LUNES, 17 DE AGOSTO
Nickie
Nickie se ha sentado en su sillón junto a la ventana para ver cómo salía el sol y se levantaba la neblina matutina de las colinas. Apenas ha dormido en toda la noche por culpa del calor y del parloteo de su hermana en su oído. A Nickie no le gusta el calor. Es una criatura hecha para climas más fríos: la familia de su padre provenía de las Hébridas, eran de linaje vikingo. Y, por parte de madre, procedían del este de Escocia y se trasladaron al sur empujados por las cazas de brujas. Puede que la gente de Beckford no se lo creyera y se burlara de ella y la menospreciara, pero Nickie sabía que descendía de brujas. Podía trazar una línea directa hasta sus antepasados, de Sage a Seeton.
Tras ducharse, desayunar y vestirse de respetuoso negro, Nickie ha ido primero a la poza. Una larga y lenta caminata a lo largo del sendero. Ha agradecido la sombra que le proporcionaban los robles y las hayas. Aun así, el sudor se le metía en los ojos y se le acumulaba en la parte baja de la columna. Cuando ha llegado a la pequeña playa del lado sur, se ha quitado las sandalias y se ha metido hasta los tobillos. Luego se ha inclinado y, con las manos, se ha mojado un poco la cara, el cuello y la parte superior de los brazos. Tiempo atrás, habría subido a lo alto del acantilado para presentar sus respetos a aquellas que habían caído y a aquellas que habían saltado y a aquellas a las que habían empujado, pero sus piernas ya no se lo permitían, de modo que, si quería decirles algo a las nadadoras, tendría que hacerlo desde allí abajo.
Nickie se encontraba en ese mismo lugar la primera vez que sus ojos se posaron en Nel Abbott. Sucedió dos años antes y ella estaba haciendo eso mismo, remojándose para refrescarse, cuando de repente divisó a una mujer en lo alto del acantilado. Vio cómo caminaba adelante y atrás. Una vez. Y luego otra. A la tercera, Nickie sintió un cosquilleo en las palmas de las manos. «Algo turbio», pensó. Vio cómo la mujer se agachaba hasta ponerse de rodillas y luego, cual serpiente reptando sobre su barriga, se arrastraba hasta llegar al mismo borde y se quedaba con los brazos colgando.
—¡Eh! —exclamó Nickie con el corazón en la boca.
La mujer bajó la mirada y, para su sorpresa, sonrió y la saludó con la mano.
Después de eso, comenzó a verla a menudo. Nel pasaba mucho tiempo en la poza, tomando fotografías, dibujando, escribiendo cosas. A cualquier hora del día o de la noche, hiciera el tiempo que hiciese. Desde su ventana, Nickie la veía cruzar el pueblo en dirección a la poza en mitad de la noche, bajo una ventisca o cuando llovía con la suficiente fuerza como para calarla a una hasta los huesos.
A veces, Nickie se la cruzaba en el sendero y Nel no pestañeaba. Ni siquiera se daba cuenta de que tenía compañía, así de absorta estaba en la tarea que tenía entre manos. A Nickie le gustaba eso. Admiraba la concentración de la mujer, la manera en que su trabajo la consumía. También le gustaba la devoción que sentía por el río. Hubo un tiempo en que a Nickie le gustaba meterse en el agua en las calurosas mañanas de verano, si bien esos días ya habían quedado atrás. Nel, en cambio, nadaba al amanecer y al anochecer, en verano o en invierno. Sin embargo, ahora que lo pensaba, hacía días que no la veía nadando; al menos, un par de semanas. O quizá más. Ha intentado recordar cuándo fue la última vez, pero no ha podido, en parte por culpa del incesante parloteo de su hermana al oído, que le nublaba el juicio.
Desearía que se callara.
Todo el mundo pensaba que Nickie era la oveja negra de la familia, pero en realidad esa era su hermana Jean. A lo largo de su infancia, todos decían que Jeannie era la buena y elogiaban que hiciera lo que le mandaban. Al cumplir los diecisiete, sin embargo, no se le ocurrió otra cosa que hacerse policía. ¡Policía! Su padre era minero, por el amor de Dios. Una traición, eso fue lo que dijo su madre, que era una traición a toda la familia, a toda la comunidad. Sus padres dejaron de dirigirle la palabra, y se suponía que Nickie también debía cortar toda relación con ella. Pero no fue capaz. Jeannie era su hermanita.
Menuda bocaza tenía. Ese era su problema: no sabía cuándo debía cerrarla. Después de dejar la policía y antes de marcharse de Beckford, Jean le contó una historia que le puso los pelos de punta y, desde entonces, Nickie había estado mordiéndose la lengua, escupiendo al suelo y murmurando invocaciones de protección cada vez que Patrick Townsend se cruzaba en su camino.
Hasta el momento, había funcionado. Estaba protegida. Jeannie, en cambio, no. Después de ese asunto con Patrick y su esposa y todos los problemas que hubo después, Jeannie se trasladó a Edimburgo y se casó con un hombre inútil. Juntos, se pasaron los siguientes quince años bebiendo alcohol hasta morir. De vez en cuando, sin embargo, Nickie todavía la veía y hablaba con ella. Últimamente, con más frecuencia. Jeannie había vuelto a ser la misma cotorra de antes. Ruidosa y conflictiva. Insistente.
Esas últimas noches, desde que Nel se ahogó, Jeannie había estado parloteando más que nunca. A Jeannie le habría gustado Nel, habría visto algo de sí misma en ella. A Nickie también le gustaba. Le gustaban sus conversaciones, le gustaba el hecho de que la escuchara cuando hablaba. Escuchaba sus historias, pero no hizo caso de sus advertencias. Al igual que Jeannie, Nel tampoco sabía cuándo debía mantener la boca cerrada.
La cosa es que, a veces, digamos después de una lluvia torrencial, el río crece y la corriente remueve la tierra y saca a la luz cosas perdidas: los huesos de un cordero, la bota de agua de un niño, un reloj de oro cubierto de cieno, un par de gafas con una cadenita de plata. Un brazalete con el cierre roto. Un cuchillo, un anzuelo, un plomo. Latas y carritos de supermercado. Escombros. Objetos con importancia y otros que carecen de ella. Y eso está bien, así son las cosas, así es el río. El río puede viajar al pasado, sacarlo todo a la luz de nuevo y regurgitarlo en las orillas a plena vista de todo el mundo. La gente, en cambio, no puede. Las mujeres no pueden. Cuando una comienza a hacer preguntas y a poner pequeños anuncios en tiendas y pubs, cuando una comienza a tomar fotografías y a hablar con los periódicos y a hacer preguntas sobre brujas, mujeres y almas perdidas, no está buscando respuestas, sino problemas.
Nickie lo sabía bien.
Tras secarse los pies, ha vuelto a ponerse las sandalias y ha empezado a recorrer lentamente el sendero, los escalones y el puente de vuelta al pueblo. Para entonces ya eran las diez pasadas, casi la hora. Ha ido a la tienda, se ha comprado una lata de Coca-Cola y se ha sentado en el banco que hay enfrente del cementerio. No pensaba entrar —la iglesia no era un lugar para ella—, pero quería verlos. Quería ver a los dolientes, a los mirones, a los desvergonzados hipócritas.
Se ha acomodado en el banco y ha cerrado los ojos. Le ha parecido que lo hacía solo por un momento, pero cuando ha vuelto a abrirlos, la gente ya estaba llegando. Ha visto a la joven policía, la nueva, dándose aires y mirando a un lado y a otro como una suricata. Ella también era una espectadora. Nickie ha visto a la gente del pub: el propietario, la esposa de este y la joven que trabajaba detrás de la barra. Y a un par de profesores de la escuela, el gordo desaliñado y el guapo, con las gafas de sol puestas. También ha visto a los Whittaker, a los tres, que parecían estar profundamente afectados: el padre, encorvado por el dolor, y el chico aterrorizado de su propia sombra. Solo la madre iba con la cabeza alta. Y a un grupito de chicas jóvenes que iban graznando como gansos. Tras estas caminaba un hombre, un feo rostro del pasado. Nickie lo conocía, pero no ha conseguido recordar de qué. La ha distraído el coche de color azul oscuro que ha aparecido de repente y se ha metido en el aparcamiento provocándole un cosquilleo en la piel y la sensación de una corriente de aire fresco en la nuca. La primera en bajar del vehículo ha sido la mujer, Helen Townsend, tan anodina como un pájaro marrón, que lo ha hecho por la puerta trasera. Su marido ha descendido del asiento del conductor, y del lado del copiloto lo ha hecho el padre de este, Patrick, con la espalda erguida como un sargento mayor. Patrick Townsend: hombre de familia, pilar de la comunidad, expolicía. Escoria. Nickie ha escupido en el suelo y ha recitado una invocación. Ha notado que el viejo se volvía hacia ella, y entonces Jeannie le ha susurrado al oído: «Aparta la mirada, Nic».
Nickie los ha contado al entrar y ha vuelto a hacerlo cuando han salido media hora después. En la puerta se ha formado un pequeño tumulto de gente empujándose y dándose codazos, y entonces ha sucedido algo entre el profesor guapo y Lena Abbott. Han intercambiado una palabra fugaz. Nickie lo ha visto y se ha dado cuenta de que la mujer policía también lo veía. Sean Townsend, muy por encima del resto, revoloteaba alrededor de la gente para mantener el orden. Sin embargo, hay algo en lo que no ha reparado. Como uno de esos trucos en los que uno aparta la vista de la bola un momento y de repente todo el juego cambia.
Helen
Helen se ha sentado a la mesa de la cocina y ha llorado sin hacer ruido, sacudiendo ligeramente los hombros con las manos cruzadas en el regazo. Sean ha malinterpretado por completo la situación.
—No tienes por qué ir —ha dicho apoyando con cuidado una mano en su hombro—. No hay razón para que lo hagas.
—Sí tiene que ir —ha intervenido Patrick—. Tiene que hacerlo, y tú también. Todos tenemos que ir. Somos parte de esta comunidad.
Helen ha asentido y luego se ha secado las lágrimas de los ojos con la parte inferior de las palmas de las manos.
—Claro que voy a ir —ha dicho, aclarándose la garganta—. Claro que voy a hacerlo.
No se sentía apesadumbrada por el funeral, sino porque esa mañana Patrick había ahogado a la gata en el río. Estaba preñada, le había dicho, y no podían permitir que se les llenara la casa de gatos. Serían una molestia. Tenía razón, claro, pero eso no quitaba que le hubiera sentado mal. Por salvaje que fuera la gata, Helen había comenzado a considerarla una mascota. Le gustaba verla cada mañana cruzando el patio, olisqueando la puerta de entrada a la espera de algo de comer, matando perezosamente las abejas que revoloteaban por la mata de romero… Pensar en ella ha hecho que las lágrimas volvieran a acudir a sus ojos.
—No tenías por qué ahogarla. Podría haberla llevado al veterinario para que la sacrificara —ha señalado después de que Sean subiera al piso de arriba.
Patrick ha negado con la cabeza.
—No hacía falta —ha dicho con brusquedad—. Así ha sido mejor. Todo ha terminado muy rápido.
Pero Helen ha visto en sus antebrazos los profundos arañazos que atestiguaban la violencia con que la gata se había resistido. «Me alegro —ha pensado—. Espero que te haya hecho mucho daño». Luego se ha sentido mal, porque, por supuesto, él no lo ha hecho para ser cruel.
—Será mejor que te cure eso —ha dicho entonces, señalando las marcas que Patrick tenía en los brazos.
Él ha negado con la cabeza.
—No pasa nada.
—Sí que pasa. Las heridas podrían infectarse. Y vas a mancharte la camisa de sangre.
De modo que lo ha sentado a la mesa de la cocina, le ha limpiado las heridas, les ha aplicado antiséptico y luego ha puesto tiritas en los peores cortes. Mientras tanto, él no ha dejado de mirarle el rostro y ella ha imaginado que debía de sentirse algo arrepentido porque, cuando ha terminado, le ha besado la mano y ha dicho:
—Buena chica. Eres una buena chica.
Entonces ella se ha puesto de pie y se ha acercado al fregadero y, apoyando las manos en la encimera, se ha quedado mirando por la ventana los adoquines bañados por el sol y se ha mordido el labio.
Patrick ha suspirado y, bajando el tono hasta convertirlo casi en un murmullo, ha señalado:
—Mira, querida, sé que esto es difícil para ti. Lo sé. Pero tenemos que ir todos juntos como la familia que somos, ¿verdad? Tenemos que apoyar a Sean. Esto no tiene nada que ver con que sintamos pena por ella. Tan solo supone dejar todo ese asunto atrás.
Helen no podría decir si han sido las palabras que él ha pronunciado o sentir su aliento en la nuca cuando lo ha hecho, pero se le ha erizado el vello de todo el cuerpo.
—Patrick —ha dicho volviéndose hacia él—. Papá. Necesito hablar contigo sobre el coche, sobre…
Justo en ese momento, Sean ha comenzado a descender ruidosamente la escalera, bajando los escalones de dos en dos.
—¿Sobre qué?
—Da igual —ha dicho ella, y él ha fruncido el ceño. Ella ha negado con la cabeza—. No importa.
Ha subido al piso de arriba y se ha lavado la cara y se ha puesto el pantalón de color gris oscuro que suele reservar para las reuniones del comité escolar. Luego se ha pasado un cepillo por el pelo intentando no ver su imagen en el espejo. No quería admitir ni siquiera para sí que tenía miedo; no quería hacer frente a aquello a lo que tenía miedo. Había hallado algunas cosas en la guantera del coche, cosas a las que no encontraba explicación, y tampoco estaba segura de querer una. Lo había cogido todo y —estúpida e infantilmente— lo había escondido bajo la cama.
—¿Estás lista? —le ha preguntado Sean desde la planta baja.
Ella ha respirado hondo, obligándose a mirar su reflejo, su pálido y límpido rostro y sus ojos claros como el cristal gris.
—Estoy lista —ha contestado para sí.
Helen se ha sentado en el asiento trasero del coche de Sean, y Patrick en el del copiloto, junto a su hijo. Nadie ha dicho nada, pero por el modo en que su marido no dejaba de tocarse la muñeca de un brazo con la palma de la mano del otro, ella ha notado que estaba nervioso. Debía de sentirse afligido, claro. Todo eso —esas muertes en el río— despertaba dolorosos recuerdos para él y para su padre.
Al cruzar el primer puente, Helen ha bajado la mirada hacia las aguas verdosas y ha intentado no pensar en ella luchando por su vida. La gata. Estaba pensando en la gata.
Josh
He tenido una discusión con mamá antes de salir de casa para ir al funeral. Al ir a la planta baja, me la he encontrado en el recibidor pintándose los labios frente al espejo. Llevaba puesta una blusa roja. «No puedes llevar eso a un funeral —le he dicho—, es una falta de respeto». Ella se ha limitado a soltar una risita y luego ha ido a la cocina y ha continuado haciendo sus cosas como si yo no le hubiera dicho nada. Pero yo no pensaba dejarlo estar. No nos conviene llamar todavía más la atención. Lo más seguro es que la policía esté presente (la policía siempre acude a los funerales de las personas que mueren de forma sospechosa). Ya era suficientemente malo que yo les hubiera mentido, y que mamá también lo hubiera hecho. ¿Qué iban a pensar cuando la vieran aparecer vestida como si fuera a una fiesta?
La he seguido a la cocina. Ella me ha preguntado si quería una taza de té y le he contestado que no. Luego le he dicho que no creía que debiera ir al funeral. «¿Por qué no?», ha respondido ella. «Ni siquiera te caía bien —le he dicho—. Todo el mundo sabe que no te caía bien». Ella me ha mirado con una sonrisita irónica en los labios y ha replicado: «¿Ah, sí? ¿Lo saben?». «Yo voy porque soy amigo de Lena», he añadido entonces, a lo que ella ha replicado: «No, no lo eres». En ese momento, papá ha bajado y ha intervenido: «No digas eso, Lou. Claro que lo es». Luego le ha dicho algo a mamá en voz muy baja para que yo no pudiera oírlo y ella ha asentido y ha subido al cuarto.
Papá me ha preparado una taza de té que yo no quería pero que me he tomado de todos modos.
—¿Crees que la policía estará en el funeral? —he preguntado, aunque sabía la respuesta.
—Supongo que sí. El señor Townsend conocía a Nel, ¿no? Y, en fin, supongo que un buen número de gente del pueblo querrá presentar sus respetos, tanto si la conocían como si no. Sé… sé que es una situación complicada, pero creo que es importante que intentemos hacer un esfuerzo común, ¿no te parece? —Yo no he dicho nada—. Y supongo que tú querrás ver a Lena para decirle lo mucho que lo sientes, ¿verdad? Imagina cómo debe de estar sintiéndose, la pobrecilla.
He continuado sin decir nada. Él ha extendido la mano para pasármela por la cabeza y despeinarme, pero yo lo he esquivado.
—Papá —he dicho entonces—, ¿recuerdas que la policía nos hizo preguntas sobre la noche del domingo? ¿Sobre dónde estábamos y todo eso?
Él ha afirmado con la cabeza y, al hacerlo, me he dado cuenta de que echaba un vistazo detrás de mí para comprobar que mamá no estaba escuchándonos.
—Les explicaste que no habías oído nada inusual, ¿no? —ha preguntado, y yo he asentido—. Les dijiste la verdad.
No estoy seguro de si ha dicho «Les dijiste la verdad» en tono interrogativo o afirmativo.
Yo quería decir algo, quería hacerlo en voz alta. Quería decir «¿Y si…? ¿Y si hizo algo malo?», para que papá pudiera decirme lo ridículo que estaba siendo, para que pudiera gritarme: «¡¿Cómo puedes siquiera pensar eso?!».
—Mamá fue al colmado —he dicho al final.
Él me ha mirado como si fuera idiota.
—Sí, ya lo sé. Esa mañana fue a comprar leche. Josh… ¡Oh! ¡Ya estás aquí! —ha exclamado mirando por encima de mi hombro—. Mírala. Así está mejor, ¿no te parece?
Se había cambiado la blusa roja por una negra.
Estaba mejor, pero yo todavía temía lo que pudiera pasar. Temía que dijera algo o que se riera en mitad de la ceremonia, algo así. En ese momento tenía en el rostro una expresión que encontraba realmente molesta. No era que diera la impresión de estar feliz ni nada de eso, sino más bien… Era algo parecido a la forma en la que mira a papá cuando le gana una discusión, como cuando le dice: «Ya te he dicho que sería más rápido coger la A68». Era como si hubiera demostrado que tenía la razón sobre algo y no pudiera quitarse esa expresión ganadora de la cara.
Cuando hemos llegado a la iglesia todavía había mucha gente en la puerta, y eso me ha hecho sentir un poco mejor. He visto al señor Townsend y creo que él me ha visto a mí, pero no ha venido a decirme nada. Estaba ahí de pie, mirando a su alrededor, hasta que, de repente, se ha quedado quieto observando cómo Lena y su tía cruzaban el puente. Lena tenía un aspecto realmente adulto, distinto del que suele tener. Pero estaba igual de guapa. Ha pasado por nuestro lado y, al verme, me ha sonreído con tristeza. Me han entrado ganas de acercarme a ella y darle un abrazo, pero mamá estaba aferrada a mi mano con tal fuerza que no he podido.
No tendría que haberme preocupado por que mamá pudiera reírse. En cuanto hemos entrado en la iglesia, ha comenzado a llorar. Sollozaba con tanta fuerza que la gente se volvía para mirarnos. No tengo claro si eso ha mejorado o empeorado las cosas.
Lena
Esta mañana me sentía feliz. Tras apartar las sábanas, me he quedado un momento tumbada en la cama. El calor del día comenzaba a apretar y sabía que iba a ser un día hermoso. Casi me ha parecido oír cantar a mamá. Entonces, me he levantado.
En la parte trasera de la puerta de mi dormitorio colgaba el vestido que pensaba llevar. Era de mamá, de Lanvin. Ni en un millón de años me habría dejado ponérmelo, pero no creo que hoy le hubiera importado. No había sido lavado en seco desde la última vez que lo había llevado ella, de modo que todavía tenía su olor. Cuando me lo he puesto, ha sido como sentir su piel contra la mía.
Me he lavado y secado el pelo y luego me lo he recogido. Normalmente lo llevo suelto, pero a mamá le gustaba que me lo recogiera. «Supersofis», decía en ese tono que adoptaba cuando quería que pusiera los ojos en blanco. Me he sentido tentada de ir a su habitación a por su brazalete —sabía que estaría guardado ahí—, pero no he podido hacerlo.
No he sido capaz de entrar allí desde que murió. La última vez que estuve dentro fue el domingo por la tarde. Estaba aburrida y triste por Katie, por tanto entré en su habitación en busca de algo de hierba. No encontré nada en la mesilla de noche, así que miré en los bolsillos del abrigo que colgaba en su armario, pues a veces guardaba cosas en ellos. No esperaba que llegara a casa tan pronto. Cuando me pilló, no parecía cabreada, sino más bien triste.
—No puedes regañarme —le dije—. Estoy buscando drogas en tu habitación, de modo que no puedes cabrearte conmigo. Eso te convertiría en una absoluta hipócrita.
—No —repuso ella—. Eso me convertiría en una persona adulta.
—Es lo mismo —dije yo, y ella se rio.
—Sí, es posible, pero el hecho es que yo puedo fumar hierba y beber alcohol y tú no. Y ¿por qué diantre estás intentando colocarte tú sola un domingo por la tarde? Es un poco triste, ¿no? —Y luego añadió—: ¿Por qué no vas a nadar o algo así? Llama a alguna amiga.
Y entonces perdí los estribos con ella porque sonó como si estuviera diciendo lo mismo que Tanya, Ellie y todas esas zorras decían de mí: que soy triste, que soy una perdedora, que no tengo amigos ahora que la única persona a la que le caía bien se había suicidado.
—¡¿Qué jodida amiga? No tengo ninguna, ¿recuerdas? ¿No te acuerdas de lo que le pasó a mi mejor amiga?! —le dije a gritos.
Ella se quedó muy callada y alzó las manos tal y como hace —hacía— cuando no quería enzarzarse en una discusión conmigo. Pero yo no lo dejé estar, no quería hacerlo. Seguí gritándole y diciéndole que nunca estaba en casa, que me dejaba sola a todas horas, que era tan distante conmigo que parecía que ni siquiera quisiera que estuviera cerca de ella. Ella negó con la cabeza y repuso:
—Eso no es cierto, no es cierto —y luego añadió—: Lamento si últimamente he estado distraída, pero hay algunas cosas que no puedo explicarte. Hay algo que he de hacer, y no puedo explicarte lo difícil que es.
Yo le contesté con frialdad:
—No necesitas hacer nada, mamá. Me prometiste que mantendrías la boca cerrada, así que no tienes que hacer nada. Por el amor de Dios, ¿es que no has hecho ya suficiente?
—Lenie —dijo ella—. Lenie, por favor. No lo sabes todo. Soy tu madre, tienes que confiar en mí.
Entonces le dije algunas imbecilidades acerca de que nunca se había comportado como una auténtica madre y de qué clase de madre tiene droga en casa y trae hombres por las noches. También que, si hubiera sido al revés, si hubiera sido yo quien se encontrara en una situación como la de Katie, Louise habría sabido qué hacer, habría sido la madre que su hija necesitaba y habría hecho algo, habría ayudado. Y eran todo sandeces, claro está, porque era yo quien no quería que mamá dijera nada y ella me lo recordó, y luego señaló que, en cualquier caso, había intentado ayudar. Entonces comencé a gritarle y a decirle que era todo culpa suya y que si le contaba algo a alguien me marcharía y ya nunca volvería a hablar con ella. Se lo repetí una y otra vez: «Ya has hecho suficiente daño». La última cosa que le dije fue que era culpa suya que Katie estuviera muerta.
Jules
El día de tu funeral ha hecho calor. Los rayos del sol centelleaban en la superficie del agua y la luz era demasiado brillante y el aire demasiado denso a causa de la humedad. Lena y yo hemos ido caminando a la iglesia. Ella iba unos pasos por delante de mí, y la distancia entre nosotras ha ido haciéndose mayor a medida que íbamos avanzando. No se me da bien caminar con tacones; en Lena, en cambio, parece algo natural. Estaba muy elegante y muy guapa, y se la veía mucho mayor de los quince años que tiene. Llevaba un vestido negro de crepé con escote ventana. Hemos hecho el trayecto en silencio mientras el río serpenteaba a nuestro lado, cenagoso, hosco y silencioso. El aire cálido olía a putrefacción.
Al torcer la esquina en dirección al puente, he sentido temor por la gente que pudiera estar en la iglesia. Temía que no apareciera absolutamente nadie y que Lena y yo nos viéramos obligadas a sentarnos solas, sin nada entre nosotras salvo tu presencia.
He mantenido la cabeza gacha y los ojos puestos en la carretera, concentrada en poner un pie delante del otro, tratando de no tropezar en el asfalto desigual. La blusa que llevaba (negra y sintética, con un lazo en el cuello, completamente inadecuada para el tiempo que hacía) se me pegaba a la parte baja de la espalda. Además, han empezado a llorarme los ojos. «No importa que se me corra el rímel —me he dicho—. La gente pensará que he estado llorando».
Lena no ha llorado. O, al menos, no lo ha hecho delante de mí. A veces me parece oír sus sollozos por la noche, pero por las mañanas baja a desayunar con los ojos despejados y una actitud despreocupada. Entra y sale de la casa sin decir una palabra. La oigo hablar en voz baja en su dormitorio, pero a mí me ignora: se encoge cuando me ve aparecer, gruñe ante mis preguntas, rehúye mi atención… No quiere saber nada de mí. (Recuerdo cuando tú viniste a mi habitación después de que muriera mamá. Querías hablar y yo te eché. ¿Es esto lo mismo? ¿Está haciendo lo mismo que yo? No lo sé).
Cuando nos acercábamos al cementerio, he reparado en una mujer que estaba sentada en un banco al otro lado de la carretera. Al verme, me ha sonreído dejando a la vista sus dientes podridos. Me ha parecido oír que alguien se reía, pero solo eras tú en mi cabeza.
Algunas de las mujeres sobre las que has escrito están enterradas en este lugar, algunas de tus mujeres conflictivas. ¿Lo eran todas realmente? Libby sí, claro está. A los catorce años sedujo a un hombre de treinta y cuatro años y lo persuadió para que abandonara a su querida esposa y a su hijo pequeño. Ayudada por su tía, la bruja May Seeton, y los numerosos demonios que conjuraron, Libby engatusó al pobre e inocente Matthew para realizar una serie de actos antinaturales. Ciertamente conflictiva. De Mary Marsh se decía que practicaba abortos. Y Anne Ward era una asesina. Pero ¿qué hay de ti, Nel? ¿Qué hiciste tú? ¿A quién le estabas causando problemas?
Libby está enterrada en el cementerio. Tú sabías dónde. Ella y las demás. Me enseñaste las lápidas, rascaste el moho para que pudiéramos leer las palabras que había escritas en ellas. Guardaste un poco —de moho, quiero decir— y te colaste en mi habitación y pusiste una brizna bajo mi almohada. Luego me dijiste que lo había hecho Libby. Por las noches caminaba por la orilla del río, me contaste; si una aguzaba el oído, podía oírla llamando a su tía, a May, para que fuera a rescatarla. Pero May nunca aparecía: no podía. No está en el cementerio. Después de obtener su confesión, la colgaron en la plaza del pueblo; su cadáver está enterrado en el bosque, extramuros, y con clavos en las piernas para que no pueda volver a levantarse nunca jamás.
Al llegar a la parte más alta del puente, Lena se ha vuelto hacia mí solo por un segundo. Su expresión —de impaciencia, puede también que con un asomo de pena— se parecía tanto a la tuya que he sentido un estremecimiento. He tenido que apretar con fuerza los puños y morderme el labio: «¡No puedo sentir miedo! ¡No es más que una niña!».
Me dolían mucho los pies. Sentía el picor del sudor en el nacimiento del pelo. Quería arrancarme la blusa. Quería arrancarme la piel. Cuando hemos llegado a la iglesia, he visto que había una pequeña multitud reunida en el aparcamiento que hay enfrente. Al vernos, se han vuelto todos hacia nosotras y han contemplado cómo nos acercábamos. Me he preguntado qué sentiría si me arrojara por encima de los muros de piedra: sería aterrador, sí, pero solo durante un momento. Me hundiría en el barro y dejaría que el agua me rodeara por completo; sería un auténtico alivio poder refrescarse, así como dejar de sentir las miradas de la gente.
Una vez dentro, Lena y yo nos hemos sentado una al lado de la otra (a un palmo de distancia) en el banco de la primera fila. La iglesia estaba llena. En algún lugar a nuestra espalda, una mujer no paraba de sollozar desconsoladamente. El pastor ha hablado sobre tu vida, ha enumerado tus logros y ha destacado la devoción que sentías por tu hija. A mí me ha mencionado de pasada. Fui yo quien le dio la información, así que supongo que no puedo quejarme de que el discurso haya sonado superficial. Yo podría haber dicho algo, quizá debería haberlo hecho, pero no se me ha ocurrido cómo podría hablar de ti sin traicionar algo; a ti, o a mí misma, o a la verdad.
El servicio ha terminado de forma abrupta y, antes de que pudiera darme cuenta, Lena ya estaba de pie. He ido detrás de ella por el pasillo central. Por algún motivo, la atención que nos dedicaba la gente resultaba más bien amenazante y para nada alentadora. He intentado no mirar los rostros que se habían vuelto hacia nosotras, pero no he podido evitar hacerlo: la mujer que sollozaba con la cara arrugada y roja, Sean Townsend mirándome directamente a los ojos, un joven con la cabeza inclinada, un adolescente riéndose tras su puño. Un hombre violento. Me he detenido de golpe y la mujer que había detrás de mí ha tropezado con mi talón.
—Lo siento, lo siento —ha murmurado ella al tiempo que me rodeaba.
Yo no me he movido, no he respirado, no podía tragar saliva, mis entrañas se han licuado. Era él.
Más viejo, sí, y más feo —estaba muy demacrado—, pero resultaba inconfundible. Un hombre violento. Me he quedado un momento a la espera de que se volviera hacia mí y me viera. He pensado que, si lo hacía, pasaría una de estas dos cosas: me echaría a llorar o me abalanzaría sobre él. He esperado, pero no lo ha hecho. Él estaba mirando a Lena, observándola con atención. Mis entrañas licuadas se han helado de golpe.
He seguido avanzando a ciegas, abriéndome paso entre la gente a empujones. Él permanecía a un lado con los ojos todavía puestos en Lena. Estaba observando cómo se quitaba los zapatos. Los hombres miran a las chicas con el aspecto de Lena de muchas formas: con deseo, con apetito, con aversión… Yo no podía ver sus ojos, pero no hacía falta. Sabía lo que había en ellos.
Me he dirigido hacia él con un nudo formándose en mi garganta. La gente se fijaba en mí con pena o confusión. No me importaba. Tenía que llegar a su lado… Y, entonces, se ha dado la vuelta de golpe y se ha marchado. He visto cómo recorría el pasillo rápidamente y salía de la iglesia en dirección al aparcamiento. Yo me he quedado inmóvil, sintiendo cómo el aire llegaba de golpe a mis pulmones y el subidón de adrenalina me aturdía la cabeza. Él se ha metido en un coche verde de gran tamaño y ha desaparecido.
—¿Jules? ¿Está bien? —La sargento Morgan ha aparecido a mi lado y me ha apoyado una mano en el brazo.
—¿Ha visto a ese hombre? —le he preguntado—. ¿Lo ha visto?
—¿Qué hombre? —ha dicho ella mirando a su alrededor—. ¿Quién?
—Es un hombre violento —he dicho.
Ella se ha mostrado alarmada.
—¿Dónde, Jules? ¿Alguien le ha hecho…, le ha dicho algo?
—No, yo… no.
—¿Qué hombre, Jules? ¿De quién está hablando?
Las algas me han hecho un nudo en la lengua y se me ha llenado la boca de lodo. «Lo recuerdo. Sé de lo que es capaz», quería decirle.
—¿A quién ha visto? —me ha preguntado ella.
—A Robbie. —Finalmente he pronunciado su nombre—. A Robbie Cannon.