12

BERLÍN DEL ESTE, 1961

Anneke estaba secando una jarra de cerveza y levantó la vista. En la mesa del rincón un grupo de estudiantes reía bulliciosamente. Uno de los hombres levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Anneke; ella pensó que a lo mejor le sonreía, pero el chico miró hacia otro lado de inmediato.

La primera vez que Anneke lo vio, hacía ya dos meses, el chico se presentó con sus amigos, y desde entonces volvía todas las noches con el grupo. Anneke suponía que tendría unos veintidós años; el pelo negro y desgreñado se le rizaba sobre el cuello de la camisa y la piel pálida le recordaba al juego de té de porcelana que había en la repisa de la chimenea de la casa de los Stossel. Lo observaba desde hacía semanas, cuando estaba segura de que nadie miraba, y cuando se acercaba a recoger la mesa a la que él estaba sentado se echaba a temblar.

Anneke había empezado a trabajar en el bar la primavera anterior para ganar un poco de dinero con el que ayudar a su madre a pagar el alquiler. El local de la planta baja era poco más que una tienda reformada, con mesas de madera desgastada y toscos bancos, y una cabeza de ciervo encima de la chimenea. Además, el trabajo en el bar le venía bien para romper la rutina en casa de los Stossel, donde fregaba el suelo y limpiaba la plata, con su madre e Inge, la adusta cocinera, por toda compañía. Lo que hacía en el bar, limpiar mesas y fregar platos, no era mucho mejor, pero la gente, una mezcla de artistas bohemios y estudiantes de la cercana universidad que consumía de buena gana, sin protestar, la Schwarz Bier o lo que hubiera, era la más animada que había visto en su vida. Los retazos de debate político o los cotilleos que oía de vez en cuando mientras recogía los vasos casi compensaban el hecho de que los clientes no se distinguieran precisamente por dar buenas propinas.

Casi a las once, cuando la clientela se había reducido, Anneke entraba de mala gana en la cocina a recoger la basura. Era lo que menos le gustaba de su jornada, no tanto por la pesadez de la tarea, sino porque significaba que el bar cerraría pronto y ella tendría que volver a casa.

Una noche, mientras sacaba los desperdicios al oscuro callejón detrás del bar, oyó un crujido.

—¡Ah! —exclamó.

Temía que fuera una rata o algo peor, y al dar un salto se le cayeron las bolsas. Una se abrió al chocar contra el suelo, y se desparramaron restos de comida y papeles sucios.

—Tranquila —dijo alguien, y el resplandor de una farola iluminó una bocanada de humo en medio de la oscuridad.

Anneke se estremeció levemente al reconocer la voz del joven de pelo oscuro por las conversaciones que había oído en el bar.

—No quería asustarte.

¿Qué estaría haciendo allí fuera?, se preguntó Anneke. Los parroquianos podían fumar libremente dentro.

—Quería tomar un poco el aire —añadió el chico en respuesta a la pregunta que Anneke no había llegado a formular.

Entonces mejor al lado de la puerta que en el callejón, que olía a comida rancia y a orines, le habría gustado decir a Anneke. El chico se acercó a ella con la ligereza de un gato.

—Deja que te ayude.

Se agachó para recoger los desperdicios que Anneke casi había olvidado. Su cigarrillo desprendió un olor acre cuando se agachó para llenar la bolsa, sin dar muestras de vacilación ni de asco. Anneke se puso a su lado y lo ayudó en silencio.

—Soy Henryk —dijo él cuando acabaron y se enderezaron al mismo tiempo.

—Anneke.

Se estrecharon la mano con cierta formalidad, y a Anneke la sorprendió que tuviera los dedos tan suaves como los guantes de cabritilla de la señora Stossel.

Se oyó un estruendo en el vestíbulo del bar y la voluminosa silueta del señor Ders, el propietario, ocupó la entrada.

—Tengo que irme —susurró Anneke, y Henryk despareció antes de que acabara la frase, dejando una estela de humo como único vestigio de su presencia.

Anneke volvió a entrar con una sensación de malestar, convencida de que la incursión de Henryk en el apestoso callejón había sido una equivocación y de que la experiencia de ayudarla a recoger la basura bastaría para que no regresara. Pero cuando salió a la noche siguiente percibió una vez más el aroma de sus cigarrillos, que ya empezaba a reconocer.

Henryk le ofreció el paquete, y Anneke lo rechazó con un movimiento de cabeza. Había visto que a su madre se le había enronquecido la voz y se le había reducido la boca, en su momento tan bonita, a un puro frunce por culpa del tabaco.

—¿Estudias en la universidad? —se atrevió a preguntar.

Henryk asintió.

—Sí. Bueno, este semestre es sabático.

Anneke no sabía qué significaba eso, pero sonaba fascinante.

—Y tú, ¿vas al colegio?

Anneke sonrió para sus adentros, retirándose de la cara el pelo, del color que, según había leído en las revistas, se denominaba rubio veteado. Todo el mundo le echaba mucho menos de veinte años.

—Me gradué hace dos años.

Había conseguido terminar oponiéndose a su madre, que se empeñaba en que dejara el colegio a los quince y empezara a ganarse un sueldo en lugar de trabajar solo por la noche y los fines de semana.

—Me habría gustado estudiar en la universidad.

Algo impensable, desde luego. Era prácticamente imposible que una mujer de su condición social accediera a la enseñanza superior bajo el sistema estatal.

—Algún día podrás hacerlo. Las cosas van a cambiar aquí —proclamó Henryk.

Anneke lo miró mientras él hablaba de cambios políticos, de librarse de los gobernantes y las instituciones que los sometían a ese espantoso estado de depresión económica mientras los demás berlineses prosperaban, a unos cuantos kilómetros, al otro lado del muro recién construido. Pero en el mundo de Anneke nadie se atrevía a hablar de semejantes cosas. Había oído retazos de conversaciones en el bar, atrevidas declaraciones políticas de los amigos de Henryk y de otros como ellos. Sin embargo, los comentarios siempre iban acompañados de cierto humor, para asegurarse de que quienquiera que pudiera oírlos —sobre todo los agentes de la Stasi y sus espías, que, según los rumores, estaban por todas partes— no pensara que iban en serio. Anneke solía atribuir esas conversaciones a la cerveza y a la chulería que propiciaba el anonimato de una habitación llena de gente y ruido.

Pero Henryk no estaba de broma en ese momento, ni parecía en absoluto borracho. Hablaba con claridad, rompiendo el silencio del callejón oscuro con sus palabras.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Anneke con timidez.

Incluso la pregunta le parecía una osadía, y tenía la sensación de que la policía podía aparecer y llevárselos en cualquier momento.

—No siempre ha sido así —contestó Henryk—. Todo esto —hizo un gesto con las manos alrededor de la cabeza, como si espantara una mosca— es solamente una fase. Los gobiernos cambian continuamente, a veces para mejor.

Anneke se paró a reflexionar un poco. Aunque lo único que ella conocía era la administración actual, sin duda sabía que había habido una época anterior. Cuando iba al colegio, los profesores hacían veladas alusiones a la guerra y al régimen anterior, del que los había liberado el Ejército Rojo. Pero a pesar del cuadro de alegres colores que pintaban en los libros de texto, siempre le había parecido que habían ido de mal en peor, que en los últimos cincuenta años habían pasado de perder una guerra ante los nazis a otra derrota frente a los comunistas.

—¿Cómo? —preguntó.

—Es la gente quien tiene que hacerlo —respondió Henryk con seguridad—. Tenemos que exigir el cambio.

Anneke sintió escalofríos. Las personas que decían lo que pensaban acababan desapareciendo Dios sabe dónde, y el único vestigio de su existencia que dejaban eran cuchicheos sobre su ausencia. Lo había visto con un impresor cuyo nombre había olvidado. Un día que había ido a su tienda a recoger un encargo para los Stossel, se fijó en que el hombre estaba imprimiendo algo más, una especie de periódico. Esa noche le preguntó a su madre.

«Más nos vale no meternos donde no nos llaman», dijo Bronia. Y tenía razón, porque al cabo de dos meses el impresor desapareció.

La invadió una oleada de admiración. Qué valiente era Henryk. Le habría gustado preguntarle qué tenía que hacer la gente para que se produjeran esos cambios. Desde luego, charlar tranquilamente en los bares no. Pero antes de que le diera tiempo a hablar, Henryk aplastó su cigarrillo en el suelo.

—Tengo que marcharme —dijo, y salió del callejón, dejando a Anneke con la duda de si ella habría dicho alguna tontería o si se había aburrido sin más.

Esa noche volvió pesarosa al apartamento que compartía con su madre. El barrio de pisos subvencionados en el que vivían fue uno de los primeros proyectos de reedificación del nuevo gobierno durante los años de posguerra, y los veinte mil módulos fueron rápidamente ocupados por berlineses hartos de compartir estrecheces de alojamiento con familiares durante la escasez de vivienda que asoló la ciudad tras la devastación de los bombardeos. En el proyecto original ofrecían parques, zonas de recreo y otras instalaciones, pero la urbanización se estancó y las mejoras no llegaron a realizarse, y el terreno entre los edificios siguió yermo y sin pavimentar.

Anneke atravesó los tablones de madera que formaban un puente sobre el piélago de barro, aún pensando en la conversación con Henryk, recordando lo que él había dicho sobre los cambios, sobre las posibilidades de una vida mejor. Ella había pensado en esas cosas, por supuesto. Quería algo más que enlazar un trabajito con otro, dinero apenas suficiente para ir tirando hasta la siguiente paga, pero cuando intentaba visualizar cómo podía ser aquello, se le aparecía una imagen borrosa, indiscernible. En sus sueños más descabellados trabajaba con libros, en una biblioteca o en una librería. En la realidad, alguien con su limitada educación y sus inexistentes recursos tenía pocas perspectivas. Lo máximo que podía esperar era casarse con alguien pragmático, como un fontanero o un obrero de una fábrica que ganara un sueldo aceptable. Pero había visto lo suficiente para saber que criar a un montón de niños y esperar en casa a un hombre que volvía borracho, enfadado o que no volvía no era para ella. Prefería seguir como estaba, sola.

Al día siguiente Anneke se despertó; era otra mañana gris de invierno. Bronia roncaba ruidosamente en la otra habitación; se había desplomado inconsciente en el sofá una vez más. El piso de dos habitaciones, impregnado del olor de colillas de cigarrillos, parecía más lóbrego que nunca. Miró por la ventana resquebrajada el infinito mar de edificios anodinos, con ropa tendida en los balcones como banderas de todas las naciones. Por la noche había nevado y se había formado una delgada capa de nieve, ya gris y sucia. A lejos una fábrica de acero despedía densos penachos de humo negro.

Al pasar por el cuarto de estar camino del lavabo, vio a su madre dormida, con una falda demasiado estrecha que no se había quitado la noche anterior. Pensó en despertarla para ir al trabajo, pero decidió que no, sabiendo que sería imposible. La invadió la tristeza. Bronia no siempre había sido así. Anneke recordaba una época en la que su madre, rubia y menuda, era guapa y alegre, con una risa y una voz delicadas que parecían atraer a la gente, sobre todo a los hombres. Cuando Anneke tenía ocho años había un hombre, Peter, de sonrisa amable y bigote de puntas hacia arriba que hacía reír a su madre con frecuencia. Las llevaba a merendar al parque todos los domingos; a Anneke le daba pan para que se lo echara a los patos y le enseñó a manejar una cometa. Se quedó más tiempo que los demás, casi un año. Bronia dijo en una ocasión, en voz baja, que a lo mejor llegaba un hermanito o una hermanita el invierno siguiente. Pero Peter se marchó, tan rápidamente como había llegado, y la madre de Anneke no volvió a hablar de niños.

Después hubo otros, hombres que bebían vodka y veían la televisión con su madre en el cuarto de estar durante unas semanas o unos meses y desaparecían. El último era un hombrecillo enjuto con un traje de mala calidad que aseguraba trabajar para un organismo estatal. Bronia presumía de que podía ayudarlas a encontrar un piso mejor, si las cosas iban bien. Siempre depositaba grandes esperanzas en los hombres con los que salía, a pesar de que indefectiblemente la decepcionaban. A Anneke ese en concreto le desagradaba incluso más que la mayoría. Ni siquiera se tomó la molestia de preguntar cómo se llamaba.

Esa mañana llegó temprano a trabajar y se puso a fregar los suelos con esmero, temiendo las inevitables preguntas de la señora Stossel sobre el retraso de su madre. Sin embargo, ese día no pareció darse cuenta y salió de la casa sin pronunciar palabra. Siempre andaba atareada con almuerzos y otros compromisos sociales relacionados con el trabajo de su marido, un funcionario de rango medio, o llevando a sus hijos gemelos, Karl y Klaus, a sus reuniones de jóvenes comunistas. Se tomaba sus obligaciones muy en serio, cumpliéndolas casi con fervor, con más entusiasmo y dedicación que su marido, que parecía conformarse con el papel de burócrata ordinario.

—Me voy a hacer cola —anunció Inge, sorteando a Anneke, que estaba arrodillada fregando el suelo de la entrada.

Anneke asintió. Había visto las colas ante las tiendas de Oranienburger Strasse cuando iba a trabajar. Parecían alargarse cada día, personas de toda edad y condición, sobre todo mujeres, que aguardaban para comprar lo que pudieran ofrecerles los comercios. Anneke no sabía —y seguramente ellas tampoco— si esperaban adquirir carne, leche o un par de piezas de fruta fresca. Según la sabiduría popular, si había gente en una cola solía merecer la pena esperar por los productos que había al otro extremo, al que todos querían llegar antes de que se acabaran, fueran los que fuesen.

Cuando Inge se marchó, Anneke hizo una pausa para echar un vistazo al recibidor. Los Stossel vivían en una casa adosada de dos plantas, más amplia que las contiguas, con un balcón de hierro forjado en la parte trasera del segundo piso que daba a un pequeño jardín. Estaba situada en la linde del antiguo barrio judío, actualmente reducido a la mínima expresión de lo que era antes. La gran sinagoga de allí al lado aún exhibía las cicatrices de la guerra, los muros calcinados y los cristales rotos, el interior destrozado pero intacto desde hacía más de dos décadas, porque ¿quién tenía dinero para restaurar un edificio cuando nadie iba a utilizarlo?

Por supuesto, en raras ocasiones se hablaba abiertamente de lo que había ocurrido. Los profesores y los libros de texto que mencionaban la guerra no decían nada de los judíos; lo que sabía Anneke lo había oído decir a su madre y a otros adultos en susurros, cuando creían que ella no escuchaba. Pero incluso si no hubieran dicho nada habría sido imposible ignorar el pasado. Los fantasmas de los judíos estaban por todas partes, en las estructuras de las sinagogas y en la escritura hebrea que aún se distinguía débilmente encima de los establecimientos que en su momento habían sido carnicerías y tiendas de comestibles que respetaban los preceptos religiosos judíos.

Algunos judíos seguían en la ciudad, pero no se sabía con exactitud cuántos. Varios habían regresado después de estar en los campos de concentración, por propia elección o porque no les había quedado más remedio. Otros, como la madre de Anneke, Bronia, habían logrado esconderse y escapar de las redadas de los nazis. Anneke no sabía bien cómo había sobrevivido su madre a la guerra, y hacía tiempo que había aprendido a no pedir detalles. Ni siquiera ahora se aireaba el hecho de ser judío; los recuerdos de lo sucedido eran demasiado recientes, el miedo a perder el trabajo o a ser sancionado de alguna manera era demasiado palpable. Solo un reducido grupo de judíos ortodoxos era aún visible; entraban y salían en silencio de la pequeña trastienda de la ferretería Becker que hacía las veces de sinagoga, perseverando rigurosamente en la observancia de su culto. A Anneke no dejaba de extrañarle que hubieran vuelto, en vista de lo que había ocurrido. ¿No les bastaba con una vez en la vida?

La casa de los Stossel había pertenecido en su momento a unos judíos, según dedujo Anneke por la débil marca que había junto a la puerta, de donde antes colgaba el libro de oraciones. Se preguntó quiénes serían, qué suerte habrían corrido. ¿Habrían logrado escapar? Y en una ocasión, cuando estaba sacando ropa para la señora Stossel, había encontrado una cadena de oro con una letra hebrea pegada con cinta adhesiva a uno de los cajones de la cómoda. La sorprendió; no pensaba que los Stossel también se hubieran quedado con los muebles de la familia judía. Quizá los anteriores propietarios se hubieran marchado a toda prisa y no hubieran podido llevarse nada. Miró en el dormitorio como si lo viera todo por primera vez. El abrigo de pieles de la señora Stossel, la ropa que llevaba, ¿habrían sido de otra persona anteriormente? Se guardó la cadena en un bolsillo. No era robarles a los Stossel, se dijo. Ellos ya se habían llevado bastante.

Una vez encerados los suelos, Anneke entró en el despacho con el pretexto de quitar el polvo. Era la habitación que más le gustaba de la casa de los Stossel, con sus estanterías de madera oscura que cubrían todas las paredes hasta el techo. Limpió los estantes inferiores con un paño, fijándose en las obras de Lenin y Marx que todo buen dirigente del partido debía tener. Después miró con ansia los estantes superiores, desbordantes, donde estaban las auténticas joyas. La primera vez que subió por la escalerilla para limpiar los polvorientos libros se quedó pasmada al descubrir un verdadero tesoro de la literatura occidental, Twain, Hemingway y Faulkner, libros cuya posesión se consideraba arriesgada. Al examinar las desgastadas cubiertas tuvo la certeza de que pertenecían a los anteriores habitantes de la casa, libros leídos cientos de veces antes de ser abandonados involuntariamente. A veces, cuando estaba segura de que la señora Stossel no volvería a casa durante varias horas, sacaba uno de los libros y se ponía a leerlo con el trapo del polvo en alto por si entraba alguien.

Cuando ese día dieron las cinco, Anneke salió de la casa de los Stossel y se dirigió directamente al bar, sin pasarse por su casa. Había humedad en el aire, señal de otra nevada inminente. Se arrebujó con el abrigo, notando los codos gastados. Hasta el próximo año no habría dinero para comprarse otro en el mercadillo de los sábados, ni siquiera de segunda mano como el que llevaba.

Por encima de su cabeza pasó graznando un ganso solitario. Anneke miró hacia arriba en la semioscuridad. ¿Lo habría dejado atrás la bandada o se habría desviado a propósito, resistiéndose al imperativo de emigrar al sur para pasar el invierno?

Esa noche Henryk volvió a aparecer en el callejón detrás del bar.

—¿Te gustaría ir a ver una película? —le preguntó como si estuviera pidiendo otra cerveza, sin darle mayor importancia—. Quiero decir, ¿qué día no trabajas?

Anneke se quedó muda ante la invitación. Al fin contestó:

—Pues… sí. Mañana es mi día libre.

Quedaron delante del bar a la tarde siguiente, y mientras sorteaban una hilera de Wartburg y Trabant aparcados muy juntos entre la acera y la calzada, Henryk le cogió la mano y se la puso bajo el brazo. A Anneke le encantó y no le importó que fuera demasiado pronto para que él se tomara tales libertades ni pensó en que debería habérselo preguntado antes. Confiaba en que no notara los nudos del zurcido de sus guantes.

Fueron a ver una larga película rusa subtitulada con tantos personajes y argumentos secundarios que Anneke no fue capaz de seguirla. Poco después de que aparecieran los créditos del principio Henryk la besó, apoyando su mejilla áspera contra la de Anneke, y ella respondió como pudo. Se estremeció cuando la mano de Henryk le acarició un hombro y después fue bajando. El achuchón, el primero de Anneke, parecía inofensivo, pero cuando la mano de Henryk empezó a meterse por dentro de su falda, ella la apartó. Por su madre sabía lo suficiente sobre las consecuencias del amor irreflexivo y que tener un hijo solo por eso era la mejor receta para la pobreza y una vida sin futuro. Ella quería algo mejor.

Se preguntó si Henryk la evitaría después de que hubiera rechazado sus avances, pero él volvió al callejón la noche siguiente como si no hubiera pasado nada. Le contó que vivía en Köpenick, una zona que Anneke había visto por la ventanilla del tren en una de las pocas ocasiones en que su madre y ella se habían atrevido a salir de la ciudad. Recordaba vagamente un barrio de casas sólidas, un poco mejores que las de clase media, y un parque lleno de niños donde debía de ser divertido jugar.

—No voy a quedarme allí mucho tiempo.

Anneke abrió los ojos como platos. ¿Quería decir que iba a marcharse de casa de sus padres? Los pisos escaseaban últimamente y era muy difícil que te concedieran uno a menos que estuvieras casado y tuvieras familia.

—Voy a marcharme de Berlín.

A Anneke la invadió una terrible sensación, como si hubiera perdido algo muy importante, y se le encogió el estómago. Aunque se conocían desde hacía poco, Henryk había pasado enseguida a formar parte de su vida, y sus encuentros eran la única luz en sus días sombríos.

—¿Adónde te vas? —preguntó, logrando mantener un tono tranquilo.

Henryk se encogió de hombros.

—Seguramente a París.

Anneke se quedó boquiabierta. Había pensado en Dresde u otra ciudad del Este. Ni en sueños se habría imaginado escapar de ese país dejado de la mano de Dios. París era un lugar legendario.

—Allí puedo seguir escribiendo.

¿Qué le impedía escribir en Berlín? Sin embargo, Anneke se limitó a preguntar:

—¿Cuándo?

—Dentro de unas semanas, en cuanto arregle unos asuntos.

Anneke pensó en el plan con una mezcla de admiración y envidia. Abandonar Berlín le parecía algo inconcebible. En otros tiempos resultaba relativamente fácil cruzar la frontera. El hermano de una compañera de clase, Ruta, lo había conseguido y le había prometido que se la llevaría y le encontraría trabajo en cuanto se graduase, pero habían empezado a levantar el Muro hacía unos meses, y de repente la zona occidental de la ciudad parecía otro planeta. Anneke se imaginó la alambrada de púas, los bloques de hormigón que estaban colocando con alarmante celeridad. ¿Cómo esperaba Henryk atravesarlos?

—Si puedo cruzar el Muro al sur de la ciudad, conozco gente que me ayudará —añadió, como si le leyera el pensamiento a Anneke—. Pero tiene que ser pronto.

Anneke asintió. La muralla crecía día a día, y el hormigón permanente sustituía al alambre temporal. Además, decían que en breve no habría solo una barrera física, sino una extensa franja de terreno fuertemente custodiado entre el Este y el Oeste para disuadir a quien intentara colarse.

Le habría gustado preguntar qué había pasado con aquello de cambiar las cosas allí, de que la gente obligara al gobierno a cambiar. Henryk no podría hacerlo desde París.

—Anneke —la llamó el señor Ders desde dentro, interrumpiendo su conversación.

Anneke volvió a entrar en el bar, tratando de respirar con normalidad a pesar del nudo que tenía en la garganta. Minutos más tarde entró Henryk por la puerta principal, pero ella no levantó la vista, segura de que él notaría su pesar.

Esa noche no pudo conciliar el sueño, esforzándose para no oír a su madre, que roncaba tras haberse tomado media botella de vodka. Aparte de llegar tarde de vez en cuando al trabajo, Bronia era una borracha funcional. Raras veces se ponía agresiva o triste; el alcohol sencillamente formaba parte de su dieta, como el café para otras personas.

Anneke se dio la vuelta y se puso de cara a la pared. Así que Henryk se marchaba, como todos los hombres que conocía su madre. Al fin y al cabo, ¿qué esperaba? Un futuro juntos no; una tarde en el cine y un rápido achuchón difícilmente podían predecir un compromiso así. Pero había llegado a imaginarse a Henryk como una constante, y su presencia diaria como la promesa de algo mejor.

Henryk no fue al bar la noche siguiente ni la siguiente, y Anneke sentía un profundo vacío en la boca del estómago al suponer que ya se habría marchado. Pero volvió a aparecer la tercera noche, con el mismo aspecto de siempre. Incluso se atrevió a dirigirle una leve sonrisa, y cuando salió a fumar ella puso una excusa para ir al callejón.

Henryk no trató de explicar su ausencia.

—No se lo has contado a nadie, ¿verdad? —le preguntó sin más preámbulos, y Anneke comprendió que se refería a París.

Negó con la cabeza.

—Claro que no. Pensaba que a lo mejor te habías ido —confesó.

—Todavía no, pero los planes se han concretado antes de lo que esperaba. Me marcho dentro de dos días.

Así que Anneke no se había equivocado al intuir su inminente partida. Se le cayó el alma a los pies.

—¿Nos vemos luego? —preguntó Henryk.

Sus palabras tenían un significado más profundo, y Anneke comprendió que en esta ocasión no se trataba solamente de ir a ver una película. Vaciló. Una noche, incluso con un chico tan maravilloso como Henryk, que estaba a punto de marcharse, suponía un gran riesgo. Pero podía ser su única noche juntos, su última y única oportunidad.

—Vale —concedió.

—Espérame en la esquina cuando salgas de trabajar.

Mientras recogía las mesas, a Anneke se le aceleró el pulso y se preguntó adónde irían, cómo sería su primera vez.

En esta ocasión no hubo disimulos, tan solo el trayecto en silencio hasta un piso de una habitación junto a la estación de tren. Anneke ni se molestó en preguntar de quién era la casa ni de dónde había sacado Henryk la llave. Después, tumbados en silencio, trató de no prestar atención al extraño olor a moho de las sábanas. No sabía qué se esperaba. No había sido ni excitante ni decepcionante, sino algo distinto. A pesar de sus chulerías, Henryk había demostrado una torpeza increíble. Parecía saber lo suficiente para dar a entender que probablemente no era su primera vez, pero estaba claro que tampoco había habido muchas más, pensamiento que en cierto modo la consolaba.

Henryk estaba tumbado de espaldas, con las manos detrás de la cabeza. Anneke se conformó con quedarse a su lado, sin saber si debían o no acariciarse. Él no decía nada, y a ella le preocupaba que el encuentro amoroso lo hubiera decepcionado.

—¿En qué piensas? —se animó a preguntar al fin.

Henryk volvió la cara hacia ella, como si se hubiera olvidado de su presencia.

—En marcharme —contestó, y la dura realidad de su marcha atenazó con fuerza a Anneke—. Tengo que hacer el equipaje e intentar sacar algo más de dinero.

—Llévame —dijo Anneke, sin dar crédito a lo que acababa de decir.

Ni siquiera se había atrevido a pensar en esa posibilidad hasta entonces. Pero en cuanto lo dijo, pasó a ser de una simple palabra a su único y más ardiente deseo. Empezó a visualizarlo inmediatamente: una vida juntos en París, un nuevo comienzo. Ella podría estudiar en la universidad, encontrar trabajo en una librería.

—Anneke —dijo Henryk con dulzura, y Anneke comprendió que iba a negarse—. Viajar con otra persona sería más complicado.

—La gente está mucho más dispuesta a ayudar a una pareja que a un hombre solo —replicó Anneke, creciéndose—. Yo podría buscar trabajo en un café de allí y ganar lo suficiente para arreglarnos mientras tú escribes.

Henry frunció los labios; no parecía muy convencido.

—Y puedo sacar dinero para el viaje.

A Henryk se le iluminó la cara y se volvió hacia Anneke.

—¿En serio?

Anneke asintió, aunque la verdad era que no sabía cómo. Bronia vivía al día, de su sueldo, y si quedaba algo extra se lo bebía, mientras que las pocas monedas que Anneke arañaba de su trabajo en el bar no les darían para mucho.

Pero Henryk no quiso profundizar en el asunto.

—Deberíamos marcharnos —se limitó a decir, y su noche juntos acabó bruscamente en una esquina, con un desmañado beso en la mejilla que no auguraba nada más.

Henryk y sus amigos se presentaron en el bar a la noche siguiente, como de costumbre. Anneke se sintió aliviada; casi esperaba que ya se hubiera marchado. Pero enseguida se dio cuenta de que había algo diferente. No solo llegaban tarde, sino que armaban más jaleo, con una alegría que no les había notado hasta entonces, un alboroto insólito en aquellos tiempos en que más valía ir con la cabeza gacha que daba a entender que el bar no era su primera parada. Y los acompañaba alguien nuevo, una chica que se sentó demasiado cerca de Henryk. Anneke se fijó en sus ojos brillantes y en su abundante pelo oscuro y rizado, que no paraba de mover mientras hablaba. ¿Quién sería?

Anneke bajó la vista, concentrándose en la cerveza que estaba sirviendo. Le picaban los ojos. ¿De verdad había llegado a pensar que Henryk y ella iban a tener una relación en exclusiva? De todos modos, llevar a otra chica precisamente allí, tan poco tiempo después de haber estado juntos, le parecía de una crueldad excesiva. Merecido se lo tenía, pensó con tristeza. Como decía Bronia, quien apunta demasiado alto se cae de bruces.

Anneke evitó ir a la mesa de Henryk cuanto pudo, pero al final el señor Ders le dijo que andaban mal de vasos y que había que recogerlos. Se acercó allí horrorizada, rehuyendo la mirada de Henryk. No se molestó en ir al callejón; sabía que Henryk se quedaría en la mesa mientras la chica siguiera allí. Pero más tarde, después de que el bar hubiera cerrado y ella hubiera barrido el suelo de la cocina, le extrañó que el conocido olor del tabaco de Henryk entrara por la ventana. Cuando ya no pudo retrasarlo más, sacó la basura al callejón.

—Ah, todavía estás aquí —dijo, sin levantar los ojos.

—Ja.

Anneke dio un golpe en la acera con un tacón.

—¿Y tus amigos?

—Se han ido. Siento no haber podido salir antes.

—No, claro. —Anneke trató de mantener un tono tranquilo—. Tenías compañía.

—No es nadie, la hermana de mi amigo Rolf —protestó muy serio.

—Ya lo sé —replicó Anneke, aunque en realidad no lo sabía. No había visto que la chica hablara con nadie más.

—Así que dices que puedes encontrar dinero…

Anneke alzó los ojos. ¿De verdad estaba pensando dejar que lo acompañara o solo intentaba apaciguarla por haberle hecho daño con la chica?

—Sí.

—Podemos marcharnos mañana por la noche. ¿Conoces la antigua fábrica de municiones de Friedrichshain?

Anneke asintió con la cabeza, demasiado aturdida para hablar. Había pasado varias veces por ese barrio, al sur de la zona de Mitte, donde estaba el bar.

—Nos vemos mañana a medianoche allí, en la entrada principal —concluyó Henryk.

Sin esperar a que Anneke respondiera, dio media vuelta y salió del callejón.

Ella se quedó mirándolo con incredulidad. ¿De verdad tenía intención de llevársela? Sabía que no lo movían los sentimientos, sino la promesa del dinero. Pero no le importaba. La llevaría hasta París y entonces se daría cuenta de lo mucho que le gustaba. Y si no era así, bueno, al menos ella habría salido de allí.

Salir de allí. Se apoyó en la pared del callejón, abrumada por la magnitud del plan. Escapar de Berlín parecía imposible, por no hablar del viaje hasta París. Pero Henryk estaba muy seguro de sí mismo, y a pesar de que se conocían desde hacía poco, Anneke tenía la sensación de que podía fiarse de él. Más le valía dejar que él se ocupara de los detalles y concentrarse en conseguir el dinero, como le había prometido. Pero ¿cómo? Llegó a la conclusión de que su mayor posibilidad eran los Stossel.

Aún seguía dándole vueltas a la cabeza cuando llegó a casa de los Stossel al día siguiente. Examinó el mobiliario con ojo crítico mientras limpiaba. En la casa no tenían dinero en efectivo, o al menos ella no lo había visto, y la señora Stossel debía de ponerse todas sus joyas a diario. Pensó en la sencilla cadena judía que se había llevado. No parecía probable que tuviera mucho valor.

Mientras limpiaba el polvo en el salón se detuvo a contemplar el reloj con fanal de cristal que había encima de la repisa de la chimenea, junto al que había pasado miles de veces, como si lo viera por primera vez. Parecía valioso y era más bonito que los de los escaparates de las tiendas. Y con una altura de unos treinta centímetros, era una de las pocas piezas de artesanía de los Stossel suficientemente pequeña para llevársela.

—Bonito, ¿eh? —dijo alguien detrás de ella.

Sobresaltada, se volvió de golpe y vio a Inge en la puerta del recibidor, con un saco medio vacío de patatas y cebollas.

—Sí, supongo —dijo, fingiendo desinterés—. ¿Estaría aquí antes de la guerra?

Inge negó con la cabeza.

—Ese no. Lo dejaron junto a la puerta poco después de que acabara la guerra. Iba en una caja dirigida a los propietarios anteriores, sin remite. Lo recuerdo porque todavía no se repartía el correo con regularidad, pero alguien había conseguido empaquetarlo muy bien y enviarlo.

Se dirigió con paso lento y pesado hacia la cocina, dejando a Anneke con la duda de si el reloj sería un regalo u otra cosa. Quienquiera que lo hubiese enviado no debía de saber que sus destinatarios habían desaparecido.

Esa misma tarde, cuando estaba a punto de marcharse, se acercó al reloj y se detuvo, con un repentino sentimiento de culpa. No era que se sintiera mal por los Stossel; saltaba a la vista que ellos se habían quedado con algo que no era suyo. Pero llevarse el reloj le parecía más arriesgado que nunca, sobre todo porque Inge la había visto mirándolo. Y no podía evitar preocuparse por Bronia. Cuando ella se marchara, su madre tendría que arreglárselas sola… ¿Y si los Stossel la acusaban del robo?

Acalló su sentimiento de culpa. No le quedaba más remedio. Respiró hondo, cogió el reloj y, cuando iba a guardárselo en la bolsa, oyó un ruido a sus espaldas. Aterrada, devolvió el reloj a su sitio y se dio la vuelta, dispuesta a explicar que estaba quitando el polvo. Pero no había nadie.

Ya a varias manzanas de la casa de los Stossel se detuvo y miró preocupada la abultada bolsa, a punto de estallar por culpa del reloj. Coger el reloj le había parecido una buena idea, pero ¿qué iba a hacer con él? Recordaba haber visto una tienda de antigüedades al ir y volver del trabajo donde quizá podría venderlo. Se subió al tranvía, y mientras atravesaba la ciudad con penosa lentitud, Anneke apenas se atrevió a respirar, temiendo que en cualquier momento la parase la policía y le preguntase qué hacía semejante objeto en su poder.

Llegó a la tienda veinte minutos después.

—Querría vender este reloj —le dijo al propietario, un hombre gordo con una corona de pelo grasiento alrededor de la cabeza casi calva.

Anneke no se atrevió ni a respirar mientras el tendero examinaba el reloj muy por encima, sin molestarse en preguntarle de dónde lo había sacado.

—Sesenta marcos —dijo con indiferencia.

—Pero…

Sesenta marcos era más de lo que Anneke ganaba en varios meses, pero distaba mucho de la cantidad que iban a necesitar Henryk y ella para el viaje.

—Pero si es una joya que…

El tendero se encogió de hombros.

—¿Quién se puede permitir lujos en los tiempos que corren? Lo único por lo que la gente está dispuesta a pagar es por la comida y la calefacción. Claro que siempre cabe la posibilidad de llegar a un acuerdo —añadió, mirando de soslayo el bajo del vestido de Anneke, que le llegaba a la rodilla.

Anneke se asustó, pero no dio muestras de ello. Durante unos segundos consideró la oferta, ver hasta dónde quería llegar aquel hombre con tal de conseguir el dinero que necesitaba. Pero se puso rígida. No estaba tan desesperada. Dio media vuelta y salió de la tienda.

Como era su noche libre en el bar, volvió a casa y esperó en la cama, completamente vestida, escuchando los trenes que pasaban debajo. Henryk y ella se marchaban, juntos. Apenas podía creérselo. Se le agolparon las preguntas en la cabeza: ¿Qué harían cuando llegaran al otro lado del Muro? ¿Cómo llegarían a París? Y una vez allí, ¿qué pasaría? Se acurrucó en la cama. Había tantas cosas que no sabía… Pero estaba segura de que Henryk lo resolvería todo.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos por el ruido que hizo Bronia al entrar en la casa, seguido por una voz, señal de que no había vuelto sola. Anneke estuvo a punto de gritar. Tenía la esperanza de que su madre se acostara pronto, de que se quedara inconsciente rápidamente para que ella pudiera salir sin que se diera cuenta. Intentó desconectar de la conversación, cada vez más apagada, preparándose para los sonidos que no quería oír, pero de repente las voces del cuarto de estar empezaron a subir de tono. Anneke se puso tensa. Se estaban peleando. Se oyeron unos ruidos y Bronia soltó un chillido. Anneke se levantó con desgana y cuando entró en la minúscula cocina se la encontró encogida junto al fogón, y al hombrecillo que trabajaba para el gobierno con el puño levantado, a punto de descargarlo otra vez.

A Anneke le hervía la sangre de rabia. Agarró el objeto que más a mano tenía, una cacerola grande.

—¡No te acerques a ella!

Embistió al hombrecillo en la cabeza con la cacerola al ver que no reaccionaba. Le rozó una sien, lo suficiente como para dejarlo aturdido, pero no para derribarlo. El hombre concentró su cólera en Anneke, que rápidamente cogió un cuchillo que había detrás de ella.

—Raus!

Ante eso el hombrecillo pareció calmarse. Retrocedió, moviendo la cabeza, y sin pronunciar palabra salió de la casa.

—¡No, no! —gritó Bronia, yendo detrás de él—. Espera…

Nein, Mutter —dijo Anneke, sujetando a su madre y notando el olor a vodka que desprendían su piel y su aliento.

Pero su madre se apartó de un tirón.

—¡Es culpa tuya! Me has destrozado la vida. No debería haberme quedado contigo.

Entró a toda prisa en el cuarto de estar y Anneke oyó que se servía otra copa. Estuvo a punto de ir tras ella, pero se lo pensó mejor. No podía hacer nada para ayudar a Bronia. Al volver a su habitación empezó a sentirse otra vez culpable. Cuando ella se marchara, su madre se quedaría realmente sola. Pero eso no bastaba para hacerle cambiar de idea. Era su oportunidad de marcharse y no acabar como Bronia; eso era lo que temía si se quedaba.

Muy pronto oyó los ronquidos de costumbre. Vio que eran las once y media y se levantó. Al ir a coger el reloj, que estaba detrás de la cama, rozó un libro. Lo sacó y pasó la mano por la cubierta. Lo que el viento se llevó. No había tenido intención de llevárselo de la biblioteca de los Stossel. Se había topado con él la primavera anterior mientras limpiaba los estantes superiores, donde estaba escondido detrás de una historia del Ejército Rojo. Le encantó la elegante mujer de vestido vaporoso de la cubierta. Empezó a leerlo, unas cuantas páginas cada vez cuando podía escaparse un rato, y llegó a absorber la historia de Scarlett, una mujer joven que vivía en un país dividido, como ella.

Estaba leyéndolo a escondidas un día cuando el señor Stossel entró en el despacho inesperadamente. Asustada, lo metió en el bolso y se olvidó de él hasta que volvió a casa esa noche. Decidió leer un capítulo y devolverlo al día siguiente. Pero se quedó despierta hasta la madrugada, cautivada por la historia. Y puesto que ya había llegado tan lejos, supuso que por tardar un día más en devolverlo no pasaría nada, ¿no? Lo terminó una semana más tarde y empezó a releerlo. Todos los días se hacía el propósito de devolverlo, pero siempre había algo que parecía impedírselo. Era tan bonito tener un libro, lo único que había para leer en su casa, salvo unas cuantas revistas femeninas antiguas que Bronia tenía guardadas en su mesilla de noche.

Le dio la vuelta al libro. Le parecía mal llevárselo, algo que no le había pasado con la cadena, ni siquiera con el reloj. Y de verdad había tenido intención de devolverlo, pero ya no se le presentaría la ocasión. Llevárselo a París le parecía una estupidez, puesto que necesitaba el poco espacio de que disponía para otras cosas más prácticas. Pero no soportaba la idea de dejárselo allí.

Volvió a agacharse y sacó el reloj. La incómoda pieza no era lo ideal para huir, y esperaba que a Henryk no lo molestara. Pero él había dicho que necesitaban dinero y seguramente obtendría mejor precio en el Oeste. Lo levantó y lo guardó en la bolsa; después atravesó el cuarto de estar de puntillas.

Al llegar a la puerta oyó un ruido a su espalda. Se volvió y vio a Bronia con la bata medio abierta, vacilante y bamboleante a causa del vodka, mirándola con unos ojos vidriosos que fueron de la cara de Anneke a la bolsa, por la que asomaba el reloj, y de nuevo a la cara de Anneke.

—Todo va bien, Mutter —dijo Anneke, tratando de tranquilizarla—. Vuelve a dormirte.

Observó la cara de Bronia, que intentaba procesar lo que decía su hija, y flaqueó. Eran tantas las cosas que quería decirle a su madre: que había hecho lo que había podido, aunque la verdad era que no le había salido muy bien. Quería darle las gracias, decirle adiós y que le enviaría dinero, e incluso que quizá arreglaría las cosas para que también ella se marchara cuando pudiera. Pero no podía contarle la verdad.

—Vamos, duérmete —repitió.

Bronia la miró con recelo, se dio la vuelta y siguió andando, arrastrando los pies.

Anneke atravesó a la carrera las calles oscuras hasta llegar a la fábrica de municiones. Abandonada desde el final de la guerra, era una estructura descomunal, con las tuberías apuntando desamparadas hacia arriba y lúgubres agujeros por ventanas. Se acercó a la entrada principal, como le había dicho Henryk, pero no había ni rastro de él. Ella llegaba unos minutos tarde, pero sin duda Henryk la habría esperado. A lo mejor él también se había retrasado.

No se alejó de la fábrica, tratando de ocultarse entre las sombras. Miró el cúmulo de alambre de púas que separaba el Este del Oeste. Se estremeció al fijarse en la torre provisional que habían erigido, cuyos brillantes focos iluminaban el solar de abajo.

En una esquina distinguió un coche de policía que avanzaba sigilosamente. Echó a andar rodeando el edificio para no despertar sospechas, recordando la conversación con su madre, demasiado repetida: Bronia culpándola de haberle destrozado la vida. Pero esa noche había dicho algo distinto: «No debería haberme quedado contigo». ¿Qué habría querido decir? Llegó a la conclusión de que lo mejor era olvidarlo. Bronia estaba borracha y decía tonterías, como de costumbre.

Volvió al sitio donde habían quedado. Había pasado al menos media hora y Henryk aún no había llegado. Se preguntó si estaría bien, si alguien se habría enterado de sus planes de huida. Echó a andar y se detuvo. ¿Adónde iba? Era demasiado tarde para ir al bar a preguntar a los amigos de Henryk si tenían noticias de él. No sabía dónde vivía, y si lo hubiera sabido no se habría atrevido a ir allí. Pensó en el piso en el que habían pasado una noche juntos. No había razón para pensar que necesariamente iba a estar allí, pero algo tenía que hacer.

Veinte minutos más tarde llegaba al edificio de apartamentos junto a la estación. Mientras subía las escaleras, el olor a humedad le trajo recuerdos de su única noche juntos. Cuando estaba a punto de llamar a la puerta se detuvo. Dentro oyó la voz grave de Henryk, y a continuación una risa tintineante que ya conocía, la de la chica del bar.

Tuvo la sensación de que una mano helada le aferraba la garganta. Henryk la había traicionado. Desde luego, nunca le había prometido nada, pero sus planes para marcharse juntos, el sueño que habían compartido, insinuaban algo más. Su primera reacción fue entrar y enfrentarse con él, exigirle la verdad.

París, pensó, y de repente empezaron a desvanecerse las imágenes de su nueva vida. Volvió a ponerlas en su sitio. Durante los últimos días el sueño había llegado a ser algo más que Henryk, algo mayor. Era su sueño, el primero que se había atrevido a tener. Si se enfrentaba con él y se separaban de mala manera, Henryk se marcharía sin ella.

Vete con él como sea, le dictaba una voz interior, mientras que otra parte de su ser protestaba: no decir nada sobre su traición y actuar como si no supiera nada significaría vivir una mentira. Pero una vez en París, ya no necesitaría a Henryk. Podía comenzar una nueva vida allí, ella sola. Empezó a bajar en silencio, con la sensación de tener diez años más que unos minutos antes.

Al llegar al último peldaño tropezó, y el ruido de sus zapatos resonó en las escaleras. Se abrió una puerta en un piso superior y oyó pasos.

—Anneke —dijo Henryk jadeante, desde el rellano de arriba.

Cuando bajó hacia ella, Anneke observó que llevaba desabrochados los últimos tres botones de la camisa. Se mordió la lengua para no ceder al deseo de pedirle explicaciones sobre la chica.

—He ido al Muro, pero no has aparecido —dijo—. Por eso he venido a buscarte aquí.

¿Por qué sentía la necesidad de justificarse después de lo que Henryk había hecho?

—Es que iba a llegar tarde —replicó Henryk, una explicación tan absurda que Anneke estuvo a punto de soltar una carcajada.

—Deberíamos marcharnos —dijo Anneke, centrándose en París y en todas las cosas que tenían que resolver—. ¿Estás listo?

Henryk desvió la mirada.

—Anneke —repitió en tono solemne, respirando con más tranquilidad.

—Dime.

—No puedo.

A Anneke le dio la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies y se apoyó contra la pared para no caerse.

—Es por mi padre —explicó el chico—. Lo ha descubierto y no me deja…

—Bueno, pues dentro de unas semanas —replicó tercamente Anneke—. Cuando deje de vigilarte.

Pero sabía que había algo más.

—No es solo eso. Es por mi amiga.

Por su voz entrecortada comprendió que no se refería a uno de sus amigos del bar, sino a la chica de pelo oscuro que estaba en el piso.

—Mi amiga piensa que debería volver a la universidad, y mi padre se ha ofrecido a costear mis gastos si empiezo este curso.

Siguió hablando, pero Anneke apenas podía oírlo, tal era el zumbido en sus oídos.

—Lo siento, Anneke.

Se quedó mirando a Henryk, sin dar crédito a sus ojos, mientras él subía las escaleras, pensando en qué habría pasado si ella no hubiera ido hasta ese piso. ¿Se habría siquiera molestado Henryk en abandonar unos momentos la compañía de la chica de pelo oscuro para avisarla de que no se marchaba o seguiría ella plantada en una esquina, esperándolo?

¿Y ahora qué? Podía tirar el reloj, volver a casa y actuar como si nada hubiera ocurrido. Pero ya era demasiado tarde. De repente le vino a la cabeza Scarlett O’Hara… ¿Qué habría hecho su gran heroína en semejante situación?

Marcharse, parecía decirle una voz que no era la suya. Vaciló, desconcertada ante la idea. Pero ¿por qué no? Podía encontrar la manera de cruzar el Muro. No tenía los contactos de Henryk al otro lado, pero ya se las arreglaría.

—¡Espera! —le gritó a Henryk.

Él regresó de mala gana.

—¿Cómo…? O sea, si alguien quisiera irse…

En la cara de Henryk apareció una expresión de incredulidad, y durante unos segundos Anneke pensó que iba a negarse a darle la información, pero al fin contestó con aire de resignación:

—Bajando por la calle donde está la fábrica de municiones, a unos quinientos metros enfrente de una carnicería, hay un hueco en el Muro. Si puedes llegar hasta él, hay una furgoneta que pasa por allí y que te sacará de la ciudad por cierta cantidad.

—Pero esa zona es un solar enorme en obras. Hay focos y cientos de obreros.

—Es casi imposible —reconoció Henryk con una indiferencia que confirmaba que ya no lo consideraba asunto suyo—. Pero quizá un poco más abajo no llame tanto la atención.

Anneke vislumbró el miedo en sus ojos y comprendió que la decisión de no marcharse no tenía nada que ver con volver a la universidad. En esta ocasión no esperó a que él le diera la espalda.

—Adiós, Henryk —le dijo, contemplando su cuerpo encogido, y el leve vaho que acompañó sus palabras pareció extinguir la última llamita de lo que había sentido por él.

Echó a andar, alejándose del edificio lo más rápido que pudo cargada con la bolsa. No sabía cuándo pasaría la furgoneta, pero estaba segura de que ya era más de la hora convenida con Henryk, tras el rodeo que había dado para llegar al piso. Miró por encima del hombro, pensando si debía volver para preguntárselo, pero ya no había tiempo, y además iba a hacer el viaje ella sola.

Cuando llegó al Muro siguió andando por la calle hasta encontrar la carnicería que había mencionado Henryk. El Muro, enfrente, parecía totalmente impenetrable. Se le cayó el alma a los pies. ¿Estaría Henryk mal informado? Pero unos metros más allá lo vio, un hueco en el hormigón del Muro —no podía saber si estaba roto o aún no lo habían tapado—, donde lo único que había era una maraña de alambre de púas. Ya más cerca, vio que difícilmente podía definirse aquello como el agujero prometido por Henryk: apenas un corte en lo alto del Muro, de no más de veinticinco centímetros de anchura, y a varios metros del suelo. Para llegar hasta allí tenía que encontrar un punto de apoyo. Habría resultado mucho más fácil si hubieran sido dos, uno que se hubiera aupado primero y que hubiera ayudado al otro a subir. Estuvo a punto de arrepentirse, pero ya no había tiempo para pensar en eso.

Respiró hondo, estiró los brazos y metió un pie en una grieta. Miró vacilante la bolsa. Si ya iba a costarle trepar con dos manos, mucho más con una de ellas ocupada. Pero no se atrevió a tirarla al otro lado por miedo a estropear el reloj. Cuando llegó a la hendidura de arriba, pasó una pierna por encima, con un gesto de dolor al sentir como si se le desgarrasen los muslos. Al otro lado había una extensa fosa que separaba el Este del Oeste. En ese momento comprendió de verdad la distancia que tenía que recorrer, las dificultades que la aguardaban.

De repente cayó un haz de luz sobre ella.

—¡Alto!

La policía, pensó aterrorizada. ¿Cómo la habían localizado tan pronto? ¿Se habría chivado Henryk? No, no habría sacado nada en limpio con eso. Quizá le hubiera contado el plan a la chica del piso, o a lo mejor Bronia había sospechado algo y había avisado a su amigo del gobierno.

Trató en vano de pasar la otra pierna, pero se había quedado atascada, y era incapaz de moverla. Se oyó un disparo y una bala le pasó silbando a escasos milímetros del hombro. A fuerza de tirones logró zafarse y lanzarse hacia el otro lado. Se oyó otro disparo y notó que algo la golpeaba y la arrojaba hacia delante. Me han dado, se dijo, pero no sentía dolor. Dio otro tirón, aferrando la bolsa, y cayó a la oscuridad de abajo.