JUEVES, 13 DE AGOSTO
Erin
Los vecinos de mierda que tengo en el apartamento de mierda que he alquilado temporalmente en Newcastle estaban teniendo la madre de todas las discusiones a las cuatro de la madrugada, de modo que he decidido levantarme e ir a correr. Cuando ya estaba vestida y preparada, he pensado: «¿Por qué salir a correr aquí cuando puedo hacerlo allí?». Así que he conducido hasta Beckford, he aparcado delante de la iglesia y me he dirigido al sendero del río.
Al principio ha sido duro. Tras dejar atrás la poza, hay que subir la colina y luego bajar la pendiente por el otro lado, pero después de eso el terreno se vuelve mucho más llano y es ideal para correr: fresco —a esa hora todavía no aprieta el calor del verano—, tranquilo, pintoresco y sin ciclistas, a años luz del trayecto que hacía junto al Regent’s Canal de Londres, esquivando bicis y turistas todo el rato.
Unos pocos kilómetros río arriba, el valle se ensanchaba y se extendía hasta la colina verde de enfrente, en la que se podían distinguir las ovejas pastando. He corrido por un terreno llano con pequeños guijarros, yermo salvo por unos pocos tramos con hierba y la ubicua aulaga. Avanzaba rápido y con la cabeza gacha hasta que, cuando llevaba más o menos un kilómetro y medio, he llegado a una pequeña casita de campo un tanto apartada de la orilla del río y con un grupo de abedules en la parte trasera.
He aminorado la marcha para recobrar el aliento y me he dirigido al edificio a echar un vistazo. Era un lugar solitario, en apariencia desocupado, pero no abandonado. Había cortinas, parcialmente corridas, y las ventanas estaban limpias. He echado un vistazo dentro y he visto un pequeño salón amueblado con dos sillones verdes y una mesita entre ambos. He intentado abrir la puerta, pero estaba cerrada, de modo que me he sentado a la sombra del escalón de la entrada y le he dado un trago a la botella de agua que llevaba encima. Estirando los músculos de las piernas y flexionando los tobillos, he esperado que mis pulsaciones y mi respiración se normalizaran. En la base del marco de la puerta, he visto que alguien había grabado un mensaje: «Annie la loca estuvo aquí», y una pequeña calavera al lado.
Unos cuervos peleaban en los árboles que había detrás de la casita, pero aparte de eso y del ocasional balido de alguna oveja, el valle estaba en calma y la paz era absoluta. Me considero a mí misma una chica de ciudad de la cabeza a los pies, pero este sitio —a pesar de lo raro que es— termina por enamorarte.
El inspector Townsend ha convocado la reunión informativa para poco después de las nueve. No éramos muchos: un par de agentes uniformados que han estado ayudando con los interrogatorios a los vecinos, la joven agente Callie, Velludo, el policía de la científica y yo. Townsend estuvo presente en la autopsia realizada por el forense y nos ha puesto al día, si bien la mayoría de los datos eran de esperar. Nel murió a causa de las heridas sufridas en la caída. No había agua en los pulmones (no se ahogó, sino que murió al impactar con el agua). Y no tenía heridas que no pudieran ser explicadas por la caída (ni arañazos ni moratones que parecieran fuera de lugar o que sugirieran que alguien más había estado implicado). También tenía una cantidad importante de alcohol en la sangre (equivalente a unos tres o cuatro vasos).
Callie nos ha puesto al día sobre los interrogatorios a los vecinos, aunque tampoco había muchas cosas que contar. Sabemos que Nel estuvo en el pub brevemente el domingo por la tarde y que se marchó del mismo sobre las siete. También que estuvo en la Casa del Molino al menos hasta las diez y media, hora a la que Lena se fue a la cama. Nadie la había visto después de eso. Tampoco nadie la había visto involucrada en ningún altercado los últimos días, aunque está ampliamente aceptado que no caía muy bien. A los locales no les gustaba la actitud de esa forastera que se comportaba como si tuviera derecho a instalarse en su pueblo para contar su historia. ¿Quién se había creído que era?
Velludo había estado revisando la cuenta de correo electrónico de Nel. Al parecer, esta había abierto una dedicada en exclusiva a su proyecto para que la gente le enviara sus historias. En general, solo había recibido insultos.
—Lo cierto es que tampoco se trata de cosas peores de lo que muchas mujeres tienen que soportar en internet en circunstancias normales —ha dicho encogiéndose de hombros con aire de disculpa, como si él fuera responsable de todos los idiotas misóginos que pululan por el ciberespacio—. Seguiremos investigando los correos, claro, pero…
El resto del testimonio de Velludo, sin embargo, ha resultado ser bastante interesante. Para empezar, ha demostrado que Julia Abbott nos había mentido: el teléfono de Nel seguía desaparecido, pero el registro telefónico de las llamadas que había realizado indicaba que, si bien no usaba a menudo el móvil, sí había hecho once llamadas al teléfono de su hermana en los últimos tres meses. La mayoría habían durado menos de un minuto, a veces, dos o tres; ninguna de las llamadas era, pues, particularmente larga, pero tampoco había colgado de inmediato.
Velludo también había conseguido determinar la hora de la muerte. La cámara escondida entre las rocas de la orilla —la que no había sufrido daños— había registrado algo. Nada gráfico ni revelador, solo un movimiento borroso en la oscuridad seguido de un chapoteo. Según esa imagen, las 2.31 de la madrugada era la hora a la que Nel había caído al agua.
Pero Velludo se ha guardado lo mejor para el final.
—Hemos conseguido obtener una huella del estuche de la otra cámara, la que está dañada —ha dicho—. No coincide con la de nadie que tengamos fichado, pero tal vez podríamos pedirles a los habitantes del pueblo que fueran pasándose por comisaría para que pudieran descartarse a sí mismos.
Townsend ha asentido despacio.
—Sé que esa cámara ya había sufrido algunos daños en el pasado —ha proseguido Velludo encogiéndose de hombros—, de modo que es probable que no obtengamos nada concluyente, pero…
—Aun así, a ver qué averigua. Lo dejo en sus manos —ha dicho Townsend, mirándome a mí—. Yo hablaré con Julia Abbott sobre esas llamadas. —Luego se ha puesto de pie y ha cruzado los brazos y bajado la barbilla—. He de informarlos de que esta mañana he recibido una llamada de la comisaría provincial. —Ha suspirado profundamente y los demás hemos intercambiado miradas. Sabíamos lo que venía a continuación—. Teniendo en cuenta los resultados de la autopsia y la ausencia de pruebas físicas sobre la posibilidad de que hubiera algún tipo de altercado en ese acantilado, estamos obligados a no «malgastar recursos» —ha pronunciado esas palabras dibujando unas comillas con los dedos en el aire— investigando lo que casi con seguridad sea un suicidio o una muerte accidental. Soy consciente de que todavía queda mucho trabajo por hacer, pero tendremos que hacerlo con rapidez y eficacia. No vamos a poder dedicarle mucho tiempo a esto.
No ha sido exactamente una sorpresa. He pensado en la conversación que tuve con él el día en que me incluyeron en el caso: «Lo más seguro es que se haya tirado». Todo eran precipitaciones, pues; bien de acantilados, bien a la hora de extraer conclusiones. Algo previsible, teniendo en cuenta la historia del lugar.
Aun así, no me gustaba. No me gustaba nada que se hubieran encontrado dos mujeres en el agua en el transcurso de unos pocos meses y que encima se conocieran entre sí. Estaban conectadas, tanto geográfica como personalmente. Por ejemplo, a través de Lena, que era la mejor amiga de una y la hija de la otra. Ella había sido la última persona que había visto a su madre viva y era la primera en insistir en que todo eso —no solo la muerte de su madre, sino también el misterio que la rodeaba— era lo que «ella había querido». Qué comentario más extraño para una adolescente.
Se lo he comentado al inspector al salir de la comisaría y él me ha mirado de forma amenazante.
—Solo Dios sabe qué debe de estar pasando por la cabeza de esa chica —ha dicho—. Estará intentando encontrarle algún sentido. Estará… —Se ha interrumpido de golpe.
Una mujer venía en nuestra dirección mascullando algo para sí. En realidad, más que caminar parecía que fuera arrastrando los pies. Vestía un abrigo negro a pesar del calor y llevaba el pelo gris con mechas de color púrpura y las uñas pintadas con laca oscura. Parecía una gótica entrada en años.
—Buenos días, Nickie —ha dicho Townsend.
La mujer ha levantado la vista hacia él y luego me ha mirado a mí entornando unos ojos enmarcados por unas prominentes cejas.
—Mmpf —ha mascullado, presumiblemente a modo de saludo—. ¿Has averiguado algo?
—¿Averiguado algo sobre qué, Nickie?
—¡Sobre quién lo ha hecho! —ha farfullado la mujer—. ¡Sobre quién la empujó!
—¿Quién la empujó? —he repetido yo—. ¿Se refiere a Danielle Abbott? ¿Acaso tiene información que pueda sernos de utilidad, señora…?
Ella me ha fulminado con la mirada y luego se ha vuelto hacia Townsend.
—¿Quién diantre es esta? —le ha preguntado al inspector señalándome con el pulgar.
—Es la sargento Morgan —ha dicho él con serenidad—. ¿Hay algo que quieras contarnos sobre la otra noche, Nickie?
Ella ha vuelto a mascullar algo.
—No vi nada —ha respondido entre gruñidos—. E incluso si lo hubiera hecho, vosotros tampoco me escucharíais, ¿verdad?
Luego ha seguido adelante calle abajo, arrastrando los pies y sin dejar de mascullar.
—¿De qué va todo esto? —le he preguntado al inspector—. ¿Es alguien con quien debamos hablar de forma oficial?
—Yo no me tomaría muy en serio a Nickie Sage —ha contestado él negando con la cabeza—. No es alguien precisamente fiable.
—¿Y eso?
—Dice que es médium, que puede hablar con los muertos. Tuvimos algunos problemas con ella en el pasado, fraude y cosas así. También asegura descender de una mujer que fue asesinada aquí por unos cazadores de brujas —ha añadido con sequedad—. Está loca de atar.
Jules
Estaba en la cocina cuando ha sonado el timbre de la puerta. He mirado por la ventana y he visto al inspector ese, Townsend, de pie en los escalones de la entrada, con la mirada levantada hacia las ventanas. Lena ha llegado al vestíbulo antes que yo, ha abierto y ha dicho:
—Hola, Sean.
Townsend ha entrado en la casa rozando el delgado cuerpo de Lena y reparando (es imposible que no lo haya hecho) en los pantalones vaqueros cortados y la camiseta de la lengua de los Rolling Stones que llevaba. Luego ha extendido la mano hacia mí y yo se la he estrechado. Tenía la palma seca, pero he percibido un brillo poco saludable en su piel, y bajo sus ojos eran visibles unas oscuras ojeras. Lena se lo ha quedado mirando con los párpados entornados, se ha llevado los dedos a la boca y ha comenzado a morderse las uñas.
Yo lo he guiado a la cocina y Lena ha venido detrás de nosotros. El inspector y yo nos hemos sentado a la mesa y ella se ha apoyado en la encimera. Ha cruzado un tobillo sobre el otro. Luego ha cambiado la pierna sobre la que había apoyado el peso del cuerpo y ha vuelto a cruzarlos.
Townsend no la ha mirado. Ha tosido y se ha frotado la muñeca con la palma de la otra mano.
—La autopsia ya ha terminado —ha dicho en un tono de voz bajo. Ha mirado a Lena y luego a mí—. Nel murió a causa del impacto de la caída. No hay ninguna indicación de que nadie más estuviera implicado. Hemos encontrado algo de alcohol en su sangre… —ha bajado todavía más el volumen de su voz—, suficiente para mermar sus capacidades y que su paso fuera inestable.
Lena ha hecho un ruido. Un largo y estremecedor suspiro. El inspector ha bajado la mirada a las manos, que había cruzado ante sí en la mesa.
—Pero… Nel caminaba por ese acantilado con el paso seguro de una cabra —he dicho—. Y podía beberse unos pocos vasos de vino sin que le afectaran. De hecho, podría haberse terminado una botella y…
Él ha asentido.
—Tal vez. Pero esa noche, allí arriba…
—No fue un accidente —ha dicho Lena bruscamente.
—No se suicidó —he replicado yo.
Ella me ha mirado con los ojos entornados y una mueca en los labios.
—¿Y tú qué sabes? —me ha preguntado, y luego se ha vuelto hacia el inspector—. ¿Sabes que Julia te mintió? Os dijo que no tenía ningún contacto con mi madre, pero mamá intentó llamarla no sé ni cuántas veces. Ella nunca contestaba, ella nunca le devolvió las llamadas y ella nunca… —Se ha quedado callada, mirándome—. Ella es… ¿Se puede saber por qué estás aquí? No quiero que estés aquí.
Luego se ha marchado de la cocina cerrando la puerta con un fuerte golpe. Un instante después también se ha oído un portazo en su habitación.
El inspector Townsend y yo hemos permanecido un momento sentados en silencio. He esperado que me preguntara por las llamadas, pero no ha dicho nada; tenía los ojos cerrados y su rostro continuaba inexpresivo.
—¿No le extraña lo convencida que está de que Nel lo hizo a propósito? —he dicho yo al fin.
Él se ha vuelto hacia mí con la cabeza ligeramente ladeada, pero ha seguido sin decir nada.
—¿No tienen ningún sospechoso en la investigación? Es decir…, no parece que a nadie le importe que haya muerto.
—¿Y a usted sí? —ha dicho él con serenidad.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —He notado que mi rostro comenzaba a sonrojarse. Sabía lo que venía a continuación.
—Señorita Abbott —ha dicho—. Julia.
—Jules. Me llamo Jules. —Estaba retrasando lo inevitable.
—Jules —ha repetido, y se ha aclarado la garganta—. Tal y como Lena acaba de mencionar, aunque usted nos dijo que no había tenido ningún contacto con su hermana en años, los registros telefónicos del móvil de Nel nos han revelado que, solo en los últimos tres meses, ella hizo once llamadas a su teléfono. —Yo he apartado la mirada con el rostro sonrojado por la vergüenza—. Once llamadas. ¿Por qué nos mintió?
(«Siempre está mintiendo —has murmurado en un tono amenazante—. Siempre. Siempre contando cuentos»).
—No les mentí —he replicado—. Nunca hablé con ella. Es lo que ha dicho Lena: ella me dejaba mensajes, pero yo nunca respondía, de modo que no les mentí —he repetido, si bien incluso a mí misma me ha parecido una explicación débil, poco convincente—. Mire, no puede pedirme que se lo explique, porque es imposible que un desconocido pueda comprenderlo. Nel y yo teníamos problemas desde hacía años, pero eso no tiene nada que ver con su muerte.
—¿Cómo puede saberlo? —ha preguntado Townsend—. Si no hablaba con ella, ¿cómo puede saber con qué tiene que ver su muerte?
—Yo solo… Tome —he dicho, ofreciéndole mi móvil—. Cójalo. Escuche usted mismo sus mensajes.
Me temblaban las manos y, cuando el inspector ha extendido un brazo para coger mi teléfono, he visto que las suyas también. Ha escuchado tu último mensaje.
—¿Por qué no le devolvía las llamadas? —me ha preguntado entonces con algo parecido a la decepción en el rostro—. Parecía alterada, ¿no cree?
—No, yo… No lo sé. Parecía… Nel. Unas veces estaba feliz, otras triste, algunas enfadada, en más de una ocasión había bebido más de la cuenta… Todo eso no quería decir nada. Usted no la conocía.
—¿Guarda los mensajes de las otras llamadas que le hizo? —me ha preguntado entonces, endureciendo ligeramente el tono.
No los guardaba. No todos. Pero él ha escuchado los que sí tenía aferrándose con tal fuerza al móvil que los nudillos se le han puesto blancos. Cuando ha terminado, me ha devuelto el aparato.
—No los borre. Puede que necesitemos volver a escucharlos. —Se ha puesto de pie empujando la silla hacia atrás y yo lo he seguido al vestíbulo.
En la puerta, se ha vuelto hacia mí.
—He de decir que me resulta extraño que no le contestara —ha declarado—. Que no intentara averiguar por qué necesitaba hablar con usted con esa urgencia.
—Pensaba que solo quería llamar la atención —he dicho yo en voz baja, y él se ha dado la vuelta.
Hasta que ha cerrado la puerta no lo he recordado. Inmediatamente, he salido corriendo detrás de él.
—¡Inspector Townsend! —he exclamado—. Había un brazalete. El brazalete de mi madre. Nel siempre lo llevaba. ¿Lo han encontrado?
Él se ha vuelto hacia mí y ha negado con la cabeza.
—No hemos encontrado nada. Lena le contó a la agente Morgan que, a pesar de llevarlo a menudo, no se lo ponía todos los días. —Y, bajando la cabeza, ha añadido—: Aunque, claro, supongo que usted no podía saber eso.
Luego, tras echar un último vistazo a la casa, se ha metido en su coche y ha recorrido poco a poco el camino de entrada dando marcha atrás.
Jules
Así que, de algún modo, esto ha terminado siendo culpa mía. Eres increíble, Nel. Ya no estás aquí, probablemente has sido asesinada, y todo el mundo me señala a mí. ¡Si yo ni siquiera estaba aquí! De repente, me he sentido de mal humor, reducida a mi yo adolescente. Me han entrado ganas de gritarles. ¿Cómo puede ser esto culpa mía?
Cuando el inspector se ha marchado, he vuelto a entrar en la casa y, una vez dentro, he visto mi imagen en el espejo del vestíbulo y me ha sorprendido verte a ti devolviéndome la mirada (más vieja y no tan guapa, pero seguías siendo tú). He sentido una punzada en el pecho y, al llegar a la cocina, he comenzado a llorar. Si te fallé, necesito saber cómo. Puede que no te quisiera, pero no puedo haberte tenido abandonada de este modo, haberte proscrito así. Quiero saber si alguien te hizo daño y por qué; quiero que lo pague. Quiero poner fin a todo esto para que quizá tú puedas dejar de susurrarme al oído «No salté, no salté, no salté». Te creo, ¿vale? Y —susúrralo— quiero saber que estoy a salvo. Quiero saber que nadie va a venir a por mí. Quiero saber que la niña que estoy a punto de acoger bajo mi ala es solo eso, una niña inocente, no otra cosa. No algo peligroso.
No he dejado de pensar en el modo en el que Lena miraba al inspector Townsend y en el tono de su voz cuando lo ha llamado por su nombre de pila (¿su nombre de pila?). Me he preguntado si lo que les ha dicho sobre el brazalete era cierto. A mí me ha sonado falso, pues todavía recuerdo cómo te apresuraste a reclamarlo, a hacerlo tuyo. Es posible que solo insistieras en quedártelo porque sabías cuánto lo quería yo. Cuando lo encontraste entre las cosas de mamá y te lo pusiste en la muñeca, me quejé a papá (sí, contando cuentos otra vez) y pregunté por qué tenías que quedártelo tú. «¿Por qué no? —replicaste—. Soy la mayor». Y, cuando se hubo marchado, sonreíste mientras lo admirabas en tu muñeca. «Me sienta bien —dijiste—. ¿No te parece que me sienta bien? —Y, pellizcándome la grasa del brazo, añadiste—: Dudo que a ti te cupiera en ese brazo tan rollizo».
Me he secado las lágrimas de los ojos. Solías meterte conmigo de esa forma; la crueldad siempre se te dio bien. Algunas pullas —sobre mi tamaño, o lo lenta o aburrida que era— podía ignorarlas. Otras —«Vamos, Julia… Sé honesta. ¿No hubo alguna parte de ti a la que le gustó?»— eran pinchos que se me clavaban profundamente en la piel y que ya no podía retirar a no ser que quisiera volver a abrir las heridas. La última, que me susurraste al oído el día que enterramos a nuestra madre, hizo que me entraran ganas de estrangularte con mis propias manos. Y, si me hacías eso a mí, si eras capaz de hacerme sentir así, ¿a quién más pudiste despertarle instintos homicidas?
He bajado a las entrañas de la casa, a tu estudio, y me he puesto a revisar tus papeles. He comenzado con las cosas mundanas. En los archivadores de madera colocados contra la pared he encontrado carpetas con tu expediente médico y el de Lena, así como el certificado de nacimiento de ella, en el que, por cierto, no aparece el nombre del padre. Sabía que ese sería el caso, por supuesto; ese era uno de tus misterios, uno de los secretos que guardabas con más celo. Ahora bien, ¿que ni siquiera Lena lo sepa? (He de preguntarme, con crueldad, si acaso tampoco tú lo sabías).
Había también informes escolares de la escuela Montessori de Park Slope, en Brooklyn, y de la escuela y del instituto local de Beckford. También las escrituras de la casa, un seguro de vida (del cual Lena es la beneficiaria) y extractos de cuentas bancarias y de fondos de inversión. Las típicas cosas de una vida relativamente ordenada, sin secretos escondidos ni verdades ocultas.
En los cajones más bajos he encontrado los archivos relativos al «proyecto»: cajas repletas de copias preliminares de fotografías y páginas de notas. Algunas estaban mecanografiadas; otras, escritas en tinta azul o verde con tu letra de trazo delgado e inseguro, y llenas de palabras tachadas y que habías vuelto a escribir en mayúsculas y subrayadas, como los desvaríos de un teórico de la conspiración. Una loca. A diferencia de los otros archivos, los administrativos, ninguno de estos estaba en orden, era todo un completo caos, estaba todo mezclado. Como si alguien lo hubiera revuelto en busca de algo. De repente he sentido un cosquilleo en la piel y se me ha secado la boca. La policía había registrado tus cosas, claro. Tenían tu ordenador, pero aun así también debieron de querer ver esto. Puede que buscaran una nota.
He echado un vistazo a la primera caja de fotografías. La mayoría eran de la poza, de las rocas, de la pequeña playa arenosa… En algunas habías escrito cosas en los márgenes, códigos que no podía descifrar. También había fotos de Beckford: de sus calles y sus casas (las bonitas de piedra, pero también las feas). Una de estas la habías fotografiado una y otra vez. Se trataba de una sencilla casa eduardiana adosada con las cortinas sucias a medio echar. Había imágenes del centro del pueblo, del puente, del pub, de la iglesia, del cementerio… Y de la tumba de Libby Seeton.
Pobre Libby. De pequeña, estabas obsesionada con ella. Yo odiaba esa historia triste y cruel, pero tú siempre querías escucharla una y otra vez. Querías escuchar cómo Libby, todavía niña, era sumergida en el agua acusada de brujería. «¿Por qué?», pregunté yo en una ocasión, y mamá me explicó que «ella y su tía tenían conocimientos sobre hierbas y plantas. Sabían cómo hacer medicina». A mí eso me pareció una razón estúpida, pero las historias de los adultos estaban llenas de crueldades estúpidas: niños pequeños rechazados en la puerta de una escuela porque su piel era de un color equivocado o gente golpeada o asesinada por venerar al dios equivocado. Más adelante me contaste que lo de Libby no se había debido a la medicina, sino a que sedujo (me explicaste la palabra) a un hombre mayor y lo persuadió para que abandonara a su esposa y a su hijo. Eso no hizo que disminuyera la fascinación que sentías por ella; para ti era una prueba de su poder.
Una vez, cuando tenías seis o siete años, insististe en ponerte una de las antiguas faldas de mamá para ir a la poza; la arrastraste por todo el camino de tierra, aunque la llevabas por debajo de la barbilla. Trepaste por las rocas y saltaste al agua mientras yo jugaba en la playa. Te pusiste a hacer de Libby: «¡Mira, mamá! ¡Mira! ¿Crees que me hundiré o me mantendré a flote?».
Todavía puedo ver cómo lo haces, puedo recordar la excitación en tu rostro y puedo sentir la suave mano de mamá en la mía, así como la cálida arena en las plantas de los pies mientras te observábamos. Aunque esto no tiene ningún sentido: si tú tenías seis o siete años, yo debía de tener dos o tres. Es imposible que pueda recordarlo, ¿no?
Me acordé del encendedor con las iniciales grabadas que encontré en el cajón de tu mesilla de noche. «LS». ¿Es por Libby? ¿De verdad, Nel? ¿Tan obsesionada estabas con una chica muerta hace trescientos años que hiciste que grabaran sus iniciales en una de tus pertenencias? Quizá no. Quizá no estabas obsesionada. Quizá simplemente te gustaba la idea de ser capaz de sostenerla en tu palma.
He vuelto a mirar las carpetas en busca de más cosas sobre Libby. He revisado páginas impresas con texto y fotos, impresiones de viejos artículos de periódico, recortes de revistas… Aquí y allá, he ido encontrándome con tus indelicados garabatos en el borde de las páginas, que por lo general son ilegibles, rara vez descifrables. Algunos nombres los había oído y otros no: Libby y Mary, Anne y Katie y Ginny y Lauren, y, ahí, en lo alto de la página dedicada a Lauren, habías escrito con tinta negra: «Beckford no es un lugar propicio para suicidarse. Beckford es un lugar en el que librarse de mujeres conflictivas».