10
BRESLAU, 1943
Roger abrió los ojos. Había dormido un poco más de lo habitual después de que Magda se marchara, antes del amanecer, y la brillante luz del sol de la mañana entraba a raudales por las cortinas. Se levantó, fue hasta la ventana y abrió una rendija. Aunque aún fresco, el aire ya anunciaba la primavera. Los pájaros se llamaban unos a otros desde los aleros.
Tenía una sensación extraña, una emoción tanto tiempo olvidada que le costó trabajo identificarla. Al fin la reconoció: optimismo. Su estado de ánimo no tenía nada que ver con el de las últimas semanas, cuando se despertaba con tal sensación de miedo que lo único que deseaba era esconderse bajo el edredón. Al ver el patio vacío de la sinagoga no resultaba difícil comprender por qué había estado tan triste. Era innegable que las cosas habían empeorado durante los meses de invierno. En la universidad se habían suspendido las clases para el resto del trimestre sin ninguna explicación, el racionamiento se había endurecido y las sirenas sonaban sin cesar por la noche.
Sin embargo, durante las últimas semanas la espiral descendente parecía haber tocado fondo, ya que no invertido la tendencia. Reinaba cierta tranquilidad, y la Gestapo se dejaba ver menos por la calle. Se rumoreaba que los soviéticos avanzaban y que se estaba enviando al frente a todos los alemanes disponibles. También corrían rumores de que habían disminuido las deportaciones, aunque quizá eso se debiera a que los nazis habían llegado a la conclusión de que ya no podían llevarse a más judíos.
A casi ninguno. A Roger se le encogió el estómago cuando se le vino a la cabeza la imagen de Magda. Había pasado un año desde que los nazis se presentaron en la casa, y sin embargo, le daba la impresión de que se le paraba el corazón cada vez que oía el retumbar de un coche por su calle y que no volvía a latir hasta que el ruido del motor se iba apagando con la distancia. Aunque parecía que de momento no la habían descubierto, nada salvo la derrota del Reich disiparía los temores de Roger. El final de la guerra sin duda supondría el regreso definitivo de Hans, y parecía una cruel ironía que precisamente lo que podía garantizar la seguridad de Magda también pondría punto final a su relación.
Roger se lavó, se vistió y fue al piso de abajo. Magda estaba en la puerta de la cocina, con el abrigo puesto. Se agachó para arreglarle el gorro a la niña, bajándoselo hasta la frente.
—No irás a salir, ¿verdad, cariño? —preguntó Roger.
Todos los días la misma historia: él le rogaba que se quedara en casa porque en la calle corría demasiado peligro, y ella insistía en que si consentía que interrumpieran su vida, habrían ganado. Aun con las clases suspendidas, Roger solía ir a la biblioteca a trabajar en su tesis antes de que Magda empezara sus tareas cotidianas, y por la expresión culpable de ella comprendió en ese momento que un día sí y otro también no respetaba sus deseos, lo que le recordó una vez más que había una parte de Magda que él no conocía, que en ciertos sentidos siempre sería una extraña.
—Tengo que ir a la compra —replicó Magda—. Me ha dicho la señora Hess que todavía se puede comprar leche.
Lo hacía por la niña. Magda no se perdía una oportunidad de encontrar alimento para Anna. Se había quedado sin leche pocos meses después de que naciera la pequeña, según sospechaba Roger por la escasez de alimentos y también por su frágil complexión. No se morían de hambre, pero cada vez con más frecuencia su comida consistía fundamentalmente en un guiso aguado para estirar lo más posible las patatas o judías que se pudieran comprar.
—Déjame que vaya yo —le propuso Roger.
Magda negó con la cabeza.
—Siempre voy yo. Si vas tú, despertarías sospechas.
—Pero es demasiado…
—No pienso estar prisionera en mi propia casa —le espetó Magda, agrandando los ojos de pura rabia.
Su determinación revelaba un aspecto más oscuro de su pasado, algo a lo que no quería volver. A Roger le habría gustado preguntarle qué había ocurrido, pero sabía que no era el momento y que ella no respondería.
Se miraron en obstinado silencio unos instantes, sin ceder ninguno de los dos. Magda se arregló los puños del abrigo.
—De acuerdo —dijo ella al fin, ablandándose de repente.
Sus ojeras delataban la falta de sueño. No era la niña lo que le impedía dormir, reflexionó Roger. Nacida en la época de los bombardeos aéreos, Anna se había acostumbrado enseguida a dormir profundamente y no se despertaba ni aunque temblara la casa. No, lo que le quitaba el sueño a Magda era la preocupación; Roger no sabía si por Anna y ella, por Hans o por todos.
—Gracias, Liebchen —dijo Roger.
Oyó un ruido a sus pies.
—Li chen —dijo Anna, y levantó su andrajosa muñeca de trapo.
—Li chen —repitió, tratando de imitar a Roger.
Él miró a la niña, después a su madre, y a continuación a la niña otra vez y soltó una risita, sin poder evitarlo. A Magda le ocurrió otro tanto y al poco estaban riéndose los dos con unas ganas que la situación no parecía justificar, como un alivio de la pesadumbre que los rodeaba. Porque si aún podían encontrar un momento intrascendente, al fin y al cabo las cosas quizá no fueran tan mal, pensó Roger.
Anna los observó con los ojos muy abiertos, seria y confundida por haber provocado semejante reacción. Tendió los brazos y Roger la levantó del suelo, y entonces su risa se apagó. Intercambió una mirada de inquietud con Magda. Debían tener más cuidado, ahora que Anna, a sus diecisiete meses, lo veía y lo repetía todo. Le entregó la niña a Magda, reprimiendo el deseo de besarla. Dio media vuelta y salió de la casa.
Esa noche volvió un poco más tarde de lo habitual porque se había entretenido hablando en la biblioteca con uno de sus profesores. Ante la puerta vaciló, aún con la sensación de que debía llamar, como el día que llegó. El eterno huésped. Al entrar en el recibidor se detuvo. El aire parecía distinto, y se preguntó si Hans habría vuelto a casa inesperadamente. Pero no era esa clase de cambio; en lugar de sobrecargada, la casa parecía vacía.
—¿Hay alguien? —dijo.
No quería pronunciar el nombre de Magda para no parecer que se tomaba demasiadas confianzas, si le fallaba su intuición y Hans había regresado de verdad. No hubo respuesta. Se le puso la piel de gallina. Magda siempre estaba en casa a esa hora, dando de comer a Anna y preparando la cena. Atravesó la cocina; la encimera estaba limpia y los platos puestos a secar por la mañana, guardados.
Obligándose a respirar con calma salió disparado hacia el comedor. Allí nada parecía fuera de lugar, y eso le proporcionó un fugaz alivio. De pronto se fijó en la taza de Anna, tirada sobre la mesa, con la valiosa leche formando un charco en el mantelito. El sutil aviso le aferró la garganta como una mano helada. Magda jamás habría consentido tal descuido de la niña, ni habría dejado la leche allí derramada. Algo andaba mal.
Volvió al recibidor, bajando los escalones de dos en dos.
—¡Magda! —gritó, sin importarle que lo oyeran.
Registró todas las habitaciones, el cuarto de baño incluido, pero estaban vacías. Volvió corriendo al dormitorio y retiró el armario.
—¡Magda! —gritó al oscuro hueco de la pared.
Bajó el último escalón con incredulidad. Magda había desaparecido, y Anna también. ¿Se habría presentado otra vez la Gestapo? Intentó convencerse de que debía mantener la calma. A lo mejor Magda había ido a hacer una visita. Pero no tenía amigos, al menos que él supiera, y habría dejado una nota. No, le decía una voz interior cargada de certeza y presagios. Se la habían llevado los nazis; estaba seguro.
Pero si los nazis habían detenido a Magda, tendría que haber indicios de forcejeo, y en ese mismo momento comprendió que Magda no habría peleado delante de Anna para no correr el riesgo de asustarla o algo peor. Sin tiempo para esconderse ni escapar, debía de haber colaborado, porque era lo más sensato que podía hacer, asegurar el bienestar de las dos, al menos a corto plazo. Porque entendía que, a pesar de estar casada con Hans, resistirse bajo tales circunstancias era inútil.
¿Qué habría llevado allí a la Gestapo en esta ocasión? De haberse tratado de simples preguntas, Magda y Anna seguirían en la casa. ¿Se habría enterado alguien de los orígenes de Magda y les habría dado el chivatazo? Podía haber sido algún vecino, quizá la familia que vivía un poco más abajo y que tenía colgada en el balcón una enorme bandera con una esvástica. O tal vez un enemigo de Hans, porque aunque costaba trabajo pensar que nadie pudiera albergar malas intenciones contra su carismático hermano, seguramente Hans habría enfadado a alguien en algún momento con su trabajo.
Le vino a la cabeza la conversación que había tenido con Magda esa mañana, la discusión sobre si era demasiado peligroso que fuera ella a la compra y que al final accediera a quedarse en casa ante la insistencia de Roger. Al mirar la cocina vacía maldijo su cabezonería. Él creía tener razón, pero si Magda hubiera salido como de costumbre, quizá no hubieran estado en casa Anna y ella cuando llegaron los nazis. Él era el responsable de que la hubieran detenido.
Tendría que haber estado aquí, se reprochó Roger. Pero ¿para hacer qué exactamente? Si los contactos y la influencia de Hans no habían bastado para proteger a Magda, poco podría haber hecho él. Pero se arrepentía de no haberse arriesgado a abrazarla por última vez.
Ya está bien, pensó. Lamentarse no va a ayudar a Magda ni a Anna. Respira. Piensa.
Le vino a la mente la imagen de Hans. Sin duda su hermano, con tantos contactos, podría ayudar. Y no podía negarse, ahora que había ocurrido lo peor. Tenía que encontrar a Hans, pero ¿cómo?
Subió corriendo al despacho de Hans y abrió el cajón que le había indicado su hermano en su última conversación. Se quedó de piedra. El cajón estaba lleno de dinero, un montón de fajos de marcos, dólares y libras cuidosamente repartidos. ¿Por qué dejaría semejante cantidad en un sitio en el que se podía encontrar tan fácilmente? Para distraer a quienquiera que lo encontrase y desviar la atención de lo que había debajo. Sacó el dinero y levantó el doble fondo. Había papeles, sin duda relacionados con el trabajo de Hans. Los hojeó, buscando información sobre los contactos de Hans.
Al poco lo encontró, un papel con direcciones de Berlín, Varsovia, Praga. ¿Dónde estaría Hans? En Berlín, pensó al recordar una vaga alusión que había hecho su hermano antes de marcharse. Lo cogió y salió del despacho.
En la calle volvió a quedarse de piedra. Enviaría un telegrama a Hans, por supuesto, pero no había forma de saber si su hermano estaría en esa dirección, ni cuánto tiempo tardaría en recibirlo si no estaba allí. Quizá Magda no contara con tanto tiempo. Tenía que haber algo más que pudiera hacer.
Miró hacia la casa situada a la derecha de la suya. Allí vivían los Bader, la pareja mayor que había mencionado Magda en una ocasión. Desalentado, no se atrevía a suponer que Magda hubiera recurrido a ellos, ni que hubiesen podido ayudarla antes de que llegara la Gestapo. Pero a lo mejor habían visto algo.
Se acercó a su casa y llamó a la puerta con fuerza, al tiempo que reprimía el deseo de volver a llamar inmediatamente. La señora Bader entreabrió la puerta y Roger vio que llevaba delantal.
—Perdone —dijo—. Siento molestar a la hora de la cena, pero es que…, bueno, la esposa y la hija de mi hermano han desaparecido, y a lo mejor usted ha visto algo…
La mujer lo miró con recelo y negó con la cabeza. Su casa se había librado aquel día de la redada y no quería arriesgarse a ayudarlo y que volvieran los nazis. Cerró la puerta sin pronunciar palabra y Roger se quedó solo, fuera. Estuvo a punto de volver a llamar para exigir una respuesta, pero decidió que no; no quería organizar un escándalo, y por la actitud glacial de la anciana comprendió que no se dejaría convencer. Pero el miedo reflejado en sus ojos le había dicho cuanto necesitaba saber sobre lo que les había ocurrido a Magda y a Anna.
Magda. Al recordar su cara creció su angustia. De repente oyó la voz de su hermano, con la misma claridad que si lo tuviera allí delante: «Cuida de Magda si ocurre algo». El sentimiento de culpa empezó a desbordarlo. Naturalmente, cuando Hans había dicho eso, preveía que le ocurriera algo a él; a pesar de la preocupación expresada por Roger, no se le había pasado por la cabeza que fuera a Magda a quien pudiera sucederle algo malo.
¿Qué haría Hans si estuviera allí? Iría a la sede nazi, a preguntar —no, a exigir— información sobre su esposa. A esa conclusión llegó Roger, y eso era lo que tenía que hacer. Echó a andar y se detuvo de golpe. ¿Cómo iba a conseguirlo? Hans era importante y tenía una manera de tratar a la gente que la hacía doblegarse a su voluntad, pero Roger era…, bueno, simplemente Roger. Llegó a la conclusión de que no había otra posibilidad. Tenía que intentarlo.
Diez minutos más tarde llegaba a la plaza del mercado, der Ring, como la llamaban los alemanes. Estaba rodeada de altas casas adosadas, sus fachadas de vivos colores ahora se veían desvaídas y tiznadas de hollín. Cruzó la plaza en dirección a la Rathaus, con sus torreones, que se alzaba en el centro. El edificio gótico de ladrillo rojo del ayuntamiento había sido expropiado por los nazis para instalar allí su cuartel general, y una gran bandera con esvástica afeaba la ornamentada fachada. El aire parecía más frío de repente y un fuerte viento arremolinaba viejos periódicos y otros desperdicios en la acera.
Se detuvo ante la puerta, a mirar los nombres. Su mirada se detuvo en una placa en medio de la pared. «Gauleiter Koch», decía. Hans lo había mencionado en una ocasión, un dirigente con el que tuvo que tratar un asunto. «Un perfecto cretino, pero quizá un poco menos nazi que otros», había dicho.
Entró, mirando al frente al pasar ante el guarda, haciendo esfuerzos para no echar a correr. Momentos más tarde salía del ascensor en la tercera planta. El despacho de Koch, en un rincón, ocupaba dos habitaciones que antes eran del teniente de alcalde.
—Dykmans —dijo a modo de presentación.
La recepcionista parecía estar guardando sus cosas para marcharse. La mujer, rubia y demasiado maquillada, alzó las cejas. Roger aspiró hondo.
—Hans Dykmans.
—¿Le espera el Gauleiter Koch? Es muy tarde.
—Sí —volvió a mentir Roger.
Cuando la recepcionista desapareció por una puerta situada detrás de su mesa, Roger se puso a dar golpecitos en el suelo con un pie, conteniéndose para no empezar a andar arriba y abajo. En un rincón, un reloj de pared hacía tictac ruidosamente. Al mirarlo aumentó la angustia de Roger; cada segundo lo alejaba un poco más de Magda, mermaba sus posibilidades de encontrarla.
Se abrió la puerta del despacho y salió un hombre bajo y grueso con el abrigo puesto.
—Guten… —Koch interrumpió el cordial saludo, sorprendido al ver que la visita no era la que esperaba.
—Soy Roger Dykmans, el hermano de Hans —dijo Roger, tendiéndole la mano con presteza. Esforzándose para que no le temblara la voz y antes de que Koch pudiera protestar por el engaño, añadió—: Lamento haber venido sin avisar, pero se trata de un asunto muy urgente, y solo le llevará unos minutos.
—Entre —dijo Koch de mala gana.
El despacho estaba adornado con parafernalia nazi y fotografías de Koch y de otras personas que, según supuso Roger, eran importantes en el Tercer Reich. Tras la mesa, unas anchas ventanas ofrecían una vista de la ciudad, con sus chapiteles recortados contra el cielo y el sol poniente que descendía sobre los tejados.
—¿De qué se trata?
—Magda, la esposa de mi hermano, ha desaparecido. —Roger tragó saliva—. Y también su hija. Cuando he vuelto a casa no estaban.
Por la expresión de Koch, Roger comprendió que la noticia no lo sorprendía.
—Son judías —dijo Koch, y no era una pregunta.
Roger vaciló.
—No lo sé —mintió—. Quizá ella tenga sangre judía, pero como usted sabe, mi hermano no.
Koch se sentó y suspiró, impaciente.
—Tenemos órdenes de llevar a cabo redadas contra todos los judíos, incluso los que lo son solo parcialmente o los casados con personas que no lo son.
—Pero sin duda podrá hacer una excepción con Hans, averiguar adónde ha ido su mujer. —Roger se dio cuenta de que su tono de voz ascendía, apremiante, muy a su pesar—. Si la prensa airea que la esposa de un diplomático está presa, no será muy favorable.
Koch pareció reflexionar unos momentos.
—No tengo ni idea de si esa mujer ha sido detenida o no.
—Podría averiguarlo —insistió Roger.
Koch silbó entre dientes.
—¿Y por qué tendría que hacerlo? —Antes de que Roger pudiera contestar, añadió—: Quizá pueda ayudarle. Es decir, si usted pudiera hacer algo por mí.
Roger se quedó mirándolo, confuso. ¿Qué podría hacer él que sirviera de ayuda al alemán?
—Por supuesto, si yo… —logró articular.
—Quiero información sobre las operaciones de su hermano.
Roger tuvo la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies.
—No le comprendo.
—No intente negarlo —repuso Koch con aspereza, jugueteando con el humidificador que había en el borde de la mesa—. Hace tiempo que sospechamos que Hans Dykmans participa en actividades de la resistencia, pero no hemos podido demostrarlo.
Roger parpadeó.
—Le aseguro que no sé a qué se refiere.
Pero Koch continuó como si Roger no hubiera dicho nada.
—Y como su hermano es tan conocido, por eso ha sido intocable, por decirlo de alguna manera, pero si yo pudiera presentar pruebas…
Subirías en el escalafón, concluyó Roger en silencio. Estaba furioso. Aquel hombre estaba intentando canjear la vida de Magda y Anna por un ascenso.
—Mi hermano nunca me ha confiado información sobre su trabajo —acertó a decir, concentrándose en parecer sincero, aunque no estaba faltando del todo a la verdad.
Koch se encogió de hombros.
—Muy bien. A mí me da igual que esa mujer y su hija queden libres o que las envíen a los campos.
A Roger le volvió de repente la imagen de los judíos acosados en el patio de la sinagoga, del hombre al que habían golpeado, y la cólera estuvo a punto de ahogarlo.
—¿Qué es lo que quiere?
—Información sobre las operaciones de su hermano que demuestre que está involucrado, algo que nos permita pillarlo con las manos en la masa.
Roger sintió como si una mano le oprimiera el pecho, impidiéndole respirar.
—Yo no sé…
Koch giró su silla, de modo que quedó de espaldas a Roger, quien reprimió el deseo de saltar por encima de la mesa y retorcerle el cuello a aquel gordinflón.
—De usted depende. —Koch señaló la ventana—. Pero yo que usted actuaría con rapidez, porque el transporte para los campos sale mañana al amanecer. Puede ponerse en contacto conmigo esta noche en mi residencia para comunicarme su decisión. —Le dio una tarjeta—. Piense en lo que su hermano querría que hiciera.
Poco después Roger salía a la calle, temblando. La cabeza le daba vueltas. Koch se empeñaba en que le diera información que pudiera inculpar a Hans. Incluso si hubiera tenido acceso a esos datos, ¿cómo iba a hacerlo? A pesar de sus actuales transgresiones, Hans seguía siendo su hermano, y la sola idea de traicionarlo de semejante manera resultaba impensable, pero tampoco podía perder a Magda y a Anna.
Mientras se dirigía a la casa, resonaron en su cabeza las últimas palabras de Koch: ¿qué querría su hermano que hiciera? La pregunta era más compleja de lo que creía el alemán. Como había dicho Magda en una ocasión, Hans estaba casado con su trabajo, y había pocas posibilidades de que renunciara a una operación importante, ni siquiera para salvar a su mujer y a su hija.
Pero Hans no estaba allí. No era su decisión, y ya puestos, tampoco era su hija.
¿Qué diría Magda?, se preguntó al llegar a la puerta de la casa, que seguía entreabierta tras su precipitada marcha. Como Hans, diría que no lo hiciera, que no valía la pena que se pusiera en peligro una operación que podía ayudar a muchas personas, a cambio de su vida. Al menos eso habría dicho si solo estuviera en juego su propia vida, pero con su hija, a la que quería por encima de todo, sin duda sería otra historia.
Roger vio a Anna como aquella mañana, con los brazos levantados hacia él, y comprendió que no tenía elección. Se detuvo indeciso en el recibidor. ¿Qué podía entregarle a Koch que fuera valioso? De pronto recordó los papeles que había visto. Fue corriendo al despacho y abrió el cajón. Cogió una parte del dinero, pensando en sobornar a Koch. Pero por su breve encuentro con aquel hombre sabía que no lo movía el afán de lucro. Solo se conformaría con una información que impulsara su carrera.
Apartó el dinero y sacó los papeles. Se quedó con la boca abierta al ojearlos. Su instinto le decía que su hermano formaba parte de la resistencia, pero no tenía ni idea de la magnitud de su labor. ¿Cómo era posible que Hans, solo unos cuantos años mayor que él, hubiera hecho tanto? Al parecer, había organizado el rescate de miles de judíos, arreglando papeles que les permitieron emigrar de Polonia, Alemania y varios países más. Pero todos los documentos estaban relacionados con operaciones que ya habían tenido lugar y que no interesarían a Koch.
Siguió revisando. Entre las hojas amarillentas había una carta en la que se detallaba la visita de una delegación a un campo de concentración de Checoslovaquia, llamado Theresienstadt. El plan consistía en ayudar a varias personas a abandonar el campo con el pretexto de un intercambio. Los documentos tenían fecha de dos semanas antes, y parecían referirse a acontecimientos que aún no se habían producido. ¿Era eso lo que Koch tenía en mente? Roger registró el resto del cajón y no encontró nada más de interés. Aquello tendría que servir.
Cuando iba a salir del despacho se detuvo ante la ventana y miró el patio de la sinagoga. Las personas a las que Hans estaba intentando salvar en ese campo eran como los judíos que se habían llevado ante sus propios ojos. Si trastornaba el plan, no quedarían libres. ¿Podía poner en peligro la vida de tantos desconocidos para proteger a las dos personas que más quería en el mundo?
Reflexionando, dobló los documentos, y cuando iba a guardarlos en un bolsillo del abrigo rozó algo grueso, de lana. Sacó el mitón que Magda había tejido para él y acarició la áspera lana. Tenía que encontrar la manera de salvar a Magda y a Anna, pero sin tirar por la borda la vida de los demás ni convertirse en un hombre al que Magda despreciaría.
Un telegrama, decidió al fin. Le entregaría los documentos a Koch, y en cuanto recuperase a Magda y a Anna enviaría a Hans un recado urgente diciéndole que el plan corría peligro, lo que permitiría a su hermano volver a organizar las cosas. Hans debía de tener un plan de emergencia alternativo, y entonces todos estarían a salvo. Contento, se guardó los documentos y salió a toda prisa de la habitación.