XXIV. El rapto de Sophia y otras cosas del diablo
Pasada la tormenta, Volnay y su padre se pusieron a ordenar la casa del comisario de las muertes extrañas. La cotorra parloteaba sin parar, pero los dos hombres, ceñudos, guardaban silencio. La mañana acababa mal. Habían sorprendido a su superior con un inspector de policía oficialmente muerto y sospechoso de satanismo. Volnay había perdido al hombre en cuestión y Sartine acababa de hacer que sus hombres registraran de arriba abajo sus respectivas casas en busca de Sophia. En cuanto a Helena, estaban sin noticias de ella desde el día anterior por la mañana. El monje estaba colocando en su sitio un gran espejo con un marco dorado de madera tallada cuando llamaron a la puerta.
—¡Creo que desde que hemos empezado con esta investigación el mundo entero gravita alrededor de nuestras casas! —se quejó el monje—. ¡Ojalá sea Helena!
—Voy a abrir —dijo, suspirando, su hijo.
Al abrir la puerta, se encontró delante la boca amenazadora de la pistola del caballero de Fauve.
—¿Puedo entrar, querido colega?
Volnay retrocedió. Lanzó una breve mirada hacia atrás y vio que el monje metía una mano debajo del hábito, seguramente para empuñar su daga. Como adivinando lo que tramaban los ocupantes del lugar, el caballero de Fauve levantó una mano.
—Calma, señores, he venido aquí por voluntad propia y no me animan malas intenciones. ¡Todo lo contrario!
—Demostradlo —dijo Volnay.
—¡Ahora mismo!
Iluminado el rostro por una amplia sonrisa, el caballero de Fauve le tendió la pistola a Volnay, que se apresuró a apuntarlo con ella.
—¡Mira qué divertido! —dijo el monje, sacando la daga—. ¿Está cargada?
—Lo está —lo tranquilizó su hijo.
El caballero de Fauve adoptó un aire vagamente fastidiado.
—¿Puedo sentarme?
Sin esperar respuesta, se quitó la capa. Debajo llevaba un traje con galones y puños de encaje. Con un suspiro de bienestar, se sentó en un sillón junto al fuego y se frotó las manos.
—¡Qué gusto da calentarse! —Echó un vistazo circular a la habitación—. Una encantadora morada, vaya que sí. Aunque un poco desordenada… ¡Ah, vuestra famosa cotorra parlanchina! ¡Dicen que es muy maleducada!
—¿Cómo sabéis dónde vivo? —le preguntó Volnay.
—Soy inspector de policía y vuestra residencia no es secreta.
—¿Por qué huisteis esta mañana?
El caballero de Fauve se encogió de hombros.
—Porque queríais prenderme y yo no quería que lo hicierais. Tenía que hablar con vos, pero, para demostrar mi buena fe, debía entregarme de buen grado. Habría podido mataros esta mañana, reconocedlo, y habría podido hacerlo asimismo hace un momento.
—Eso también puede ser una maniobra —señaló el monje.
Fauve le dirigió una mirada indolente.
—Vivís en un mundo de sospechas. Debéis aprender a confiar. Sobre todo entre colegas…
—Un colega muerto —ironizó Volnay.
El otro asintió con la cabeza.
—Hace dos años, Sartine me pidió que muriera para infiltrarme mejor en los ambientes más oscuros de la capital. Por esa razón quedamos de vez en cuando, pero nunca en el Châtelet, siempre en un lugar público de París y brevemente.
Parecía sincero. Impresionados, Volnay y su padre cruzaron una mirada de sorpresa.
—¿Qué ha motivado esta misión? —preguntó el comisario de las muertes extrañas.
—¿Creéis que no pasa nada detrás de las paredes de las mansiones de París, o incluso en las casas de los burgueses? Hace diez años, la condesa de Montboissier y su amante, el duque d’Olonne con su querida y el duque de La Tour d’Auvergne trataron con el diablo a través de un tal Dubuisson, pintor de brocha gorda, que incluso llegó a trazar, con la punta de la espada del duque d’Olonne, el círculo dentro del cual iba a hacer aparecer al diablo. —Sus ojos se achicaron—. París es una ciudad llena de secretos, de secretos muchas veces mágicos, y eso desagrada al señor lugarteniente general de policía. Quiere purgar esta ciudad de brujos y falsos magos. Se ha convertido en una obsesión para él. —Inclinó su voluminoso cuerpo hacia delante y bajó la voz—. Hay que decir que pasan cosas terribles y que Sartine tiene razón en estar preocupado. Os sorprendería enteraros de los nombres de ciertas personas de alto rango que hacen pactos demoniacos. —Se interrumpió y frunció el entrecejo, como si hubiera recordado algo desagradable—. Tengo la sensación de que Sartine le ha tomado gusto a mis informes —prosiguió con voz preocupada—. Me pregunta cada vez más cosas. Y a la vez me parece que está cada vez más informado de todo lo relacionado con la magia negra, como si…
—Como si se dedicara a leer obras prohibidas —acabó el monje.
El inspector asintió con la cabeza.
—Eso es, sí. Sus preguntas son cada vez más precisas, muestra un interés especial por ciertos libros muy concretos y quiere que le diga cómo puede conseguirlos. ¡Hace dos semanas, quería saber si la mano de un ahorcado sosteniendo una vela encendida formaba una mano de gloria con verdaderos poderes, y si la mecha de la vela debía estar trenzada con el pelo del propietario de la mano! Las notas y manuscritos que consigo sustraer le interesan sobremanera. Me pide también direcciones…
El monje meneó la cabeza.
—De tanto querer sondear el abismo, puede uno perderse en él…
El caballero de Fauve suspiró.
—¡No me lo digáis! El comportamiento de Sartine en los últimos tiempos me preocupa. No me ha encargado la investigación del caso del cementerio. No lo interpretéis como envidia o celos; no tengo por costumbre meter mi cuchara en plato ajeno, pero, dada mi implicación en ese ambiente, soy el mejor situado para realizarla, aunque fuera en paralelo a la vuestra. En cambio, Sartine me ha mantenido ocupado con minucias.
—¿Por qué fuisteis, entonces, al entierro de Sophia?
—Fui por mi cuenta y riesgo. Pensaba que a lo mejor encontraría caras conocidas…
—Os santiguasteis al revés…
—Para que me reconocieran en caso de…
—¿Y Sartine no os ha mandado en ningún momento investigar?
—No, me guardaba como as en la manga, como él decía, pero, de hecho, solo se ha dignado acordarse de mí para buscar a Sophia.
El monje se estremeció.
—Sí —dijo el caballero de Fauve—, me ha hablado de ella. Quiere que la encuentre a toda costa. No comprende cómo puede seguir viva. Debo descubrir dónde se esconde, porque, según me ha dicho, escapó milagrosamente a la muerte. —Se inclinó hacia ellos con expresión grave—. Sartine busca a esa niña, ella ocupa todos sus pensamientos. ¡Quiere encontrarla cueste lo que cueste!
El monje acariciaba el plumaje de la cotorra a través de los barrotes de la jaula.
—Me pregunto si hemos hecho bien en dejarlo irse —dijo, suspirando—. ¿Qué opinas de él?
—No estoy seguro de querer dejarle mi cotorra a su cuidado, pero su historia me parece creíble —respondió su hijo, caminando arriba y abajo por la habitación.
—Sí, todo esto no me sorprende nada. A la policía le preocupa muy poco la nobleza y la burguesía, su objetivo es defender el régimen contra todos. Los falsos brujos son un insulto a su autoridad, como todo cuanto puede influir en los espíritus débiles, ¡y Dios sabe que aquí abajo son legión!
—Entonces, ¿Sartine nos ha manipulado?
—Lo ha hecho ocultándonos la ascendencia de Sophia, cuando la conocía de sobra.
—¡Pero de ahí a encargar una misa negra!
—Sartine es tan recto como una hoz —se burló el monje—. A mí ya no me extraña nada de él. El caballero de Fauve dice la verdad al menos en una cosa: Sartine envía a sus inspectores y agentes a provocar a los falsos brujos para desenmascararlos y luego manda detenerlos discretamente con una orden de encarcelamiento firmada por el rey. Para el interrogatorio, un comisario del Châtelet utiliza una batería de preguntas…
El comisario de las muertes extrañas lo cortó:
—Temo que descubran a Sophia. ¿Has oído lo que ha dicho el caballero de Fauve sobre ella? Sartine se marchó hace dos horas con sus hombres. Sabe de la existencia del callejón de l’Or y quizá haya ido allí después de haber salido con las manos vacías de tu casa y la mía. Sus agentes deben de habernos seguido montones de veces hasta la casa de la Dama del Agua. ¡Me temo lo peor!
El monje dio un respingo.
—¡Tienes razón! Voy a quitarme el hábito y a ceñirme la espada. ¡Ve delante! ¡Yo me reuniré contigo enseguida!
La casa, enterrada bajo la nieve, parecía abandonada. El comisario de las muertes extrañas sacó la pistola y abrió la puerta. Desde lo alto de la escalera, vio toda la escena. Abajo, junto a la chimenea, la Dama del Agua yacía en el suelo. Varias sillas estaban derribadas; un jarrón, roto. Detrás de una puerta se oían los ladridos furiosos del perro.
Volnay bajó precipitadamente la escalera y reanimó a la Dama del Agua haciéndole aspirar sales.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, jadeando, el monje—. ¿Cómo estáis? ¿Se han llevado a Sophia?
El comisario de las muertes extrañas repitió la última pregunta.
—Eran dos hombres enmascarados —dijo la Dama del Agua sujetándose la cabeza—. Uno vestido de terciopelo rojo y el otro de terciopelo negro con una peluca empolvada.
—¡Sartine! —exclamó el monje.
Volnay se quedó pálido.
—Esto explica su extraño comportamiento y sus palabras cuando me dijo: «¡Vos no estáis abierto como yo a lo invisible y lo inesperado!». ¡Parecía aterrado ante la idea de que Sophia fuera un fantasma que hubiese venido a vengarse de sus asesinos!
—He visto también el rostro de una mujer en la ventanilla de su coche —añadió la Dama del Agua.
—¿Cómo era? —le preguntó el comisario de las muertes extrañas.
—Joven y guapa, con el pelo castaño tirando a rojo, ojos verdes…
—¡Helena! —exclamó Volnay—. ¡La cómplice de Sartine!
El semblante del monje adquirió una palidez extrema.
—¡No, no lo creo! ¡Ella no! ¡Ella no!
Era casi un grito desesperado. El comisario de las muertes extrañas le puso una mano en el hombro.
—Padre, por primera vez empiezo a ver las cosas claras en todo este asunto. Por fin les encuentro sentido. ¡Ya no escuchamos lo que la gente nos dice! Acuérdate del día que conocimos a Helena. Nos dijo que hablaba arameo y era un poco bruja.
«Según las creencias populares, la brujería pasa de madres a hijas».
—Y nosotros nos reímos —recordó el monje con amargura.
—¡Sobre todo tú!
—Hummm… —El monje se ensombreció—. Por si fuera poco, tú no lo sabes, pero lleva una flor de lis en el hombro.
—¿Cómo? ¿Y no me habías dicho nada? Para empezar, ¿cómo se la has visto?
Su padre abrió los dedos de la mano.
—Pues… esas son muchas preguntas.
—¿Cómo se la has visto? —preguntó en un tono frío Volnay.
—Bueno…, por casualidad, mientras se lavaba…
—¿Y no te pareció conveniente comentármelo?
—Me contó una historia lacrimógena; y además, creo que me hechizó un poco, lo confieso. —Apuntó con un dedo hacia arriba para citar a Cornelio Agripa—: «La mujer hechiza al hombre cuando, con una mirada muy frecuente, dirige la punta de este hacia la punta de aquella y sus ojos se atraen irresistiblemente, produciendo en el corazón del otro un vapor de la más pura sangre engendrada por el calor de su propio corazón».
—A eso se le llama amor —dijo la Dama del Agua.
El monje se sonrojó.
—¡Ahorradme esas idioteces! —cortó el comisario de las muertes extrañas. El brillo de sus ojos era duro como el diamante—. Como he dicho —prosiguió—, ahora lo veo claro. Volvamos atrás, a la noche del cementerio. Sophia está tendida, inerte, sobre la lápida fría. Cinco monstruos la rodean, tres hombres y dos mujeres. Los tres hombres son Sartine, que es el promotor, el astrólogo, que es el cómplice, y el cura danzarín, que es el ejecutante. La prostituta que da la eucaristía es la Voraz. ¡La segunda mujer que participa en esa misa, bruja ocasional y agente de Sartine, se llama Helena!
—Sartine, en última instancia, lo admito —murmuró el monje—, ¡pero Helena…!
—¡Los ha traído directamente hasta Sophia!
El monje agachó la cabeza, abrumado.
—¡Piénsalo! —insistió Volnay—. Fue Sartine quien nos endosó a Helena para que lo ayudara a tomar el control de la investigación; Sartine, que vigila a Sophia desde hace años. Tú mismo lo reconociste en la descripción del hombre que le dio un luis de oro. Y como has podido comprobar, Sartine busca a Sophia. Ha hecho registrar tu casa y la mía y después ha venido al callejón de l’Or porque sus agentes le han informado de nuestras visitas.
—Y Sartine llevaba hoy un traje de terciopelo negro…
—¡Todo encaja! —insistió Volnay—. Cuando me disponía a detener a la Voraz y ella huyó, Helena no intentó retenerla. Después debió de avisar a Sartine de que estábamos tras la pista del cura danzarín, lo que provocó su muerte inmediata.
—Vayamos a su casa —decidió el monje.
—¿Sabes su dirección? —preguntó, atónito, su hijo.
Un destello burlón brilló en los ojos del monje.
—Yo no, pero ¿sabes de algo que se les escape a los agentes?
Una sonrisa fría iluminó el rostro del comisario de las muertes extrañas.
—¡Desde luego que no! ¡Ven conmigo!
Salieron de la casa y fueron directos hacia Gaston, que retrocedió, espantado por la expresión de sus miradas.
—¡Llévanos a casa de Helena!
—¿Helena? Pero yo no sé…
Volnay lo agarró violentamente del cuello.
—¡Déjate de juegos! ¡Bajo tus aires de idiota, sé que eres el más astuto de todos los agentes! ¡Y seguro que sabes perfectamente dónde vive esa joven!
—No iréis a hacerme daño después de haberme invitado a comer —balbució Gaston, congestionado bajo la mano de hierro del policía—. Hemos degustado los mismos platos…
—¡Pero no hemos compartido contigo el pan de la eucaristía! —señaló con ingenio el monje.
—¡Y yo no os arrojaré la manzana del pecado! —concluyó el agente, resignado.
Contempló al monje y al comisario. Había un brillo salvaje en sus ojos. Raramente había visto hombres tan decididos.
—Vamos —murmuró Volnay con voz ronca—, apresúrate a llevarnos.
Y en su voz se percibía una sorda amenaza. El agente no lo dudó más.
—¡Venid conmigo!
Lo siguieron hasta la vivienda de Helena, sorprendidos de la elección del arrabal Saint-Jacques y de la proximidad de los conventos.
—A Siltieri le habría encantado vivir aquí —comentó muy serio el monje—. ¡Me extraña que no haya visitado todavía este lugar!
En la calle Marionnettes, entraron en el inmueble de la joven y subieron de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.
—Espéranos en la puerta y ocúpate de que nadie nos moleste —ordenó el comisario de las muertes extrañas.
El piso estaba amueblado con sobriedad, pero con gusto. Los muebles de caoba eran de línea clásica, con pocos bronces y dorados. Una cortina de antiguo tafetán carmesí ocultaba la gran ventana del salón. Volnay profirió un grito ahogado al ver la mesa de la cocina cubierta de sangre. El monje se apresuró a acudir.
—Gatos negros, crestas de gallo y riñones de morueco… —murmuró, aterrado ante el extraño muestrario.
—Empezamos mal —dijo el comisario de las muertes extrañas.
—Y parecía que no había roto un plato en su vida —dijo su padre, disgustado.
Volnay fue al dormitorio y lo llamó.
—¿Ves esos libros?
El monje se puso los anteojos y se inclinó para leer los títulos.
—De la verdadera magia negra del Sigillum Salomonis, Agrippa, Clavicula Salomonis… Hummm… ¡todo esto huele a azufre! —Bajó la cabeza, aterrado. Su mundo se venía abajo—. ¡Así que era eso! Ha ido a la escuela del diablo y ha aprendido su malignidad.
Su hijo cogió del escritorio un cuaderno con figuras y cifras.
—Sortilegios, fórmulas, conjuros —leyó el monje por encima de su hombro—. ¿Adónde va a esconderse el mal? ¡Decididamente, siempre donde menos se lo espera!
Volnay hizo un mohín dubitativo.
—¡No hace falta ir más lejos, ahora sabemos a quién nos enfrentamos! Menos mal que no te…, en fin, ya sabes lo que quiero decir…
—¿Cómo? Ah, sí…
—Dime, padre, ¿tú y Helena no habréis…?
—Pero ¿qué es lo que te hace pensar eso? —replicó demasiado deprisa el monje.
—No sé, a veces tengo la impresión de que te niegas a aceptar tu edad…
—¡Es que no tengo ningunas ganas de envejecer, hijo! —exclamó el monje.
—Sí —dijo Volnay—, ¡precisamente ese es el problema!