IX. Sartine y otras cosas del diablo

Al amanecer, Volnay se puso en camino hacia el Châtelet. Debía informar sobre los asesinos de los muelles y aprovecharía para visitar a Sartine. El lugarteniente general de policía era un personaje notable en el reino y no era aconsejable ignorarlo.

Pese al frío que hacía en la habitación, Sartine llevaba un chaleco sin mangas. Por una vez, recibió cordialmente a su colaborador y pareció satisfecho con las primeras explicaciones del comisario de las muertes extrañas.

—Entonces, habéis podido identificar a la víctima. ¿Sophia, decís?

Para su sorpresa, Volnay lo vio acercarse a su escritorio y coger el dibujo de la joven víctima que él le había dejado. De modo que Sartine lo tenía a mano…

—Así que ese es su nombre —murmuró el lugarteniente general de policía, contemplando, pensativo, el retrato—. Sophia…

—Eso no es todo —prosiguió el comisario, disimulando su estupor ante la actitud desacostumbrada de Sartine—. He encontrado a la prostituta que daba la eucaristía en esa misa negra.

Y a continuación contó toda la historia.

—¿Cómo habéis podido dejar escapar a esa mujer? —vociferó Sartine al final del relato—. ¡La próxima vez, llevad con vos a unos arqueros de la patrulla! ¡Este asunto podría estar ya resuelto, de no ser por vuestra torpeza!

El comisario de las muertes extrañas encajó sin rechistar esos injustos reproches y habló del segundo sospechoso, aunque sin mencionar la pista de la Ardilla.

—¿El cura danzarín? —repitió Sartine—. ¡Vaya sobrenombre! ¡Bailará mejor aún en el extremo de una cuerda! Voy a poner a mis agentes tras sus pasos. Vos no os inmiscuyáis en esto; concentrad todos vuestros esfuerzos en averiguar la identidad de los otros tres participantes. Dos hombres y una mujer, ¿no es así?

El comisario de las muertes extrañas asintió. Sartine se sentó encima de su mesa, con una pierna balanceándose en el vacío y mirándolo con aire pensativo.

—Decidme, ¿ese astrólogo trataba bien a su hija?

Volnay alzó una ceja en ademán interrogativo.

—¿Era un buen padre? ¿Le pegaba? —insistió el lugarteniente general de policía.

—No lo creo. Simplemente, no se ocupaba de ella, como mucha gente en nuestros días.

—Ya, comprendo. —Sartine vaciló—. Pero ¿tenía una habitación propia? ¿Tomaba tres comidas al día?

—Sí, tenía un techo y estaba alimentada —respondió Volnay, cada vez más asombrado por la insistencia de su superior y lo extraño de sus preguntas.

El lugarteniente general de policía le dio la espalda y fue hasta la ventana, donde se quedó de pie. Volnay lo observó a hurtadillas y se fijó en que la tez marfil viejo de Sartine había dejado paso a una palidez extrema. Habitualmente incisivo, una especie de languidez parecía acompañar ese día todos sus movimientos.

—He soñado con ella.

—¿Perdón? —dijo Volnay, estupefacto.

—Anoche soñé con Sophia —dijo Sartine en voz baja—. Venía a hablar conmigo. —Se volvió hacia Volnay con cierta incomodidad, actitud también poco frecuente en él—. No es más que un sueño, me diréis, pero parecía tan real… ¿Cómo iba vestida en el cementerio?

—Ya sabéis que la encontramos desnuda.

Sartine pareció embarazado.

—¡Claro, claro! Es curioso, en mi sueño llevaba prendas más apropiadas para una mujer que para una niña de su edad.

—¿Qué os dijo? —preguntó el comisario de las muertes extrañas, entrando en su juego.

—Me contó que estaba buscando a su perro.

Pese a la baja temperatura de la habitación, Volnay notó un sudor frío correrle por la espalda. A Sartine no le pasó inadvertido que se ponía tenso.

—Veo que esta historia del perro despierta algo en vos. ¡Contádmelo todo! ¡No me ocultéis nada!

El comisario de las muertes extrañas le recordó entonces los gemidos y lamentos del perro delante del cementerio la noche del crimen.

—Sí, me acuerdo —dijo Sartine—. Me habíais descrito muy bien el ambiente de esa noche.

¡Pues claro! El policía sabía que su superior iba un día a la semana a contarle al rey todo lo que pasaba y que le gustaba sazonar un poco los relatos para captar mejor la atención de Luis XV.

—Ese inteligente animal me siguió después.

—¡¿Cómo?!

Volnay reprodujo toda la historia, así como los descubrimientos de Helena en casa del comisario de barrio. Sartine iba de un lado a otro de la habitación, extrañamente agitado, deteniéndose solo para aspirar rapé y estornudar a continuación.

—¡Se me ocultan cosas!

—¡No era más que un perro! ¡No será él quien nos conduzca hasta los asesinos!

—¡Da igual!

Sartine estrujó nerviosamente su pañuelo de encaje.

—Quiero saberlo todo de este caso, ¿me oís? ¡Todo!

Reprimió un escalofrío y se acercó al fuego, que ardía alegremente en la chimenea. El comisario de las muertes extrañas hizo lo mismo, alargando a la vez que él las manos hacia las llamas para calentárselas. Así, uno junto a otro, Sartine adoptó un tono confidencial.

—Lo más curioso es que yo no conocía esa historia del perro. ¿De dónde me la he sacado, entonces?

—La mente nos juega a veces malas pasadas —dijo Volnay—. Mi padre tiene sus teorías al respecto y afirma que cierta voz, desconocida y familiar a la vez, intenta hablarnos mientras dormimos.

—¡Vuestro padre está loco! ¡Yo no me refiero a eso!

Titubeó, echó un vistazo por encima del hombro, como si temiera ser espiado, y susurró bajito:

—Dicen que el alma de los difuntos vaga cuarenta días…

Por un instante, la razón de Volnay vaciló, dominada por un miedo súbito. Después de su padre, Sartine…

—No lo creo —murmuró.

El lugarteniente general de policía le lanzó una mirada acerba.

—¡Vos y vuestro padre no creéis en nada más que en lo que podéis demostrar!

El comisario de las muertes extrañas asintió secamente con la cabeza.

—¡Exacto!

Sartine se abismó en la contemplación de las llamas claras que danzaban en el hogar.

—Es vuestra fuerza, Volnay, pero también vuestra debilidad. Vuestra mente carece de espiritualidad. ¡No estáis abierto como yo a lo invisible y lo inesperado!

El comisario de las muertes extrañas se mordisqueó los labios, pensativo. La conversación con su superior tomaba un giro sorprendente. Incluso habría podido ser peligrosa con otro, pero Volnay sabía fehacientemente que Sartine ya no albergaba ninguna duda sobre su impiedad y la de su padre. El lugarteniente general de policía se volvió bruscamente hacia él, con expresión asustada.

—Volnay, ¿y si el alma de Sophia hubiera vuelto para vengarse de sus asesinos?