VIII. El cura danzarín y otras cosas del diablo

El monje terminó su relato, sentado como un rey en su sillón junto al hogar. Llevaba una magnífica bata de indiana, de colores vivos y motivos orientales, que le daba el aspecto de monarca de un país exótico. Helena y su hijo lo escuchaban a sus pies, como fieles súbditos.

—¿Y eso es todo? —preguntó Volnay.

—¡Demonios, sí! —dijo el monje—. Volví a dormirme, pero su presencia era de lo más real, te lo aseguro. ¡Mira, hasta el perro tiene todavía el pelo erizado!

El policía miró al inteligente animal. Este jadeó brevemente, con la lengua colgando, antes de emitir un ladrido.

—¿Qué quieres decirme? —preguntó, muy serio, el comisario de las muertes extrañas.

El perro movió las orejas en su dirección.

—Veo que mi cotorra es más explícita que tú…

Volnay contempló de nuevo al perro. Su pelaje era blanco, pero con algunos mechones rojizos.

—¿Este animal no era de otro color cuando me he ido?

—La buena mujer que ha cuidado de mí ha considerado que estaba demasiado sucio y lo ha lavado. ¡Y él se ha puesto como loco!

Volnay masculló algo y se acercó al fuego, complaciéndose en calentarse los dedos entumecidos sobre las llamas.

—Todo esto es muy misterioso, pero no estoy seguro de ser el más indicado para interpretar tus sueños.

—Los sueños le llegan al hombre por vías muy extrañas —observó Helena—, y no creo que tengan nada que ver con la disposición de las estrellas. Me parece que es más bien una vía exterior, aunque no ajena a nosotros mismos, la que nos habla sin que queramos oírla.

—Me parece muy interesante vuestra visión de los sueños —dijo el monje—. Hace poco soñé con abejas. ¿Sabéis lo que significa? ¡Ganancias para los pobres y nada para los ricos! ¡Pero, cuidado, si en el sueño la abeja os pica, eso indica un próximo fracaso! —Sofocó una tos seca—. En fin, volviendo a nuestro asunto, no estoy seguro de que la aparición de esa niña pueda ser calificada de sueño. Tengo más bien la impresión de que Sophia me hablaba desde el más allá.

Volnay y Helena cruzaron una mirada de complicidad.

—Esa pequeña se me ha aparecido —prosiguió el monje, sin percatarse aparentemente de su inquietud—. No sé por qué, pero me ha hablado, ¡estoy seguro!

—Debe de ser porque la entierran mañana —sugirió Helena—. Todo esto os altera.

El comisario de las muertes extrañas suspiró y trató de cambiar de tema.

—Está bien interesarse por la víctima de un asesinato, pero es más importante centrar la atención en los asesinos. Estás tan fascinado por la pequeña Sophia que ni siquiera nos has preguntado por nuestras pesquisas.

Volnay le contó entonces el episodio de la Voraz y el monje, con los ojos brillantes, profirió varias exclamaciones.

—Bien, la justicia ha impuesto su castigo —concluyó—. ¡La prostituta ha pagado por su participación en esa siniestra misa negra! ¡Ahora le toca a ese cura danzarín!

La expresión de Volnay se ensombreció. No acababa de habituarse al insólito comportamiento de su padre, por lo común tan comedido, lógico y reflexivo cuando tenían entre manos una investigación.

—Ya nos ocuparemos de él, anochece pronto y estoy cansado. Además, para eso quizá necesite algunos agentes. Y mañana por la mañana es el entierro de Sophia. Al final, su padre lo ha dejado de nuestra cuenta. ¡No se ocupa más de ella en la muerte que en la vida! Vendrán a retirar el ataúd del sótano mañana alrededor de las diez. —Dirigió la mirada hacia Helena—. Voy a quedarme a velar a mi padre. Si queréis, podéis pasar la noche en mi casa, que está a dos pasos de aquí.

De pronto se dio cuenta de que no sabía dónde residía la joven, ya que hasta el momento se había quedado a dormir en casa de su padre.

—Prefiero quedarme aquí, con un sillón tengo bastante. Id vos a descansar, yo lo velaré.

—No hace falta, no está con un pie en la tumba.

—Está enfermo y todavía débil, tiene que quedarse alguien con él.

—Claro, por eso voy a quedarme yo.

Se desafiaron con la mirada.

—Es mi padre —dijo despacio Volnay, en un tono que tenía un matiz peligroso—. Permaneceré a su lado.

El monje intervino para decir con delicadeza:

—No, hijo mío, vete a casa. Necesitas descansar porque llevas mucho sueño atrasado. Helena se quedará conmigo. ¡Además, la cotorra necesita tu presencia!

El joven se puso tenso.

—Padre, no pienso…

—Al contrario, piensas demasiado. Vete enseguida a descansar y dale las buenas noches a la cotorra de mi parte.

Habitualmente impasible, el rostro de Volnay pareció expresar toda una serie de emociones enfrentadas; luego, como aturdido por un golpe asestado con demasiada violencia, se dirigió hacia la puerta titubeando ligeramente. Antes de salir, se volvió como si acabara de recordar algo.

—¡Tú, ven aquí! —le ordenó al perro.

Este lo miró y luego se volvió para mirar al monje. Parecía perplejo. Al final, decidió tumbarse a los pies del propietario de la casa. Volnay se fue, cerrando bruscamente la puerta tras de sí.

—¿Por qué habéis echado a vuestro hijo? —preguntó Helena.

El monje adoptó un aire contrito.

—Cuando estoy enfermo, prefiero la compañía femenina.

—Ya habéis tenido a Sophia —le señaló ella con ingenuidad.

—¡Sí, pero vos sois real!

Volnay había salido furioso de casa de su padre. Entró en la suya, encendió el fuego y retiró la cálida tela que cubría la jaula de la cotorra, con la que entabló su conversación habitual.

—¡Ese viejo egoísta solo tiene ojos para la tal Helena! ¡Ah, se me llevan los demonios! ¡Esa mujer está echándole el guante y él no se da cuenta de nada, demasiado feliz de pavonearse ante ella, que lo escucha desplegar su ciencia!

Esta vez, la cotorra guardó silencio.

«Debería haber intentado besarla», pensó Volnay, pero no le dijo nada a la cotorra.

Estuvo un rato dando vueltas por la casa antes de decidirse a salir. Sus pasos enfurecidos lo llevaron a la taberna donde había conocido a la Ardilla. Si la Voraz conocía al cura danzarín, quizá la joven prostituta también lo conociera. La entrada del comisario de las muertes extrañas despertó de nuevo la curiosidad y desató los comentarios. La Ardilla estaba allí, rodeando con sus brazos los hombros de un jugador afortunado. El comisario de las muertes extrañas pidió de beber y se esforzó en tomarse el vino peleón sin hacer muecas. Tras unos instantes de vacilación, la joven prostituta se acercó a su mesa y se quedó plantada delante de él, con las manos tras la espalda, balanceándose.

—Corren muchos rumores por el barrio —susurró—. Dicen que un policía brutal visitó a la Voraz y que ella está muerta.

—Cayó de cabeza por el hueco de la escalera intentando huir y se partió la nuca al golpearse con los peldaños.

La Ardilla tragó saliva con dificultad.

—¡Da igual! No quiero tener ninguna relación con vos. Me interesa conservar mi reputación en el barrio.

Volnay asintió con la cabeza. Sabía que en un barrio todo el mundo se conoce y que, si alguien perdía su reputación, toda la comunidad podía alzarse contra él y hacerle la vida imposible.

—Si se supiera que he sido yo quien os ha llevado a su casa… —continuó la Ardilla, estremeciéndose.

—¿Qué diríais de un luis de oro? —preguntó Volnay, que siempre sabía encontrar los buenos argumentos.

Un destello de codicia veló la mirada de la Ardilla.

—¡Dos! —dijo precipitadamente—. Despedidme de malos modos como si os molestara, salid y venid a mi habitación dentro de una hora. La segunda calle a la derecha, subiendo hacia la sombrerería. Contad tres puertas y subid al último piso. He dibujado un pájaro en mi puerta para que los clientes la encuentren más fácilmente.

—¿Un pájaro? ¿Sabéis que yo tengo una cotorra? Sabe hablar…

—¡Qué me decís! El mío, como veréis, es de lo más normal. Ahora, apartadme, llamadme bribona y decidme que me largue.

El policía se encogió de hombros, le dio un empellón y la apartó bruscamente, insultándola, lo que provocó chanzas y amenazas en la mesa de los jugadores. Volnay se puso a continuación la capa sobre los hombros y se levantó, lanzando hacia la mesa una mirada glacial con la mano en la empuñadura de la espada. Esa advertencia muda evitaría que lo siguieran por la calle.

Fuera, la noche parecía soportar todo el peso de la nieve. El viento jugaba a proyectar hacia el cielo surtidores de espuma blanca. Volnay pestañeó y, a través de las ráfagas, se esforzó en encontrar la dirección indicada. Pasó de largo y al llegar a la esquina se escondió para asegurarse de que nadie lo seguía. Luego volvió prudentemente sobre sus pasos, con todos los sentidos alerta. Entró en el inmueble de la Ardilla y subió sigilosamente la escalera hasta la puerta de la joven, en la que reconoció el tosco dibujo anunciado del pájaro.

Se arrebujó en la capa y se sentó en el último peldaño de la escalera, con los brazos apretados alrededor del cuerpo para calentarse, intentando hacer caso omiso a los efluvios nauseabundos que impregnaban el lugar. Al cabo de una hora escasa que le pareció interminable, un paso ligero le hizo aguzar el oído. Se asomó con precaución por encima de la barandilla y distinguió en la penumbra una sombra menuda. No tardó en precisarse la silueta de la Ardilla. Subía despacio, haciendo una pausa en cada rellano para no quedarse sin aliento. Nadie la seguía. Cuando estuvo frente a él, con los ojos brillantes, Volnay encendió una cerilla.

—Por fin llegáis…

La nieve había dejado huellas blancas en su pelo. Volnay se contuvo para no sacudirlo. La Ardilla rebuscó en su bolsillo, sacó una gran llave y la introdujo en la cerradura.

—Voy a encender una luz —dijo, pasando delante de él.

Muy pronto, el pobre resplandor de una vela se reflejó contra la pared, mostrando un cuchitril tan estrecho que Volnay tuvo la sensación de que abriendo los brazos tocaría la pared a ambos lados. La única ventana estaba tapada con papel engrasado y en la habitación hacía un frío atroz. Además de un camastro cubierto con dos mantas de lana, solo un baúl para los enseres, una mesa pequeña y una silla amueblaban la vivienda. El comisario de las muertes extrañas entró. Sonriendo, la joven cerró con llave.

—¿Hace falta? —preguntó Volnay, sorprendido—. No pienso quedarme.

—Monseñor estará más tranquilo si nadie puede entrar —señaló con finura.

El policía asintió con la cabeza para expresar su aprobación, pero mantuvo las distancias cuando la joven se sentó en el catre. Estaba tan delgada que parecía tener los costados cosidos. Su falda levantada dejaba entrever un par de botines negros y unas medias de lana gris remendadas. Alargó la mano.

—Mis dos luises, por favor.

Volnay le puso uno en la palma y acercó la silla.

—Tendréis el otro si me informáis bien.

—No era eso lo acordado —se quejó ella.

—Ahora sí. Busco a un cura que seguramente ha colgado los hábitos. Lo llaman el cura danzarín. ¿Habéis oído hablar de él?

La Ardilla rio.

—Era un buen amigo de la Voraz, pero es tan cura como vos y yo. Era pertiguero, pero lo echaron porque bebía demasiado, ¡sobre todo vino de misa! Es una mala persona. Merodea por el barrio y dicen que trabaja con los ladrones de cadáveres.

—¿Tiene amigos?

La Ardilla se encogió de hombros.

—Nadie lo soporta. ¡Te mira mal y te echa mal de ojo! Aquí, eso se teme. ¿Sabéis que el demonio pasó por la taberna de la que venimos hace diez años?

—¿De verdad? —dijo Volnay, escéptico pero divertido.

—Sí, cuentan que, una noche de tormenta, un hombre vestido de negro entró en la taberna e invitó a beber a todos los clientes hasta muy entrada la noche. Llevaba la bolsa bien llena. El tabernero se fue a dormir después de haberla metido debajo de la almohada. ¡Por la mañana, cuando la abrió, solo contenía carbón y estiércol!

—¡Y de eso dedujo que era el diablo quien le había pagado!

Volnay pensó que habían estafado muy hábilmente al tabernero, pero no dijo nada.

—Volvamos a nuestro cura danzarín. ¿Sabéis dónde vive?

Ella negó con la cabeza.

—No tengo ni idea.

—En ese caso, os quedaréis sin el segundo luis.

—¡Un momento! —Frunció cómicamente el entrecejo y torció su bonita boca en un mohín de decepción—. ¡Qué duro sois conmigo! ¿No os habéis preguntado nunca por qué le llaman el cura danzarín?

Volnay, humillado, tuvo que reconocer que no.

—¡Pues porque danza! —dijo en tono triunfal la Ardilla—. Conozco una taberna donde tocan música para bailar. Siempre que he ido, lo he visto. Puedo llevaros. Llegaremos una hora antes de medianoche. Ahora, ¡mi moneda! —añadió, alargando la mano.

—Os la daré cuando veamos a nuestro hombre. ¡Podríais muy bien haberos inventado esa historia!

Ella fingió enfurruñarse.

—¡Policía malvado!

Pero Volnay no estaba de humor para bromas.

—Vamos —la apremió, levantándose.

La Ardilla no se movió. Su mano arrugaba y estiraba nerviosamente los pliegues de su falda. Por un instante, la media que cubría su tobillo brilló débilmente a la claridad de la vela.

—¡De acuerdo! —dijo precipitadamente, poniéndose en pie de un salto y tropezando para caer en brazos de Volnay.

El joven la sujetó instintivamente, rodeándole la cintura con los brazos. Ella aprovechó para pegar sus labios a los de él. Volnay la apartó con suavidad, inmediatamente después de recibir el beso. Su corazón estaba en otra parte suspirando por Chiara, que se había marchado después de habérselo roto.

—No soy bastante buena para vos, ¿es eso? —dijo la Ardilla.

—Eso no tiene nada que ver —la tranquilizó él. Y era verdad, pues a Volnay no le enorgullecía especialmente hacer honor a su rango y solo lo guiaban las ideas de igualdad y fraternidad—. Poneos el abrigo —dijo—. Nos vamos.

La joven dio un paso atrás y, levantando la mano, rozó con la yema de los dedos la fina cicatriz que iba desde el rabillo de su ojo derecho hasta la sien.

—Alguien se ha portado muy mal con vos. Espero que quien os hizo esto sufra el fuego de la justicia divina…

El comisario de las muertes extrañas la miró de pronto con atención.

—Habláis bien para ser una chica de la calle —observó—. Debéis de haber recibido educación. ¿Cuál es vuestro origen?

Encantada de que por fin el policía se interesara por ella, la joven prostituta se mostró locuaz.

—Mi abuelo era fabricante de medias, y mi padre, sastre. Se casó con mi madre, que tenía un puesto en el mercado de Saint-Martin. Mis padres eran muy severos conmigo y un poco menos con mis dos hermanos. Nos hicieron aprender a leer y escribir, a contar y algunas cosillas más que resultan útiles. —Miró alrededor, titubeó un poco y volvió a sentarse en el camastro—. Para mi desgracia, cuando tenía catorce años conocí a un muchacho apuesto, aparentemente honrado y sincero. Era oficial perfumista y me hizo la corte con suficiente sentimiento y convicción para llegarme al corazón. Logró vencer todas mis reticencias hasta poseerme y quitarme la virginidad. Después empezó a presumir de ello en el barrio y la noticia no tardó en llegar a oídos de mis padres.

El policía meneó la cabeza. En un barrio todo se sabía y los rumores corrían a veces tan deprisa como un caballo al galope, mancillando y destruyendo las reputaciones.

—Me echaron a la calle sin escucharme. Mi enamorado me acogió en su buhardilla, pero se cansó de mí y tomó la costumbre de compartirme con uno de sus amigos. Yo no me atrevía a negarme por miedo a que me echara y a acabar, sola y sin trabajo, en la cárcel. Una noche, ese muchacho vino con dos amigos y trajo un pastel de carne y un tonelete de vino. Comimos, bebimos y luego abusaron de mí. Me pegaron tan fuerte que los vecinos vinieron a quejarse y amenazaron con llamar al oficial de la patrulla. Entonces me echaron a la calle y acabé la noche en el pórtico de una iglesia. En ese momento me juré que no volverían a poseer mi cuerpo sin pagarme el precio que vale —la joven agachó la cabeza—, aunque no sea mucho…

Un escalofrío la recorrió. La Ardilla frotó las manos una contra otra para entrar en calor. Volnay se quitó la capa para ponérsela sobre los hombros y se sentó a su lado.

—Vos valéis más que todo el oro del mundo —dijo amablemente.

Ella abrió la boca y olvidó cerrarla, sorprendida por tanta atención desinteresada hacia ella. El comisario de las muertes extrañas, por su parte, sabía que, en la ciudad, una joven sin familia ni protección corría fácilmente el peligro de caer en la prostitución. Las más afortunadas conseguían ser contratadas en la industria, donde las obreras estaban bien pagadas, aunque ocupaban los empleos de inferior categoría; pero eso requería tener ciertos conocimientos. Las demás, si no vendían su cuerpo, tenían que dedicarse a los pequeños oficios callejeros, como vender ropa usada en los mercados, alfileres, carbón o madera en las calles. Algunas se dedicaban en ocasiones a coser y zurcir, cuando encontraban un compañero que conocía a suficientes personas para conseguir trabajo.

—Vamos, contadme la continuación —la animó Volnay.

—Al amanecer —prosiguió la Ardilla, animada, estrechándose contra él—, fui a mendigar un mendrugo de pan a una panadería. El panadero me propuso darme todos los días una hogaza de pan a cambio de mis favores. Por la noche, salía un rato del horno para pasearme por las calles y poseerme deprisa y corriendo bajo un porche o en un patio cuando tenía ocasión. Hice lo mismo con varios comerciantes del barrio mientras reunía lo suficiente para alquilar un cuartito. —Recorrió con la mirada la triste habitación—. Aquí es todo pequeño. No tengo casi nada y mi alojamiento huele mal, pero tengo un techo para dormir todas las noches y puedo comer dos veces al día. ¡Es mucho mejor que nada! —Abrió la mano y contempló con arrobo el luis de oro, que centelleaba débilmente—. Es la primera vez que tengo unos ahorros. Voy a comprarme ropa de más abrigo y una buena manta, y a pagar unos meses de alquiler por adelantado. ¡Quizá hasta pueda poner una ventana de verdad!

Conmovido a su pesar, Volnay le preguntó:

—¿Qué edad tenéis?

—Dieciséis años. ¿Y vos?

Sus ojos de color avellana lo miraban con curiosidad.

—¡Casi diez más!

—¿Sí? ¡Parecéis mayor!

Una sonrisa apenas esbozada iluminó el semblante pálido del comisario. Ella, azorada, se sonrojó.

—No es eso lo que quería decir. No parecéis mayor, es solo que sois un poco… serio.

La joven se calló, estupefacta. Volnay reía a carcajadas, sorprendido y encantado de tanta frescura. Le dio la sensación de que parecía mucho más joven cuando se dejaba llevar y empezó a confiar en llegarle al corazón, pues le gustaba mucho.

El comisario de las muertes extrañas bajó la cabeza y pareció concentrarse en la contemplación de los botines de la Ardilla. La distancia que mantenía con los demás no lo privaba de emociones y sentimientos. Aunque conmovido por la historia de la muchacha, no quería dejarlo traslucir.

—Venid, Ardillita —dijo con mucha dulzura—. Tenemos que irnos. ¡Tapaos bien! No quiero que cojáis frío.

Salieron bajo la bóveda estrellada, siluetas solitarias en la noche glacial, y caminaron con prudencia uno al lado de otro a través de las calles nevadas. La calle Bordelles seguía al otro lado de la muralla de Felipe Augusto y de las aguas pútridas del Bièvre por la calle Mouffetard, atravesando el burgo de Saint-Médard. A Volnay, el olor de las curtidurías, los desolladeros y las casquerías que la bordeaban le revolvió el estómago, pero a su compañera no pareció incomodarla.

La multitud se amontonaba en una especie de granero-taberna, al fondo del cual se alzaba un estrado donde unos violinistas le daban al arco desenfrenadamente, arrancando a su instrumento un sonido triunfal. Bajo los farolillos bailaba, saltaba y gritaba una multitud abigarrada. Los bailarines iban mal vestidos, con prendas en su mayoría remendadas. Sus zapatos o zuecos golpeaban el suelo de tierra batida, levantando una nube de polvo, a un ritmo sordo que reproducía el de un corazón latiendo aceleradamente.

—Te entran ganas nada más entrar, ¿verdad? —dijo la Ardilla.

—¿De qué?

—¡De bailar y estrecharse uno contra otro!

Acompañó esta declaración de una mirada ardiente, pero Volnay se encogió de hombros. Hacía falta algo más que eso para inflamar el corazón del comisario de las muertes extrañas.

—Demos juntos una vuelta por la sala para intentar localizar a nuestro hombre.

—¿Sin bailar?

—Sí, sin bailar.

—Entonces, cogedme de la mano como si fuéramos juntos y sonreíd. ¡Tenéis demasiado aspecto de policía!

Él le cogió la mano, muy pequeña comparada con la suya. Estaban tocando una gavota de dos tiempos, bastante ágil, y los bailarines formaban una hilera para seguir el movimiento vivo y alegre. De esa forma era más fácil distinguir a los hombres presentes y la Ardilla meneó la cabeza.

—No está aquí.

—¿Estáis segura? Mirad otra vez, por favor. No tengáis prisa.

—Os digo que no está.

—¿Y entre aquellos?

Señaló con la barbilla a unos hombres que no bailaban. Con los ojos oscurecidos por el deseo, miraban con crudeza a las chicas más bonitas que se contoneaban.

—No —confirmó ella—. Ya os lo he dicho, ¡el cura danzarín baila! Quizá podríamos esperarlo comiendo algo.

Señalaba, en un rincón de la sala, una mesa que acababa de quedarse libre. Volnay miró un instante sus costados sin carnes y asintió. Por diez sueldos cada uno, les dieron una sopa, carne hervida, un trozo pequeño de queso y medio vaso de un vino agrio que te encogía las encías. La Ardilla comió con apetito y alegría. Parecía satisfecha de la velada y lanzaba de vez en cuando una mirada lánguida hacia el comisario, muy buen mozo después de todo. Y cada vez que una mujer con los ojos pintados rozaba a su compañero, fruncía el entrecejo a modo de advertencia, indicando claramente que era de su propiedad.

Volnay se relajó y contó una anécdota que corría por la ciudad. Un médico muy conocido se pavoneaba en la Ópera antes de una representación, acompañado de dos bailarinas. En broma, una de ellas le quitó la peluca y la otra exclamó: «¡Oh! ¿Qué has hecho? ¡Acabas de quitarle su reputación!».

La Ardilla no podía parar de reír y Volnay, encantado, la acompañó hasta que la mano de la joven cubrió la suya. El policía se estremeció y la retiró antes de echar un vistazo a su alrededor.

—¿No ha venido?

Desilusionada, la Ardilla negó con la cabeza.

—¿Seguimos esperando?

—Se hace tarde.

—¿No queréis bailar ahora tampoco?

—No.

—¡Estoy segura de que nunca lo habéis intentado!

Sin responder, él se levantó y le tendió la mano para indicar que se marchaban. De pie, cara a cara, se miraron en silencio. A la Ardilla le resultaba difícil sumergirse en la mirada sin fondo del comisario. Este se volvió y le abrió paso con decisión entre la muchedumbre.

Al salir se encontraron con un grupo de gente enmascarada que parecía bebida. Soltaron algunas rechiflas dirigidas a la chica. Con una mano, Volnay cogió del brazo a la Ardilla, y con la otra acarició la empuñadura de su espada, gesto que no pasó inadvertido y enfrió el ardor de los burlones.

—Las calles no son seguras. Os acompañaré a casa.

Ella lo miró, ensimismada, antes de contestar en un tono neutro:

—Si lo deseáis…

Caminaron uno contra otro para protegerse del frío y del cierzo que silbaba. Al llegar al inmueble de la Ardilla, Volnay se detuvo.

—¿No subís? —preguntó la joven.

—No.

Ella se mordió los labios.

—¿No os gusto?

—No es eso.

—¿Es porque soy una prostituta, entonces?

—¡En la corte de Versalles se prostituyen mucho más que en las calles de París!

Se quitó el guante y acarició con la yema de los dedos la mejilla enrojecida por el frío de la joven, que se estremeció.

—Valéis mucho más de lo que creéis.

—Entonces, ¿por qué no subís un rato conmigo? Cuidaré de vos —dijo en un tono lleno de esperanza.

—¡El frotamiento de dos epidermis una contra otra no lo resuelve todo! ¿Qué queda después de eso?

—Hay algo más que los cuerpos —dijo ella—. Está el amor…

Volnay, desengañado, dio un paso atrás.

—El amor es un juego pensado para engañar, ¿por qué vamos a jugar a él?

Le cogió la mano y depositó en ella el segundo luis de oro. Luego, movido por un extraño impulso, retrocedió para besar esa mano rozando la punta de los dedos con sus labios, como habría hecho de haber sido una marquesa.

—Pero si no hemos encontrado al cura danzarín —dijo, sorprendida, y se sonrojó.

—Vos no habéis tenido la culpa.

—¿Volveré a veros? —preguntó la chica con una voz súbitamente endeble.

—Sí. Volveré a vuestra casa mañana por la noche, a las nueve. Probaremos suerte de nuevo. Hasta entonces, informaos, pero discretamente. No llaméis la atención. Si encontramos a nuestro cura danzarín, os ganaréis otros dos luises de oro.

—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Seré rica!

Se puso de puntillas y, antes de que él pudiera reaccionar, depositó en sus labios un beso helado.

—¡Hasta mañana, entonces!

Volnay la contempló alejarse y, después incluso de que la puerta del inmueble se hubiera cerrado tras ella, permaneció un rato inmóvil, pensativo bajo la nieve que caía y lo cubría todo.