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VADOVICE, 2009

Charlotte se alisó las arrugas de los pantalones al bajar del taxi que los había recogido a Jack y a ella en el aeropuerto de Katovice justo una hora antes. Estuvo a punto de soltar un gruñido al ver una mancha gris en la tela caqui. Increíble que, a pesar del desarrollo económico, las carreteras más anchas y los relucientes centros comerciales que habían visto por el camino, diera la impresión de que una fina capa de hollín de carbón lo cubría todo, como hacía años.

Mientras Jack pagaba al taxista, Charlotte aspiró profundamente, agradeciendo el conocido y vivificante aire de la mañana, viciado por el olor a rastrojo quemándose. Vadovice era una especie de anomalía, reflexionó mientras contemplaba la plaza Mayor. Más grande que un pueblo pero demasiado pequeña para considerarla una ciudad, parecía suspendida entremedias, atrayendo nuevas empresas a sus estrechas y atascadas calles mientras se obstinaba en aferrarse a su carácter provinciano, del Viejo Mundo. Había pasado por allí en sus viajes de investigación antes de que construyeran la autopista, cuando la carretera entre Cracovia y las demás ciudades atravesaba docenas de pequeñas poblaciones como aquella.

Desde la plaza se encaminaron hacia la dirección que Charlotte había buscado en Google antes de salir.

—En Vadovice nació el papa Juan Pablo II —comentó Jack, señalando una placa en la fachada de una casa.

Charlotte asintió, más que contenta de ser la que contaba con más datos en esta ocasión.

—Y lo interesante es que, cuando era joven, sus mejores amigos eran una familia judía, los Turnowicz. Uno de los hijos, Ryszard, sería más adelante dirigente de la comunidad judía de Cracovia. El Papa solía venir a visitarlo cuando regresaba al Vaticano. Y cuando Turnowicz murió, a principios de los noventa, envió tres cardenales al funeral.

—Ese es un aspecto poco conocido de las relaciones entre polacos y judíos —replicó Jack dejando traslucir su interés en el tono de voz.

—La mayoría de la gente no se preocupa por conocerlo —coincidió Charlotte—. Vienen a Polonia, van a los campos de concentración y se marchan. Y hay muchas más cosas.

—Me pregunto si Roger conocería al Papa de joven —elucubró Jack—. Debían de ser de la misma edad.

—Buena pregunta. —Charlotte se detuvo—. Hemos llegado.

Miró la casa que tenían delante. De tres plantas, con tejado de madera inclinado y macetas de flores recién plantadas en las ventanas, estaba cerca de la carretera, como era la moda por esas tierras. Jack se puso a su lado y llamó a la puerta.

—Roger dijo que nos abriría el guarda.

En el aeropuerto de Munich, Jack le había dicho que había hablado con Roger y que le había contado su plan de ir a Vadovice. Al parecer, a Roger la idea lo dejó indiferente, pero tomó medidas para que el guarda los esperase allí.

—A lo mejor está comiendo, aunque es un poco tarde —sugirió Charlotte al no obtener respuesta, mirando su reloj.

Jack levantó la mano, pero antes de que pudiera llamar otra vez se abrió la puerta de par en par y apareció una mujer de pelo corto y oscuro y complexión robusta que recordaba a las jugadoras de voleibol olímpico de la época del Bloque del Este.

—Tak?

Dzień dobry —contestó Charlotte, vacilando, y se calló; buscaba las palabras adecuadas en polaco—. Somos amigos del señor Dykmans.

La mujer la escuchó con la cabeza ladeada.

—Encantada de conocerlos. Soy Beata —dijo en un inglés sorprendentemente bueno—. Pasen.

Los llevó por un tramo de escaleras enceradas hasta un salón. En un extremo estaba la chimenea ante la cual habían hecho la fotografía de la familia Dykmans que Charlotte le había enseñado a Roger. Habían restaurado la casa con minuciosidad, y los muebles, las cortinas y el resto de la decoración eran idénticos a como debían de ser antes de la guerra. Pero todo se encontraba en perfecto estado, y Charlotte no podía creerse que esas cosas hubieran sobrevivido indemnes tantas décadas. Sospechaba que Roger debía de haber registrado los anticuarios y gastado una fortuna para encontrar piezas idénticas.

Al recorrer con la mirada el impecable salón creció su incertidumbre. La casa era un museo… ¿Cómo iban a encontrar nada útil? Se volvió hacia Beata.

—¿Estuvo su familia en Vadovice durante la guerra?

Nie —contestó Beata—. Quiero decir, no. Mis padres vinieron de Varsovia en los años cincuenta y se quedaron aquí.

Así que esta mujer no puede aportar personalmente nada que sirva de ayuda, pensó Charlotte, decepcionada.

—¿Hay sótano o buhardilla? —preguntó.

—Sótano, no.

—Entonces, ¿podría enseñarnos la buhardilla?

Beata hizo un gesto para que la siguieran por otro tramo de escaleras. En el piso siguiente había cuatro dormitorios, también perfectamente restaurados. Por una de las puertas Charlotte entrevió dos estrechas camas y juguetes en una estantería. Se imaginó a Roger y a Hans jugando allí de pequeños. ¿Cómo se llevarían entonces?

Beata tiró de una cuerda que colgaba del techo y bajó una escalerilla de madera que se desplegó hasta el suelo. Hizo un gesto para indicar que podían subir, de una forma que también dio a entender que ella no tenía intención de encaramarse.

—Vendré a ver más luego —dijo, delatando con el pequeño error que no hablaba en su lengua materna.

Charlotte subió la primera por la escalerilla y penetró en la oscuridad de arriba.

—Tiene que haber una luz.

Buscó a tientas la pared. El aplique que encontró estaba vacío, sin bombilla. Siguió avanzando y se dio un golpe contra un cajón.

—¡Ay! —exclamó, frotándose una espinilla. Su voz resonó y se perdió entre las sombras.

—Cuidado —dijo Jack, en un tono más de censura que de preocupación.

Estaba a su lado, y le puso una cálida mano en el hombro, aunque no le preguntó si estaba bien. Cuanto más tiempo pasaban juntos, parecía menos enigmático y más grosero, reflexionó Charlotte.

Jack pasó junto a ella sin rozarla. Se oyó un susurro cuando llegó a la única ventana y corrió las gruesas cortinas amarillentas, dejando que entrase algo de luz.

Charlotte inspeccionó la buhardilla. Al contrario que el resto de la casa, era un verdadero caos. Por toda la lóbrega habitación, desde el suelo hasta el techo abuhardillado, había cajas de madera amontonadas de cualquier modo. Una fina capa de polvo lo cubría todo como una sábana.

Al pisar, Jack levantó una miríada de partículas que se quedaron revoloteando por el aire.

—¿Cómo demonios vamos a encontrar nada aquí? Podría llevarnos semanas. —En su tono había un dejo de reproche, como recordándole a Charlotte que aquel viaje había sido idea suya—. Y además… —se detuvo para reprimir un estornudo—, ¿se puede saber qué estamos buscando?

Podrías haber rechazado mi propuesta de venir aquí, le habría gustado decir a Charlotte. Pero una discusión con Jack no aportaría nada al caso que se traían entre manos.

—No estoy segura, pero creo que tendríamos que ponernos en el lugar de Roger —sugirió—. ¿Por qué siguió viniendo aquí?

—Según él, para restaurar la casa.

—Sí, pero entonces, ¿por qué dejó la buhardilla en este estado? ¿Y qué podía ser tan importante…? —Se detuvo ante un montón de cajas que le llegaba a la altura de la cintura—. Mira. —Habían limpiado la caja de arriba con un paño, o con la mano—. Alguien ha estado aquí hace poco. ¿Quién? ¿Roger?

Jack negó con la cabeza.

—Lleva meses en la cárcel.

—¿Y ella?

Charlotte inclinó la cabeza, para indicar a Beata.

—Lo dudo. —Jack estornudó—. Tiene acceso aquí desde hace años, ¿por qué le iba a interesar esto de repente?

Charlotte sintió un escalofrío. ¿Quién más estaría indagando en el pasado de Roger?

—En fin. Será mejor que empecemos.

Jack levantó la caja que estaba limpia y la dejó en el suelo, en una estrecha franja desocupada.

Charlotte se acercó a la siguiente caja.

—Tengo que hacer una llamada rápida. Enseguida vuelvo.

Jack se mordió la lengua, como si hubiera deseado preguntar a quién iba a llamar, pero se lo hubiera pensado mejor.

Charlotte bajó la escalerilla, y al no ver a la guardesa, pasó a una habitación que parecía el dormitorio principal. Sacó la BlackBerry del bolso, buscó el número de Brian y en ese momento vaciló. Tenía que averiguar si él había mantenido su parte del trato haciendo que Kate Dolgenos representara a Marquan, pero en realidad no quería llamarle. No era que la pusiera nerviosa hablar con él. Para ser sincera no le habría importado cantarle las cuarenta por haberla dejado plantada. No, sencillamente no quería abordar el asunto de que estaba en Polonia con Jack. Ella tenía que llevar a cabo la investigación y no tenía ninguna necesidad de justificar sus decisiones.

Marcó otro número.

—Despacho de abogados de oficio, dígame —vociferó Doreen.

Se oía mucho ruido; Charlotte no sabía si por el eterno chicle de Doreen o por la mala conexión.

—Doreen, soy Charlotte. ¿Está Mitch por ahí?

—Todavía no ha llegado —contestó la recepcionista.

Charlotte comprendió que era normal, por la diferencia horaria.

—¿Ha llamado alguien para preguntar por mi cliente, Marquan Jones?

—No.

Oyó las uñas de Doreen tableteando en el teclado, sin duda actualizando su perfil de Facebook. Charlotte se puso furiosa. Brian había faltado a su promesa, dejando sin abogado a Marquan y con ella a miles de kilómetros, incapaz de hacer nada para ayudar.

—Pero en la sala de juntas hay todo un equipo reunido.

—¿Un equipo?

—Sí. Se presentaron ayer. Kit o Kath o algo así, un pez gordo de Nueva York.

—¿Kate Dolgenos?

—Eso. Pues resulta que llega de punta en blanco, con un traje de lo más chulo, con tres abogados, unos críos que van detrás de ella como ratoncitos, y dice que tu despacho es demasiado pequeño, así que Ramírez los ha pasado a la sala de juntas.

Charlotte se asustó un poco, pensando si a Mitch le molestaría la intrusión o si agradecería la ayuda. Tendría que haberlo advertido, pero no quería decir nada hasta estar segura de que Brian no le fallaría.

—Desde entonces no han salido de ahí —añadió Doreen.

Charlotte suspiró con alivio.

—Gracias, Doreen.

Así que Brian había cumplido su promesa y Marquan tenía a la mejor abogada posible. Charlotte esperaba que eso fuera suficiente.

Volvió a subir a la buhardilla.

—¿Todo bien? —preguntó Jack, sin levantar la vista de otra caja que estaba examinando.

Por el tono tenso de Jack, Charlotte se dio cuenta de que pensaba que había llamado a Brian y de repente comprendió la magnitud del distanciamiento entre los dos hermanos, que parecía haberse agrandado con los años.

—Sí, solo quería ver qué tal le iba a un cliente mío —explicó mientras volvía a arrodillarse ante la caja—. Es este chaval, Marquan, al que representé hace unos años. Lo metí en un programa extraescolar, y parecía que se lo estaba tomando en serio. Pero se lio con un robo de coches, la cosa se torció y murieron dos niños pequeños.

—Qué complicado —replicó Jack con indiferencia.

—Es buen chico —insistió Charlotte, arrodillándose y abriendo otra caja—. Listo, con muchas posibilidades.

—Claro, claro.

Pero Charlotte sabía que Jack no estaba muy convencido.

—No me crees.

Jack se encogió de hombros.

—No, es que nunca te había visto defendiendo a delincuentes, pasándote al lado oscuro.

En esta ocasión no se molestó en disimular la intención crítica.

Por supuesto. Jack la había conocido en la facultad de derecho, cuando Charlotte pensaba que su carrera se orientaría hacia la fiscalía. Hacía tanto tiempo de eso que parecía toda una vida. Y Jack consideraba a los abogados tiburones mercenarios, dispuestos a defender a cualquiera por dinero. En su momento, también ella lo pensaba.

—Las cosas no son así.

Sin embargo, sabía que había muchos abogados que sí eran así. Entonces, ¿por qué se consideraba ella distinta?

—Para empezar, yo soy abogada de oficio —añadió, dirigiéndose tanto a Jack como a sí misma—. O sea que no es por el dinero.

Jack se frotó la nariz con una manga.

—Pero tienes que defender a cualquiera, incluso los casos más asquerosos.

Es verdad, reconoció Charlotte para sus adentros. El abogado de oficio es el último recurso para quien no puede permitirse uno de pago. Todo el mundo tiene derecho a una defensa justa, y para muchas personas esa es la única solución.

—De todos modos, debe de ser mejor trabajar con delincuentes juveniles —concedió Jack, quizá percibiendo el conflicto interno de Charlotte—. Quiero decir que la mayoría de ellos no son delincuentes endurecidos, o todavía no.

Charlotte lo miró, sorprendida por la empatía que transmitía su voz, la primera señal de calidez que había notado desde su llegada. Donde yo nací hay muchos chavales ya encallecidos, le habría gustado decir, pero no lo hizo. Desde luego que en algunos sentidos era más fácil representar a los Marquan del mundo, con sus voces dulces y juveniles y sus ojos plácidos que daban a entender que todavía no estaba todo perdido con ellos. Pero siempre rondaba el espectro del temor de abrir un periódico y enterarse de que había cometido un asesinato alguien a quien había librado de algún cargo o para quien había conseguido una reducción de condena, saber que esa persona estaba en la calle gracias a ella.

Todavía no había ocurrido tal cosa, afortunadamente, pero sí algo igual de malo, o incluso peor. Un día del último febrero, con un frío terrible y aguanieve, atravesó el subterráneo entre Locust Street y el ayuntamiento, tratando de contener la respiración para soportar la peste a orines. Al pasar junto a la hilera de personas sin techo, hombres negros en su mayoría, se disparó su sentimiento de culpa y tuvo que resistir la tentación de pararse a darle algo a cada uno de ellos. ¿Se lo gastarían en comida o en drogas? Llegó a la conclusión de que no podía ayudarlos a todos y optó por pensar en las donaciones que hacía regularmente a obras de beneficencia como el proyecto H.O.M.E. y Philabundance.

—Por favor —dijo uno de los hombres, y a Charlotte su voz le sonó familiar.

Al mirar se le partió el alma: reconoció a un chico al que había defendido en un juicio por drogas hacía tres años. Se detuvo y se arrodilló, sin importarle la mugre del suelo.

—¿James?

—Hola, señorita Charlotte.

Seguía teniendo la misma voz. Charlotte logró esbozar una sonrisa, pero en realidad sentía deseos de gritar. No le preguntó a James qué le había pasado, cómo había ido a parar allí, por no avergonzarlo. Se limitó a pagarle el desayuno en el puesto de perritos calientes más cercano y a darle el resto del dinero que llevaba en el monedero, sin importarle en qué fuera a gastárselo. Le escribió de memoria los números de teléfono de los albergues y comedores de beneficencia y le hizo prometer que iría a verla al despacho más tarde para que pudiera ayudarlo en algo más. Mientras se alejaba, dejándose el corazón en el subterráneo, supo que James no aparecería, y retrocedió, pero el chico había desaparecido. La imagen la había obsesionado durante meses. ¿Cómo había ido a parar allí aquel muchacho? ¿Podría haber hecho algo ella para cambiar su destino?

—¿Qué te pasa? —preguntó Jack, interrumpiendo los pensamientos de Charlotte.

Ella estuvo a punto de contarle lo de James. Pero no lo hizo; sabía que eso solo serviría para reafirmar la idea que Jack tenía de su trabajo.

—Nada —contestó Charlotte, sacando un montón de documentos de la caja.

—Perdona si te he ofendido —dijo Jack—. Es que siempre te he visto más como fiscal.

Charlotte movió la cabeza.

—Nunca tuve estómago para eso. Quiero decir, con los criminales de guerra, por supuesto, pero estuve haciendo prácticas en la fiscalía del Estado y me di cuenta de que no me gustaba encerrar a la gente, sobre todo cuando veía a sus familias al fondo de la sala.

—Los niños que mataron con el coche robado también tenían familia.

Jack replicó en el mismo tono brusco de antes, sin el menor atisbo de comprensión.

—Ya lo sé. —La frustración de Charlotte iba en aumento—. No estoy diciendo que las cosas sean o blancas o negras. Además, tú ahora también eres abogado.

—Solo para este caso. —Jack hizo un gesto con la mano, negándose a reconocer el conflicto—. Esto es un paréntesis, hasta que decida qué voy a hacer después.

Volvió a hurgar en la caja sin pronunciar palabra, sin dar más detalles. Charlotte miró el montón de papeles amarillentos y los colocó en el suelo para no desbaratarlos. Es la primera regla de la investigación, ya sea si estudias documentos en un polvoriento archivo de Kiev o en el registro de la policía en un suburbio de Filadelfia: conservar los materiales intactos con el fin de no destruir su valor probatorio.

—Vaya, esto es interesante —dijo Jack, enderezándose.

Charlotte vio que sujetaba una cartera de cuero marrón en la mano.

—Los papeles de Roger de cuando estudiaba en la Universidad de Breslau.

Donde Hans había estado destinado como diplomático, recordó Charlotte.

—Y además… —añadió Jack, desdoblando un papel amarillento por el tiempo—. «Queridísima Magda» —empezó a traducir del alemán.

—Queridísima —repitió Charlotte—. ¿Quién será Magda?

—Ni idea, pero supongo que nuestro Roger no fue tan solitario.

—¿Qué dice?

Jack se encogió de hombros, con gesto de indiferencia.

—Poca cosa. Los típicos comentarios sobre el verano en Vadovice. —Guardó silencio, enarcando una ceja—. Y que cuenta los días para que llegue septiembre.

—Para volver a la universidad —supuso Charlotte—. Magda debía de estar en Breslau. Pero ¿por qué seguirá en una carpeta la carta que escribió Roger?

Jack le dio la vuelta al sobre.

—Porque por la razón que sea no llegó a mandarla. —Dejó el papel a un lado—. Pero no sé si tendrá mucha importancia para el caso.

A Charlotte le habría gustado contradecirlo. Una relación o incluso un enamoramiento no correspondido podían llegar al meollo mismo de quién era Roger Dykmans, de por qué podía ser inocente o culpable. Pero Jack había agachado la cabeza y se había vuelto a enfrascar en los papeles, así que ella a su vez volvió a la caja que tenía delante. Observó que los documentos estaban relacionados con asuntos cotidianos, facturas pagadas, un libro de contabilidad con los gastos de la casa, recetas sujetas con un clip oxidado. Daba la impresión de que los Dykmans no tiraban nada.

Hizo otra pausa para mirar a Jack por el rabillo del ojo y llegó a la conclusión de que era más atractivo que Brian. Su delgada figura no se había dejado vencer por la barriga, como su hermano, y las arrugas que se le habían formado alrededor de los ojos le daban un aire más interesante que el de años atrás.

Volvió a mirar los papeles, pero se le nublaron los ojos, secos por el polvo y la lectura.

—Háblame más del caso —dijo, sentándose sobre los talones, con ganas de tomarse un descanso.

Jack levantó la cabeza.

—Pues, por lo general, procesar a los criminales de guerra nazis es un juego de azar. Algunos países, como Siria y, por increíble que parezca, Austria, se niegan a colaborar con la comunidad internacional. Suecia tiene una ley de prescripción y por ese motivo no puede iniciar procesamientos. Otros, como los estados bálticos, colaboran simbólicamente, pero en la práctica nunca ponen un pleito contra nadie que pueda ser juzgado. Les interesa más procesar a antiguos dirigentes comunistas.

Por supuesto, pensó Charlotte. Esos crímenes son más recientes y tienen un carácter más personal para la población viva. Como es natural, el deber de perseguir esos casos es más imperioso que el de vindicar a unos judíos desaparecidos hace décadas, a quienes además nadie quería.

—E incluso cuando existe la voluntad, procesar a criminales de guerra nazis es una bomba de relojería activada —añadió Jack—. Cada vez hay menos que sigan vivos y muchos no pueden ser procesados por razones médicas.

»Estados Unidos creó un grupo en el Departamento de Justicia en los años setenta, la División de Investigaciones Especiales, para buscar a nazis que habían conseguido colarse en el país y vivían allí sin que los hubieran descubierto. —Su expresión fue alegrándose a medida que ahondaba en el tema, animándose—. No pueden procesar a los nazis por crímenes de guerra cometidos fuera de su jurisdicción, de modo que emplean la táctica de desnaturalizarlos y deportarlos.

—Sí, algo he leído —confesó Charlotte, recordando los documentos que había examinado en el hotel la noche anterior.

El método había funcionado, y Estados Unidos había logrado actuar en docenas de casos, más que todos los demás países juntos. Pero era un grano de arena en el desierto en comparación con los millones que habían muerto, los miles que habían perpetrado los crímenes contra ellos. Charlotte se había preguntado muchas veces si merecía la pena dedicar todo ese dinero a llevar ante la justicia a un puñado de ciudadanos de la tercera edad mientras seguían cometiéndose crímenes de guerra en Sudán y otros países. Pero lanzaba un mensaje, simbólico e importante: nosotros no hemos olvidado.

—El número de casos pareció disminuir durante unos años —explicó Jack—. Después, con el derrumbamiento de la Unión Soviética, salió a la luz una enorme cantidad de documentos que ayudaron a identificar y encontrar a los antiguos nazis.

Charlotte abrió la boca para preguntar qué relación guardaba todo eso con el caso de Roger, pero Jack había vuelto con sus documentos y parecía profundamente concentrado. Trabajaron con intensidad durante un rato, el silencio únicamente lo rompían los gorjeos de un pájaro en el alero.

—En esta caja no hay nada —anunció Jack al fin.

Charlotte notó su frustración: tanto tiempo perdido sin resultados. A ese paso podían estar allí semanas, y no tenían tanto tiempo.

—En la mía tampoco. —Charlotte se levantó y estiró el pie derecho para aliviar un calambre en la pierna—. ¿Estaremos pasando algo por alto? ¿Tendríamos que hablar con otras personas que pudieran encaminarnos?

—No lo creo —respondió Jack—. Se lo pregunté a Roger cuando le conté que íbamos a venir aquí, y me dijo que han pasado tantos años que todos los que conocieron a su familia han emigrado o han muerto.

Charlotte asintió. Era uno de los grandes desafíos de investigar sobre el Holocausto. La generación que lo había presenciado moría a millares cada día, y sus experiencias se perdían como arena que se escurre entre los dedos.

—Quizá deberíamos enfocarlo de otra manera —sugirió, recorriendo la buhardilla con la mirada una vez más. Jack ladeó la cabeza—. Quiero decir, la caja que alguien ha registrado es probablemente la que menos nos interesa, porque si en ella había algo importante, esa persona sin duda se lo habrá llevado, ¿no?

—Suponiendo que estuviera buscando lo mismo que nosotros.

—Sí, suponiendo eso. Así que si fuéramos a los sitios a los que no han ido, a lo mejor…

Charlotte se abrió paso entre el montón de cajas hacia el otro extremo de la habitación. Allí la luz era más tenue y costaba trabajo ver. Se fijó en un objeto más pequeño, encajonado entre la montonera de cajas y la pared. Un baúl, e intentó alcanzarlo, pero no le llegaba el brazo.

—¿Me ayudas?

Jack se puso a su lado, apretando un brazo contra ella en aquel espacio tan reducido.

—Deja, ya lo saco yo.

Charlotte retrocedió; Jack sacó el baúl y lo arrastró hacia la ventana, donde había más luz.

—¿Está cerrado? —preguntó Charlotte.

Jack apretó una cerradura hasta que se oyó un chasquido.

—Ya no.

Jack volvió con la caja que estaba registrando y Charlotte se agachó para mirar en el interior del baúl. Estaba lleno de fotografías, la mayoría sueltas, algunas enmarcadas o en álbumes. Se puso a rebuscar. En los álbumes estaban las más antiguas, de los antepasados de la familia Dykmans, supuso. Había fotos de Hans y Roger y también de Lucy, de pequeños y de años posteriores. Una familia normal, feliz, o al menos lo había sido hasta que la guerra lo destruyó todo. Y ni siquiera eran judíos.

Cogió un montón de fotografías sueltas. Había una de Hans y una mujer impresionante de pelo oscuro con un vestido blanco ante una chimenea, de la mano, y detrás de la pareja, en la repisa, un reloj con fanal de cristal.

—¿Hans estaba casado? —le preguntó a Jack, levantando la fotografía—. No recuerdo haber leído nada sobre que tuviera esposa.

Jack asintió.

—Por poco tiempo, unos años antes de su muerte, pero no sé muy bien qué le pasó a ella cuando lo detuvieron. —Volvió a mirar la caja que había estado registrando y se levantó, sacudiéndose el polvo de los pantalones—. Esto es absurdo. Es decir, ¿qué estamos buscando exactamente? ¿Una foto, un documento u otra cosa? Ni siquiera sabemos si hay algo que merezca la pena encontrar.

—Tiene que haberlo —replicó Charlotte a la defensiva. Buscó alguna prueba que la respaldara, pero no encontró nada.

—Además, se está haciendo tarde —añadió Jack.

Charlotte miró por la ventana que había detrás de Jack. A lo lejos, tras los descarnados tejados y las copas de los árboles, el sol se desvanecía entre las montañas. Charlotte parpadeó, sorprendida.

—¿Qué hora es?

Jack miró su reloj.

—Casi las siete.

—No tenía ni idea de que lleváramos aquí tanto tiempo.

Jack se levantó, estirándose.

—Tendremos que volver por la mañana, a seguir buscando.

—Pero si acabas de decir que es inútil.

—Y tal vez lo sea. Pero ya que estamos aquí, podríamos terminar lo que hemos empezado. —Tenía una expresión obstinada—. He reservado habitaciones en un hotel de Katovice para esta noche, así que vamos a buscar un taxi para volver allí.

¿Y por qué no Cracovia?, le habría gustado preguntar a Charlotte. Por el mismo trayecto podrían haber disfrutado de una cena decente y de un paseo por la ciudad antigua en lugar de conformarse con un mal restaurante de hotel junto al aeropuerto, pero no quería parecer una turista.

—De acuerdo —dijo, volviendo a guardar las fotos—. Vamos.

Encontraron a Beata cortando flores en el amplio jardín que se extendía detrás de la casa.

—Hemos tenido que dejarlo por hoy —explicó Jack—. Pero nos gustaría volver mañana un rato, si no le molesta.

Beata asintió.

—Por supuesto. Acompáñenme.

Los llevó hasta una casita en el patio trasero. Debe de ser donde vive ella, pensó Charlotte, y vaciló cuando Beata abrió la puerta y se apartó para dejarlos pasar. Katovice estaba a una hora o más, y eso si encontraban un taxi. Lo único que quería era llegar al hotel, darse una ducha caliente y acostarse. Intercambió una mirada con Jack y se dio cuenta de que él pensaba lo mismo. Pero no estaría bien ofender a la guardesa cuando querían volver y seguir investigando al día siguiente. Quizá incluso les diera una llave para que entrasen. Entró con desgana.

La casa era más espaciosa de lo que parecía indicar la estrecha fachada. Una habitación de techo alto abovedado, con una pequeña cocina en un extremo y un futón esmeradamente arreglado en el otro. En el centro había una mesa alargada preparada para doce personas, con sillas desiguales apretujadas alrededor.

—Siéntense, siéntense —les rogó Beata antes de desaparecer por una puerta que únicamente podía ser la del lavabo.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —susurró Charlotte.

—No lo sé. —Jack señaló la mesa con la cabeza—. Debe de ser una cena o una especie de fiesta. —Sacó una silla para Charlotte—. Nos quedamos unos minutos y después ponemos alguna excusa.

—Jack, es que…

Charlotte quería explicarle que en Polonia no se hacían breves visitas de cortesía, que una copa significaba seis y que si te pasabas por casa de alguien sin duda acababas a altas horas de la madrugada. Recordó el día en que salió a comer con unos amigos al mercado central de Cracovia y sin saber cómo pasó con ellos la noche entera. Se levantó por la mañana sin apenas acordarse de cómo había vuelto a casa y con confusos recuerdos de un club nocturno, todo tan extraño que llegó a pensar que lo había soñado. En Polonia incluso los intérpretes de los conciertos estaban obligados a ofrecer unos seis bises porque el público se negaba a marcharse y se quedaba de pie, aplaudiendo. Sin darle tiempo a contárselo a Jack, reapareció Beata con un vestido de flores.

—Es usted muy amable —repuso Charlotte—, pero de verdad que tenemos que…

La interrumpió un timbrazo. La guardesa fue apresuradamente a recibir a sus invitados.

Por la puerta empezó a entrar una riada de personas de diversas edades, solas o en pareja, que se fueron arremolinando alrededor de la mesa. Charlotte dudó que fueran a caber todas, pero milagrosamente había una silla para cada uno. Una vez sentados, Beata sacó una botella de vodka del congelador y se sirvieron chupitos. Nadie hizo caso del «nie, dzie¸kuje¸» de Charlotte, y le llenaron un vasito hasta el borde.

«Na zdrowie!», propuso un invitado levantando su vaso hacia Beata, y cuando todos prorrumpieron en una interpretación desafinada pero entusiasta de Sto Lat (que cumplas cien años), Charlotte comprendió que debía de ser el cumpleaños de la guardesa.

Se volvió hacia Jack y se sorprendió al descubrir que la estaba mirando. Él sonrió, con una dulzura en los ojos que Charlotte no se esperaba, y se sonrojó. Levantó el vaso hacia él.

—Salud —dijo Charlotte, y apartando la mirada, bebió con resignación. Era la primera copa de verdad que se tomaba desde que había salido de Filadelfia y agradeció la quemazón en la garganta y la distancia momentánea que ponía a todo lo ocurrido.

Enseguida aparecieron bandejas de embutidos y quesos, junto con pepinillos, col y remolacha con nata agria, todo con nata agria. Charlotte tomó cuanto tenía a mano, hambrienta y sin saber cuándo volvería a presentárseles la oportunidad de comer.

Jack le rozó una pierna con la suya por debajo de la mesa. Charlotte levantó la vista. ¿Estaría intentando decirle algo? Pero Jack parecía distraído, con la mirada perdida en la distancia.

Mientras comían hicieron las presentaciones en polaco, con demasiada rapidez para que Charlotte llegara a comprender una palabra. Un hombre de pelo blanco sentado enfrente señaló a la mujer que tenía a su lado, más joven y atractiva a pesar del furibundo tono rojo de su pelo, que parecía seguir gozando de gran popularidad en Polonia. «Moja ˙zona». Mi esposa.

Charlotte comprobó si lo había oído bien. Aquel hombre debía de llevarle cincuenta años.

—¿Es usted de Vadovice? —preguntó en polaco, pensando que tal vez hubiera conocido a la familia Dykmans.

El hombre negó con la cabeza.

—No, soy de Przemysl. —Charlotte asintió, recordando la pequeña ciudad situada en la frontera con Ucrania—. Se llevaron a mi esposa y a mis hijos a Auschwitz, y después de la guerra vine a buscarlos. No los encontré, pero me quedé.

—¿Es usted judío?

Charlotte confiaba en que no lo molestara la pregunta.

—No, católico, pero eso no parecía importarles a los nazis que purgaron nuestra ciudad. Y poco después conocí a Jola.

Le dio unos golpecitos en la mano a la mujer que estaba a su lado.

Mucho después, pensó Charlotte. Jola ni siquiera habría nacido cuando acabó la guerra.

—Y tenemos un hijo, Pavel —terció Jola con marcado acento polaco—. Tiene diez años.

Charlotte se quedó mirando a aquel hombre de edad. Costaba trabajo creer que tuviera un hijo tan pequeño. Bueno, pues mejor para él, pensó, advirtiendo su orgullosa sonrisa. Todo el mundo se merece una segunda oportunidad.

La pierna de Jack volvió a toparse con la suya, y en esta ocasión no se movió. Es porque estamos muy apretados y es muy difícil mantener las distancias, se dijo. Empezó a sentir calor y se esforzó por concentrarse en la conversación. Deberíamos marcharnos, pensó, a cada momento más deseosa de escapar de aquella habitación demasiado caldeada. Pero sabía que era imposible, que resultaría más fácil salir de un pozo de arenas movedizas con pesadas botas que librarse de la hospitalidad de su bienintencionada anfitriona.

—¿Y están ustedes de visita en la casa de los Dykmans? —preguntó en polaco un hombre a su derecha.

—Sí.

Charlotte esperaba que insistiera un poco más para enterarse del motivo, pero el hombre no lo hizo. En esa parte del mundo, la gente, que conservaba aún las cicatrices de las décadas de comunismo, cuando tenías que ir con la cabeza gacha para evitar problemas, no solía hacer muchas preguntas a los desconocidos e iba a lo suyo.

Charlotte se preguntó si los molestaría que Roger, a esas alturas un forastero para ellos, reclamase una casa tan grande en su ciudad.

—Francamente, está muy bien que el señor Dykmans vuelva y dedique tanto dinero y tanto tiempo a restaurar esta casa —dijo una mujer que tenía sentada enfrente, como leyéndole el pensamiento—. Ha estado horrible durante muchos años.

El individuo situado a su derecha emitió un extraño sonido gutural, entre la tos y el gruñido, que indicaba algo más que conformidad.

—Como los judíos —dijo entre dientes.

Charlotte se sonrojó. Se suponía que los polacos habían superado la guerra. Algunos incluso manifestaban un reciente interés por la vida y la cultura judías, al menos en las grandes ciudades. Pero en las provincias, cuando corría el alcohol y creían estar entre los suyos, estallaba el antisemitismo que había estado latente tantos años. Le habría gustado decirle a aquel hombre que a los judíos solo se les había permitido reclamar las propiedades que no habían sido ocupadas, la mayoría sinagogas, cementerios y centros comunitarios que nadie quería. Pero Jack puso un pie encima del suyo por debajo de la mesa para que guardara silencio. Tenía razón, comprendió Charlotte, y se mordió la lengua. ¿Por qué gastar saliva cuando allí nada iba a cambiar opiniones tan arraigadas?

Jack rozó su pierna con una mano y la dejó allí. Charlotte aspiró profundamente. ¿Se le estaba insinuando? Llegó a la conclusión de que no, imposible. Debía de ser el vodka. Pensó en apartarse, pero decidió que no.

—Los Dykmans eran buenas personas —dijo Jola—. Al menos eso decía mi madre.

—¿En serio?

—Sí. Mi abuela y la señora Dykmans, la madre de Hans y Roger, eran amigas. —Jola guardó silencio, mirando cohibida a uno y otro lado, como consciente de pronto de que todas las miradas estaban clavadas en ella—. Bueno, todo el mundo sabe lo de Hans, lo que hizo durante la guerra. Pero lo de Roger es otra historia.

Charlotte se puso tensa, temía que dijera algo que a ella no le gustaría saber sobre su cliente.

—Roger era buen amigo del primo mayor de mi madre. Era un hombre bondadoso, según ella, pero muy callado.

—¿Un hombre solitario? —apuntó Jack.

Pero Jola negó con la cabeza.

—No necesariamente. O sea, era muy reservado, sobre todo después de conocer a Magda.

Charlotte y Jack intercambiaron una mirada.

—¿Magda? —repitió Charlotte, fingiendo sorpresa.

Jola volvió a mirar a su alrededor, como si temiera estar hablando más de la cuenta.

—Magda era una mujer joven, preciosa. Se conocieron cuando Roger estudiaba en la Universidad de Varsovia, creo.

De Breslavia, corrigió Charlotte mentalmente.

—Roger no tenía ojos para otra. Era un secreto muy bien guardado, pero se lo contó a mi primo un día, cuando había vuelto de la universidad. Es que Magda estaba casada.

Charlotte miró a la guardesa, Beata, sentada al otro extremo de la mesa. ¿Habría invitado a Jola a propósito? Quizá al saber que estaban tratando de encontrar pruebas de la inocencia de Roger lo hubiera organizado todo para que conocieran a la persona que podría ayudarlos. O a lo mejor lo estoy interpretando mal, pensó, observando la sencilla cara de Beata, que se le había relajado un poco con el vodka.

—¿Qué le ocurrió a Magda? —preguntó Jack.

—No lo sé. Se la llevarían a los campos de concentración, con los demás judíos, supongo.

Charlotte contuvo la respiración. Roger no podía haber estado enamorado de una judía y conspirado con los nazis para que mataran a tantos niños. Ese dato, más que ninguno de los que habían reunido Jack y ella hasta entonces, parecía indicar la inocencia de su cliente.

De pronto empezó a sentir mucho calor y náuseas.

—Necesito… un poco de aire… —logró articular.

Se levantó y se precipitó hacia la puerta. El aire fresco de la noche le golpeó la cara y lo aspiró ávidamente, dominando las ganas de vomitar.

Momentos más tarde, Jack estaba a su lado.

—¿Te encuentras bien?

Charlotte asintió, demasiado avergonzada para hablar. ¿Qué le había pasado? ¿Era por el alcohol, por lo que había contado Jola o por algo completamente distinto?

—Sí, sí —contestó al fin—. Creía que iba a vomitar. Debe de haber sido por los chupitos de vodka con el estómago vacío.

—Enseguida se sube a la cabeza, y más con el jet lag —concedió Jack—. De todos modos, ha sido una buena estrategia para escapar. Debes de estar agotada. Lo cual nos lleva a un asunto importante: ¿dónde vamos a pasar la noche?

—Creía que habías reservado habitaciones en Katovice.

—Sí, pero son más de las once, y no creo que encontremos un taxi a estas horas.

Charlotte se resistió al deseo de reñirlo por su falta de previsión.

—Podríamos ver si alguien nos lleva a…

Pero no terminó la frase. Si volvían adentro los convencerían para que se quedaran a tomar más vodka, y la fiesta podía prolongarse hasta bien entrada la noche. Y además, entre los invitados no había nadie en condiciones de conducir.

—¿Y ahí? —sugirió Jack, señalando la casa de los Dykmans.

Charlotte lo miró.

—¿Que nos quedemos ahí? No lo dirás en serio…

—La casa está vacía —replicó Jack, molesto por el hecho de que lo contradijera—. ¿Se te ocurre alguna idea mejor?

La verdad era que no.

—Supongo que estará cerrada.

—Vamos a verlo.

Empujaron la maciza puerta de roble, que no cedió. Las casas polacas no eran como las viviendas de Estados Unidos, de aglomerado que se armaba rápidamente. Eran de granito y piedra, se construían con esmero durante varios años y se heredaban. No era raro que tres o cuatro generaciones vivieran bajo el mismo techo.

Jack rodeó la casa y desapareció. Charlotte lo siguió y se lo encontró forcejeando con el marco de una ventana enorme.

—¿Qué haces?

Jack tiró con más fuerza y Charlotte llegó a temer que se rompiera el cristal, pero a la siguiente tentativa la ventana se abrió. Jack se encaramó al alféizar y entró con gran esfuerzo, metiendo primero una pierna y después la otra.

—Pero… —continuó Charlotte, sorprendida. No se imaginaba que el allanamiento de morada fuera una de las mañas de Jack.

Pensaba que le ofrecería una mano para ayudarla a entrar, pero Jack desapareció en la oscuridad. Esperó sola unos segundos, oyendo las risas en la casa de la guardesa, convencida de que los pillarían en cualquier momento, pero Jack reapareció y le señaló la puerta trasera, abierta.

Dentro, la casa estaba silenciosa, espectral. Charlotte sintió un escalofrío en la espalda y venció el deseo de tantear en busca de un interruptor, porque no quería llamar la atención.

—No me parece bien que durmamos en sus camas —susurró.

—Demasiado arriesgado —concedió Jack—. Vamos a la buhardilla. Antes he visto un colchón.

Mientras subían por la escalerilla, Charlotte iba pensando en cómo se las arreglarían en la atestada buhardilla en medio de la oscuridad, pero la brillante luna entraba por la única ventana, iluminando las cajas con una luz gris pálido. Jack se movía con desenvoltura por aquel espacio que ya le resultaba conocido; tiró de un colchón apoyado contra una pared y retiró varias cajas para hacerle sitio en el suelo.

—No es precisamente el Ritz —comentó, desabotonándose la camisa mientras se desplomaba sobre el colchón.

Ni cómodo, por decirlo de alguna manera, pensó Charlotte. Se quitó los zapatos y se sentó. Se tumbó de espaldas, tratando de mantener unos centímetros de distancia entre ellos. La habitación empezó a bambolearse un poco, a causa del vodka, y colocó un pie en el suelo, junto al colchón, para que no le diera vueltas.

Jack se volvió hacia ella.

—¿Te resulta difícil, estar aquí y trabajar en este caso?

—¿Quieres decir porque soy judía? —Clavó la mirada en el techo—. Lo era. La primera vez que vine a Polonia, a principios de los noventa, todo era tan gris y tan viejo…, como si la guerra acabara de terminar. Y las huellas del pasado estaban por todas partes, las sirenas de la policía, el lugar que había ocupado el campo de concentración por el que tenía que pasar cuando iba a consultar los archivos… Costaba trabajo no ver la vida como un cementerio. —Las palabras parecían salirle a borbotones al recordar las imágenes en las que no pensaba desde hacía años—. Pero al final tuve que contextualizarlo todo para no volverme loca, y aun así seguía asaltándome cuando menos me lo esperaba. Piensas que vas a sentir algo la primera vez que pasas por Auschwitz, pero no la decimoquinta, y entonces es cuando te hace daño.

—Está cerca, ¿no?

Charlotte asintió.

—Media hora, cuarenta y cinco minutos como mucho.

—Dios.

—Para mí es un eterno conflicto —añadió Charlotte. Sabía que estaba divagando, pero contestar a la pregunta de Jack no era sencillo—. Quiero decir, soy descendiente de víctimas del Holocausto. Toda la familia de mi madre murió allí. Pero cuando volví, descubrí que la verdad tenía muchos más matices de los que yo creía. Las personas a las que querías considerar malvadas tenían su humanidad, y los héroes, sus defectos. El gris lo dominaba todo. Eso era lo que me atraía del trabajo, lo engañoso de la pintura de brocha gorda de la historia. Estaba convencida de que estudiando las cosas y mirándolas a una luz más tamizada estaba sirviendo mejor a la verdad y a quienes habían muerto. Pero con respecto a Roger… —Hizo una pausa y se volvió hacia Jack—. Creo que es demasiado pronto para decidir.

—Y sin embargo, ¿sigues queriendo defenderlo?

—Sí. Todo el mundo se merece un juicio justo. Ya sé que parece muy trillado, y que muchas veces no es nada bonito. Los chicos que yo veo, sí, muchos han hecho cosas realmente espantosas, han atacado a miembros de su familia, a desconocidos, a otros chicos, animales… Quizá por algún motivo, quizá no, pero todos se merecen que los escuchen.

—¿Y por eso lo estás haciendo? Quiero decir, ayudar a Brian, después de todo lo que ocurrió. —La dolorosa historia levantó un muro entre ellos—. No es que le debas nada.

Así que esa era su auténtica pregunta.

—No lo sé. —Charlotte se movió, inquieta—. Yo no lo veo así. No es por él —se apresuró a añadir.

Pero el interrogante seguía en el aire. A pesar del paso del tiempo, en el fondo deseaba el aplauso de Brian, disfrutaba ofreciendo algo que Brian necesitaba.

Jack pareció suspirar, tan levemente que Charlotte pensó si no serían imaginaciones suyas. Recordó su expresión de unas horas antes, cuando él creyó que estaba llamando a Brian. ¿Le preocupaba que aún sintiera algo por su hermano casado? ¿Y por qué habría de importarle? ¿Se trataba solo de rivalidad fraterna, o seguían guardándose rencor después de tantos años?

—Yo podría preguntarte lo mismo —contraatacó Charlotte.

—Desde luego —reconoció Jack.

Charlotte oyó que se frotaba el mentón.

—No sé muy bien por qué lo estoy ayudando. Decididamente, no porque me importe que sea socio de ese bufete suyo. Supongo que se debe a una especie de sentido del deber, familiar, no personal.

—Pero no os habláis desde hace años.

—De todos modos, es mi hermano —replicó Jack sin más—. Y me pidió ayuda.

—Es por curiosidad —dijo Charlotte de repente—. Quiero decir, para mí. La historia es fascinante, y una oportunidad para volver a hacer algo en el extranjero.

—¿Lo echas de menos?

Charlotte vaciló, sabiendo que se refería a su vida anterior, a la labor internacional que había abandonado.

—No mucho. Es como lo que hay en esas cajas. —Hizo un gesto con la mano—. Escondes un sueño para que no vea la luz y muy pronto pasa a formar parte de tu pasado, como un viejo proyecto del colegio. La mayoría de los días ni siquiera piensas en ello.

—Y de pronto llega alguien, abre el baúl, lo saca y vuelve a darle vida —replicó Jack—. Y tú te planteas si serás capaz de olvidarlo.

Su voz parecía reflejar una emoción oculta que le hizo pensar a Charlotte si estaría refiriéndose a otra cosa.

Tumbados en la oscuridad, la pregunta seguía incordiándola. Había dejado a sus fantasmas enterrados durante todos esos años por una razón. Haber vuelto allí y remover el pasado, ¿lo cambiaría de alguna manera?

—Tengo mi vida en Filadelfia —dijo, como respondiendo a una argumentación que no había sido expresada—. Tengo un trabajo importante, hay personas que me necesitan.

—Por supuesto.

Charlotte creyó percibir cierta condescendencia en el tono de Jack, pero en realidad no era así. Jack se apartó un poco y momentos después respiraba más profundamente, expulsando aire con suavidad entre los dientes.

Charlotte recorrió con la mirada la buhardilla a oscuras, casi oyendo los susurros de quienes habían estado allí antes que ellos. Se preguntó qué habrían pensado mientras escondían sus cosas, las cosas que habían considerado lo suficientemente importantes como para guardarlas. ¿Sabían que tal vez no volverían? Le picaba todo el cuerpo.

Después oyó algo que se arrastraba a sus pies. Se incorporó, asustada. ¿Un ratón, tal vez, o algo más grande? Volvió a oír el ruido, más cerca. Le agarró la mano a Jack impulsivamente.

—¿Qué…?

Jack se volvió hacia ella, acercó la cara y sus labios se rozaron. Charlotte se quedó inmóvil, esperando una disculpa por la torpeza. Pero Jack mantuvo la boca en la suya, apretó con más fuerza, y Charlotte respondió. La mano de él subió hasta su pelo, bajó hasta su cara.

Momentos más tarde se separaron.

—Me ha parecido oír una rata —logró articular Charlotte, como si eso lo explicara todo.

Jack no replicó; se limitó a volver a recostarse, como si siguiera dormido. Pero Charlotte oyó su respiración, más rápida y pesada que antes.

Charlotte se volvió, con el corazón desbocado. ¿Qué había ocurrido? Aquel beso no venía a cuento… A pesar del ligero deshielo que se había producido mientras hablaban en la oscuridad de la buhardilla, era prácticamente imposible conciliar al hombre irritable y distante que había llegado a conocer durante los últimos días con el que acababa de besarla con tanta pasión. ¿Había sido aquello fruto del alcohol, del sueño, o de ambas cosas? No podía haber sido nada más. Ella ni siquiera le caía bien.

Siguió despierta, a oscuras, sin saber qué hacer. No soportaba la idea de quedarse a su lado el resto de la noche, pero no conocía la casa lo suficiente como para andar por ahí a tientas en medio de la oscuridad ni quería desatar las iras de lo que anduviera por allí correteando, ahora que parecía haberse escondido. Se volvió hacia la ventana y contempló las ramas entretejidas, cubiertas de hojas secas de otoño, que parecían formar un dosel bajo el cielo gris pálido. Supuso que debían de ser más de las tres. Dentro de unas horas habría luz, y podrían reanudar la búsqueda. Cerró los ojos y se obligó a dormir.

Un rato después parpadeó ante la brillante luz del sol que se derramaba por entre las cortinas corridas.

—Ay —gimió con la sensación de que le atravesaban la cabeza con un cuchillo.

Comprendió que sufría la clase de resaca producto del vodka de patata barato, agravada por el hecho de que ya no podía beber como si tuviera veintidós años.

Notó algo cálido apretado contra su espalda. Jack, recordó. Sin darse la vuelta vio por el rabillo del ojo el pelo revuelto y la camiseta arrugada. ¿Qué había pasado? Se le vino a la cabeza un torrente de imágenes: ella cogiéndole la mano, los labios de él en los suyos. Se quedó inmóvil unos segundos, sintiendo en el cuello el aliento cálido y un tanto acre de Jack. Llegó a la conclusión de que había sido consecuencia del vodka y que mejor no decir nada. Se incorporó y volvió a observar a Jack. Viéndolo dormido, con los brazos estirados por encima de la cabeza, era imposible recordar cómo podía haberle parecido intimidatorio.

Bajó las escaleras con el bolso, buscó el lavabo y se puso la blusa y los vaqueros limpios que había llevado. Se pasó la lengua por la película que se le había formado en los dientes. Se quedó horrorizada al ver su reflejo, sin ningún parecido con el encanto adormilado y golfo de Jack. A ella se le había aplastado el pelo y le sobresalía de una forma rara por el cuello, y encima la almohada le había dejado marcada una arruga en una mejilla. Abrió el armario de las medicinas para buscar una aspirina, o al menos dentífrico, pero estaba vacío. Naturalmente. Se enjuagó la boca con agua, se lavó la cara y se arregló el pelo antes de volver arriba.

Observando una vez más a Jack, que aún dormía, se planteó si debía despertarlo y decidió que no. Se sentó junto a la caja de fotografías que había estado examinando el día anterior y siguió ordenándolas. Unos minutos más tarde Jack se movió al fin.

—Mmm… ¿Qué hora es? —masculló, protegiéndose los ojos con el antebrazo.

—Por la mañana.

—Qué percepción de lo evidente más aguda tienes —comentó Jack secamente.

Sus ojos se encontraron con los de Charlotte, y si se sintió incómodo por lo que había sucedido entre ellos la noche anterior, no dio ninguna muestra. Quizá el alcohol hubiera borrado sus recuerdos, o quizá no le diera la menor importancia a lo ocurrido.

—¿Crees que deberíamos marcharnos antes de que vuelva Beata? —preguntó Charlotte.

—¿Quieres decir llamar a su puerta y pedirle que nos deje entrar? No veo la necesidad. Le diremos que hemos llegado temprano y que la puerta no estaba cerrada.

Se levantó y se puso la camisa. Al arrodillarse para abrir otra caja, al lado de Charlotte, a ella le dio un vuelco el corazón.

—Es inútil —añadió, volviendo a la discusión del día anterior—. ¿Por qué no decidimos cuáles queremos registrar y lo organizo para que las envíen a Munich?

—No sé…

Charlotte miró a su alrededor. Le daba pena alterar el orden de la buhardilla que había permanecido prácticamente intacta durante tantos años. Pero antes de que pudiera continuar se oyeron ruidos abajo. Beata, pensó, esperando ver aparecer a la guardesa en lo alto de la escalerilla, pero lo que apareció fue una deslumbrante cabellera roja.

—Dzie n dobry.

—Dzie n dobry.

Charlotte devolvió el saludo, confusa. Era la mujer que estaba en la fiesta la noche anterior, la que sabía cosas sobre Roger y Magda. Pero ¿qué había ido a hacer allí? Jola, recordó de repente. La mujer parecía fresca como una rosa, como si en lugar de haber estado bebiendo vodka hasta el amanecer hubiera dormido como es debido.

—He recordado algo más —dijo, en un tono más confiado que delante de la gente en casa de Beata—. Anoche dije que Roger estudiaba en Varsovia, pero me equivoqué. Estudió en Breslavia, o Breslau, como se llamaba entonces. Su hermano Hans vivía allí y Roger se quedó en su casa.

—¿Y allí es donde conoció a Magda? —preguntó Charlotte.

En lugar de contestar, Jola miró con interés el montón de fotografías. Charlotte sintió vergüenza, porque no sabía si debían compartir los objetos íntimos de la familia Dykmans con aquella mujer, pero Jola recogió una de las fotos que estaban detrás de Charlotte.

—Es ella.

—¿Magda? —Charlotte siguió con la mirada el dedo de Jola, preguntándose si la había entendido mal—. ¿Está segura?

—Sí —contestó Jola con convicción, dándole la foto a Charlotte—. La vi una vez en una fotografía de la señora Dykmans que tenía mi abuela.

Intercambiando una inquieta mirada con Jack, Charlotte levantó la foto de boda de Hans, que había visto la noche anterior. Al parecer, Roger había estado enamorado de la esposa de su hermano.