XXV. Misa negra y una última cosa del diablo
La oscuridad reinaba por doquier, pero ¿era realmente de noche?, se preguntaba con inquietud Sophia. Su nodriza le contaba que la luna devolvía la vida a los vampiros y despertaba su sed de sangre. Así que, a fin de conjurar su miedo, Sophia no paraba de hablarle a Helena, como si solo las palabras pudieran mantenerla lejos de la locura y de la muerte.
—Mi nodriza me decía que los monstruos no existen, que todo eso no son más que historias que no hay que creer.
En la oscuridad, los ojos de color verde y dorado de Helena parecieron estrecharse hasta quedar reducidos a una ranura.
—Tu nodriza estaba equivocada, Sophia, los monstruos sí que existen. Están a nuestro alrededor, por todas partes, y ni siquiera sabemos distinguirlos de los demás.
Se volvió a medias para intentar reducir la presión de las ataduras en sus muñecas y sus pies.
—Y convéncete de que siempre adoptan la apariencia más amable para que no sospeches nada. Pero están ahí, a nuestro alrededor… —Una sonrisa dulcificó su semblante—. Afortunadamente no perdemos la esperanza. El mal siempre encuentra la oposición del bien. Es una cuestión de equilibrio. Vendrán…
—¿Quiénes? —preguntó Sophia—. ¿El comisario y su amable monje?
—Sí, porque son valerosos e inteligentes.
Helena se volvió contra la pared y murmuró:
—¡Al menos yo lo creo!
—¿Qué es lo que creéis?
El hombre vestido de terciopelo rojo entró. Con él, un poco de luz se deslizó hasta las dos prisioneras antes de desaparecer al cerrarse la puerta. El recién llegado encendió una linterna, que arrojó reflejos trémulos sobre las paredes frías.
—Primero tú —dijo, arrodillándose junto a Sophia.
Le hizo ingerir por la fuerza el contenido de un frasquito. Curiosamente, la niña solo se debatió una vez retirado el frasco de sus labios. Él se limitó a mantenerla en el suelo, bajo la lluvia de imprecaciones de Helena, hasta que se durmió. Solo entonces se volvió hacia la joven y su boca desveló una sonrisa de lobo.
—Y ahora vos…
Mostró cierta familiaridad con Helena, como si la conociera desde siempre. Después de haber comprobado cuidadosamente las ataduras de sus manos tras la espalda, le levantó el vestido con mano experta y le acarició los muslos.
—¡Bello animal! —exclamó. Se echó a reír y añadió—: Una vez no comprobé las ataduras de una prisionera y esa mujer estuvo a punto de arrancarme los ojos. Aquello fue la sorpresa de mi vida.
—Una vez un hombre me violó —replicó Helena—. ¡Aquello no me sorprendió en absoluto!
Él la miró con una indiferencia fría.
—No os preocupéis, me ocuparé más tarde de calmar vuestros ardores; pero he prometido concederle prioridad a un amigo mío que os tiene en gran estima. Después —añadió en un tono tranquilo— os mataremos.
Ella lo siguió con los ojos mientras sacaba de la alforja una copa y un hisopo negro. Sin pronunciar palabra, desató el cordón que retenía sus calzas y orinó en la copa. Añadió sal y algo que parecía azufre. A continuación, mojó el hisopo en el contenido de la copa y se acercó a la joven, que se contorsionó para escapar de su abrazo. Con mano firme, la agarró por el cuello y trazó sobre su frente con el hisopo la señal de la cruz al revés.
—Helena —dijo—, yo te rebautizo.
En un susurro, la joven replicó:
—¡Nunca he sido bautizada!
Sorprendido, el hombre la contempló antes de romper a reír.
Habían registrado sin éxito la vivienda de Helena en busca de indicios que los guiaran en su búsqueda desesperada.
—No han llevado a Sophia a casa de Helena y la casa del astrólogo se quemó —recapituló Volnay—. ¿Estará en casa de Sartine? Eso supondría correr un riesgo enorme dada su posición, porque el hecho no pasaría inadvertido… —Se quedó meditando unos instantes—. ¡Vayamos a la abadía en ruinas!
—Pero ¿por qué?
—¡Es el único lugar donde pueden estar! ¡No conozco otro!
—¡Estamos completamente perdidos! —gimió, desesperado, el monje—. Ahora que lo pienso, Helena estaba con nosotros cuando fuimos a esa abadía. Sabiendo que conocemos el lugar, no habrán llevado ahí a Sophia.
Su hijo le lanzó una mirada sombría.
—Ya lo he pensado, pero, una vez más, no sé adónde ir y, sobre todo, no olvides que ellos ignoran que hemos descubierto el secuestro de Sophia.
—¡Estamos en manos del azar! —concluyó el monje, aterrado.
El segundo hombre se acercó a Helena a paso lento, con una sonrisa en los labios. Iba vestido con un traje de terciopelo negro y llevaba una peluca empolvada.
—¡Vos! —susurró la joven—. ¡Vos!
Su sonrisa se borró lentamente y su maldad apareció a las claras. El hombre se arrodilló y le pasó una mano por las nalgas.
—Mi compañero tiene razón: ¡bello animal! ¡La de tiempo que hace que pienso en vos y os espero! Sentíos halagada de haber atraído la atención de un hombre que ocupa un lugar tan destacado en la sociedad. ¿Qué haré con vos después, Helena? ¡Quizá os convierta en mi caballo! He leído que, si os pasara por el cuello unas tiras de piel de cadáveres desollados, os transformaría en una montura infatigable.
Y sin más comentarios, empezó a desatarse las calzas. Helena cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que la obligaron a abrir la boca.
—No —balbució, mostrando los dientes.
Recibió una bofetada que casi le hace saltar un colmillo, pero, por prudencia, su agresor cambió de opinión y le hizo abrir las piernas.
—Tienes razón —decidió—, prescindiremos de los preliminares.
La penetró y empezó a moverse frenéticamente.
—¡Muévete tú también! —dijo, jadeando.
—Lo dejo de vuestra cuenta —contestó ella en un tono glacial—. Hacéis muchos aspavientos, pero la naturaleza os ha dotado poco. No noto nada.
Él la abofeteó.
—¡Muévete, te digo! ¡Muévete, mujer!
Helena permaneció inerte.
—Me plantas cara, ¿eh? —gritó el hombre—. ¡Pues voy a castigarte, impúdica ramera!
Volvió a pegarle. Le partió el labio y le magulló los pómulos sin que ella dejara salir un sonido entre sus dientes apretados. Como excitado por el espectáculo de la mujer golpeada, el hombre aceleró el ritmo de sus movimientos profiriendo débiles gritos animales y eyaculó con un gruñido de satisfacción.
Permaneció tumbado un momento sobre ella antes de levantarse, suspirando, y atarse las calzas. Se percató entonces de que la joven no había apartado la mirada de él.
—Vos seréis el primero en morir —le anunció fríamente Helena.
Habían requisado tres caballos en el primer establo que habían encontrado, y emprendieron un loco galope a través de París y después del campo nevado. Al pobre Gaston le costaba mantener el equilibrio sobre su plácida montura y sufría un martirio indecible. Cuando llegaron a la abadía abandonada, bajo el azote de un viento glacial, se precipitaron hacia el refectorio de las pinturas diabólicas. El comisario de las muertes extrañas encendió su mechero e hizo una antorcha improvisada.
—Nada —dijo, examinando el lugar.
Pasaron a la cocina y buscaron luego en el dormitorio de los monjes antes de regresar a la iglesia. En el brazo sur del transepto se abría la sacristía. Empujaron la puerta y decidieron volver al claustro para explorar esta vez el lado oeste. De pronto, el comisario de las muertes extrañas exclamó:
—¡Huellas de pasos! —Se arrodilló sobre la nieve reciente y las examinó con atención—. Dos hombres llevando un fardo —declaró—. ¡No! ¡Qué digo! Dos fardos, pues han hecho dos viajes.
El monje levantó los ojos y vio la doble chimenea del calefactorio, donde engrasaban los zapatos y donde, en una época lejana, se calentaba la tinta mientras les cortaban el pelo a los monjes.
—Si hay un lugar adonde llevar a una prisionera y evitar que se muera de frío —señaló—, es aquí.
Su hijo se levantó ágilmente y, en un mismo movimiento fluido, sacó la pistola e hizo girar despacio el picaporte. Enseguida notaron la tibieza relativa de la habitación. En el hogar de una chimenea, unas cenizas se enfriaban.
—¡Claro! —dijo el monje, parpadeando para adaptar los ojos a la semipenumbra—. La han traído aquí, atada y envuelta en una manta. Mira el rastro de un cuerpo de niño en el polvo y esa larga cuerda con la que debían de tenerla atada de pies y manos.
—¡Espera, padre! —exclamó de pronto Volnay, señalando con el dedo otra cuerda y una segunda manta—. ¡Mira! ¡Esto lo cambia todo! —Se agachó y examinó las huellas—. Aquí había otro cuerpo tendido. El cuerpo de un adulto. ¡Aquí han tenido a dos personas encerradas!
—Pero ¿quién…?
—¿Quién acompañaba a Sophia?
—¡Helena! Pero…
—La Dama del Agua la vio dentro del coche, pero quizá la estaban amenazando con un arma.
—¡Dios mío, sí! —exclamó el monje—. ¡Tienes razón, por supuesto! No es lo que pensábamos. Dios mío…
—¿Qué?
La luz de la antorcha acababa de arrojar un resplandor dorado sobre el suelo. El monje cogió con delicadeza el objeto.
—¡Un anillo! ¡Y tiene una inscripción en el interior!
Se puso los anteojos y lo examinó mientras su hijo lo iluminaba.
—AGLA —leyó con aplicación—. Se trata de una fórmula cabalística formada por la primera letra de las cuatro palabras hebreas Atha Gibor Leolam Adonai: «Poderoso y eterno sois, Señor». —Con un suspiro, expulsó el aire de sus pulmones—. ¡Solo puede pertenecer a Helena! Ha sido ella quien se lo ha quitado para dejarnos una pista. Esto confirma que la tienen prisionera.
Profirió una larga imprecación y se dio una palmada en la cabeza.
—¡Nos manipulan!
—Esa es también la impresión que yo tengo.
—El cuadro que hemos encontrado en casa de Helena estaba sobrecargado: ¡toda esa carnicería sanguinolenta y esos libros blasfemos! Siltieri no habría montado el decorado mejor. Teníamos ganas de creer y hemos creído. ¡Pobre muchacha! ¡Dios mío, Dios mío!
—Deja de invocar a Dios —dijo su hijo—, no puede hacer nada por nosotros.
—¡Es verdad! Hemos sido unos idiotas al pensar: tal cosa solo puede llevarnos a tal otra. ¡Realmente, hasta un ratón de laboratorio iría más deprisa que nosotros en sus reflexiones! —El monje giró sobre sí mismo, como si los pensamientos lo desbordaran—. Decidimos que la finalidad de esa misa negra era matar al rey. Eso es lo que han querido hacernos creer. ¡Olvidémonos de todas nuestras hipótesis! Una investigación es como un juego en el que hay que encajar piezas de madera. Desperdiguemos las piezas, unámoslas de un modo diferente y hagámonos otras preguntas. La persona a la que va dirigido el hechizo de una misa negra puede literalmente consumirse y deteriorarse hasta morir y ningún doctor podrá salvarla. Solo una contramisa tiene ese poder, haciendo que se consuman y mueran el celebrante y los promotores. Pero —prosiguió, moviendo teatralmente los brazos— una misa negra puede perseguir algo distinto de matar… ¡Piensa en la Montespan, hijo, piensa en la Montespan! ¡La historia está ahí para mostrarnos el camino de la humanidad y nosotros no le hacemos ningún caso!
Volnay lo miró espantado.
—Ya veo adónde quieres ir a parar: ¡puede que no traten de matar al rey, sino de influir en su juicio y su voluntad! Pero ¿estás seguro de lo que dices?
—¡Sí, porque nos han manipulado absolutamente en todo, se me cae la boca de decírtelo!
—¡Dios! Si estás en lo cierto, nuestras deducciones son tardías. ¡Roguemos al cielo que aún podamos llegar a tiempo!
—¡No roguemos —dijo el monje—, armémonos y corramos!
—¿Correr adónde?
—¡Creo que lo sé y espero, por una vez, no equivocarme!
Fueron en busca de los caballos y el monje le indicó brevemente a su hijo adónde debían ir. Una vez que hubieron montado, los espolearon sin piedad.
—¿Y yo? —gritó Gaston, saliendo sin aliento al aire libre—. ¡Esperadme!
Los dos jinetes ni siquiera se volvieron.
Las sombras grises del crepúsculo los alcanzaron una hora después, cuando vieron la silueta amenazadora del castillo. Sobre sus cabezas se desplazaban nubarrones negros, el tiempo amenazaba tormenta. El comisario de las muertes extrañas se irguió apoyado en los estribos.
—Este castillo parece desierto —dijo—, pero no está en ruinas excepto el lado norte, que necesitaría algunas obras.
—¿Cómo vamos a entrar?
—¡Llamando a la verja, como personas bien educadas!
Llevaron a sus caballos extenuados hasta la entrada. Un rayo cayó muy cerca de ellos cuando llegaron ante la verja del castillo.
—Mala señal —murmuró el monje—, un romano daría marcha atrás.
—¡Pero nosotros no! —contestó Volnay, con la mano cerrada sobre la empuñadura de la espada.
El murmullo de la lluvia y el olor a piedra mojada y vegetación putrefacta los asaltaron al bajar de la montura. El comisario de las muertes extrañas dio una voz para llamar al guardia. Una cara de rata de edad indeterminada apareció en la ventana de la garita situada junto a la entrada del castillo.
—Déjame hablar a mí, hijo —murmuró el monje.
—¿Qué queréis? —gritó el hombre.
—Entrar, pardiez —se burló el monje—, estamos invitados. Tened la bondad de acercaros para comprobarlo.
El rostro desapareció con un gruñido. Esperaron. Al poco, la puerta de la garita se abrió. El guardia bajó la corta escalera y se acercó, con cara zorruna y expresión desconfiada.
—No os anunciaré —declaró con altivez—, porque esta noche no hay nadie aquí más que yo. Les han dado el día libre a todos los criados.
—No digáis tan deprisa que no entraremos —replicó el monje—, mirad primero esto.
Hizo como si rebuscara en los bolsillos y echó una bolsa entre los barrotes de la verja. El hombre avanzó unos pasos más y se agachó para recogerla mascullando:
—Vuestro dinero no cambia nada…
Pero, cuando levantó la cabeza, se encontró delante el cañón de una pistola y la mirada feroz del monje.
—¡Estoy impaciente por matar hoy a alguien —anunció este con voz ronca—, así que no me tientes! ¡Abre la verja y déjanos pasar!
El guardia farfulló algo, pero se apresuró a abrir la verja. Una vez en el interior, el monje le puso la pistola en la sien, con el dedo en el gatillo.
—¿Cuántos esbirros hay dentro?
—Dos, señor.
—¿Y el resto cuántos son?
—Tres.
—¡Gracias!
Le asestó un golpe seco y el hombre se desplomó al suelo. Volnay dejó escapar una exclamación sofocada y le lanzó una mirada fría.
—¿Cómo hacemos ahora para interrogarlo? ¿Sabes dónde se desarrolla la ceremonia?
El monje pestañeó.
—Pues… ¡En la capilla! ¡Seguro que hay una capilla!
—¡Lo espero por tu bien! ¡La próxima vez que te entren ganas de golpear a alguien, pregúntame primero!
Entraron precipitadamente en el castillo. Unas nubes negras cubrieron los últimos reflejos del día y, de repente, el castillo se llenó de tinieblas. Las puertas temblaron, los artesonados crujieron y las bisagras chirriaron. Gruesos cortinajes tapaban las ventanas. Avanzaban en una penumbra opresiva al ritmo de su corazón desbocado, tropezando en la oscuridad con algunos muebles que, a modo de obstáculos, se interponían en su camino. Desembocaron en un salón cuyas cortinas corridas filtraban el resplandor de los relámpagos en el exterior, que iluminaron brevemente unas porcelanas con la efigie del rey.
—Ah, nuestro buen rey está también aquí —masculló el monje, sarcástico.
Su hijo le indicó que se callara y continuaron avanzando en silencio. De pronto, el monje se detuvo en seco. En aquella habitación las ventanas no estaban cubiertas. Desde detrás de unos pesados muebles le llegaba el rumor de una respiración sofocada, acompañado de vibraciones diabólicas. Una presencia maléfica los esperaba en la oscuridad. El monje retrocedió hasta encontrarse de espaldas contra la pared y puso la mano sobre la guarnición de su espada gritando:
—¡Venid, pequeñines!
Un pelirrojo se abalanzó hacia ellos empuñando la espada.
—¡Mata!
Su grito retumbó, y en sus ojos relucía un odio ardiente.
—¡Ah, un viejo conocido! —dijo el monje parando el golpe—. ¡Espero que hayas hecho algunos progresos desde nuestro último encuentro, si no, ve a sostenerle la madeja a tu mujer!
Volnay, por su parte, cruzaba el hierro con un violento espadachín. Esquivó con movimientos ágiles una serie de ataques poco acertados e intentó un golpe audaz que alcanzó a su adversario en el costado. Sin piedad, el comisario de las muertes extrañas lo remató.
El pelirrojo era de otra índole. Bloqueaba con facilidad los ataques del monje y se mostraba temible en sus respuestas. Envalentonado, intentó acosar a su adversario, pero falló en el contraataque. Inmediatamente, como si se hubiera pasado la vida esperando ese instante, el monje se tiró a fondo directo al corazón.
—¡Cuantos más muertos, menos enemigos! —concluyó, limpiando la espada en el cuerpo de su adversario.
—Debemos de ir en la buena dirección —dijo Volnay, recobrando el aliento—, si no, no habrían estado apostados aquí.
—Hay que ir siempre en el sentido del combate —dijo juiciosamente el monje—. ¡Cuanta más gente hay, mejor!
Un relámpago resquebrajó el cielo y una luz intensa aureoló el altar. El hombre ya no llevaba el traje de terciopelo rojo ni el hisopo con el que había bautizado a Helena. Ahora vestía una casulla blanca con piñas negras bordadas. Adornaban sus muñecas pulseras de perlas negras y en su cintura brillaba la hoja reluciente de un cuchillo. Ataviado de esta suerte, el caballero de Fauve tenía un aspecto seductor. Con ayuda de una sanguina, dibujó un triángulo en el suelo y colocó cirios negros a ambos lados. En la base escribió las letras sagradas IHS acompañadas de dos cruces.
Hecho esto, la señora de Morange entró, envuelta en una capa de lana roja y descalza. A una invitación del caballero de Fauve, se quitó la capa y se tumbó desnuda, temblando, sobre las frías losas de la capilla, con los brazos en cruz y un cirio negro en cada mano. Su cómplice le cubrió el vientre con un pequeño mantel bordado sobre el que puso un crucifijo cabeza abajo.
—¡Dichosos los fuertes! —exclamó—. ¡Dichosos los malévolos, los violentos y los blasfemos, el reino de Satán es de ellos!
El caballero de Fauve cogió a continuación un cáliz del altar y se acercó al cuerpo inerte de Sophia. La asió de una muñeca y la mantuvo encima del recipiente. La señora de Morange gritó con voz de falsete:
—¡Lucifer, señor de los espíritus rebeldes, te ruego que me seas favorable!
Fuera, los relámpagos arrojaban reflejos incendiarios sobre los cuerpos desnudos de la madre y la hija. Amoratada por el frío, la señora de Morange gimió débilmente. Un rayo cayó no lejos de allí.
—¡Es una señal! —dijo el caballero de Fauve en un tono exaltado—. ¡Una señal muy alentadora! ¡Continuemos!
Elevó el cuchillo hacia el cielo y empezó a salmodiar:
—¡Astarot y Asmodeo, príncipes del amor, os suplico que aceptéis el sacrificio de esta niña! A cambio, quisiera que su madre recuperase el afecto del rey, el favor de los príncipes y las princesas de la corte y la satisfacción de todos sus deseos. He aquí, en prueba de su respeto, la vida y la sangre de su propia hija y del rey. ¡Que este la ame hasta el fin de sus días!
El caballero de Fauve se disponía a cortarle las venas a la niña cuando la puerta se abrió violentamente y aparecieron Volnay y el monje empuñando sus armas. De un vistazo, el policía abarcó la escena completa: la señora de Morange desnuda y tendida junto a Sophia, inerte; Helena acurrucada en un rincón de la capilla con la cara magullada y atada de pies y manos; y el caballero de Fauve con el puñal en la mano. El satanista contempló a los recién llegados con mirada jubilosa:
—¡Un monje que ha colgado los hábitos, el participante que nos faltaba! Aunque el policía nos sobra…
La señora de Morange profirió un grito de espanto y se levantó rápidamente para ir a cubrirse con la capa.
—¡No corráis tanto, señora —se burló el monje—, no es la primera vez que os veo desnuda! ¡En cuanto a mi hijo, las mujeres como vos le dejan frío como el mármol!
—¡Soltad ese puñal! —dijo Volnay en voz baja, dominado por la indignación y amenazando con su arma al caballero de Fauve.
Una sonrisa torva apareció en el rostro de este último.
—¿Qué creéis que puede sucederme? Las leyes físicas han dejado de existir, dentro del círculo sagrado estoy a salvo de vuestras balas. ¡Aquí solo estamos vos, yo y el diablo!
—¡Maldito loco! —dijo el monje levantando la pistola—. ¡Voy a enseñarte lo que es sagrado aquí abajo!
Rápidamente, el caballero de Fauve levantó el cuerpo de Sophia y apoyó la hoja afilada del puñal en su cuello.
—¡Soltad las armas o, de lo contrario, os juro por el Infierno que la degüello en el acto!
Volnay le hizo un gesto casi imperceptible a su padre. De común acuerdo, los dos hombres se agacharon despacio y dejaron las pistolas en el suelo.
—Empujadlas lejos de vosotros —dijo el satanista.
El comisario de las muertes extrañas se adelantó a su padre y le dio una patada a la primera pistola. Esta acabó su carrera a los pies del caballero de Fauve, que la recogió, satisfecho. La segunda patada, más violenta por efecto de la ira, hizo que la otra pistola llegara más lejos, apenas a dos metros de Helena. La joven lanzó una mirada inexpresiva al arma, la dirigió acto seguido a Volnay y después parpadeó una vez, rápidamente.
Mientras tanto, el monje se había apartado como quien no quiere la cosa de su hijo, el cual había dado un paso hacia un lado. Al satanista le resultaba ahora difícil tenerlos juntos en su punto de mira.
—¡Yo en vuestro lugar no haría eso!
Un hombre alto y corpulento que había entrado después que ellos los apuntaba con dos pistolas cargadas. Estupefacto, Volnay reconoció a Cornevin, el comisario de barrio, vestido con un traje de terciopelo negro.
—¡Vos!
—En mi opinión —les dijo Cornevin al satanista y a la señora de Morange—, llevan más armas encima. Señores, por favor, tumbaos en el suelo con los brazos en cruz.
Se acercó primero a Volnay y encontró una pequeña pistola en el interior de su bota derecha. Se la quitó y se acercó al monje. Este trató de hacerle caer, pero Cornevin evitó el ataque a traición.
—¡Estate quieto, monje del demonio! —dijo, pisoteándole cruelmente con un pie los riñones.
Sobre él encontró una daga en la cintura y un puñal en el hueco de los omóplatos.
—¡No son maneras de andar por el mundo para un hombre de Dios! —bromeó.
—Lamento tener que hacerlo —convino el monje—, ¡pero se encuentra uno a tanta mala gente por ahí!
—¡Pues no tenías más que quedarte en tu casa!
Cornevin apuntó con la pistola en dirección a la cabeza del monje. La señora de Morange, temblando de frío y de miedo, dio un paso hacia él.
—Un momento —dijo—. ¿Qué vais a hacer?
El comisario de barrio le dirigió una mirada de asombro.
—Matarlo, señora, a él y al comisario de las muertes extrañas. ¿Qué otra cosa queréis que hagamos?
—Nos exponemos a que oigan el disparo —objetó nerviosa.
—Señora, en vuestra residencia no hay nadie más que nuestros hombres, o más bien lo que queda de ellos. No hay ningún peligro, pero, si vais a estar más tranquila, puedo degollarlos.
—¡Oh, sí, degolladme! —exclamó el monje—. Siempre he deseado saber lo que siente uno al desangrarse.
El caballero de Fauve soltó una risotada y contempló al monje no sin admiración.
—Prefiere eso a una bala en la cabeza porque probará suerte cuando os inclinéis hacia él para agarrarlo del cuello. ¡Es de esos hombres con infinitos recursos y que nunca se dan por vencidos! —Su mirada se desplazó hacia Volnay, que seguía tendido y jadeaba—. En cuanto al otro, ¡miradlo! ¡Tiene todos los músculos en tensión, preparado para abalanzarse sobre nosotros!
—¡Una bala en la cabeza, entonces! —decidió el comisario de barrio—. Es más prudente. ¿Cuál de los dos primero, señora?
El monje levantó la cabeza y le dijo a la señora de Morange:
—¡Yo primero, os lo ruego, me debéis este favor!
—¡Si os hubierais estado quieto, nada de todo esto habría pasado! —gritó ella con una voz aguda—. ¡Viejo loco!
—¡No soy viejo! —protestó el monje. Con una increíble rapidez, volvió la cabeza hacia su hijo—. Nos veremos en el otro lado, si es que hay algo. ¡Si no, quiero que sepas que te quiero! —dijo, y se abalanzó sobre los pies de Cornevin.
Este, sin embargo, había previsto un intento desesperado y se apartó hacia un lado. Cuando el comisario de barrio levantó las dos pistolas, Volnay y el monje se habían puesto de pie, pero no lo bastante rápido. Tranquilamente, los apuntó de nuevo con sus armas.
Cornevin murió en el acto. Una nube de humo invadió la capilla, y cuando empezó a disiparse, Volnay y su padre vieron a Helena bajar muy lentamente la pistola, con el semblante desprovisto de toda expresión.
—Os había dicho que seríais el primero en morir —le dijo a Cornevin con una voz átona.
El caballero de Fauve no la había visto coger el arma que Volnay había enviado de una patada en su dirección. Su reacción fue empujar violentamente a la señora de Morange hacia los dos intrusos antes de salir corriendo. La dama se estampó contra el monje, que se tambaleó y cayó al suelo.
—Señora, dejad de ponerme los pechos en las narices —masculló, apartándola y levantándose.
Su hijo ya había salido corriendo detrás del caballero de Fauve por el pasillo. De pronto, este último se detuvo y empezó a retroceder al ver a Sartine y cuatro arqueros de la patrulla que avanzaban hacia él.
—¿Vos? —balbució Volnay, sin aliento.
Sartine esbozó una sonrisa fría.
—Parece que el agente Gaston calibró bien la importancia de la situación al decidir venir a avisarme al Châtelet cuando salisteis a todo correr de esa abadía gritando que había que ir al castillo de la señora de Morange. ¡Hemos reventado a los caballos para llegar a tiempo!
Unos metros detrás de él apareció Gaston, que le dirigió a Volnay un tímido saludo con la mano.
—¿Dónde están los demás? —preguntó con sequedad el lugarteniente general de policía.
—En la capilla, venid conmigo.
Sartine se detuvo en seco al entrar en el lugar sagrado y contemplar el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Atada de pies y manos, Helena, de rodillas, apuntaba con la pistola a la señora de Morange. Sophia yacía inerte en el suelo helado.
—¡Dios del cielo! —exclamó Sartine.
—¿Podéis encargaros de la señora de Morange? —preguntó con calma Helena—. Todavía no se ha dado cuenta de que mi arma no está cargada, pero puede reaccionar en cualquier momento. Y si tuvierais a bien indicar que me desaten…
Sartine hizo un gesto con la mano y un arquero de la patrulla fue a liberar a la prisionera. Una vez en pie, Helena se acercó lentamente al cuerpo del comisario de barrio inspirando despacio. Con la mirada perdida, levantó un pie y, sin titubear, le aplastó los genitales con el tacón.
—¡Bello animal! —murmuró en un tono fatigado.
Sartine carraspeó, incómodo.
—Vamos, vamos… —dijo. Se quitó a continuación la capa y envolvió torpemente con ella el cuerpo de Sophia—. ¿Está…? —preguntó con voz vacilante.
—Está sumida en el sueño —lo tranquilizó el monje—, como la primera vez. Pero sé cómo despertarla.
Sartine se levantó lentamente, con un brillo de odio en los ojos. Se acercó despacio a la señora de Morange, que estaba petrificada.
—Así que erais vos… ¡Vos!
Dio una vuelta alrededor de ella, como si fuera a morderla, y con un gesto brusco le arrancó la capa. La señora de Morange profirió una exclamación sofocada y se cubrió el pecho con los brazos.
—¡Ibais a sacrificar a vuestra propia hija por los hipotéticos favores del rey! —escupió el monje, asqueado.
Ella le plantó cara, furiosa. Un rictus la desfiguró por un instante.
—¡Más vale apuntar alto que volar bajo por miedo a las ramas! ¿Qué sabéis vos de los honores y la gloria? Sí, ¿qué podéis saber de todo eso, vos que caísteis de tan alto para no volver a levantaros nunca más?
El monje movió la cabeza, sonriendo.
—No entendéis nada: ¡no caí, subí más alto de lo que había estado nunca! —Su mirada se desplazó hacia el cuerpo inerte de Sophia—. ¿Qué os hace creer que sacrificando a vuestra hija recuperaréis los favores del rey? ¿Cómo os ha parecido posible semejante locura? ¿Y cómo habéis pasado de la esperanza a la necedad más perversa?
Sin esperar la respuesta, el comisario de las muertes extrañas hizo una discreta seña al oficial de la patrulla, que se llevó a la señora de Morange escoltada por dos arqueros. El monje se volvió hacia él.
—¿Te has fijado en cómo afean la envidia y los celos a las mujeres? —dijo.
Su hijo se encogió de hombros con indolencia. Prefería guardarse para sí su opinión sobre las mujeres. Sartine dirigió entonces su rabia hacia el último prisionero.
—¡Y vos, traidor, estáis acabado!
Aun esposado, el caballero de Fauve conservaba toda su soberbia. Con una actitud de gran señor, se acercó a su superior tendiéndole la mano:
—¡Vamos, Sartine, no os enfadéis! Démonos la mano…
El lugarteniente general de policía retrocedió de un salto, como si una serpiente amenazara con morderlo. El monje comprendió su reacción y se burló:
—¡No temáis, Sartine, el poder de un brujo y su condena solo se transfieren con un apretón de manos a la muerte del brujo!
Fuera tronó y el caballero de Fauve aguzó el oído.
—Sí —murmuró—, es el momento… ¡Satán, mi verdadero señor, está aquí y pide audiencia!
Sus ojos se tiñeron de oscuridad. Tendió las manos hacia los policías, como para agarrarlos, con los dedos muy separados, a la manera de los hechiceros. Su voz parecía haberse internado en una caverna oscura, desde donde resonó, siniestra:
—¡El juego no ha terminado! He aprendido mucho estos dos últimos años y todavía ignoráis el alcance de mis poderes. He renunciado a Dios y a Jesucristo, a los santos y santas, a la Iglesia apostólica y romana, a todos sus sacramentos, y a todas las plegarias y oraciones que podrían entonarse por mí. He visto el abismo y me he sumergido en él. ¡He visto el abismo y me he convertido en un dios caído! —Su voz se elevó para imponerse al ruido de la tormenta—. ¿Creéis acaso que se puede ganar contra el diablo en persona? ¡Vais a morir! ¡Vais a morir todos!
Una mueca sardónica devoró todo su rostro y empezó a salirle espuma por la boca. Los arqueros de la patrulla retrocedieron y se santiguaron. El satanista rio y levantó los brazos como si fuera a romper sus cadenas, gritando con una voz terrible:
—¡Convoco a Asmodeo, Kobal, Nergal, Ukobach, Belial y Astarot, gran duque poderosísimo de los Infiernos!
—¡Pues salúdalos de mi parte! —dijo el monje, propinándole un puñetazo.
Sartine se había sentado en uno de los sillones del gran salón, con el rostro en la sombra. Sophia, dormida, estaba tumbada en una amplia butaca, envuelta en mantas. Esperaban al agente y un arquero de la patrulla, enviados a casa del monje en busca de cierto número de plantas para sacarla de su letargo.
La mirada del monje iba alternativamente de Sophia, a la que contemplaba con ternura, a Helena, con una pizca, hacia esta última, de compasión, respeto e incluso orgullo. Le parecía, no obstante, que, como un ángel caído, la joven sacudía las alas sin poder emprender el vuelo.
—¡El agente ha venido volando a avisarme! —constató Sartine, indiferente a aquel drama mudo—. De no ser por él, no estoy seguro de que hubierais salido de esta indemnes.
—La situación estaba controlada —dijo Volnay—, y yo iba a atrapar al último canalla.
—Ya… —dijo Sartine. Lanzó una mirada penetrante a Helena, sentada junto a él y con el arma todavía en la mano. Nadie se había atrevido a quitársela—. Constato asimismo que mi ayudante os ha sido de preciosa utilidad.
—Señor —intervino Helena con voz átona—, yo no he tenido nada que ver con este desenlace. Esas malas personas me tenían prisionera. Han sido el comisario de las muertes extrañas y el monje los que me han permitido invertir el curso de las cosas.
—Pero disparáis con las manos atadas —comentó alegremente Sartine—. Eso es muy útil…
—Sabéis de sobra que a mí es difícil atarme…
El lugarteniente general de policía la miró, un poco desorientado por esa respuesta. Finalmente, se volvió hacia el comisario de las muertes extrañas.
—Ha llegado el momento de las explicaciones, Volnay. Y quizá me contéis cómo uno de mis inspectores ha acabado metido de lleno en todo este asunto.
El comisario de las muertes extrañas esbozó una sonrisa fría.
—¡Vuestro inspector cayó hace mucho en las tinieblas! ¿Le encargasteis realmente que se infiltrara en los ambientes de la magia negra de París?
Sartine asintió sombríamente con la cabeza.
—El servicio al rey lo exigía. Nosotros trabajamos para reforzar el apego al rey de sus súbditos. La creencia en el diablo los aparta de eso. ¡La imaginación calenturienta del pueblo le hace ver al maligno en el lugar de su monarca! Yo no creo en la brujería, pero el pueblo sí, al igual que algunas personas de condición más elevada. ¡Simples desharrapados que se declaran brujos les aconsejan plantar su dinero en el jardín para que crezca y les hacen confundir hojas secas con cartuchos de oro! ¡Para que os hagáis una idea, incluso se ha visto a la marquesa de Pompadour entrar disfrazada en casa de una tal Bontemps que lee el futuro! —Se interrumpió para lanzar una mirada circular al tenebroso salón—. ¡Me gustaría entender cómo habéis llegado de un cementerio nevado a la siniestra capilla de este castillo!
Volnay se aclaró la garganta y dio un paso adelante. Al contrario que su padre, era sobrio y conciso.
—Una noche descubrimos en un cementerio el cuerpo de una niña de doce años —recordó—. No tardamos en identificarla: Sophia Marly, hija de un astrólogo de la calle Canettes, perteneciente a la parroquia de Saint-Sulpice.
Dirigió una mirada un tanto amarga a Sartine.
—Desde luego, cierta persona podría habernos informado más rápidamente acerca de su identidad, pero tenía sus razones para no hacerlo.
Sartine torció el gesto, pero no hizo ningún comentario.
—Sophia era hija natural del rey, cosa que nosotros ignorábamos. Debíamos investigar para encontrar a sus asesinos, pero sin saber quién era realmente la víctima.
Su mirada encontró la de Helena y se dulcificó.
—Nuestra compañera nos permitió descubrir ese secreto y eso lo cambió todo. Aunque bastarda, Sophia era de sangre real. La señora de Morange seguramente estaba pendiente de ella a través del comisario de barrio. Al igual que otra persona, por razones tanto políticas como personales…
Sartine palideció y le hizo una seña a Volnay para que prosiguiera.
—No sé cuándo se le ocurrió a la señora de Morange la idea de hacer un hechizo a través de la sangre sacrificando a su propia hija. Después de un buen matrimonio, se había convertido en una viuda rica, pero al parecer para una antigua amante del rey eso no era suficiente. Pero, paciencia, eso lo descubriremos más adelante. Volvamos al comienzo de la historia. Estamos tras el rastro de la prostituta que daba la comunión en la misa negra. Gracias a mi padre, la encontramos. —El comisario de las muertes extrañas juntó las manos y frunció el entrecejo—. Aunque la Voraz calla, la inquietud domina a los promotores de la misa negra. El cura danzarín es un punto débil para ellos. Cualquiera puede comprarlo, y existe la posibilidad de que se asuste. Así que lo cuelgan y meten en su bolsillo una lista de calles, entre ellas la del astrólogo, lo cual lo señala como culpable del asesinato de su hija. Ahora bien, esos asesinos ignoran que el cura danzarín lleva encima la lista auténtica de sus direcciones de entrega cosida en el interior de un forro. Mi padre la encuentra más tarde y una de esas direcciones nos lleva con Helena a una vieja abadía abandonada donde todo indica que se celebran abominables ceremonias.
—¡Me alegro de enterarme! —masculló el lugarteniente general de policía.
—Salimos de la abadía con las manos vacías —prosigue Volnay—, pero el descubrimiento de ese lugar nos servirá más tarde. Volvamos de momento a nuestros tres cómplices. Han orientado nuestras sospechas hacia el astrólogo. Sin embargo, no hay que dejar que caiga vivo en nuestras manos, pues jamás confesará ese crimen y nuestras hipótesis podrían entonces apuntar a otros. Prenden fuego, pues, a su casa, y en el incendio perecen la sirvienta y su señor. Cambian de mano la magnífica sortija con un rubí engastado en la que forzosamente teníamos que habernos fijado, brillante ardid para hacernos creer que el astrólogo sigue con vida y ha escenificado su propia muerte. Seguramente es vuestro inspector de policía, el caballero de Fauve, quien tiene esa idea. Es un plan diabólico, basado en parte en nuestro sentido de la observación. —Esbozó una breve sonrisa que no llegó a sus ojos—. Aunque confieso que estuvo a punto de fallar, pues ese detalle se me escapó al principio. Sin duda para reforzar nuestras sospechas, esconden dos libros en la casa, en lugares donde las llamas no acaban con ellos. Esos libros horribles no pueden sino señalar al astrólogo como satanista y, en consecuencia, promotor de la misa negra. El monje da con uno de esos libros y el intachable comisario de barrio, en un alarde de obsequiosidad, encuentra el otro. Tiene la cara un poco chamuscada. Ahora creo que fue él quien prendió fuego a la casa de Marly.
—No os llevará la contraria —murmuró Helena—. Era una deuda pendiente, ahora arde él en el infierno.
Se produjo un silencio denso que rompió Volnay.
—Los tres cómplices ya se sienten seguros. Y tienen motivos para estarlo, pues nosotros seguimos una pista falsa. Afortunadamente, Helena desbloquea la situación averiguando la verdadera filiación de Sophia, lo que nos permite llegar hasta su madre, la señora de Morange. El monje va a visitarla, acontecimiento imprevisto en el plan ideal de los compinches. Ella se asusta y, para ganar tiempo, le pide que vaya esa noche a cenar. Deciden entonces asesinarlo, pero la tentativa fracasa. Deben de temer lo peor. Sin embargo… no sucede nada. Los conspiradores comprenden de pronto que nada vincula en nuestra mente a la señora de Morange, la propia madre, con el intento de asesinato de Sophia. El trío recupera la seguridad. El descubrimiento de Sophia con vida sin duda les hace incluso exultar y se proponen recuperarla. Sí, ya sé, me he saltado ese episodio: ¡es al comisario de barrio en persona a quien me dirijo para desenterrar el féretro de la niña! —Miró con ternura a su padre—. Negándose a practicar la autopsia a Sophia, el monje no vio una verdad flagrante, ¡pero al mismo tiempo le salvó la vida! Una vez que sale de su letargo, Sophia empieza una doble vida dentro y fuera de su casa, hasta que por fin comprendemos la verdad, confirmada por la apertura del féretro.
Movió las manos en señal de disculpa.
—He olvidado hablar de la escena del entierro y de mi primer encuentro con el caballero de Fauve.
—¿Por qué fue el caballero de Fauve al cementerio? —le preguntó Sartine.
—¡Quién sabe! La muerte de Sophia era obra suya y seguramente quiso ser testigo de su conclusión. ¿Qué pasa dentro de la cabeza de un criminal? Lo cierto es que no se arriesgaba mucho yendo. No se mezcló con los asistentes al entierro. Solo esa malhadada señal de la cruz lo delató…
—¡Gracias a tu sentido de la observación! —lo elogió su padre.
—Gracias. Retomemos el curso de la investigación. Encontramos a Sophia gracias a su perro…
—¡Cómo! —exclamó Sartine—. ¡Me mentisteis!
—Sí. Debo confesaros que en ese momento de la historia no estábamos muy seguros de vos.
—¿Qué?
—¡Demonios! —intervino el monje—. Mentiras, ocultación de pruebas y, más tarde, os sorprendemos con uno de los sospechosos, el satanista al que mi hijo había visto en el cementerio…
Sartine, aunque estaba furioso, a costa de un inmenso esfuerzo se contuvo.
—En ese momento —prosiguió Volnay—, nuestras sospechas siguen recayendo sobre el astrólogo, así como también sobre vos y… —dirigió una fugaz mirada a la joven— Helena.
Ella no reaccionó. Parecía haberse ausentado en el interior de sí misma.
—Hay que decir que el caballero de Fauve, con una inmensa audacia, se presentó por voluntad propia ante nosotros para hacernos partícipes de sus sospechas hacia vos. La suerte de Sophia, a la que buscáis con tanto empeño, empieza entonces a preocuparnos. Por desgracia, llegamos tarde a su escondrijo. Allí nos describen a unos agresores enmascarados, de los que uno podríais ser vos, señor lugarteniente general de policía, y a Helena. —Volnay se volvió hacia su padre—. Y es ahora cuando el monje interviene.
El monje asintió modestamente con la cabeza. Volnay hizo una pausa antes de continuar y observó que los ojos verdes de Helena parecían revivir, invadidos de destellos tornasolados.
—Después del secuestro de Sophia, decidimos ir a casa de Helena.
Esta se estremeció.
—Una vez más, la han preparado para hacernos creer en su culpabilidad. Y nosotros nos dejamos engañar; aunque, pensándolo fríamente, el montaje está un poco sobrecargado. Pero ¿dónde buscar a Sophia? Dudamos entre vuestra casa, señor de Sartine, o la abadía.
El lugarteniente general de policía desplegó una sonrisa afectada.
—Vamos a la abadía —prosiguió Volnay—. Es allí, efectivamente, adonde han llevado a Sophia en un primer momento, sin duda para dar tiempo a vaciar de servidumbre el castillo de la señora de Morange.
Helena pestañeó brevemente.
—En la abadía descubrimos que han tenido a dos prisioneros, a la niña y a un adulto. ¿Quién puede ser el adulto sino Helena? Además, encontramos un anillo que mi padre, siempre tan observador, reconoce como suyo.
El monje se sonrojó imperceptiblemente. La mano de Volnay se hundió en un bolsillo y el policía se acercó a la joven para darle el anillo.
—Gracias —dijo esta en un tono neutro.
Dejó unos segundos el anillo en la palma de la mano antes de decidirse a ponérselo en el dedo.
—¿Y cómo llegasteis al castillo de la señora de Morange? —preguntó Sartine, intrigado.
—¡A una deducción lógica por mi parte sobre la identidad de las dos prisioneras, Sophia y Helena, sigue una deducción fulminante de mi padre!
Era una declaración para manifestar que la pareja de investigadores que formaban era inseparable. Sartine se dio cuenta y torció el gesto.
—Llegué a la conclusión —intervino el monje— de que habíamos seguido un camino equivocado. ¡Nos habían manipulado tanto en este caso que estábamos trastocados! ¡Y sin embargo, todos teníamos la solución del problema desde las primeras páginas, si me permitís decirlo, de la investigación!
Sartine hizo un gesto de desconcierto.
—¿Cómo es eso?
El monje desplegó una sonrisa sutil.
—¡El caso de los Venenos! La Montespan… Todos hablamos de él desde el principio del enigma. Se remonta al siglo pasado, pero la naturaleza humana no ha cambiado. El promotor de la misa negra de Sophia deseaba lo mismo que los cortesanos participantes en las misas negras bajo el reinado de Luis XIV. Sea cual sea la época, el país, la raza o la posición en la sociedad, muchas personas no ansían más que poder y reconocimiento. ¡Y en la investigación de las misas negras en los tiempos de Luis XIV se habló, al menos en dos ocasiones, de una madre que sacrificaba al hijo que acababa de dar a luz! La señora de Morange, antigua amante del rey y madre de la niña, esperó más… ¡Qué necios hemos sido no viendo antes ese vínculo! ¡Decididamente, el hombre no aprende jamás nada de la historia!
El monje dejó planear un silencio pensativo y de pronto sus ojos brillaron de nuevo.
—Pero, en cuanto vi las cosas con claridad, me di cuenta de que mi hijo y yo teníamos dos opciones: ir a la residencia parisina de la señora de Morange o a su castillo. ¿Cómo sabía de la existencia de este último? Debo deciros que se habla mucho en las cenas de la señora de Morange y que en ese contexto fue como me enteré de su existencia. —El monje trazó en el aire un signo de interrogación—. Entonces, ¿residencia parisina o castillo? La lógica llevaba a elegir el lugar más discreto y aislado.
Se acercó a Helena, que lo miró sin decir nada.
—Una vez allí, entramos haciendo uso de la fuerza, pero nos dejamos sorprender por el comisario de barrio y de no ser por Helena estaríamos muertos.
El monje, sonriendo afectuosamente, rozó con la mano un hombro de la joven, que no reaccionó.
—Y así es como —concluyó de mala gana—, partiendo de una niña sobre una lápida hemos llegado a este sombrío castillo y desenmascarado a una madre indigna, un inspector de policía que ha perdido la razón y un comisario de barrio corrupto. ¡Decididamente, señor de Sartine, vuestra policía ya no es lo que era!
El lugarteniente general de policía se puso en pie.
—Os gusta hacer muchas piruetas, pero yo no olvido todas las vueltas y revueltas que habéis dado en esta investigación. ¡Es un milagro que estéis todavía vivos y los culpables arrestados!
—Nuestra habilidad consiste en caer de pie —replicó el monje, estirándose indolentemente—. Pero, decidme, ¿qué les va a pasar a la señora de Morange y al caballero de Fauve? ¿Serán juzgados?
Sartine hizo una mueca sarcástica.
—Dos órdenes de encarcelamiento firmadas por el rey harán lo necesario. En cuanto al comisario de barrio Cornevin, oficialmente ha muerto como un héroe en una oscura calleja, en el ejercicio de sus funciones.
—¡No cambiaréis nunca, los celosos servidores del orden real! —explotó el monje—. ¡La verdad siempre os dará miedo!
El lugarteniente general de policía lo miró de arriba abajo con desdén.
—La verdad la conocemos todos y eso ya es más que suficiente. ¿Qué utilidad tiene contar toda esta historia delante de un tribunal? ¡No quiero divulgar que se ha intentado controlar la voluntad del rey sacrificando a una de sus hijas bastardas durante una misa negra! ¡Y todavía menos que la promotora de todo esto es una antigua amante de nuestro monarca; el cerebro, uno de mis inspectores de policía; y el ejecutante, un comisario de barrio!
El monje, pálido, se levantó.
—La verdad es lo que hace digno al hombre y este debe saberla, aunque perjudique algunos intereses privados. ¡La verdad muestra a todos que ni el mundo ni nosotros mismos somos lo que deberíamos ser!
—¡Ese modo de razonar es filosófico, o sea, inútil!
—Sartine —dijo el monje—, menoscabáis la idea que yo me hago del género humano.
—La culpa es vuestra —replicó el lugarteniente general de policía, irritado—. ¿Por qué habláis tanto de ella?
—Porque las palabras tienen un significado —respondió tranquilamente el monje.
Pese a las protestas del monje, Sartine se había llevado a Sophia consigo una vez que estuvo despierta. Hablaba de adoptarla. En un aparte, Helena había conversado largamente con él, después había besado al padre y al hijo antes de irse sin añadir una palabra más.
«Aunque nuestros cuerpos estén separados, nuestras almas permanecen unidas», pensó fugazmente el monje.
—¿Volveremos a ver algún día a Helena? —se preguntó Volnay en voz alta tras su marcha.
—¡Quién sabe! Pero esa es otra historia.
A medianoche, Volnay y su padre llegaron a casa del comisario de las muertes extrañas y fueron recibidos por una cotorra más parlanchina que nunca. El monje suspiró. Intentaba expresar la conclusión de toda aquella historia, pero no la encontraba.
—Nuestro planeta —dijo después de haber bebido una o dos copas— gira alrededor del Sol, pero el único eje alrededor del cual gravitamos nosotros, pobres humanos, es el constituido por nosotros mismos, a fin de tratar de conocernos mejor.
—¿Es esta tu frase de punto final? —se burló su hijo.
—No. En realidad, la estoy buscando en vano, pero, si me concedes unos minutos, seguro que se me ocurre una idea.
Por una vez, su hijo no le dejó decir la última palabra.
—Padre, tengo curiosidad por saber lo que te ha dicho Helena. Habéis hablado mucho rato los dos. Parecíais unos amantes que se separan…
—¡Qué imaginación, hijo mío! Yo he vivido suficiente y sacado bastantes lecciones de la vida para que esta me incite a la prudencia…
—Mejor —dijo Volnay—, no habría sido muy inteligente teniendo en cuenta la diferencia de edad…
—¡Yo no soy viejo! —lo cortó el monje.
—¡No es eso lo que he dicho!
Su padre lo detuvo. Tenía el final que buscaba.
—¡Qué maravillosa historia, digna de los cuentos de Las mil y una noches! —exclamó—. ¡Si la grabaran con aguja en el rabillo del ojo, serviría de advertencia a quien es capaz de aprender con el ejemplo!
Helena hizo una pequeña reverencia, y con una sonrisa fue invitada a incorporarse y sentarse junto al fuego. Los dos sillones se encontraban uno al lado del otro, frente a la chimenea, pero Helena se obstinó en mantener la mirada fija en las llamas. Sentada junto a ella, la otra persona permanecía en silencio, ocupada en rememorar todos los acontecimientos desde el descubrimiento del cuerpo de Sophia en el cementerio.
Después de la visita del comisario de las muertes extrañas, Sartine se había apresurado a ir a su residencia con el retrato de Sophia en las manos. Le había dicho que se trataba de una de las hijas naturales del rey y que acababan de sacrificarla durante la celebración de una misa negra. El asunto parecía de una gravedad excepcional. Por supuesto, el comisario de las muertes extrañas se había encargado del caso, pero era un hombre tan reservado e incontrolable como su colaborador, el monje hereje. Ella había escuchado en silencio al apurado lugarteniente general de policía y calibrado la situación. Era evidente que la presencia de su mejor y más devota agente, Helena, se imponía. Así pues, a última hora de la tarde Sartine había tenido que llevar a Helena a casa de Volnay y del monje para obligarlos a aceptar su participación en la investigación.
Tras hacerle una señal con la cabeza, Helena empezó a relatar los últimos acontecimientos. Cuando hubo terminado, la joven se quedó callada sin dejar de mirar al frente. Sabía que ella también había sido manipulada en el transcurso de la investigación, pues ni Sartine ni la persona para la que trabajaba le habían revelado lo que sabían desde el principio.
—Me habéis servido bien —dijo finalmente la otra persona.
Sumida en un ligero embotamiento, Helena no contestó. Las llamas danzaban en sus extrañas pupilas, produciendo inquietantes reflejos. El fuego le recordaba pensamientos que su madre le había metido en la cabeza antes de morir para que un día la vengara.
«Todo esto no ha acabado, todavía no…».
De pronto, la flor de lis que llevaba en el hombro la quemó.
—Estoy satisfecha de vuestros servicios —añadió la voz melodiosa.
Helena se inclinó.
—La señora marquesa de Pompadour es demasiado buena.