sangre. Se puso de pie, tratando de olvidar que aún le temblaban las rodillas. Agachó la cabeza para no chocar contra el techo bajo del pasaje y se internó en él, tropezando con huesos y otros restos indescriptibles que cubrían el suelo.

Estaba oscuro y sólo unos fragmentos de liquen fosforescente alumbraban la marcha, así que podía haber gran cantidad de aparecidos acechando en las grietas y brechas de la roca, pero nada lo atacó. Nicholas pensaba que estaría seguro hasta que el fay dejara de rascar la entrada y rugir de frustración. Los aparecidos aún activos debían de haber sobrevivido aprendiendo cuándo esconderse: se quedarían quietos hasta que la criatura se marchara.

Nicholas vio un retazo de penumbra más brillante y enfiló hacia allí. El pasaje era cada vez más angosto y tuvo que trepar por trozos de piedra caída y sortear brechas poco anchas. Franqueó la última grieta y casi cayó a un suelo embaldosado. La escasa luz procedente de la abertura de la pared le mostró que era una habitación construida con bloques de piedra regulares y no sólo un hueco tallado en la roca. Otra parte de la vieja fortificación, quizá. La abertura había sido una ventana cuadrada pero un trozo faltante le daba forma irregular. Estaba alta en la pared y Nicholas tuvo que buscar orificios en la antigua argamasa para apoyarse antes de alcanzar altura suficiente para otear.

Fuera había otro sector del pozo, con la mitad de tamaño de la zona habitada por el fay. Había una brecha en el costado que debía de conducir al otro sector, y una abertura redonda y regular arriba. Nicholas aún oía los gruñidos y raspaduras de la criatura en la otra entrada de la grieta, así que al menos allí estaba provisionalmente a salvo. Había huesos desperdigados en los salientes y varios cadáveres en un estado de podredumbre reciente, todavía vestidos con jirones de ropa. Nicholas vio una forma pálida en el saliente, varios metros más abajo, y se puso rígido. El cuerpo yacía de bruces; el cabello era largo y totalmente blanco.

Impulsivamente, Nicholas bajó al antepecho de la ventana. Titubeó y escuchó: otro gruñido del fay retumbó en la grieta. Bajó tanto como pudo, se soltó y cayó al saliente. Moviéndose con sigilo, bajó por la cuesta rocosa, maldiciendo las pequeñas avalanchas de guijarros que provocaban sus botas. Más cerca pudo ver que el cuerpo era del tamaño indicado, que usaba una túnica de color apagado. Si no está muerto, pensó Nicholas. Si la caída o la humedad aún no lo habían matado. Llegó a la protuberancia y se agazapó junto al cuerpo inmóvil, apartándole el pelo de la cara.

Era Arisilde. Tenía la cara blanca y ojeras moradas, pero eso era todo lo que Nicholas podía discernir a la luz del liquen. Parecía muerto. Pero antes también parecía muerto. Nicholas lo giró, apoyándole suavemente la cabeza en el suelo. Tenía tierra en el pelo y la túnica estaba rasgada y manchada por el contacto con la piedra húmeda, pero Nicholas no vio más heridas. Si respiraba, era apenas, y el pulso de Nicholas estaba demasiado acelerado para permitirle detectar el de Arisilde. Maldición, ambos moriremos. Pero Isham había dicho que Arisilde estaba despertando.

Nicholas palmeó la cara de Arisilde y le frotó las manos heladas mientras trataba de pensar. Isham también había dicho algo sobre un anillo cadavérico que Madele había quitado. Nicholas nunca había oído ese término, pero recordó el interés de Madele en el anillo que había quemado la carne del dedo de esa mujer muerta en la mansión Chaldome. Arisilde no parecía usar ningún anillo, pero antes tampoco, cuando lo encontraron en ese estado en el apartamento.

Nicholas palpó los dedos de Arisilde, atento a las ilusiones o los hechizos de elusión, luego le revisó los pies. Sintió una banda de metal en el dedo meñique, y le costó creer que lo hubiera encontrado. Quitó el anillo y se acuclilló, mirando a Arisilde esperanzadamente.

No hubo cambios visibles. Nicholas miró el anillo. Era una banda de metal ordinario y barato, sin inscripciones raras ni símbolos, pero tuvo el cuidado de no ponérselo inadvertidamente en uno de sus propios dedos.

Arisilde aún no mostraba indicios de despertar y en el silencio del lugar... Silencio... no oigo al fay, pensó Nicholas. Se guardó el anillo en el bolsillo, cogió los brazos de Arisilde, lo levantó y se lo echó al hombro. No sabía cuánto tiempo había callado la criatura; si tenía algo de suerte, la habría distraído otro aparecido fugitivo.

Logró subir a Arisilde hasta el saledizo de debajo de la ventana, pero fue un ascenso lento y torpe. Nicholas lo bajó, apoyándolo en la pared, e inhaló profundamente. Tendría que trepar por la roca hasta la abertura cargando con Arisilde.

Se dispuso a alzar a Arisilde, pero se petrificó al oír un susurro de guijarros al otro lado del pozo. Bajó a Arisilde y miró en torno frenéticamente. Había una pequeña grieta donde la roca había irrumpido por la vieja pared de piedra, con un alero que brindaba cierto refugio. Nicholas encontró los lamentables y recientes restos de la última criatura que se había refugiado allí y se apresuró a apartarlos, luego se acurrucó en el rincón tanto como pudo. Arrastró a Arisilde tras de sí, echándose el cuerpo flojo sobre las piernas y el hombro. Las sombras profundas le brindarían una protección que no tendría si lo sorprendían al raso.

Hubo otro susurro de piedras cayendo, luego un movimiento cauteloso en el extremo del pozo. Nicholas dejó de respirar, dejó de pensar. El enorme fay apareció, meciendo la cabeza, buscando. Sabía que allí había algo vivo o al menos algo que se movía, y aún no había desistido.

Nicholas apretó a Arisilde con más fuerza. De pronto el hechicero aspiró profundamente. Está despertando, pensó Nicholas, anonadado. Qué momento para demostrar que Isham tenía razón. Acercó la cabeza al oído de Arisilde.

—No te muevas —susurró.

El fay cruzó el suelo del pozo, alzando una pequeña polvareda con los muñones que habían sido sus pies. Arisilde no dio indicios de haber oído ni entendido, pero se quedó quieto. Nicholas notó que respiraba regularmente, como si estuviera en un sueño natural. Quizá fuera una etapa intermedia antes de la consciencia. No había modo de saber cuánto tardaría Arisilde en despertar o si sería capaz de obrar hechizos. Piensa, se dijo. Busca un modo astuto de matar a esa cosa porque no nos dejará en paz hasta encontrarnos.

Vio que los buscaba en los lugares más bajos del pozo, pateando pilas de huesos antiguos, tanteando detrás de aludes, moviendo la horrenda cabeza como un perro de caza. El hierro frío y la magia matan a los fay, pensó Nicholas, con la mente acelerada. Y tenemos piedras y nada más. Podía tratar de causar un alud para aplastarlo, pero no veía cómo; las piedras sueltas eran demasiado pequeñas para herirlo y las grandes demasiado pesadas para moverlas. Y era tan rápido que quizá las esquivara. Su revólver estaba vacío... y hecho de acero, que todavía era hierro, en lo concerniente a la hechicería. Pero si trataba de arrojar la pistola a la criatura sólo lograría enfurecerla más. Quizá se la trague por accidente cuando nos coma, lo cual le causará cierta incomodidad... Vaya, no es mala idea.

Miró al aparecido que había sido el último ocupante del refugio. Le habían arrancado las piernas, pero conservaba la mayor parte del torso. El fay estaba en el otro lado del pozo, escarbando una pila de desperdicios, levantando polvo. Ahora o nunca. Nicholas movió a Arisilde, apoyándolo en la pared. Se arrodilló junto al aparecido, buscando una piedra relativamente afilada. El fay giró, alertado por un ruido. Nicholas se paralizó, apretando los dientes, maldiciendo la persistencia de esa condenada criatura.

El fay gruñó pero no logró localizarlo. Al cabo de un momento siguió escarbando en el costado del pozo, apartando una gran piedra con fastidio.

El ruido de la caída encubrió el leve sonido que hizo Nicholas al mover al aparecido. Usó la piedra afilada para abrirle el vientre y tuvo que tragar saliva para no marearse ante el hedor.

El fay giró y regresó hacia ese lado del pozo, ladeando la cabeza, como si hubiera oído o percibido un movimiento. Nicholas metió la pistola vacía en el cuerpo del aparecido.

El fay se aproximó, gruñendo de nuevo. Nicholas esperó a que se acercara, y lanzó al aparecido por el borde.

El fay acometió al instante, rascando la roca mientras el aparecido rebotaba en la cuesta. Nicholas se acurrucó en la grieta, pensando: Vamos, cabrón codicioso, cómetelo.

El fay saltó cuando el aparecido rodó hasta el final del saliente más bajo y se metió el cuerpo maltrecho en las fauces.

Nicholas se agazapó contra la pared, junto a Arisilde. Listo. Ojalá funcione. Ojalá funcione a tiempo.

Madeline alcanzó a Ronsarde y Halle en la catacumba. El inspector se apoyaba en una cripta. Tenía los ojos cerrados, pero movía los párpados, como si procurase recobrar la consciencia.

—Padece desmayos —explicó Halle mientras ella trepaba por una escalera rota para unirse a ellos—. Sufrió un feo golpe en la cabeza.

—Por el momento estamos bien, pero tenemos que seguir andando. —Madeline temblaba de miedo y le castañeteaban los dientes por su precipitada fuga. Era un alivio que Halle estuviera demasiado ocupado para notarlo. Alzó el otro brazo de Ronsarde y se lo puso sobre los hombros para reanudar la marcha. Esto sería difícil. Era una mujer fuerte, pero no podía cargar a Ronsarde todo el camino, ni siquiera con la ayuda de Halle.

—¿La esfera destruyó a esa cosa que nos perseguía? —preguntó Halle.

—La detuvo. No creo que la haya destruido. —A Madeline aún le costaba creer lo que había visto con sus propios ojos. La esfera debía de estar viva hasta cierto punto. No era ella quien le había dicho que le tendiera una trampa a Macob, si esa cosa era Macob, dejando que se acercara para lanzarle una descarga a quemarropa. Eso no había sido accidental; la esfera de metal había demostrado una astucia humana—. Es posible que Nicholas esté delante de nosotros —añadió. Sólo esperaba que él aún la estuviera buscando en la catacumba o el túnel y no hubiera decidido ir a buscarla de vuelta a la caverna—. Hace un rato que estoy perdida.

—¿Cómo supo dónde buscarnos?

—Nicholas lo dedujo. —Aun a la escasa luz, vio que el rostro de Halle estaba tenso y demacrado—. ¿Cómo los trajeron aquí?

—No estoy seguro. Estábamos en el apartamento del hechicero Damai en el Cruce del Filósofo y yo empezaba a examinarlo. Aún parecía inconsciente, pero parecía un sueño natural y no el estado en que estaba antes. Entonces algo chocó contra la pared externa del edificio. Un golpe me dejó inconsciente. Despertamos como prisioneros donde usted nos encontró y no hemos visto a nadie excepto a los gules. Espere. Su abuela y el parsci Isham estaban en el apartamento —dijo Halle súbitamente. Se detuvo, como dispuesto a regresar a buscarlos—. ¿Fueron...?

—Mi abuela ha muerto. —La luz escasa le había provocado jaqueca; quería frotarse los ojos pero, sosteniendo la esfera y a Ronsarde, no tenía una mano libre. No quería pensar en la muerte de Madele—. Isham fue herido gravemente, pero Nicholas lo llevó a un médico. Eso fue hace unas horas. —Al menos eso pensaba; su reloj estaba prendido a un bolsillo interior y se había soltado en una de sus fugas. Lo había perdido y no tenía ni idea de la hora.

—Lo lamento. Su abuela...

—Nicholas cree que este hechicero —dijo ella, interrumpiéndolo con un gesto—, el hombre que nos hace esto, es Constant Macob en persona... su fantasma, su sombra o algo parecido.

—¿Es eso posible? —murmuró Halle, y sacudió la cabeza, fastidiado consigo mismo—. ¿Qué estoy diciendo? Claro que es posible.

—Maldita hechicería —dijo Ronsarde, con voz débil—. No la consideré una hipótesis válida. Dígale a Valiarde...

—Sebastion, ahorra fuerzas —urgió Halle—. No puedes decirle nada hasta que salgamos de aquí.

—Dígale a Valiarde —continuó Ronsarde tercamente— que Macob no está loco. Es la conclusión a que llegué, estudiando las crónicas históricas. Halle, tú...

—No, sabes que no estoy de acuerdo —rezongó Halle—. Yo creo que está loco, aunque es una locura extraña. Los locos suelen ser astutos, pero no tan perspicaces. La locura de Macob no ha embotado su inteligencia.

—Y ya está muerto, así que matarlo es problemático —dijo Madeline—. Está bien, inspector, se lo diremos a Nicholas.

Ronsarde se detuvo de golpe, soltó a Halle y con fuerza sorprendente cogió el cuello de la chaqueta de Madeline.

—Dígale a Valiarde —dijo con ferocidad— que en el estudio de mi apartamento de la avenida Fount, bajo la losa floja del lado derecho de la chimenea, hay un paquete de documentos. Él debe verlos.

Halle tomó el brazo de Ronsarde y lo urgió a moverse. Parecía que el inspector iba a perder la consciencia nuevamente.

—Quería que él lo viera... —añadió—. No se relaciona con este asunto pero él debe saberlo cuando esto haya concluido...

—¿Sabe a qué se refiere? —le preguntó Madeline a Halle.

—No. —Halle sacudió la cabeza—. Espero que duremos el tiempo suficiente para averiguarlo.

Avanzaron por la catacumba con penosa lentitud, pero el miedo los mantenía en marcha. Tres gules los esperaban a la entrada del túnel que conducía a las alcantarillas, pero la esfera los eliminó con cierta indolencia, como si se hubiera enfrentado a un desafío mayor y los gules le parecieran algo superado. En cuanto te descuides, estarás hablando con ella, pensó Madeline.

El túnel era difícil de seguir hasta que Ronsarde despertó. Pudo apoyarse en Halle, permitiendo que Madeline encendiera una de las velas que llevaba en el bolsillo y así pudieran ver más allá del punto donde terminaba el liquen. Según se aproximaban a las alcantarillas, el hedor creciente, nauseabundo y familiar era una grata señal de que casi estaban en casa.

Llegaron a la puerta podrida del viejo canal. Madeline iba a ayudar a Ronsarde a pasar cuando oyeron voces.

Ella y Halle se miraron a la luz de la vela.

—Crack consiguió llegar —susurró ella esperanzadamente. Pero no oía la voz de Nicholas.

—Me cercioraré —dijo Halle—. Usted espere aquí con Sebastion.

—De acuerdo. —Bajaron a Ronsarde para que pudiera apoyarse en la pared y le entregó la vela a Halle—. No se aleje demasiado. Hay ramificaciones y recodos y puede extraviarse.

Halle se dirigió hacia las voces y ella se quedó sentada junto a Ronsarde. Al cabo de un momento, pensó que era un error. Le dolían las piernas de tanto trepar y correr en el frío húmedo, tenía los músculos agotados de tanto alzar a Ronsarde y los brazos doloridos de tanto aferrar la esfera. Apoyó la cabeza en la pared mugrienta y cerró los ojos; no sabía si podría levantarse.

La luz de las velas se disipó mientras Halle se alejaba, y permanecieron un instante en plena oscuridad. La esfera comenzó a irradiar un fulgor escaso y dorado. Madeline la miró. El color de la luz era semejante a la llama, como si imitara la vela. Alzó la vista y se encontró con los ojos de Ronsarde. Aún estaba consciente y su mirada era más aguda.

—Un artilugio astuto —dijo, sonriendo.

Madeline volvió a oír voces, esta vez más cerca. Reconoció al doctor Halle, que parecía aliviado, y la persona que le respondía era...

—¡Ése es Reynard! —le dijo a Ronsarde.

—Doctor, ¿está el inspector con usted? —preguntó alguien.

—Y el capitán Giarde —dijo Ronsarde, identificando la voz con placer—. Es posible que lo consigamos.

Pero, ¿dónde está Nicholas?, se preguntó Madeline. Debe de estar muy por delante de nosotros. Si hubiera comprendido que ella estaba detrás de él, habría regresado a buscarla y se habrían cruzado en la catacumba o el túnel. Siempre que estuviera delante de ella, comprendió. Pero si estaba detrás de mí...

Las voces se acercaron.

—Sí, Crack nos avisó —decía Reynard—. ¿Nicholas y Madeline están con ustedes?

La respuesta de Halle fue inaudible.

—No, no está con nosotros —respondió Reynard—. ¿Está seguro...?

Más respuestas confusas.

—Pero Arisilde Damai, el hechicero enfermo, también fue capturado —dijo claramente Halle—. Él y Valiarde deben de estar allá abajo.

—Fallier y los otros hechiceros planean demoler las cámaras subterráneas —explicó el hombre a quien Ronsarde había identificado como el capitán Giarde—. Si queda alguien ahí abajo...

—No puede abandonarlos allí —protestó Reynard—. Sin la ayuda de Nicholas, no sabrían dónde está ese canalla. Yo iré a buscarlo.

—Le mostraré el camino —dijo Halle.

—No —intervino Giarde—. Así los perderíamos a todos. Puedo pedir a Fallier que espere, darles tiempo para salir... pero si esperamos demasiado, el nigromante escapará.

Más protestas. Parecía que Giarde tenía muchos hombres consigo y Reynard y Halle estaban atrapados entre ellos.

Madeline miró a Ronsarde.

—Ojalá pudiera acompañarla, querida —dijo el inspector con expresión agria y fatigada—. Usted es una mujer de recursos, pero un poco de ayuda nunca viene mal. —Suspiró—. Puedo apañármelas, sin embargo, para demorar una posible persecución.

—Gracias —susurró ella. Le besó en la mejilla y se puso de pie—. Regresaré.

Mientras atravesaba la puerta para volver al túnel, oyó el susurro de Ronsarde:

—Dios lo quiera así.