16

—¿Krim… Krimin…?

Arthur Holly entornó los párpados ante la tarjeta blanca que acababa de pasarle Sinclair. Aunque sólo eran un poco más de las dos, las luces del despacho de Bennett, incluida su lámpara de escritorio con pantalla verde, estaban todas encendidas. Fuera, el manto de niebla presionaba contra los cristales de la ventana, reduciendo la escasa iluminación procedente del cielo a un tenue fulgor uniforme, del color del agua turbia. Habían transcurrido menos de veinticuatro horas desde su último encuentro.

—¿Krim-in-al…? —Holly frunció el ceño. La palabra con la que estaba peleándose —Kriminalinspektor— no era una con la que estuviera familiarizado, y le estaba costando trabajo articular las aparentemente interminables sílabas.

—Es un inspector de policía alemán, Arthur —acudió Sinclair al rescate—. Un poli, igual que nosotros.

Holly resopló, poco convencido. Desde la reunión del día anterior lo asaltaban las dudas sobre lo acertado de permitir que un extranjero compartiera sus deliberaciones sobre un asunto tan delicado… dudas que le había expresado a Sinclair en privado un poco antes. El hecho de que su visitante fuera alemán —o «tudesco», como prefería llamarlo el superintendente— no hacía sino empeorar las cosas.

—Probs… Prost… —Ahora se las estaba viendo con el nombre—. ¡Probst! Eso es. Hans-Jo… ¿Hans-Joa?

—¡Hans-Joachim Probst! ¡Por el amor de Dios, superintendente! —A Bennett se le agotó la paciencia. Llevaba toda la mañana de un humor de perros.

—Gracias, señor. —Impertérrito, Holly se levantó y devolvió la tarjeta al secante de su superior. Había llegado hacía unos minutos, despachada desde recepción con la noticia de que su propietario aguardaba en el vestíbulo de la planta baja. Bennett había ordenado que lo condujeran inmediatamente arriba, a su oficina del primer piso.

El emisario de Nebe llegaba con retraso —se habían pasado la mañana entera esperándolo— pero no por su culpa. La niebla del canal había provocado demoras en el tráfico de ferris, y cuando Sinclair llamó por teléfono a la estación de Victoria fue para descubrir que el tren procedente de Berlín no arribaría hasta pasada la una. A y veinte, el inspector Probst había telefoneado para anunciar su llegada. Olvidándose de que la niebla también obstaculizaría a los taxis, Bennett había mandado llamar a Holly y Sinclair sin perder tiempo, motivo por el cual los tres llevaban todo este rato en su oficina, mano sobre mano.

Sinclair se fijó ahora en el comisario adjunto y reparó en su mirada de preocupación y su pálido aspecto. Se preguntó cómo habría pasado la noche sir Wilfred. La suya distaba de haber sido apacible. Ningún policía podía contemplar la detención de un alto cargo del gobierno sin cierta preocupación: un alto cargo del gobierno, para más señas, con acceso a los más selectos círculos sociales del país. Dadas las terribles acusaciones que pronto habrían de lanzarse sobre Philip Vane, el caso tenía toda la pinta de ser una pesadilla en ciernes. No podía haber fisuras, de eso no le cabía ninguna duda al inspector jefe. El tiro por la culata de una investigación fallida sería letal. Y de ellos tres, el que más tenía que perder era el comisario adjunto.

Llamaron suavemente a la puerta. La secretaria de Bennett asomó la cabeza.

—El caballero alemán está aquí, señor.

—Hágale pasar, por favor, señorita Baxter. —Bennett se puso de pie, y los otros dos siguieron su ejemplo. Cuando entró su visitante, el comisario adjunto salió de detrás de su mesa y le tendió la mano—. ¿Inspector Probst?

—¡Sir Wilfred! —Probst acompañó el apretón de manos con una reverencia rígida. Era un hombre entrado en la treintena, de pelo rubio y rizado con entradas que le alargaban la frente alta. De constitución delgada, llevaba puesto un traje de corte pasado de moda y una camisa de almidonado cuello alto. Tanto su apariencia como su porte se le habían antojado a Sinclair remilgados y estirados hasta que los dos hombres fueron presentados, momento en que el inspector jefe se encontró asomado a un par de ojos tan fríos y atentos como los suyos, aunque no exentos de un dejo de humor en sus azules profundidades.

Alertado, observó con atención a su visitante mientras Bennett lo conducía a la mesa de reuniones. La impresión inicial de rigidez y formalidad que le había dado el inspector se disipó enseguida. De hecho, teniendo en cuenta que acababa de realizar un viaje tan largo como agotador y que ahora debía hacer frente a una reunión complicada entre desconocidos —y en un idioma que no era el suyo— la serenidad de Probst era admirable. Mientras los demás se sentaban a su alrededor, deshizo con calma las correas de su maletín y sacó una gruesa carpeta, sujeta con cinta negra, que dejó encima de la mesa ante él.

—Antes de comenzar, inspector… ¿le puedo ofrecer un refrigerio? ¿Café? ¿Té? ¿Algo de comer, quizá? —Bennett había ocupado la cabeza de la estrecha mesa de roble y situado a Holly y Sinclair a ambos lados de él, frente a Probst. Lejos de guardar la compostura, el comisario adjunto se revolvía nervioso en su silla, mirando de reojo a la niebla agolpada en la ventana, como si buscara inspiración en ella, en contraste con su visitante, que sin apresurarse ordenó los papeles de su carpeta mientras aguardaba el comienzo del proceso.

—Gracias, sir Wilfred. Comí algo en el tren. Un poco de agua será suficiente. —Con una sonrisa y un asentimiento de cabeza Probst alcanzó la jarra que había encima de la mesa y se sirvió un vaso.

—Me gustaría comenzar diciendo cómo me alegra descubrir que habla usted nuestro idioma con tanta soltura. —Remiso a ir directo al grano, el comisario adjunto seguía buscando excusas para ganar tiempo—. De lo contrario, me temo que habría tenido que encargar un intérprete, algo que preferiría evitar, dadas las circunstancias. —Lanzó una mirada cargada de intención al inspector, deseando tal vez descubrir por adelantado si el asombroso hallazgo realizado por los representantes del Yard había llegado ya a oídos de sus colegas berlineses. El discreto cabeceo que dio Probst a modo de respuesta, sin embargo, no arrojó la menor luz sobre esa cuestión, ni para bien ni para mal.

—Es usted muy amable al halagar mi inglés, sir Wilfred, pero el mérito es de una dama de Berlín, la señorita Adamson, natural de Durham. Durante años la visité dos veces a la semana, y es gracias a ella que estoy familiarizado con las obras de sir Walter Scott y Robert Louis Stevenson, todas las cuales le leí de la primera página a la última. Un placer para mí, a buen seguro, aunque tal vez no tanto para la pobre señorita Adamson, puesto que dichos libros se diría que eran los únicos que empleaba a tal fin; y contaba con un nutrido alumnado.

Sinclair se dio cuenta, divertido, de que era su visitante el que se había propuesto calmar los nervios de sus anfitriones.

—Sin embargo, quizá le interese saber dónde aprendí el idioma por primera vez —continuó Probst—. Fui prisionero en un campamento militar. A comienzos del conflicto… fue en 1915… salté por los aires… ésa es la expresión correcta, ¿verdad?, ¿saltar por los aires? —Sus ojos azules resplandecieron—. Al despertar me encontré en un hospital de campaña británico, y pasé el resto de la guerra en un campamento cerca de la ciudad de Carlisle, aprendiendo no sólo inglés sino también el arte de confeccionar cestos de mimbre y levantar muros de ladrillo. Rara vez he empleado mi tiempo de forma más útil, ni antes ni después de aquello.

Este largo discurso, observó Sinclair, pareció surtir el efecto deseado en Bennett. El comisario adjunto estaba sentado con la barbilla apoyada en una mano, escuchando atentamente. Un vistazo de reojo a Holly, a su otro lado, reveló una imagen bien distinta. Al parecer el espectáculo de un extranjero —un tudesco, nada menos— declamando en el inglés del rey con semejante aplomo había pillado desprevenido al superintendente, que lucía la incredulidad más absoluta plasmada en los rasgos.

Bennett se acomodó en su silla.

—Al grano, en tal caso. —Se volvió hacia Probst—. Herr Nebe nos informaba en su telegrama de que han estado investigando ustedes en Alemania una serie de asesinatos que muy bien podrían estar relacionados con los crímenes similares que aquí nos ocupan. Nos interesaría enormemente saber de ellos, así como cualquier otra cosa que pueda usted decirnos.

Probst asintió con la cabeza.

—He traído toda la información pertinente, sir Wilfred. Los asesinatos que estoy a punto de describir poseen una «firma» característica, una firma que quizá les suene de algo. De ser así, estamos dispuestos a brindarles toda la ayuda posible a fin de llevar a este hombre ante la justicia. Hablo no sólo en nombre de mis superiores de Berlín, sino también de la policía de Baviera.

—¿La policía de Baviera? —se sorprendió Bennett.

—En efecto, dos de los asesinatos a los que me refiero se cometieron allí. Los otros cuatro, en Prusia. Ocurrieron en un periodo de tiempo que comprende algo más de dos años entre diciembre de 1929 y abril del presente, momento desde el que no se ha vuelto a denunciar ninguno: ninguno, esto es, hasta que recibimos la noticia de su petición a la organización internacional.

—¿De modo que se han producido seis en total? —El comisario adjunto no terminaba de asimilar la macabra cifra.

—Seis, sí… aunque podrían ser más. —Probst los miró directamente.

—¿Por qué dice usted eso? —habló Holly.

—Por dos motivos, superintendente. En primer lugar, este asesino oculta los cadáveres de sus víctimas, o lo intenta. Creemos que lo que pretende es dejar un rastro frío… hallarse bien lejos cuando se encuentre el cuerpo. De modo que podría haber más cadáveres esperando a ser descubiertos. —Probst se encogió de hombros—. Entonces, ¿hay jóvenes desaparecidas?, me preguntarán ustedes. ¿Niñas desvanecidas? Por desgracia, la respuesta es sí, pero las razones para esto son múltiples, y no necesariamente relacionadas con este o cualquier otro caso criminal.

El inspector hizo una pausa, con el ceño fruncido.

—Como sin duda sabrán ustedes, mi país ha atravesado tiempos difíciles desde el fin de la guerra. Primero sufrimos el desplome de nuestra divisa, luego la Depresión. Hemos tenido reparaciones que pagar. Todo esto se refleja en nuestro clima político. La sociedad alemana se ha visto afectada, y uno de estos efectos es la disolución de muchas familias. Hemos visto mendigos… jóvenes obligados a subsistir en las calles. No hace falta que siga. Si este hombre buscaba víctimas con pocas probabilidades de ser echadas en falta no podría haber elegido un mejor territorio de caza que la Alemania de los últimos años.

—Sí, es comprensible, inspector… —Bennett se revolvió incómodo bajo la fría y ecuánime mirada del policía berlinés—. ¿Pero no podría facilitarnos usted algún detalle sobre estos asesinatos? Debemos decidir si se parecen a nuestros casos.

—Creo que así es —fue la pronta respuesta de Probst—. Aun por lo poco que hemos podido deducir de su petición a Viena, parece casi seguro que nos enfrentamos al mismo asesino. Pero dejaré que sea usted quien lo decida, sir Wilfred. —Mientras hablaba el inspector había sacado unos quevedos de manufactura antigua del bolsillo de su pechera, que se puso ahora para consultar los papeles de su carpeta; las lentes con montura dorada, apoyadas en el puente de su nariz, le prestaban un aire aún más distinguido y hacían que pareciese mayor de lo que en realidad era.

—Las víctimas en Alemania son todas muchachas de edades comprendidas entre los diez y los trece años. Ninguna de ellas había alcanzado aún la pubertad. En todos los casos hubo violación y estrangulamiento, seguidos de agresiones al rostro de la víctima, para lo cual, según han podido determinar nuestros forenses, el asesino se valió siempre de la misma arma, o de una idéntica.

—¿Un martillo, podría ser? —Sinclair formuló la pregunta en voz baja.

—Sí, un utensilio de albañilería corriente. —Probst levantó la cabeza—. ¿Es lo mismo con las víctimas de aquí? Su solicitud a la comisión no era específica al respecto.

Antes de que Sinclair pudiera responder, intervino Bennett:

—Nuestras conclusiones son muy parecidas a las suyas. Creo que podemos decir casi con absoluta seguridad que buscamos al mismo hombre. Aquí tenemos dos casos en proceso de investigación. Más sobre ellos después. Continúe, si no le importa… —Cruzó la mirada con el inspector jefe.

Probst volvió a encorvarse sobre su carpeta.

—Las pruebas que hemos conseguido reunir nos impulsan a creer que las niñas fueron recogidas, generalmente en una carretera, y conducidas en coche al escenario del asesinato, presumiblemente seleccionado con antelación. En los primeros dos casos, las niñas parecen haber sido asfixiadas o dejadas sin sentido antes de la agresión sexual. Pero en los cuatro casos siguientes se hallaron restos de cloroformo en los pulmones de las víctimas.

El inspector levantó la cabeza.

—Esta muestra de refinamiento en la técnica del asesino, si se puede llamar así, se nos antoja especialmente siniestra, como sin duda les ocurrirá a ustedes también. Como policías somos plenamente conscientes de lo peligrosos que se vuelven estos hombres tras desarrollar un método en el que predomina la repetición.

Hizo una pausa, se humedeció los labios y dedicó los instantes siguientes a recolocar los papeles en su carpeta. Mientras lo observaba, Sinclair comprendió que los ademanes secos y precisos del policía de Berlín eran en cierto modo una máscara: que, aun enfrascado en un árido recital de hechos, lo que estaba contándoles en realidad lo perturbaba profundamente.

—Nuestros dos primeros asesinatos tuvieron lugar en Prusia, ninguno de ellos muy lejos del mismo Berlín —prosiguió Probst su relato—. El tercero ocurrió en Baviera, en la región de Múnich. Lamentablemente, no se estableció de inmediato una conexión entre estos tres asesinatos. Como sin duda saben, Alemania carece de una fuerza policial unificada, o de una organización central como Scotland Yard, capaz de coordinar las pesquisas. Los estados y Lander se rigen por sus propios criterios. Por desgracia, el intercambio de información ha sido lento.

»Sin embargo, con los asesinatos cuarto y quinto, cometidos nuevamente en las proximidades de Berlín, por fin se hizo evidente que estábamos buscando a un solo asesino, y desde entonces las autoridades prusianas y bávaras colaboran estrechamente. Fue el sexto asesinato, en abril de este año, también en Baviera, lo que nos proporcionó finalmente una pista medianamente sólida. Aunque me temo que cualquier posible ventaja que hubiéramos podido obtener resultó costarles cara a ustedes. —Dedicó una mirada de contrariedad a sus interlocutores.

Bennett frunció el ceño.

—Supongo que se refiere a que ahora este hombre ha transferido sus actividades a Inglaterra.

—Sí, nos parece probable que las pesquisas que pusimos en marcha podrían haberle obligado a buscar sus víctimas en otra parte. Pero incluso aquí la situación sigue sin estar clara. —Probst volvió a tamborilear con los dedos encima de la mesa—. Un halo de misterio envuelve a este hombre.

En el silencio que acompañó a este comentario sonó el prolongado y plañidero pitido de una sirena de niebla procedente del río. Sinclair presintió la creciente inquietud de Bennett por el rumbo que estaba tomando la conversación. Intervino:

—Una pista medianamente sólida, decía usted. Háblenos de ello, inspector. ¿Qué sucedió con el último asesinato? En Baviera, ¿verdad?

—Sí, la víctima en este caso fue la hija de un granjero del distrito de Allershausen, al norte de Múnich. Encontraron su cuerpo en una zona boscosa no muy lejos de la carretera principal. El crimen estuvo a punto de tener testigos. La esposa de un leñador paseaba por el bosque y oyó los gritos de la pequeña, seguidos del sonido de unos fuertes golpes. Imaginándose que estaba teniendo lugar algún tipo de hecho violento, estaba a punto de regresar corriendo a su casa para buscar ayuda cuando oyó que se acercaba alguien. Aterrada, se escondió, tendiéndose boca abajo, demasiado asustada incluso para elevar la mirada a quienquiera que estuviese pasando por allí. Cuando se hizo nuevamente el silencio, levantó la cabeza y vio la figura de un hombre a cierta distancia. Se hallaba de rodillas, de espaldas a ella, agachado junto a un arroyo que la misma mujer acababa de cruzar poco antes. Estaba desnudo de cintura para arriba.

—¡Desnudo! —Arthur Holly volvió a la vida con un gruñido.

—Se había quitado la camisa… —El inspector vaciló—. Hay que entender el estado de ánimo en que se encontraba esta mujer en ese momento. Terror absoluto sería un término demasiado suave para describirlo. Lo único que vio fue que tenía los brazos salpicados de sangre y que estaba lavándose en el arroyo, tanto los brazos como el torso, aunque evidentemente no pudo verle el pecho.

—Ni la cara tampoco, supongo. —Sinclair presintió, más que oyó, el ligero suspiro de alivio que soltó Bennett en ese momento.

—¡No, por desgracia! Un momento después volvió a agachar la cabeza y así se quedó, inmóvil, hasta que le oyó regresar por el camino donde yacía ella, deprisa, pero sin correr. Sólo cuando estuvo segura de que el hombre no se encontraba en los alrededores se levantó y volvió corriendo a su casa, a casi dos kilómetros de distancia. —Probst levantó la cabeza y cruzó la mirada con Sinclair—. Cuando recibimos un informe de este incidente de la policía bávara… me refiero a quienes estábamos implicados en esta investigación en Berlín… nos sentimos desolados. Era como si se hubiera ido al garete una oportunidad de oro de identificar a nuestro hombre. Pero lo cierto es que la mujer vio más de lo que creía.

El inspector jefe soltó un gruñido.

—Sé que a veces ocurre —observó.

—Tras repetidos interrogatorios por parte de los detectives de Múnich, esta mujer consiguió añadir algunos detalles cruciales a su declaración inicial. Curiosamente, desde el principio se refirió al hombre que había visto como «Herr»… caballero, si lo prefieren… y por fin salió a la luz que el motivo de que pensara así eran sus ropas. Había visto de refilón su chaqueta, que estaba en el suelo junto a él, con su camisa y también sus zapatos, todo lo cual debió de darle la impresión de ser de buena calidad.

Probst levantó las manos en señal de tribulación.

—No era gran cosa para continuar, pero los detectives se pusieron manos a la obra de todos modos. Puesto que el asesinato había tenido lugar cerca de una carretera principal… la ruta más directa entre Múnich y Berlín, de hecho… asumieron que el asesino viajaba por ella cuando se encontró con su víctima. ¿Pero en qué dirección? ¿Norte o sur? Si se dirigía hacia el sur, a Múnich, las posibilidades de dar con él serían escasas. No tardaría en perderse en la ciudad. Pero si viajaba hacia el norte, la situación sería distinta. —El inspector hizo una pausa—. Recuerden que a estas alturas ya habíamos relacionado estos crímenes y sabíamos que el asesino debía de haber pasado bastante tiempo durante los dos últimos años en y alrededor de Berlín. De modo que era razonable asumir que si se dirigió al norte después de matar a la joven era porque en realidad estaría regresando a la capital.

Probst inspiró hondo. Su largo día por fin parecía estar pasándole factura; se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente.

—A uno de los detectives de Múnich se le ocurrió una idea. Puesto que el asesinato había tenido lugar entre las diez y las once de la mañana, ¿por qué conducir hacia el norte siguiendo la carretera de Berlín durante dos horas y buscar aquellos lugares donde el asesino podría haber parado a almorzar? Así lo hicieron. Hoteles, posadas, restaurantes. Todo en un radio de treinta kilómetros de carretera se cubrió, y se hizo la misma pregunta en todos los sitios: ¿recordaba alguien que un hombre bien vestido hubiera comido solo aquel día?

»Y no se detuvieron ahí. La policía publicó avisos en los periódicos, pidiendo que acudieran a declarar todos los motoristas que estuvieran en la carretera aquel día. Lo mismo se hizo en Berlín. Si les digo que la respuesta fue abrumadora, quizá se sorprendan, aunque no deberían. —Los ojos azules de Probst resplandecieron detrás de sus gafas—. Los alemanes somos un pueblo cumplidor de la ley. En exceso, dirían algunos. Las peticiones de la autoridad rara vez caen en saco roto. Una cantidad considerable de gente se personó no sólo para informar de su presencia en la carretera aquel día, sino para informarnos también de otros conductores en quienes se habían fijado y de los que se acordaban. De esta forma conseguimos hacernos una imagen asombrosamente detallada de quién estaba comiendo en los distintos establecimientos y eliminar a la mayoría tras efectuar las verificaciones oportunas. Nos quedamos con un puñado de hombres que seguían sin identificar y que no se habían presentado por voluntad propia. De éstos, uno en particular nos llamó la atención.

El inspector hizo una pausa para beber un sorbo de agua. Bennett consultó automáticamente su reloj de soslayo. El sonido de las sirenas de niebla había continuado de forma intermitente durante el largo recital que había estado escuchando, sonando las notas quejumbrosas tanto cerca como a lo lejos, despertando ecos río arriba y abajo.

—Este hombre fue visto por varios de nuestros testigos voluntarios que habían almorzado en un hotel de carretera cerca de Núremberg. Se estimó que tendría unos cuarenta años, y que estaba sentado solo en un rincón leyendo un libro mientras comía. Ni la camarera que lo atendió ni los demás testigos fueron capaces de proporcionarnos una descripción satisfactoria de él. Esto no nos sorprendió, sin embargo. En ocasiones se recuerdan rasgos poco usuales: una nariz grande, por ejemplo, o una cicatriz. Pero a menos que tengamos un motivo especial para fijarnos en alguien generalmente sólo nos formamos una impresión de él… ¿sí? Y la impresión general era que la apariencia de este hombre no tenía nada de extraordinaria. Estaba sentado con la cabeza agachada, leyendo su libro. Ni siquiera la camarera recordaba haberle mirado a los ojos. Pidió, comió deprisa, pagó y se marchó. Nuestros intentos por obtener algún tipo de imagen de su cara, empleando los servicios de un artista, fracasaron estrepitosamente. Algunos de los testigos ni siquiera fueron capaces de ofrecernos la menor sugerencia; otros aportaron imágenes tan dispares, unas de otras, que a efectos prácticos resultaban inútiles.

»Solamente una cosa acerca de él parecía fuera de lo común… destacable. —Con una mueca, Probst asintió para sí—. No podía considerarse una prueba. Era algo demasiado vago… demasiado impreciso. Y sólo volvimos a caer en ello más tarde, tras recibir aviso de su petición por parte de la organización internacional. Fue algo que dijo la camarera en su declaración original. —Probst hizo una pausa. Los miró intensamente—. Al preguntársele de dónde podría haber venido este hombre… si había reconocido algún acento regional en su voz… respondió que no. «No parecía ser de ninguna parte». Esas fueron sus palabras exactas, traducidas del alemán. Les pedimos a nuestros colegas bávaros que volvieran a preguntarle, y esta vez fue un poco más concreta.

El ambiente alrededor de la mesa se había vuelto tenso. Bennett, alertado por una nota nueva en la voz del inspector, se inclinó hacia delante en su silla, con la mirada fija en el rostro del detective alemán. Probst había guardado silencio una vez más, quizá para subrayar la importancia de lo que estaba a punto de decir. Prosiguió ahora:

—Dijo haberse preguntado si sería incluso alemán.

—¿Se refería a que era extranjero? —Sinclair recuperó el habla antes que los demás. Una mirada de reojo a Bennett lo reveló sentado como una esfinge. Holly, junto a él, arrugó el entrecejo.

—Quizá, aunque no fue eso lo que dijo. No de esa manera. El alemán de aquel hombre era impecable, verán ustedes… al menos a sus oídos. No, volvemos a hablar de impresiones. Sencillamente tenía el pálpito de que no era uno de los nuestros. —El inspector sacudió la cabeza, apesadumbrado—. Al principio, como decía, no le dimos mucha importancia a este aspecto de su declaración. Después de todo, ella misma parecía insegura. Pero al recibir la noticia de su petición, tuvimos motivos para recapitular.

Probst se quitó los anteojos. Los miró de uno en uno, dejando al comisario adjunto para el final.

—Creemos que la campaña periodística que lanzamos logró que este hombre huyera de Alemania, sir Wilfred. En los últimos seis meses no se ha vuelto a tener noticias de unos asesinatos de esta clase en mi país. Mientras tanto, no obstante, se diría que aquí se ha vuelto activo. Al recordar lo que tenía que decir la camarera de aquel hotel, y puesto que optó por venir a este país y no a otro, deduzco que hay una pregunta que todos debemos plantearnos: Este hombre al que buscamos, ¿podría ser inglés?

Bennett se retrepó en su silla, con los eslabones dorados de la cadena de su reloj rutilando sobre el fondo oscuro del chaleco. Conforme el atardecer languidecía y en el exterior se acrecentaba la penumbra del día nubloso, las luces del despacho del comisario adjunto se habían vuelto más brillantes. Reprimió un bostezo.

—Ha sido una jornada larga, y todos tenemos mucho sobre lo que reflexionar. No sé ustedes, pero a mí no me vendría mal una noche de sueño reparador. Sugiero que volvamos a reunirnos en mi oficina mañana por la mañana para que podamos sentar las bases de nuestra futura cooperación, antes de que el inspector Probst regrese a Berlín.

Sinclair se sintió aliviado al escuchar las palabras de Bennett. Llevaba un buen rato sentado en silencio, rumiando su pipa, remiso a seguir formando parte de lo que cada vez más le parecía una farsa. Antes, se había producido un descanso en el proceso; el intervalo lo había propuesto sir Wilfred, con el pretexto de tener un par de asuntos urgentes, sin relación con el caso, que requerían su atención y no podían esperar, una excusa tan transparente, al menos a los ojos de Sinclair, que éste se preguntó si Probst no se habría dado cuenta también.

Pero el inspector berlinés lo había acompañado sin hacer comentarios a una sala de espera cercana reservada para las visitas importantes. El refrigerio de su elección, ofrecido por Sinclair, había resultado ser té… «al estilo inglés», según él mismo lo había expresado, con una chispa de humor en sus ojos azules.

—La señorita Adamson siempre nos daba emparedados y torta de madeira.

El inspector jefe había informado consiguientemente al personal del comedor (mientras para sus adentros le deseaba buena suerte con el resultado a su invitado) antes de apresurarse a volver al despacho de Bennett, donde halló al comisario adjunto y a Holly sumidos en la desesperación.

—¡Seis asesinatos, dice! Y podría haber más. Esto es una calamidad, inspector jefe.

Contra esa observación, al menos, Sinclair no tenía nada que argumentar. Pero así y todo debía ajustar una cuenta con el comisario adjunto.

—Con el debido respeto, señor, ¿por qué le ha dicho usted que sólo teníamos dos en nuestras manos? Es prácticamente seguro que el caso de Henley está relacionado, y el factor tiempo le da un cariz completamente distinto al asunto.

—En este caso, «prácticamente seguro» es el quid de la cuestión, inspector jefe. —La respuesta de Bennett había sido brusca. Estaba claro que no le gustaba la nota de acusación de la voz de Sinclair—. Mire, ya han deducido que el asesino podría ser súbdito británico. Si le decimos a Probst que en 1929 se produjo un asesinato relacionado, obra de alguien que luego desapareció durante tres años, tiempo durante el cual ocurrieron seis muertes más en Alemania, casi con toda probabilidad se preguntará qué clase de individuo estaría en posición de llevar semejante existencia: viviendo primero en un país, después en otro, y como en casa en los dos. E igualmente probable es que se le ocurra la idea nada descabellada de que se trata de un diplomático, o de otra persona acreditada. Hasta que estemos seguros de Vane, hasta que lo hayamos interrogado, no pienso permitir que aflore a la superficie nada que sugiera que el autor de estos crímenes podría ser un oficial británico.

—Es una precaución sensata, Angus. —Holly había añadido su peso a la discusión—. No tiene sentido levantar la liebre. ¡Piensa en las implicaciones!

Sinclair no se había olvidado de ellas; ni tampoco Probst, al parecer. Y aunque el punto de vista del policía alemán, por lógica, difería del suyo, los temores que finalmente había expresado al término de la larga tarde eran incómodamente parecidos a los de sus contrapartidas británicas.

Antes de llegar a ese punto, sin embargo, y con la reanudación de la reunión tras el descanso declarado por Bennett, el inspector había recibido un resumen detallado de las investigaciones policiales en curso sobre los asesinatos de Bognor Regis y Brookham. A petición de Bennett, y bajo su atenta mirada, Sinclair había guiado a su colega alemán por etapas a través de la historia de la investigación en Gran Bretaña, desde el hallazgo del primer cuerpo en Surrey a la paulatina comprensión de no estar enfrentándose a un agresor sexual corriente.

—No sabíamos a qué nos enfrentábamos hasta que se descubrió el segundo cadáver cerca de la costa, en Sussex. Hasta entonces la búsqueda se había concentrado en encontrar a este vagabundo. Me temo que la policía de Surrey seguía una pista equivocada.

—¿Qué los impulsó a ponerse en contacto con Viena, si se me permite la pregunta? ¿Tenían algún motivo para creer que este hombre podría haber estado en el extranjero?

La pregunta era obvia, pero puesto que una respuesta sincera supondría desvelar detalles del supuesto asesinato ocurrido en Henley hacía tres años, Sinclair se había visto obligado a refugiarse tras una cortina de humo.

—Ninguna razón en particular. Pero nos pareció que este asesino podría haber matado antes. Sus crímenes poseían una característica definitiva: el vapuleo de los rostros, el hecho de que llevara un martillo encima para esa tarea. En este país no existía ningún historial de un criminal así, de modo que se nos ocurrió buscar en otra parte. —Al mirar a Bennett de reojo mientras producía su fárrago de mentiras y verdades a medias, al inspector jefe le satisfizo ver que su superior tenía la cortesía al menos de sonrojarse.

Probst, entretanto, había estado escuchando atentamente.

—Quizá les interese saber lo que tiene que decir sobre estos casos uno de nuestros psiquiatras forenses más importantes —observó—. El profesor Hartmann, de la Universidad de Friedrich Wilhelm, en Berlín. Opina que si bien los apetitos sexuales del asesino podrían ser la razón original de estos crímenes, la necesidad de agredir los cuerpos de sus víctimas posteriormente pasa a ser ahora el elemento dominante de su psicosis, de ahí el ritual cada vez más elaborado que lleva a la destrucción de sus caras.

Sinclair recordó el similar juicio profético que había escuchado por boca de Franz Weiss tan sólo unas semanas atrás e hizo una mueca, pero guardó silencio.

A las cinco en punto, Bennett declaró un alto, y mientras las campanadas del Big Ben sonaban tenuemente, flotando en la neblinosa oscuridad procedentes de Westminster, su visitante se dirigió a ellos por última vez, haciendo un llamamiento que al menos uno de sus interlocutores encontró conmovedor, si bien no mitigó la culpa que sentía, sino que la acrecentó. Angus Sinclair no se sentía orgulloso de que sus colegas y él hubieran conseguido ocultar sus peores sospechas al Kriminalinspektor.

—Mis superiores me han pedido que haga hincapié en la importancia que dan a resolver este caso lo antes posible. Al margen de la tragedia humana implicada, cree que contiene peligros de los que todos deberíamos ser plenamente conscientes. Estas son las «circunstancias especiales» a las que se refería Herr Nebe en el telegrama que le remitió, sir Wilfred. Aunque desconocemos todavía la identidad del hombre al que buscamos, es probable que sea alemán o inglés. Esto es irrelevante. Lo que cuenta, creemos, es que unos crímenes tan brutales, cometidos por un súbdito de un país contra los hijos de otro, tienen todas las papeletas de recibir la peor de las publicidades, y dada la reciente historia compartida de nuestras dos naciones podrían surgir quienes, en uno u otro país, intenten sacar tajada de esta situación tan espantosa. Por nuestra parte, estamos dispuestos a evitar dicho resultado, y se me ha autorizado a ofrecerle a Scotland Yard la cooperación plena de las autoridades prusianas y bávaras a fin de llevar a este hombre ante la justicia.

Probst se quedó callado. Sin embargo de su porte se deducía que aún no había terminado de hablar, y los demás esperaron pacientemente mientras el inspector de Berlín se quedaba sentado con la cabeza agachada, poniendo sus ideas en orden. Cuando levantó la cabeza, la intensidad de su mirada sorprendió a Sinclair.

—Mis conocimientos de inglés son la razón principal por la que se me eligió para esta misión. Pero algunos de mis colegas, sabedores de que comparto sus sentimientos, me han insistido para que les transmita la plena extensión de nuestro interés en este caso. —Hizo una pausa de nuevo, consciente del creciente interés de sus oyentes. Bennett estaba mirándolo fijamente, sin parpadear.

—Dicho esto, debo dejar claro que mi autoridad no alcanza para comentar el tema que me propongo plantear ahora, por lo que mis palabras deben entenderse como una opinión personal no sancionada por mis superiores. Ya he mencionado de pasada cuáles son las condiciones en Alemania. Sin duda sabrán ustedes cuan inestable es nuestra escena política desde el fin de la guerra. No ha mejorado en las últimas semanas. Ni yo ni nadie puede decirles qué gobierno tendrá mi país dentro de tres meses, tan sólo que bien pudiera estar dirigido por un partido cuyos líderes carecen de escrúpulos.

—Supongo que se refiere usted a los nazis —observó Bennett, y su interlocutor asintió.

—No quiero lanzar contra ellos ninguna acusación sin fundamento. Es un hecho comprobado. Se jactan de ello. Lo que otros podrían considerar decencia humana es para ellos una debilidad a explotar. No puedo adelantarles cómo afrontará una situación como la que nos ocupa una autoridad policial dirigida por tales personas.

Pero una cosa es segura: muchas cosas van a cambiar en Alemania si se alzan con el poder, y tanto yo como la gente por la que hablo queremos subrayar lo urgente que nos parece poner fin a este caso espantoso antes de que se produzcan dichos cambios.

Los miró de uno en uno.

—Hagamos todo cuanto esté en nuestras manos por identificar, detener y llevar ante la justicia a este hombre —les imploró—. Y hagámoslo pronto.