Erin
Beckford es una localidad jodidamente extraña. Es hermosa y tiene partes impresionantes de verdad, pero es extraña. Parece estar desconectada de cuanto la rodea. Por supuesto, se encuentra a kilómetros de todo y hay que conducir durante horas para llegar a algún lugar civilizado. Eso, en el caso de que se considere Newcastle un lugar civilizado, algo de lo que yo misma no estoy tan segura. Beckford es, pues, una localidad extraña, llena de gente peculiar y con una historia realmente insólita. Y en medio de la misma está ese río, y eso es lo que resulta más extraño de todo: parece que, allá adonde vaya una, sea cual sea la dirección que tome, de algún modo siempre termina topándose con el río.
También hay algo un poco extraño en el inspector. Es de la localidad, de modo que cabía esperarlo. Lo pensé nada más verlo ayer por la mañana, cuando sacaron el cadáver de Nel Abbott del agua. Estaba de pie en la orilla, con los brazos en jarras y la cabeza agachada. Estaba hablando con alguien —que resultó ser el médico forense—, pero desde lejos parecía que estuviera rezando. Eso fue lo que pensé: un cura. Un hombre alto y delgado ataviado con ropa oscura y con el agua negra al fondo, el acantilado de pizarra a su espalda y, a sus pies, una mujer pálida y serena.
No estaba serena, por supuesto, sino muerta. No obstante, su rostro no parecía estar deformado por ninguna mueca ni tenía magulladuras. Si una no miraba el resto de su cuerpo, las extremidades rotas o la columna partida, supondría que se había ahogado.
Me presenté y de inmediato pensé que había algo extraño en el inspector: sus ojos llorosos y el ligero temblor de sus manos, que intentaba reprimir frotándose la palma de una contra la muñeca de la otra, me hicieron pensar en mi padre esas mañanas «después de», en las que había que mantener la voz baja y la cabeza gacha.
Mantener la cabeza gacha parecía una buena idea en cualquier caso. Me había trasladado apresuradamente desde Londres tras una desacertada relación con una colega y llevaba en el norte menos de tres semanas. Para ser honesta, lo único que quería era dedicarme a mis casos y olvidarme de todo el asunto. Estaba convencida de que al principio solo me encargarían tareas rutinarias, de modo que me sorprendió cuando me incluyeron en el equipo que investigaba el caso de una muerte sospechosa. Una mujer cuyo cadáver había sido encontrado por un hombre que estaba paseando a sus perros. Iba completamente vestida, de modo que no había ido a nadar.
—Lo más seguro es que se haya tirado —me aseguró el inspector—. La han encontrado en la Poza de las Ahogadas de Beckford.
Fue una de las primeras cosas que le pregunté al inspector Townsend:
—¿Cree que se ha tirado?
Él me miró un momento, como si me estudiara, y luego señaló lo alto del acantilado.
—Vayamos ahí arriba —dijo—, busque al agente de la policía científica y pregúntele si han descubierto algo: pruebas de que hubiera alguna pelea, sangre, un arma… Su teléfono móvil sería un buen punto de partida, ya que no lo lleva encima.
—Voy.
Mientras echaba a andar, le dirigí un vistazo a la mujer y pensé en lo triste que parecía su rostro desnudo y sin maquillaje.
—Se llama Danielle Abbott —dijo Townsend alzando un poco la voz—. Vive en el pueblo. Es una escritora y fotógrafa bastante exitosa. Tiene una hija de quince años. Así que, respondiendo a su pregunta: no, no creo que sea probable que se haya tirado.
Subimos juntos a lo alto del acantilado. Para hacerlo hay que tomar el sendero que sale de la pequeña playa y bordea la poza hasta que tuerce a la derecha, atraviesa una pequeña arboleda y luego inicia una pronunciada pendiente que lleva a la cima. Algunas partes del sendero estaban embarradas y podían verse las marcas que habían dejado las botas al pisar y resbalar, borrando los rastros de las huellas de pies que hubiera podido haber con anterioridad. En lo alto, el sendero tuerce de golpe a la izquierda y, tras dejar atrás los árboles, conduce directo al borde del acantilado. Al verlo, se me revolvió el estómago.
—¡Dios mío!
Townsend echó un vistazo por encima de mi hombro. Casi parecía hacerle gracia.
—¿Es que le dan miedo las alturas?
—Siento un miedo perfectamente razonable a tropezar y precipitarme al vacío —repuse—. ¿No debería haber alguna barrera? No es que sea muy seguro.
El inspector no respondió y siguió adelante con paso decidido, acercándose al borde del acantilado. Yo fui detrás de él, pegada a los matorrales de aulaga para no ver la cristalina superficie del agua que había abajo.
El agente de la policía científica —velludo y con la cara pálida, tal y como siempre parecen ser— no tenía muy buenas noticias.
—No hay sangre, ni armas, ni señales de que tuviera lugar ninguna pelea —declaró encogiéndose de hombros—. Tampoco restos de basura reciente. En cuanto a su cámara, está dañada. Y en ella no está la tarjeta SD.
—¿Su cámara?
Velludo se volvió hacia mí.
—¿Puede creérselo? Instaló una cámara de esas que se activan con el movimiento como parte del proyecto en el que estaba trabajando.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—¿Para filmar a las personas que venían aquí arriba y ver qué hacían? A veces rondan por el lugar bichos raros, ya sabe, por la historia del sitio. O quizá quería filmar a un suicida en el acto… —Hizo una mueca.
—¡Dios mío! Y ¿alguien ha destrozado su cámara? Eso parece… inoportuno.
El tipo asintió.
Townsend exhaló un suspiro y se cruzó de brazos.
—Cierto, aunque eso no significa necesariamente nada. Su equipo ha sido destrozado con anterioridad. El proyecto en el que trabajaba tenía sus detractores en el pueblo. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que llegara a reemplazar la cámara después de la última vez. —El inspector se acercó un par de pasos al borde del acantilado y echó un vistazo. La cabeza comenzó a darme vueltas—. Pero hay otra, ¿no? Oculta en algún lugar de ahí abajo. ¿Alguien la ha visto?
—Sí, parece estar intacta. La llevaremos a la comisaría, pero…
—En ella no encontraremos nada.
Velludo volvió a encogerse de hombros.
—Puede que la veamos caer al agua, pero no nos mostrará qué sucedió aquí arriba.
Habían pasado más de veinticuatro horas desde entonces y no parecíamos estar más cerca de averiguar lo que realmente había sucedido allí arriba. El móvil de Nel Abbott no había aparecido, lo cual resultaba extraño. Aunque quizá no tanto. Si había saltado, cabía la posibilidad de que antes se hubiera deshecho de él. O si, por el contrario, se había caído, podía ser que todavía estuviera en el agua, tal vez se hubiera hundido en el cieno o se lo hubiese llevado la corriente. Y si la empujaron, quienquiera que lo hubiera hecho podría habérselo quitado antes, claro está, aunque, a juzgar por la falta de señales de que hubiera tenido lugar alguna refriega en lo alto del acantilado, no parecía probable que alguien se lo hubiera quitado por la fuerza.
Después de llevar a Jules (NO Julia, al parecer) al hospital para que realizara la identificación oficial del cadáver, me he perdido. A ella la he dejado en la Casa del Molino y, cuando creía que estaba dirigiéndome de vuelta a la comisaría, me he dado cuenta de que no era así: de algún modo, después de cruzar el puente debo de haber dado una vuelta en algún lugar y me he encontrado de nuevo con el río. En cualquier caso, cuando estaba consultando en el móvil qué dirección se suponía que debía tomar, he visto a un grupo de chicas caminando por el puente. En un momento dado, Lena, una cabeza más alta que las demás, se ha separado de ellas.
He dejado el coche y he ido tras ella. Había algo que quería preguntarle, algo que su tía había mencionado, pero, antes de alcanzarla, ha comenzado a discutir con alguien, una mujer de unos cuarenta y pico años. En un momento dado, Lena la ha cogido del brazo y la mujer lo ha apartado y se ha llevado las manos a la cara, como si tuviera miedo de que le pegara. Luego se han separado abruptamente y Lena se ha ido hacia la izquierda y la mujer se ha marchado colina arriba. Yo he seguido a Lena, pero ella se ha negado a decirme a qué se había debido todo eso. Ha insistido en que no había pasado nada malo, que no había sido ninguna discusión y que, de todos modos, tampoco era de mi incumbencia. Se ha mostrado bravucona, pero su rostro estaba cubierto de lágrimas. Yo me he ofrecido a llevarla a casa, pero ella me ha dicho que me fuera a la mierda.
De modo que eso he hecho. He conducido de vuelta a la comisaría y le he contado a Townsend mis impresiones sobre la identificación formal que Jules Abbott había hecho del cadáver.
En términos generales la identificación había sido extraña.
—No ha llorado —le he contado al jefe, y él ha hecho un leve movimiento con la cabeza como diciendo: «Bueno, eso es normal»—. No ha sido nada normal —he insistido—. Su shock no era en absoluto normal. Se ha comportado de un modo realmente raro.
Él se ha removido en el asiento. Estaba sentado detrás de un escritorio en un pequeño despacho que había al fondo de la comisaría, e incluso su cuerpo parecía demasiado grande para esa estancia, como si al levantarse fuera a golpearse la cabeza con el techo.
—¿En qué sentido?
—Es difícil de explicar. Era como si estuviera hablando sin hacer ningún sonido. Y no me refiero a sollozos silenciosos. Ha sido muy extraño. Movía los labios como si estuviera diciendo algo… O, mejor dicho, como si estuviera hablando con alguien. Manteniendo una conversación.
—Pero ¿no ha oído nada?
—Nada.
Townsend ha echado un vistazo a la pantalla del portátil que tenía delante y luego ha vuelto a mirarme a mí.
—Y ¿eso ha sido todo? ¿No le ha contado nada? ¿Algo que pueda resultarnos útil?
—Ha preguntado por un brazalete. Al parecer, Nel tenía uno que pertenecía a su madre y que llevaba siempre puesto. O, al menos, lo llevaba la última vez que Jules vio a Nel, lo cual sucedió hace años.
Townsend ha asentido al tiempo que se rascaba la muñeca.
—No hemos encontrado ninguno entre sus pertenencias, lo he comprobado. Llevaba un anillo, pero ninguna joya más.
El inspector se ha quedado en silencio tanto rato que he pensado que tal vez la conversación había terminado. Estaba a punto de marcharme del despacho cuando de repente ha dicho:
—Debería preguntarle a Lena por el brazalete.
—Esa era mi intención —he contestado—, pero ella no se ha mostrado especialmente interesada en hablar conmigo. —Y entonces le he contado lo de nuestro encuentro en el puente.
—Esa mujer —ha dicho él—. Descríbamela.
Y eso he hecho: cuarenta y pocos años, algo rellenita, pelo oscuro, con un cárdigan largo de color rojo a pesar del calor.
Townsend se me ha quedado mirando largo rato.
—¿Y bien? ¿Le suena? —he preguntado.
—Oh, sí —ha respondido él, mirándome como si fuera una niña particularmente cortita—. Es Louise Whittaker.
—¿Y ella es…?
Él ha fruncido el ceño.
—¿Es que no ha leído el expediente del caso?
—Pues la verdad es que no —he dicho yo. Me han entrado ganas de señalarle que, como local que era, ponerme al día de cualquier antecedente que pudiera ser relevante podía considerarse que era su trabajo.
Él ha exhalado un suspiro y ha comenzado a teclear algo en su ordenador.
—Debería ponerse las pilas con todo esto. Écheles un vistazo a los archivos. —Ha pulsado la tecla «Intro» con especial fuerza, como si estuviera utilizando una máquina de escribir y no un iBook con pinta de caro—. Y también debería leer el manuscrito de Nel Abbott. —Ha levantado la mirada hacia mí y ha fruncido el ceño—. ¿El proyecto en el que estaba trabajando? Si no me equivoco, iba a ser una especie de libro ilustrado. Con fotografías y narraciones sobre Beckford.
—¿Una historia local?
Él ha exhalado un sonoro suspiro.
—Algo así. Su interpretación sobre los acontecimientos. De una selección de los mismos. Su…, digamos, visión de las cosas. Como le he comentado, no es algo que le hiciera especial ilusión a la gente local. En cualquier caso, tenemos copias de lo que había escrito hasta el momento. Uno de los agentes le conseguirá una. Pídasela a Callie Buchan, la encontrará en recepción. La cuestión es que uno de los casos sobre los que escribió fue el de Katie Whittaker, una chica que se suicidó el pasado junio. Katie era amiga íntima de Lena Abbott, y Louise, su madre, había sido amiga de Nel. Al parecer, se distanciaron a causa del enfoque del trabajo de esta. Y, más adelante, cuando murió Katie…
—Louise le echó la culpa —he dicho—. La consideraba responsable.
Él ha asentido.
—Sí, así es.
—Entonces debería ir a hablar con ella, con Louise.
—No —ha contestado él sin apartar los ojos de la pantalla—. Ya lo haré yo. La conozco. Llevé la investigación de la muerte de su hija.
Ha vuelto a quedarse callado durante largo rato. En ningún momento ha dicho que el encuentro hubiera terminado, de manera que al final he sido yo quien ha hablado.
—¿Alguna sospecha sobre la posibilidad de que hubiera alguien más involucrado en la muerte de Katie?
Él ha negado con la cabeza.
—Ninguna. No parecía haber ninguna razón clara, pero, como bien sabe, muchas veces no la hay. Al menos, no una que tenga sentido para aquellos que el suicida deja detrás. Sí escribió una nota de despedida. —Townsend se ha pasado una mano por los ojos—. Fue una auténtica tragedia.
—Entonces ¿este año han muerto dos mujeres en ese río? —he dicho—. ¿Dos mujeres que se conocían, que estaban relacionadas…? —El inspector no ha respondido, tampoco me ha mirado, y ni siquiera estoy segura de que me haya oído—. ¿Cuántas personas han muerto en el río? En total, quiero decir.
—¿Desde cuándo? —ha preguntado él, negando otra vez con la cabeza—. ¿Hasta dónde quiere que retrocedamos?
Lo dicho: jodidamente extraño.
Jules
Siempre te he tenido un poco de miedo. Tú lo sabías y disfrutabas de ello, disfrutabas del poder que te proporcionaba sobre mí. Por eso creo que, a pesar de las circunstancias, habrías disfrutado de lo de esta tarde.
Me han pedido que identificara tu cadáver. Lena se había ofrecido voluntaria, pero le han dicho que no, de modo que he tenido que aceptar yo. No había nadie más. Y, si bien no quería verte, sabía que debía hacerlo, porque eso sería mejor que imaginarte; los horrores que es capaz de concebir una mente son siempre mucho peores que la realidad. Y necesitaba verte porque ambas sabemos que no me lo habría creído, que no habría sido capaz de convencerme de que habías muerto hasta que lo viera con mis propios ojos.
Yacías sobre una camilla en medio de una fría sala y una sábana de color verde pálido cubría tu cuerpo. Un hombre joven vestido con una bata nos ha saludado a mí y a la sargento con un movimiento de cabeza. Ella le ha devuelto el saludo. Cuando el tipo ha extendido la mano para apartar la sábana, no he podido evitar contener el aliento. No recuerdo haberme sentido así de asustada desde que era niña.
Estaba convencida de que te levantarías de un salto.
Pero no lo has hecho. Estabas inmóvil y hermosa. Tu rostro siempre fue muy expresivo —ya fuera por alegría o por malicia—, y todavía podían percibirse restos de ello; tú eras todavía tú, todavía perfecta, y de repente he tomado conciencia: habías saltado.
¿Tú habías saltado?
¿Tú habías saltado?
Esas palabras sonaban mal en mi boca. Tú no saltarías. Nunca lo harías, ese no es el modo de hacerlo. Eso es lo que tú me dijiste. El acantilado no es lo bastante alto. Solo hay cincuenta y cinco metros desde la cima hasta el agua, si alguien salta puede sobrevivir a la caída. De modo que, si alguien pretende hacerlo, dijiste, si realmente pretende hacerlo, ha de asegurarse. Debe hacerlo de cabeza. Si alguien realmente pretende hacerlo, no ha de saltar: ha de tirarse de cabeza.
Y, a no ser que realmente pretenda hacerlo, añadiste, ¿por qué saltar? No hay que ir de turista. A nadie le gustan los turistas.
Quien lo haga puede sobrevivir a la caída, pero eso no significa que vaya a hacerlo. Aquí estás tú, al fin y al cabo, y tú no te tiraste de cabeza. Lo hiciste de pie, y así estás ahora: tus piernas están rotas, tu espalda está rota, tú estás rota. ¿Qué significa esto, Nel? ¿Significa que de repente te entró miedo? (Algo nada habitual en ti). ¿No pudiste soportar la idea de tirarte de cabeza y arruinar tu hermoso rostro? (Siempre fuiste muy vanidosa). No le encuentro el sentido. No es normal en ti hacer lo que dijiste que no harías, ir en contra de ti misma.
(Lena dijo que aquí no hay ningún misterio, pero ¿qué sabrá ella?).
Te he cogido de la mano un momento para sentirla entre las mías, no solo porque estuviera muy fría, sino también porque no reconocía su forma, su tacto. ¿Cuándo fue la última vez que lo hice? ¿Quizá cuando me cogiste tú la mía en el funeral de mamá? Recuerdo haberme apartado de ti y haberme vuelto hacia papá. Recuerdo la cara que pusiste. (¿Qué esperabas?). Mi corazón se volvió de madera y su latido se ralentizó hasta convertirse en un triste tamborileo.
Alguien ha dicho algo:
—Lo siento, pero no puede tocarla.
Podía oír el zumbido del fluorescente que había en el techo, iluminando tu piel, pálida y gris sobre el acero de la camilla. He colocado un pulgar encima de tu frente y luego lo he pasado por el costado de tu rostro.
—No la toque, por favor. —La sargento Morgan estaba justo detrás de mí. Podía oír su respiración, lenta y regular, por encima del zumbido de los fluorescentes.
—¿Dónde están sus cosas? —he preguntado—. La ropa que llevaba. Sus joyas.
—Se las devolverán más adelante —ha señalado la sargento Morgan—, después de que la policía científica las haya analizado.
—¿Había un brazalete? —he preguntado.
Ella ha negado con la cabeza.
—No lo sé, pero todo lo que llevaba se lo devolverán.
—Debería haber un brazalete —he dicho en voz baja con los ojos puestos en ti—. Un brazalete de plata con el cierre de ónice. Pertenecía a mamá y tenía grabadas sus iniciales: «SJA». Sarah Jane. Mamá lo llevaba siempre. Y luego tú. —La sargento se me ha quedado mirando—. Es decir, ella. Quiero decir que lo llevaba Nel.
He vuelto a bajar la mirada hacia ti, a tu delgada muñeca, al lugar en el que el cierre de ónice debería haber descansado sobre las venas azules. Quería volver a tocarte, sentir tu piel. Tenía la impresión de que podía despertarte. He susurrado tu nombre y he esperado que te estremecieras y que tus ojos se abrieran con un parpadeo y me siguieran por la sala. He pensado que tal vez debía besarte por si, como en La bella durmiente, eso conseguía despertarte, lo que me ha hecho sonreír porque tú habrías odiado la idea. A ti nunca te fue el rol de princesa, nunca ejerciste de belleza pasiva a la espera de un príncipe, tú eras otra cosa. Tú siempre te ponías de parte de la oscuridad, de la pérfida madrasta, del hada malvada, de la bruja.
En ese momento, he notado la mirada de la sargento y he apretado los labios para reprimir una sonrisa. Tenía los ojos secos y la garganta vacía, de modo que cuando te he susurrado no ha salido ningún sonido de mi boca:
—¿Qué has querido decirme?
Lena
Debería haber ido yo. Soy su familiar más cercano, su hija. La persona que la quería. Debería haber ido yo, pero no me lo han permitido. Me han dejado sola, sin nada que hacer salvo quedarme sentada en una casa vacía y fumar hasta que se me han terminado los cigarrillos. He ido a la tienda del pueblo a comprar más (la mujer gorda que atiende a veces me pide el carnet de identidad, pero yo sabía que hoy no lo haría), y entonces he visto a Tanya, a Ellie y a las otras. Venían en contradirección por la carretera.
Su visión me ha puesto enferma, de modo que me he limitado a agachar la cabeza, he dado media vuelta y he comenzado a caminar lo más rápido que he podido, pero ellas me han visto, me han llamado y han apretado a correr para alcanzarme. No sabía lo que pensaban hacer. Cuando han llegado a mi lado, sin embargo, han empezado a abrazarme y a decir lo mucho que lo sentían, y Ellie ha tenido el descaro de derramar algunas lágrimas falsas. Yo he dejado que me rodearan, me abrazaran y me acariciaran el pelo. Lo cierto es que el contacto físico sentaba bien.
Hemos cruzado el puente. Ellas han propuesto ir a la casita de campo de los Ward a tomar algunas pastillas e ir a nadar.
—Sería como un velatorio. Una especie de celebración —ha afirmado Tanya.
Jodida idiota. ¿De veras cree que hoy tengo ganas de colocarme e ir a nadar a ese río? He intentado pensar algo que responder, pero entonces he visto a Louise por casualidad y he podido alejarme de ellas sin decir palabra, y no ha habido nada que pudieran hacer al respecto.
Al principio he pensado que no me había oído, pero cuando he llegado a su lado me he dado cuenta de que estaba llorando y no quería que la viera. La he cogido del brazo. No sé por qué, solo pretendía evitar que se marchara, no me apetecía que me dejara ahí con esas zorras mirando y fingiendo que se sentían tristes cuando en realidad estaban disfrutando de todo el jodido drama. Ella, sin embargo, ha tratado de liberarse tirando de mis dedos uno a uno.
—Lo siento, Lena, ahora no puedo hablar contigo. No puedo hablar contigo —me ha dicho.
Yo he querido contestarle algo como: «Has perdido a tu hija y yo a mi madre. ¿No nos deja eso en condiciones de igualdad? ¿Es que no puedes perdonarme?».
Pero no lo he hecho, y entonces esa inútil mujer policía ha aparecido y ha intentado averiguar acerca de qué estábamos discutiendo, así que le he dicho adónde podía irse y he regresado a casa.
Pensaba que Julia ya estaría de vuelta para cuando yo llegara. ¿Cuánto tiempo se puede tardar en ir al depósito de cadáveres, esperar a que aparten una sábana y decir «Sí, es ella»? Dudo que Julia se haya sentado a su lado y le haya cogido de la mano para consolarla como habría hecho yo.
Debería haber ido yo, pero no me han dejado.
Me he tumbado en la cama en silencio. Ni siquiera puedo escuchar música porque ahora todo parece tener este nuevo significado que antes no percibía, y en estos momentos resulta demasiado doloroso para hacerle frente. No quiero estar llorando todo el rato, hace que me duela el pecho y la garganta, y lo peor es que nadie viene a ayudarme. Ya no hay nadie que pueda ayudarme. Así pues, he permanecido tumbada en la cama fumando un cigarrillo tras otro hasta que he oído la puerta de entrada.
Ella no me ha llamado ni nada de eso, pero yo he oído cómo entraba en la cocina y se ponía a abrir y a cerrar armarios, rebuscando entre las cazuelas y las sartenes. Esperaba que viniera a mi habitación, pero al final me he aburrido y he empezado a sentirme mal por haber fumado tanto, y tenía mucha mucha hambre, de modo que he ido a la planta baja.
Ella estaba removiendo algo en el fogón y, cuando se ha dado la vuelta y me ha visto, se ha sobresaltado. Pero no ha sido como cuando alguien te da un susto y luego te ríes; la expresión de miedo ha seguido siendo perceptible en su rostro.
—¡Lena! —ha exclamado—. ¿Estás bien?
—¿La has visto? —le he preguntado.
Ella ha asentido y ha bajado la mirada al suelo.
—Parecía… ella misma.
—Eso es bueno —he dicho—. Me alegro. No me gusta pensar que ella…
—No. No. Y no lo estaba. Magullada, quiero decir. —Se ha dado la vuelta hacia la cocina—. ¿Te gustan los espaguetis a la boloñesa? —me ha preguntado a continuación—. Estoy preparando…, eso es lo que estoy haciendo.
Me gustan, pero no he querido decírselo, de modo que no he contestado. En vez de eso, le he preguntado:
—¿Por qué le has mentido a la policía?
Ella se ha vuelto de golpe, y de la cuchara de madera que sostenía en la mano ha caído un poco de salsa roja en el suelo.
—¿Qué quieres decir, Lena? Yo no he mentido…
—Sí que lo has hecho. Les has dicho que mi madre y tú no hablabais nunca, que no teníais contacto alguno desde hacía años…
—Y así es. —Su rostro y su cuello se han ruborizado, y las comisuras de la boca se han curvado hacia abajo como las de un payaso. Y entonces lo he visto, he percibido esa fealdad de la que hablaba mamá—. Nel y yo no tuvimos ningún contacto significativo desde…
—Te llamaba muy a menudo.
—No muy a menudo. Ocasionalmente. Y, en cualquier caso, no hablábamos.
—Sí, ya me dijo que te negabas a hablar con ella por más que lo intentara.
—Es un poco más complicado que eso, Lena.
—¿En qué sentido? —he respondido—. ¡Di! —Ella ha apartado la mirada—. Esto es culpa tuya, ¿sabes?
Ella ha dejado a un lado la cuchara y ha dado un par de pasos hacia mí con los brazos en jarras y una expresión de preocupación en el rostro, como una profesora que está a punto de decirte lo decepcionada que está con tu actitud en clase.
—¿Qué quieres decir? —ha preguntado—. ¿Qué es culpa mía?
—Ella trató de ponerse en contacto contigo, quería hablar contigo, necesitaba…
—Nel no me necesitaba. Nunca lo hizo.
—¡Era infeliz! —he replicado yo—. ¿Es que ni siquiera te importa, joder?
Ella ha retrocedido un paso y se ha limpiado la cara como si le hubiera escupido.
—¿Por qué era infeliz? Yo no… Nunca me dijo que fuera infeliz.
—Y ¿qué habrías hecho tú si te lo hubiera dicho? ¡Nada! No habrías hecho nada, como siempre. ¡Como cuando la abuela murió y tú te portaste fatal con ella, o cuando nos mudamos y ella te invitó a visitarnos, o cuando te pidió que vinieras para mi cumpleaños y ni siquiera contestaste! Simplemente la ignorabas, como si no existiera. A pesar de que sabías que ella no tenía a nadie más, a pesar…
—Te tenía a ti —ha dicho Julia—. Yo nunca sospeché que fuera infeliz. Yo…
—Pues lo era. Ya ni siquiera quería ir a nadar.
Ella se ha quedado muy quieta y ha vuelto la cabeza hacia la ventana como si hubiera oído algo fuera.
—¿Qué? —ha preguntado, pero no estaba mirándome a mí. Era como si estuviera mirando a otra persona, o su reflejo—. ¿Qué has dicho?
—Que dejó de nadar. Siempre iba a una piscina o al río, todos los días, era lo que más le gustaba, era una nadadora. Todos y cada uno de los días, incluso en invierno, cuando hace un frío de cojones y hay que romper el hielo de la superficie. Y, de repente, dejó de hacerlo. Sin más. Así de infeliz se sentía.
Julia se ha quedado callada un momento, ahí de pie, mirando por la ventana, como si hubiera visto a alguien.
—¿Sabes…? ¿Sabes si había contrariado a alguien? ¿O si alguien estaba molestándola a ella, o…?
He negado con la cabeza.
—No. Me lo habría dicho. Me habría advertido.
—¿Seguro? —ha preguntado Julia—. Porque ya sabes que Nel…, tu madre… a veces podía ser algo difícil, ¿verdad? Es decir, sabía cómo sacar a la gente de sus casillas, cómo cabrearla.
—¡Eso es mentira! —he replicado, aunque sí que a veces lo hacía, pero solo con los imbéciles, solo con aquellos que no la comprendían—. Tú no la conocías para nada, tú nunca la entendiste. No eres más que una zorra celosa. Lo eras de joven y todavía lo eres ahora. Dios mío, no sirve de nada hablar contigo.
Me he marchado de casa a pesar de que estaba muriéndome de hambre. Mejor morirse de hambre que sentarse con ella a comer. Habría sido como una traición. No he dejado de pensar en mi madre ahí sentada, hablándole al teléfono sin que nadie contestara al otro lado de la línea. Maldita zorra. Una vez me enfadé con mamá y le dije que por qué no lo dejaba estar y se olvidaba de ella.
—Está claro que no quiere saber nada de nosotras.
—Es mi hermana, mi única familia —me contestó.
—¿Y yo? —le pregunté entonces—. ¿Qué hay de mí? Yo también soy familia.
Ella se rio y repuso:
—Tú no eres familia. Tú eres más que eso. Eres parte de mí.
Una parte de mí ha muerto y ni siquiera me han dejado verla. No me han permitido cogerla de la mano, ni darle un beso de despedida, ni decirle cuánto lo siento.
Jules
No he ido detrás de Lena. Lo cierto es que no quería hacerlo. No sé lo que quería, de modo que me he quedado ahí de pie, en los escalones de la entrada, frotándome los brazos con las manos y dejando que mis ojos se acostumbraran poco a poco a la oscuridad reinante.
Sabía lo que no quería: no quería discutir con ella, no quería seguir escuchándola. ¿Culpa mía? ¿Cómo podía ser eso culpa mía? Nunca me dijiste que fueras infeliz. Si lo hubieras hecho, te habría escuchado. En mi cabeza, estabas risueña. Si me hubieras dicho que habías dejado de ir a nadar, Nel, habría sabido que algo iba mal. Nadar era esencial para tu cordura, eso fue lo que me dijiste; sin ello, te vendrías abajo. Nada te mantenía alejada del agua, del mismo modo que nada podía arrastrarme a mí a ella.
Salvo que algo lo hizo. Algo debió de hacerlo.
De repente he sentido un hambre voraz. Por alguna razón, de pronto tenía un tremendo apetito que saciar. He vuelto a entrar en la casa y me he servido un plato de espaguetis a la boloñesa, y a continuación otro, y luego un tercero. He comido y comido hasta que, asqueada conmigo misma, he subido al piso de arriba.
Me he arrodillado en el cuarto de baño con la luz apagada. Una costumbre que había abandonado hacía mucho, pero tan antigua que casi me ha resultado reconfortante. De rodillas en la oscuridad, he empezado a vomitar con los ojos llorosos y las venas de la cara a punto de estallar por la tensión. Cuando por fin he sentido que ya no tenía nada más dentro, me he puesto de pie, he tirado de la cadena y me he mojado la cara procurando no ver mi mirada en el espejo, solo para terminar viéndola en el reflejo de la bañera que tenía detrás.
Hace más de veinte años que no me sumerjo en el agua. Después de haber estado a punto de ahogarme, hubo varias semanas en las que incluso me resultaba difícil bañarme. Cuando comenzaba a oler mal, mi madre tenía que meterme a la fuerza en la bañera.
He cerrado los ojos y he vuelto a echarme agua en la cara. De repente he oído que un coche aminoraba la velocidad en la calle y por un momento mi corazón ha empezado a latir con más fuerza, pero ha vuelto a calmarse cuando el coche ha acelerado de nuevo.
—No viene nadie —he dicho en voz alta—. No hay nada que temer.
Lena todavía no había regresado, pero no tenía ni idea de adónde podía ir a buscarla en este pueblo al mismo tiempo familiar y desconocido. Me he metido en la cama, pero no podía dormirme. Cada vez que cerraba los ojos veía tu rostro azul y pálido y tus labios amoratados. En mi imaginación, estos retrocedían hasta dejar a la vista las encías y, a pesar de que tenías la boca llena de sangre, no dejabas de sonreír.
—¡Ya basta, Nel! —he dicho otra vez en voz alta, como una pirada—. ¡Basta de una vez!
He esperado tu respuesta, pero lo único que he oído ha sido el silencio; un silencio roto por el sonido del agua, el ruido de la casa moviéndose, rechinando y crujiendo por la corriente del río. A oscuras, he buscado a tientas el teléfono móvil que descansaba sobre la mesilla de noche y he llamado al buzón de voz. «No tiene ningún mensaje nuevo —me ha dicho una voz electrónica—, y tiene siete mensajes guardados».
El más reciente lo recibí el martes, menos de una semana antes de que murieras, a la una y media de la madrugada: «Julia, soy yo. Necesito que me llames. Por favor, Julia. Es importante. Necesito que me llames en cuanto puedas, ¿de acuerdo? Yo…, esto…, es importante. Bueno, adiós».
He pulsado el «1» para que el mensaje sonara de nuevo. Y luego he vuelto a hacerlo varias veces más. He escuchado tu voz, no solo su ronquedad y ese leve pero irritante acento transatlántico. Te he escuchado a ti. ¿Qué estabas intentando decirme?
Me dejaste un mensaje en mitad de la noche y yo lo escuché a primera hora de la mañana, dándome la vuelta en la cama al ver el delator resplandor blanco del móvil. Escuché tus primeras tres palabras: «Julia, soy yo», y colgué. Estaba cansada, me sentía alicaída y no quería oír tu voz. Escuché el resto más tarde. No me pareció extraño ni tampoco particularmente intrigante. Era una de esas cosas que solías hacer: dejarme mensajes crípticos para despertar mi interés. Lo habías hecho durante años y, cuando volvías a llamarme un mes o dos después, me daba cuenta de que no había ninguna crisis, ningún misterio, ningún gran acontecimiento. Solo estabas tratando de llamar mi atención. Era un juego.
¿Verdad?
He vuelto a escuchar el mensaje una y otra vez y, ahora que lo hacía como es debido, no podía creer que no me hubiera percatado antes de la ligera falta de aliento de tu voz y de la inusitada suavidad de tu tono. Hablabas con palabras vacilantes, titubeantes.
Tenías miedo.
¿De qué tenías miedo? ¿De quién tenías miedo? ¿De la gente de este pueblo, esos que se paran y miran pero no ofrecen sus condolencias, esos que no traen comida ni envían flores? No parece que te echen mucho de menos, Nel. ¿O tal vez tenías miedo de tu extraña, fría y enojada hija, que no llora por ti e insiste en que te suicidaste, sin pruebas ni motivos?
Me he levantado de la cama y he ido a la habitación de al lado, la que últimamente ocupabas tú. De repente me he sentido como una niña. De pequeña solía hacer eso, ir a la habitación contigua. Por aquel entonces nuestros padres todavía dormían en ella. Lo hacía las noches en las que tenía miedo, cuando había sufrido una pesadilla después de haber escuchado alguna de tus historias. Abría la puerta de un empujón y me metía dentro.
La atmósfera de la habitación se me ha antojado cargada y cálida, y la visión de tu cama sin hacer ha provocado que rompiera a llorar.
Me he sentado en el borde, he cogido tu almohada de lino gris pizarra con un ribete de color rojo sangre y la he abrazado con fuerza mientras recordaba con claridad aquel día en el que entramos las dos por el cumpleaños de mamá. Le habíamos preparado el desayuno porque estaba enferma y estábamos haciendo un esfuerzo para intentar llevarnos bien entre nosotras. Esas treguas nunca duraban mucho: tú te cansabas de tenerme a tu lado y no tardabas en dejar de prestarme atención, de modo que yo terminaba regresando junto a mamá, y entonces te quedabas mirándome con los ojos entornados, desdeñosa y dolida al mismo tiempo.
Yo no te comprendía, pero si por aquel entonces me parecías extraña, en la actualidad me resultabas completamente ajena. Ahora estoy sentada aquí, en tu hogar, entre tus cosas, y es la casa lo que me resulta reconocible, no tú. No te he reconocido desde que éramos adolescentes, desde que tú tenías diecisiete años y yo trece. Desde aquella noche en la que, como un hacha cayendo sobre un trozo de madera, las circunstancias provocaron una amplia y profunda fisura entre ambas.
Pero hasta seis años más tarde no volviste a dejar caer el hacha y nos separamos del todo. Acabábamos de enterrar a mamá, y tú y yo estábamos fumando en el jardín a pesar de ser una fría noche de noviembre. Yo estaba deshecha por el dolor, pero tú habías estado automedicándote desde el desayuno y tenías ganas de hablar. Estabas diciéndome algo sobre un viaje que querías hacer a Noruega, a Preikestolen, un acantilado de seiscientos metros sobre un fiordo, y yo estaba intentando no escucharte porque sabía de qué iba la cosa y no quería oír nada al respecto. En un momento dado, alguien, un amigo de papá, se dirigió a nosotras:
—¿Estáis bien ahí fuera, chicas? —nos preguntó arrastrando ligeramente las palabras—. ¿Ahogando las penas?
—Ahogando, ahogando, ahogando… —repetiste. Tú también estabas borracha. Me miraste con los párpados caídos y una extraña luz en los ojos—. Juuulia —dijiste, arrastrando las letras de mi nombre—. ¿Alguna vez piensas en ello?
Pusiste una mano sobre mi brazo y yo lo aparté.
—¿Pensar en qué? —repuse al tiempo que me ponía de pie. Ya no quería estar más tiempo contigo, quería estar sola.
—En aquella noche. ¿Has… hablado alguna vez con alguien sobre ello?
Di un paso para alejarme de ti, pero me cogiste de la mano y la apretaste con fuerza.
—Vamos, Julia… Sé honesta. ¿No hubo alguna parte de ti a la que le gustó?
Después de aquello, dejé de hablar contigo. Y, según tu hija, en esto consiste que yo me portara fatal contigo. Tú y yo contamos las cosas de forma distinta, ¿verdad?
Dejé de hablar contigo, pero eso no impidió que tú siguieras llamándome. Me dejabas extraños mensajes en los que me hablabas de tu trabajo, de tu hija, de un premio que habías ganado o de un galardón que te habían concedido. Nunca decías dónde estabas o con quién, aunque a veces oía ruidos de fondo, música o tráfico; en alguna ocasión, voces. A veces borraba los mensajes y otras los guardaba. En ocasiones los escuchaba una y otra vez, tantas, que incluso varios años después podía recordar tus palabras exactas.
A veces eras críptica, otras parecías enfadada; repetías viejos insultos, retomabas antiguas discusiones largo tiempo olvidadas, desenterrabas agravios pasados. ¡El impulso suicida! Una vez, en el calor del momento, cansada de tus obsesiones mórbidas, te acusé de tener un impulso suicida y, bueno, ya nunca dejaste de echármelo en cara.
A veces tenías el día sensiblero y te ponías a hablar de nuestra madre, de nuestra infancia o de la felicidad que habíamos disfrutado y luego perdido. Otras estabas animada, feliz, hiperexcitada. «¡Ven a la Casa del Molino! —me rogabas—. ¡Ven, por favor! Te encantará. Por favor, Julia, ya es hora de que dejemos todo eso atrás. No seas testaruda. Ya es hora». Y entonces me enfadaba: «¿Ya es hora?». ¿Por qué tenías que ser tú quien decidiera cuándo poner punto final a los problemas entre ambas?
Lo único que quería era que me dejaras en paz, olvidarme de Beckford, olvidarte a ti. Me construí una vida propia. Más pequeña que la tuya, claro está (¿cómo iba a ser de otro modo?), pero mía. Buenos amigos, relaciones, un pequeño apartamento en un encantador suburbio del norte de Londres. Un empleo de trabajadora social que me proporcionaba una finalidad; un empleo que me consumía y me llenaba, a pesar del bajo sueldo y las largas horas.
Quería que me dejaras en paz, pero no lo hacías. A veces llamabas dos veces al año y, otras, dos al mes, perturbándome, desestabilizándome, desquiciándome. Tal y como siempre habías hecho. Era una versión adulta de los juegos a los que solías jugar de pequeña. Y, mientras tanto, yo no dejaba de esperar esa llamada a la que sí podría responder, la llamada en la que me explicaras por qué te habías comportado como lo hiciste cuando éramos jóvenes, la llamada en la que me dijeras cómo podías haberme hecho ese daño o por qué no habías hecho nada mientras me hacían daño. Una parte de mí quería tener una conversación contigo, pero no antes de que me dijeras que lo sentías, no antes de que suplicaras mi perdón. Sin embargo, tu disculpa nunca llegó, y todavía estoy esperando.
He abierto el cajón superior de la mesilla de noche. Había postales sin escribir —fotografías de lugares en los que habías estado, quizá—, condones, lubricante y un anticuado encendedor de plata con las iniciales «LS» grabadas en un lado. «LS». ¿Un amante? He vuelto a mirar alrededor de la habitación y me he dado cuenta de que en esta casa no hay fotografías de hombres. Ni aquí arriba ni en la planta baja. Incluso los cuadros son prácticamente todos de mujeres. Y cuando me dejabas mensajes hablabas de tu trabajo, de la casa y de Lena, pero nunca mencionaste a ningún hombre. Los hombres jamás parecieron ser importantes para ti.
Aunque hubo uno, ¿verdad? Hace mucho tiempo hubo un chico que sí fue importante para ti. Cuando eras adolescente, solías escaparte de casa por las noches, te descolgabas por la ventana del cuarto de lavar hasta la orilla del río y, llenándote de barro hasta los tobillos, rodeabas la casa y subías hasta llegar a la carretera, donde estaba esperándote él. Robbie.
Pensar en Robbie, en ti y en él, ha sido como recorrer a toda velocidad el puente peraltado: mareante. Robbie era alto, corpulento y rubio, con una perpetua mueca burlona en los labios. Tenía un modo de mirar a las chicas que las desarmaba por completo. Robbie Cannon. El macho alfa, el líder, con ese olor a lince y a sexo, brutal y malvado. Tú decías que lo querías, aunque a mí nunca me pareció amor. Tú y él estabais o bien uno encima del otro o bien insultándoos, no había término medio. Entre vosotros jamás había paz. No recuerdo muchas risas. Pero sí tengo el recuerdo claro de veros a ambos tumbados en la orilla de la poza, con las extremidades entrelazadas, los pies en el agua, él encima de ti, hundiendo tus hombros en la arena.
Algo en esa imagen me ha sacudido, me ha hecho sentir algo que no había sentido desde hacía mucho. Vergüenza. La sucia y secreta vergüenza del voyeur, mezclada con algo más, algo que no he podido ni he querido identificar. He intentado apartar la imagen de mí, pero he recordado que esa no fue la única ocasión que lo vi contigo.
De repente me he sentido incómoda, así que me he levantado de tu cama y he comenzado a deambular por la habitación, mirando las fotografías. Están por todas partes. Por supuesto. En la cómoda he encontrado algunas enmarcadas en las que sales tú, bronceada y sonriendo, en Tokio y Buenos Aires, de vacaciones esquiando y en playas, con tu hija en brazos. En las paredes, reproducciones enmarcadas de portadas de revistas que fotografiaste tú, una historia en The New York Times, los premios que recibiste. Aquí están: todas las pruebas de tu éxito, las pruebas de que me superaste en todo. Trabajo, belleza, hijos, vida. Y ahora has vuelto a superarme. Incluso en esto ganas.
Una fotografía ha hecho que me detuviera de golpe. En ella aparecéis tú y Lena. Esta ya no era un bebé, sino una niña pequeña de unos cinco o seis años, o quizá mayor, nunca sé determinar la edad de los niños. Está sonriendo, mostrando sus pequeños dientes blancos, y hay algo raro en ella, algo que ha hecho que se me erizara el vello; algo en sus ojos, en la expresión de su rostro, le da la apariencia de un depredador.
La reaparición de un antiguo miedo ha hecho que empezara a sentir el pulso en el cuello. Me he tumbado en la cama y he intentado no escuchar el agua, pero incluso con las ventanas cerradas y estando en el piso de arriba, su sonido era ineludible. Podía notar cómo hacía presión contra las paredes y se filtraba por las grietas del enladrillado, anegándolo todo. Podía saborearla, turbia y sucia en mi boca, humedeciendo mi piel.
En algún lugar de la casa me ha parecido oír que alguien reía, y sonaba exactamente como tú.