VII. El sueño del monje y otras cosas del diablo

Todo empezó con una especie de presencia invisible, pero insistente, que le hizo abrir los ojos. Se esforzó en mantener la calma para distinguir lo imaginario de lo real. Sentada en el borde de la cama, frágil y pálida, las manos posadas en actitud formal sobre las rodillas, Sophia lo contemplaba con aire grave. Observó que parecía un poco perdida, pero ello no ocultaba un ápice su belleza sutil. Sus cabellos rubios le ceñían la cabeza como un casco dorado, y sus ojos azules tenían la pureza de los glaciares. El monje pensó que si, a su edad, hubiera sido compañero suyo de juegos, se habría enamorado perdidamente de ella.

—Estáis muy enfermo, tenéis fiebre —dijo Sophia.

El monje no se movió, como si la chiquilla fuera un pájaro al que un solo movimiento, aun furtivo, podía hacerlo echar a volar.

—¿Dormís? —preguntó.

—No, no duermo. Simplemente cierro los ojos para descansar de la vida.

—Deberíais dormir —dijo ella con mucha seriedad—. No tenéis en absoluto buen aspecto…

—Estos tiempos son muy duros para permitirme dormir —contestó el monje.

Se oyó un gemido detrás de la puerta.

—¿Qué es eso?

—Vuestro perro. Nos ha adoptado, a mi hijo y a mí.

Sophia se puso a batir palmas, encantada.

—¡Cómo me alegro! ¿Puedo abrirle?

—Vale más que no, hay una dama en la otra habitación. ¡No debe veros!

El monje se incorporó hasta sentarse en la cama. Sophia llevaba un vestido de terciopelo azul claro que le sentaba muy bien pese a la palidez de su semblante. Una capa le cubría los hombros.

—¿No tenéis frío?

—He encontrado estas prendas en vuestro armario. Estaban bien dobladas. Espero que no os contraríe.

—Pertenecían a mi esposa, nadie se las pone ahora.

—Oh, lo siento.

—Así es la vida.

—Me quedan un poco grandes, pero me dan calor, sobre todo la capa. He pasado tanto frío en vuestro sótano…

—Lo siento en el alma, creía que estabais muerta.

—Pero me pusisteis una gruesa manta encima —señaló ella—. Fue un detalle. Yo os oía, ¿sabéis? Parecíais muy triste por verme muerta. ¿Quién sois?

El monje frunció los ojos para pensar.

—Digamos que soy una especie de filósofo adelantado a su tiempo y de sabio un poco loco. Ayudo a mi hijo, que es policía. Está encargado de investigar vuestra muerte.

—Ah, entonces, ¿estoy muerta de verdad? —dijo con un aire de desconcierto, como asustada—. ¿Qué va a pasarme?

El monje intentó tranquilizarla.

—Supongo que vais a acceder a la luz. Es la meta de todos.

Sin decir nada, Sophia se levantó y fue hasta la ventana.

—El cielo está muy gris —murmuró—. ¿Estaré todavía aquí mañana? ¿Pasaré el invierno y oleré de nuevo las lilas y las rosas?

—Siempre estaréis en mí —respondió gravemente el monje—. Macte animo! Generose puer, sic itur ad astra. —Y lo tradujo para estar seguro de que ella lo entendía—: ¡Ánimo, noble criatura! Así es como nos elevamos hacia las estrellas.

Sophia se volvió hacia él, y su sonrisa, teñida de melancolía, flotaba en el aire.

—No he tenido tiempo de aprender —murmuró—, y tenía tantas cosas que dar… —Pensativa, se mordisqueó los labios antes de volver hacia él despacio, con las manos a la espalda—. ¿Tenéis más hijos aparte de este?

El monje se emocionó.

—No, pero es el orgullo de mi vejez; aunque él no lo sabe.

—¡Lo importante es que sepa que lo queréis!

En ese instante, el sol pareció tocarla con uno de sus anémicos rayos. El monje vio en ella una palidez que le recordó la noche del cementerio.

—¿Quién os ha matado? —preguntó.

—Tantas personas… —susurró Sophia, como ausente—. Si supierais…

En ese momento se oyó un ruido de pasos y luego una voz preocupada:

—Señor, ¿estáis bien?

Sophia le puso un dedo sobre los labios para indicarle que callara.

—Tengo que desaparecer. ¡Volved a dormiros! ¡No, de hecho, vos ya dormís y yo estoy muerta!