11
MUNICH, 2009
—Charley —dijo Jack en voz baja mientras salían del coche para entrar en la prisión—. ¿Estás bien? Has actuado de una forma muy rara.
—Sí, estoy bien —contestó Charlotte con frialdad y sin levantar la vista.
Reprimió el deseo de enfrentarse a él por la conversación con Brian. Negar que hubiera ocurrido algo entre ellos era una cosa, pero ¿cómo se atrevía a hablar de ella con una actitud tan paternalista después de todo lo que habían pasado juntos? Le habría gustado preguntarle si lo de la noche anterior también había sido fruto de la lástima, pero no había tiempo; Brian avanzaba a toda prisa detrás de ellos, camino de la sala de reuniones, donde estaba Roger.
Los tres vacilaron ante la puerta; ninguno quería ser el primero en entrar.
—Vamos a encarar a Roger con la verdad —dijo Charlotte—. Otra vez.
—Empieza a parecer algo normal —reconoció Jack—. Es que te planteas por qué estamos trabajando tanto para ayudar a alguien de quien no nos podemos fiar.
—No es exactamente eso —replicó Charlotte antes de que interviniera Brian—. Lo que yo me planteo es por qué no puede él fiarse de nosotros. ¿A qué le tiene tanto miedo?
Jack no contestó y entró con decisión en la sala de reuniones.
—Nos ha mentido —soltó Jack cuando Roger se levantó de la silla, con una falta de control que recordaba más la actitud de Brian.
Roger puso una expresión como si le hubieran dado una bofetada.
—Perdone, pero…
—Tranquilo —dijo Brian entre dientes colocándose entre su cliente y Jack—. Creo que lo que quiere decir mi hermano es…
—Es que el reloj está vacío —lo interrumpió Jack—. No hay nada dentro.
Roger abrió los ojos como platos.
—No entiendo nada. ¿Encontraron el hueco?
—Sí, en el fondo. Y estaba vacío.
Roger se quedó mirando a Jack, sin replicar. Su confusión parecía auténtica, observó Charlotte con una mirada crítica que normalmente reservaba para los testigos. Roger parecía convencido de verdad de que el reloj tenía que albergar las respuestas.
—Hace tantos años… —intervino Brian—. A lo mejor alguien ha sacado lo que usted buscaba.
Roger negó con la cabeza.
—Es imposible.
Es posible, pero improbable, corrigió Charlotte en silencio. La cavidad estaba tan bien oculta que habría pasado prácticamente inadvertida para quien no supiera que estaba allí.
—Señor Dykmans —dijo Jack en tono más amable—. ¿Por qué no nos explica qué esperaba que hubiera en el reloj?
El anciano volvió a sentarse, encorvado, y tendió una mano temblorosa hacia la taza de té que Brian empujaba hacia él.
—Tenía que haber un documento que prueba que yo no tenía intención de llevarlo a cabo.
—¿Llevar a cabo qué? —preguntó Charlotte, temiendo la respuesta incluso antes de haber terminado la pregunta.
—El plan para delatar a mi hermano ante los nazis.
La habitación quedó en silencio. O sea que lo había hecho, pensó Charlotte con horror. Recordó una fotografía que había visto en uno de los archivos de los niños del campo de concentración, los que habían muerto por culpa de Roger. Miró las manos de Dykmans, que estaban sobre la mesa y parecían manchadas de sangre.
—Entonces, ¿lo hizo? —preguntó Brian, olvidando su recomendación de tratar el asunto con delicadeza.
Jack y Charlotte se miraron asustados, preparándose para la respuesta que, como abogados de Roger, no querían oír. Charlotte consideró la posibilidad de decirle que no contestara, pero se lo pensó mejor. Era demasiado tarde para seguir ocultando esas cosas.
—Sí… Quiero decir, no, en cierto sentido. —Roger tragó saliva—. Dejen que me explique. Ya les he hablado de Magda, ¿no?
Charlotte asintió, pensando si a Roger le estaría fallando la memoria o si simplemente quería ganar tiempo.
—Un día al volver a casa vi que Magda y Anna habían desaparecido.
—¿Anna? —lo interrumpió Charlotte.
Roger asintió.
—La hija de Magda.
A Charlotte la sorprendió que mencionara por primera vez la existencia de una hija, pero Roger no aclaró si era de Hans o suya. Fue la peor de mis pesadillas hecha realidad. Ya se habían llevado de Breslau a la mayoría de los judíos, a los campos, pero pocas personas sabían que Magda era judía, así que teníamos esperanzas de que se librase, por eso y por ser la esposa de Hans. —Bajó la cabeza y se pasó las manos por el pelo—. Cuando Magda y su hija desaparecieron, me puse frenético. Registré la casa, incluso el escondite secreto, donde supuse que podían haberse metido. Como sabía que no podía ponerme en contacto con mi hermano a tiempo, fui a ver a uno de los dirigentes de la Gestapo de nuestra ciudad, llamado Koch. Pensé que como conocía a Hans podría ayudarme a averiguar adónde se habían llevado a Magda, incluso garantizarme su liberación. Koch me aseguró que podía ayudarme a sacarla, pero después me dijo algo que me dejó aturdido, que los nazis sabían que Hans trabajaba para la resistencia. Yo siempre había pensado que tenía mucho cuidado. Koch me dijo que únicamente me ayudaría si le entregaba información concreta sobre las operaciones de Hans.
—¿Y usted accedió? —preguntó Jack.
Roger asintió.
—Accedí.
—Pero usted ha dicho que Hans siempre lo mantuvo al margen de su trabajo —intervino Charlotte.
—Sí, pero un día, justo antes del final, me enseñó un cajón en el que guardaba dinero e información sobre cómo ponerse en contacto con él en caso de emergencia, es decir, que yo sabía que en ese cajón había papeles, así que busqué algo para contentar a Koch. Encontré documentos sobre una operación en Checoslovaquia, un plan para sacar a varias personas de un campo con el pretexto de un programa de intercambio.
Niños, pensó Charlotte, con un nudo en la garganta. Por los documentos del archivo, Roger tenía que saber como ella que se trataba un intercambio de jóvenes y que los niños serían el daño colateral de sus actos.
—¿Y se los dio a Koch?
—Sí, pero mi intención era que en cuanto encontrase a Magda y a Anna, enviaría un telegrama a Hans por medio de sus contactos diciéndole que su plan corría peligro para que pudiera cambiarlo. Pensé que podría darle la información a Koch y ponerme en contacto con mi hermano a tiempo, y así salvar a Magda y a nuestra…, quiero decir, su hija.
De modo que era hija de Roger, pensó Charlotte.
—Así nadie saldría perjudicado. —Roger se calló y se frotó los ojos.
—Pero no funcionó —dijo Jack, incitándolo a continuar.
—No. Koch se quedó con la información y después me aseguró que ya se habían llevado a Magda de la ciudad, que estaba en un campo de tránsito a las afueras de Munich. Fui corriendo allí, pero era mentira, o demasiado tarde. Magda no estaba.
Charlotte tragó saliva.
—¿Y Hans?
Roger movió la cabeza.
—Detenido. Él, sus compañeros y todas las personas que… —Aún no tenía valor para llamarlos niños—. Mataron a todas las personas a las que Hans intentaba ayudar.
—Así que no llegó a enviar el telegrama —dijo Jack, tajante.
—Lo intenté —replicó Roger en un tono que indicaba que había intentado convencerse muchas veces en el transcurso de los años—. Antes de marcharme a buscar a Magda escribí un telegrama a Hans, diciéndole que el plan corría peligro. Tenía intención de enviarlo en cuanto volviera.
—¿Y escondió el telegrama en el reloj? —preguntó Charlotte.
—Sí, y escondí el reloj en el agujero de la pared que había hecho Magda para ocultarse. Yo sabía que si los nazis volvían a la casa, no mirarían ahí. Y si yo no podía volver, avisaría a alguien para que buscara el telegrama y lo enviara.
—¿A quién? —preguntó Jack.
—Todo el mundo sabía que los vecinos, los Bader, simpatizaban con los judíos. Les dejé una nota pidiéndoles por favor que enviasen el telegrama si yo no volvía en el plazo de dos días. —Se encorvó—. Pero supongo que no llegaron a hacerlo.
—¿Qué pasó después?
—Después de hacer averiguaciones en el campo de tránsito me detuvo la Gestapo. Querían saber por qué andaba husmeando por allí, y pensaron que tenía más información sobre el trabajo de Hans. Al final se dieron cuenta de que no sabía nada y me dejaron libre, pero era demasiado tarde.
Demasiado tarde, pensó Charlotte. Si Roger hubiera esperado a enviar el telegrama antes de correr detrás de Magda, las cosas tal vez habrían sido muy distintas.
—Como le dije el otro día —continuó Roger—, busqué a Magda por todas parte, y también a mi hermano, naturalmente, pero enseguida nos enteramos de la suerte que había corrido él.
—¿Y nunca averiguó qué le había pasado a Magda?
—No, aunque en uno de los campos de deportación me contaron que se había escapado una chica y pensé que…
Su voz se apagó.
Un rumor, pensó Charlotte, tan vago que podía referirse a cualquiera. Sin embargo, había alimentado las esperanzas de Roger durante todos aquellos años. Intercambió una mirada de preocupación con Jack por encima de la cabeza de Roger. Ellos contaban con el dato que Roger llevaba décadas buscando.
—Lo siento, pero nos hemos enterado de que no es eso lo que ocurrió —dijo Charlotte.
—¿No?
A Roger le temblaba la voz.
—No. Lamento decirle que Magda murió en los campos.
La expresión de Roger se tornó glacial.
—¿Cómo?
Charlotte vaciló, pero aun temiendo contarle al anciano la terrible verdad sobre el único amor de su vida, era consciente de que él necesitaba oírla para saber que era cierto.
—El gas —se limitó a decir Charlotte.
Roger distendió la mandíbula ligeramente, y su expresión pasó de la conmoción a la incredulidad mientras digería la noticia y la verdad reemplazaba a las esperanzas y suposiciones que había mantenido vivas durante tanto tiempo. Después se desplomó en el suelo con tal rapidez que Charlotte creyó que había muerto, pero empezó a estremecerse con fuertes sollozos.
Charlotte se quedó observando impotente mientras Brian y Jack ayudaban al anciano a sentarse. Los viajes a Polonia, la búsqueda del reloj. Para Roger todo había girado en torno a conocer la verdad sobre Magda. No podía haber vivido tantos años pensando que el resultado sería distinto. Pero al mismo tiempo lo comprendía. Contra toda lógica, en el fondo Roger se había aferrado tenazmente a la creencia de que la respuesta podía ser otra, que Magda había escapado y sobrevivido, aunque por poco tiempo. De repente se enfrentaba a la innegable verdad de que las desesperadas medidas que había tomado para intentar salvar a Magda, a consecuencia de las cuales habían muerto tantas personas, habían sido inútiles. Había sobrellevado todo lo demás durante años, pero ahora había llegado al límite.
Jack se dirigió al interfono para avisar a los guardas, haciendo un gesto con la mano a Charlotte y a Brian para que se marcharan.
—¿Cómo has podido? —le preguntó Brian a Charlotte cuando salieron al pasillo.
—Tiene derecho a saber la verdad.
—Le has quitado todo lo que tenía para seguir luchando.
—No —protestó Charlotte, con los ojos llameantes, negándose a echarse atrás—. Ahora que sabe la verdad sobre Magda, puede concentrarse en luchar por su libertad.
Sin embargo, por dentro estaba aterrada, al comprender la debilidad de su propio argumento. ¿Habría cometido un error fatal al contárselo?
Minutos más tarde, después de que se fueran los guardas, volvieron a la habitación. Roger estaba sentado, desplomado hacia un lado, más tranquilo, con los ojos vidriosos por efecto de algún sedante.
—Perdonen —dijo, como pidiendo disculpas a unos invitados por llegar tarde.
—No se preocupe —dijo Charlotte—. Siento que la noticia lo haya impresionado tanto.
—Supongo que siempre lo he sabido —admitió, hundiendo la barbilla en el pecho—. Sin embargo, por otra parte pensaba que… —No terminó la frase.
Charlotte asintió. A pesar de las casi nulas probabilidades, Roger se había aferrado con todas sus fuerzas a ese jirón de esperanza, que Magda hubiera sobrevivido, que quizá estuviera viva. Era lo único que lo había empujado a seguir adelante, que le había permitido vivir con sus fantasmas y sus demonios durante tantos años. Sin esa esperanza, su mundo entero se había venido abajo.
—Señor Dykmans —dijo Jack con más dulzura que nunca, y se adelantó unos pasos—. Sé que es un momento indeciblemente doloroso para usted, pero tenemos que pensar en el juicio. Solo nos queda una semana…
Charlotte lo miró sorprendida. No tendría intención de hablarle a Roger de la posibilidad de que se elevara el caso a un tribunal superior, por si fuera poco. Jack se aclaró la garganta.
—Quiero decir que no tenemos las pruebas que necesitamos.
Pero Roger se volvió hacia la pared. La noticia sobre Magda le había quitado la voluntad de vivir, la única razón para luchar.
—Me cago en… —soltó Brian media hora más tarde, pasando un dedo por el borde de su vaso.
Roger había seguido con rostro imperturbable, sin querer o poder reaccionar a los ruegos de sus abogados para que les diera una información que sirviera de ayuda en su defensa. Cuando quedó bien claro que no iban a avanzar, se marcharon de la cárcel, y ahora estaban sentados en unos taburetes alrededor de una mesa alta en el bar del hotel.
—Tres países y no hemos conseguido nada.
Charlotte contuvo el aliento, esperando sus reproches por haberle dado la noticia sobre Magda a Roger, pero Brian no dijo nada más.
—Me parece —dijo Jack con calma— que vamos a tener que pensar en una negociación de la pena.
Charlotte lo miró con inquietud. Brian había vuelto de la barra hacía unos minutos con tres gin-tonics. Ella se dio cuenta de que no sabía nada del reciente problema con el alcohol que había tenido su hermano, que debía abstenerse de beber. Jack levantó el vaso una vez, pensativo, y ella contuvo la respiración, esperando que tomara un sorbo y asestara un golpe al débil muro de sobriedad que había reconstruido, pero Jack dejó el vaso sobre la mesa y no volvió a cogerlo.
—¡Y una mierda! —estalló Brian, en voz tan alta que dos mujeres de la mesa de al lado se quedaron mirándolo.
Brian se movía en el mundo de los pleitos de grandes riesgos, en el que se apostaba por las grandes victorias. No había aprendido a nadar en las turbias aguas del compromiso, en las que muchas veces el término medio era lo más parecido a un triunfo.
—Tenemos menos de una semana —insistió Jack, intentando defender su punto de vista—. Si perdemos, significa cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
—Y si negociamos, le caerán cinco o diez años como mínimo —replicó Brian—. A la edad de Roger, es como una cadena perpetua.
Brian tenía cierta razón, pensó Charlotte. Pero Jack no estaba convencido.
—Pero tenemos que intentar hacer algo —reiteró Jack—. Si nos presentamos ante el tribunal sin nada, se lo comerán vivo. Los alemanes han sufrido mucha presión internacional y están buscando un caso espectacular con el que demostrar al mundo que se toman en serio la persecución de los criminales de guerra. Quieren que Roger sea un ejemplo.
Charlotte tomó un largo sorbo de su copa, paladeando el ardiente licor. Desconectó de la discusión de los dos hermanos, que sonaba como un disco rayado. Siempre en lados opuestos, compitiendo por el control. Y además, ¿por qué se peleaban? Roger había reconocido ser culpable de lo que lo acusaban y estaba dispuesto a aceptar el castigo. Quizá deberíamos llegar a un acuerdo y conseguir la sentencia más indulgente posible, pensó. No porque fuera arriesgado ir a juicio, como temía Jack, sino porque era lo que Roger quería.
Reflexionó sobre los casos que había llevado en el transcurso de los años. Había defendido a algunos de los chavales más descarriados que se puedan encontrar, chicos que habían hecho daño a otros y no parecían tener remordimientos de conciencia. Y sin embargo, siempre había visto una pizca de arrepentimiento, una pizca de humanidad a la que aferrarse para seguir adelante con su defensa. En este caso, no cabía duda de que Roger había actuado como lo había hecho movido por su amor a Magda y a Anna, por su deseo de salvarlas. Pero la inutilidad de sus actos y la tragedia derivada de ellos eran enormes, y una parte de su ser se había vaciado, dejándola sin ganas de ir más allá.
—Entonces, ¿quieres dejarlo? —le preguntó Brian a su hermano.
—Yo no estoy diciendo eso —respondió Jack—. Pero a veces hay que reducir las pérdidas.
Sin replicar, Brian se levantó y salió del bar hecho una furia.
—Es que no comprende cómo funciona el derecho penal —se lamentó Jack—. Y no quiero proponerle nada a la fiscal hasta que estemos todos de acuerdo, porque como vea la menor debilidad y se huela algo… —Se calló al ver que Charlotte volvía la cabeza—. ¿Qué pasa, Charley?
—Que estoy harta de este puñetero juego entre Brian y tú, y yo siempre en el medio, como un estorbo que nadie quiere, pero del que nadie se molesta en deshacerse.
Jack la miró sin comprender.
—¿Qué…?
—Te oí en el tren, cuando le dijiste que no perdiera el tiempo conmigo.
—¿Qué? No, no, lo entendiste mal. —Jack se levantó y se pasó una mano por el pelo—. Le dije a Brian que no fuera imbécil, que no volviera a hacerte daño.
Charlotte dejó su vaso de golpe sobre la mesa.
—Brian y yo no somos de tu incumbencia. Ya soy mayorcita y sé cuidarme.
—No, si tampoco es eso. La estoy cagando, ¿verdad?
A Charlotte la sorprendió. Brian era malhablado, pero Jack no.
—Charley, ¿te acuerdas del día que nos conocimos?
Charlotte rebobinó mentalmente, hasta la barbacoa en la casa de la playa de los Warrington, un día a principios de otoño. Aburrida de las interminables presentaciones y de conversaciones estúpidas, fue hasta un muelle que daba a la bahía, escapando por la terraza de atrás.
—Estabas en la orilla. Llevabas una falda rosa y una flor en el pelo, no sé, un lirio.
—Un aster —dijo Charlotte, visualizándolo.
Al darse la vuelta, esperando ver a Brian, lo que se encontró fue una versión más delgada de él, que la observaba, recordó.
—Eras la mujer más guapa que había visto en mi vida. Y cuando empezamos a hablar, pensé que estaba soñando.
Charlotte nunca le había oído hablar con tanta emoción.
—Nuestra conversación, nuestras aficiones, tu sentido del humor…, todo era perfecto. Y de repente apareció Brian y comprendí que eras suya. Sentí ganas de morirme allí mismo.
Charlotte se quedó sin habla. ¿Era posible que le gustara a Jack por aquel entonces? Jamás se le había pasado por la cabeza y siempre se había tomado su actitud distante como prueba de que le caía mal.
—Pensaba que a lo mejor también te fijarías en mí, pero no tenías ojos más que para Brian el Magnífico.
No es verdad, le habría gustado decir a Charlotte. Bueno, en parte sí… Ella era joven y Brian la tenía fascinada. Y Jack la había aterrorizado de una forma que solo ahora, con la experiencia y el paso de los años, comprendía que era fruto de la pura atracción. Pero al recordarlo reaparecía con toda claridad la sensación de que se le atenazaba la garganta y no podía hablar ni respirar cada vez que él entraba en una habitación, de que no soportaba quedarse a solas con él.
Esa misma noche, incapaz de dormir, salió a hurtadillas de la habitación de invitados a la terraza, a tomar el aire. Era una noche clara, y el cielo, limpio de luces urbanas, era un manto de estrellas que danzaban sobre el agua. Se quedó tan ensimismada contemplándolo que tardó varios minutos en oír un ruido y darse cuenta de que no estaba sola. Jack estaba sentado en una tumbona a unos metros de allí, también mirando hacia arriba.
Los ojos de los dos se encontraron. Bañado por la luz de la luna, Jack parecía casi mítico. Ninguno de los dos dijo nada durante lo que pareció una eternidad. Al final, incapaz de aguantarlo más, Charlotte dio media vuelta y regresó corriendo a la casa, con el corazón desbocado.
Jack siguió hablando y la arrancó de sus recuerdos.
—Y después de tantos años apareces de repente, como si tal cosa, y yo pienso, a lo mejor es el destino, o podría serlo si creyera en el destino. Pero tú sigues mirando a Brian igual que antes.
A Charlotte le habría gustado negarlo, pero no fue capaz.
—No es que yo me merezca algo bueno en la vida después de los errores que he cometido y de las cosas que he hecho. —Se aclaró la garganta—. Pero no me voy a quedar cruzado de brazos viendo cómo vuelve a hacerte daño.
Charlotte comprendió aún con más claridad por qué Jack había tenido una actitud tan distante años atrás y por qué había estado tan irritable desde que ella había llegado, hasta el extremo de negar sus sentimientos. Ya lo habían destrozado en una ocasión, la baronesa, y Charlotte era la única persona que podía volver a hacerle daño… si dejaba que se acercara lo suficiente.
—Jack…
Hubiera querido decirle que no era eso, que conocía el dolor que había sufrido y el temor de dejar que volviera a ocurrir, que sus sentimientos por Brian formaban parte del pasado y que ella jamás le haría daño. Pero sin darle tiempo a añadir nada, Brian volvió a aparecer.
—¿Otra ronda? —preguntó con una chulería acrecentada por el alcohol, como si Jack y él no hubieran discutido.
Charlotte negó con la cabeza, agobiada por la situación.
—Yo me voy a dormir.
—Entonces, supongo que yo también —dijo Brian.
Llamó al camarero y pagó la cuenta. Charlotte miró a Jack, pero él tenía la mirada clavada en su vaso, como si estuviera a kilómetros de distancia. No quería arriesgarse a dejarlo allí solo, temiendo que tomara un sorbo de su copa, ya aguada. Pero momentos después se levantó y salió tras ellos hacia el vestíbulo del hotel.
Se detuvieron ante el ascensor. Los ojos de Charlotte se encontraron con los de Jack, y a pesar de todo lo que había pasado, Charlotte se preguntó si él querría volver a subir. Pero con Brian allí no había ninguna posibilidad de que se repitiera el encuentro. Se abrieron las puertas del ascensor y Brian se hizo a un lado, esperando a que ella pasara. Charlotte intuyó la mirada de Jack, notó su resentimiento al entrar. No es eso, le hubiera gustado decirle. Brian y ella solo estaban compartiendo el ascensor, y cada cual iba a una planta distinta. Pero las puertas empezaron a cerrarse.
—Nas noches, Charlotte —dijo Brian con lengua de estropajo momentos más tarde, cuando las puertas se abrieron en su planta; luego salió, ajeno a lo que acababa de ocurrir.
Charlotte entró en su habitación y cerró la puerta, aún aturdida por la confesión de Jack. ¿Qué habría pasado si lo hubiera conocido primero a él? ¿Habrían acabado juntos o el momento habría sido tan poco adecuado como ahora? Era imposible hacer retroceder el reloj, imaginar que no se hubiera enamorado de Brian. Ese primer amor cegador, envolvente, y la posterior decepción habían pasado a formar parte de su ser, algo tan inseparablemente ligado a su identidad que no podía separarlo para tener una clara imagen de lo que podría haber sido sin ello. No, entonces no habría estado preparada para Jack, y él tenía a su baronesa y su propia decepción, que le habían convertido en lo que era en la actualidad.
¿Y ahora? Le dio vueltas en la cabeza a la pregunta. Si Jack y ella hubieran vuelto a encontrarse en otras circunstancias, ¿habría funcionado? Era una pregunta retórica. Estaban Brian, su historia juntos y el caso que llevaban, por no hablar del hecho de que Jack y ella vivían en continentes distintos, y sus sentimientos, aun siendo innegables, tendrían que permanecer callados, mantenerse como un «qué habría pasado si…» en sus vidas. Quizá eso fuera mejor que seguir intentándolo y descubrir que en realidad no era lo que ella pensaba.
Mientras se desnudaba no dejó de preguntarse si llamaría a la puerta, si Jack se atrevería a ir a verla. Pero no intentaría forzar las cosas, por miedo a no ser bien recibido, comprendió mientras se metía en la cama. No obstante, sin poder evitarlo siguió pendiente de oír pisadas por el pasillo, esperanzada hasta que se quedó dormida.
Un rato después oyó que alguien aporreaba la puerta. Jack, pensó. ¿Habría decidido ir a verla? Se levantó de un salto y estuvo a punto de caerse, aún un poco mareada por el alcohol.
Corrió hasta la puerta y la entreabrió.
—Brian —dijo, con la sensación de haber vivido ya ese momento, pensando si sería por la mañana y habría dormido hasta tarde. Sin embargo, en esta ocasión Brian no llevaba traje, sino pantalones de chándal y camiseta, y no se había afeitado, imágenes de hacía casi diez años que no tenían nada que ver con el presente.
—¿Qué pasa? —quiso saber Charlotte.
Brian empujó la puerta y entró.
—Espera —añadió—, no estoy…
Pero Brian irrumpió en la habitación como un cachorro grandullón, incapaz de controlar sus energías.
—Nos han llamado —anunció jadeante—. Desde Italia. Una mujer que asegura tener pruebas de que Roger es inocente.