AGOSTO DE 1993

Jules

Robbie me dejó en el asiento de la ventana y entonces me bebí el resto del vodka. Nunca antes había estado borracha, y desconocía la rapidez con la que el estado de una cambia y pasa de la euforia a la desesperación, de encontrarse arriba a encontrarse abajo. De repente, toda esperanza parecía perdida, y el mundo un lugar sombrío. No estaba pensando con claridad, pero a mí me daba la impresión de que el hilo de mis pensamientos tenía mucho sentido. El río es la salida. Sigue el río.

No tengo ni idea de qué pretendía cuando, caminando a trompicones, me desvié del camino para ir a la orilla y tomé el sendero del río. Avanzaba totalmente a ciegas; la noche parecía más oscura que nunca. Sin luna, silenciosa. Incluso el río estaba tranquilo. Reptaba a mi lado lustroso, lúbrico. No tenía nada de miedo. ¿Qué sentía? Humillación, vergüenza. Culpa. Lo había mirado, lo había observado, lo había visto contigo y él me había visto a mí.

Desde la Casa del Molino hasta la poza hay unos tres kilómetros, de modo que debí de tardar un rato en llegar. No solía andar rápido, pero, en la oscuridad y en ese estado, debí de hacerlo todavía más lentamente. Supongo, pues, que no me seguiste. Pero en un momento dado apareciste.

Para entonces, yo ya estaba en el agua. Recuerdo el frío alrededor de los tobillos, y después en las rodillas, y después hundirme poco a poco en la negrura. Luego el frío desapareció y todo mi cuerpo comenzó a arder. El agua me llegaba al cuello. Ya no había escapatoria y nadie podía verme. Estaba oculta, estaba desapareciendo. Sin ocupar demasiado espacio, sin ocupar nada de espacio.

Al poco, el calor empezó a abandonar mi cuerpo y regresó el frío. No lo sentía en la piel, sino en los huesos, pesado como el plomo. Estaba cansada. La orilla parecía estar muy lejos. No estaba segura de si podría volver. Agité las piernas pero no conseguía tocar el fondo, de modo que pensé que tal vez podría limitarme a flotar un rato, sin preocupaciones, sin que nadie me prestara atención.

Me dejé llevar. El agua me cubrió la cara y noté que algo pasaba por mi lado, rozándome. Era suave, como el pelo de una mujer. De repente noté una opresión en el pecho y, al abrir la boca para coger aire, no pude evitar tragar agua. En algún lugar a lo lejos, había una mujer gritando. «Es Libby —dijiste—, puedes oírla. A veces, por las noches, puedes oír cómo suplica». Forcejeé, pero algo me apretaba las costillas; de repente, sentí una mano en el pelo que tiraba de mí hacia el fondo. Solo las brujas flotan.

No era Libby, claro está, sino tú, llamándome a gritos. Y era tu mano la que tenía en la cabeza, hundiéndome. Forcejeé. ¿Estaba hundiéndome o sacándome del agua? Te agarraste a mi ropa, clavaste las uñas en mi piel, me dejaste arañazos en el cuello y los brazos a juego con los que Robbie me había dejado en las piernas.

Al final, llegamos a la orilla. Yo me quedé de rodillas en la arena, respirando con dificultad, y tú permaneciste de pie a mi lado, gritándome:

—¡Gorda estúpida! ¿Qué estabas haciendo? ¿Qué cojones intentabas hacer? —Te arrodillaste a mi lado y, al rodearme con los brazos, oliste el alcohol en mi aliento y comenzaste a gritarme otra vez—: ¡Tienes trece años, Julia! No puedes beber, no puedes… ¿Qué estabas haciendo? —Tus huesudos dedos se clavaron en la carne de mis brazos y me sacudiste con fuerza—. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Por qué? Para fastidiarme, ¿es eso? ¿Para que mamá y papá se enfaden conmigo? Dios mío, Julia, ¿se puede saber qué diantre te he hecho?

Me llevaste a casa, me subiste a rastras por la escalera y me preparaste un baño. Yo no quería meterme dentro, pero tú me obligaste de todos modos, quitándome la ropa a la fuerza y metiéndome en el agua caliente. A pesar del calor, no dejaba de temblar. No quería tumbarme. Permanecí sentada, encorvada, con los rollizos pliegues de mi barriga incómodamente a la vista mientras tú me echabas agua caliente sobre la piel con las manos.

—Dios mío, Julia. Eres una niña. No deberías… No deberías haber… —No parecías encontrar las palabras. Me limpiaste la cara con un paño. Entonces sonreíste. Estabas intentando ser amable—. No pasa nada. No pasa nada, Julia. No pasa nada. Lamento haberte gritado. Y también lamento que él te haya hecho daño, de verdad. Pero ¿qué esperabas? ¿Qué diantre esperabas?

Dejé que me bañaras. Tus manos eran mucho más suaves de lo que lo habían sido en la poza. Me pregunté cómo podías estar ahora tan tranquila, pensaba que estarías más enfadada. No solo conmigo, sino también en mi nombre. Supuse que debía de estar reaccionando de forma exagerada o que tú no querías pensar en ello.

Me hiciste jurar que no les contaría a nuestros padres lo que había pasado.

—Prométemelo, Julia. No se lo contarás. No le contarás esto a nadie. ¿De acuerdo? Nunca. No podemos hablar de ello, ¿vale? Porque… porque nos metería a todos en un lío, ¿de acuerdo? No hables de ello. Si no lo hacemos, será como si no hubiera pasado. No ha pasado nada, ¿de acuerdo? Nada. Prométemelo. Prométeme, Julia, que nunca hablarás de ello.

Yo cumplí mi promesa. Tú, no.