30
—Correcto, inspector. Acabemos con esto.
Sinclair asintió con la cabeza para Braddock, y el policía de Midhurst gruñó a modo de respuesta. Se giró hacia el sargento Cole, de pie a pocos pasos de distancia, en la linde del bosque, junto a los demás, e hizo un gesto con la mano. El sargento murmuró algo a los hombres, que emprendieron el descenso de la pendiente.
—No parece que nos haya visto —musitó Braddock. Se caló la gorra en la cabeza—. Cuando oigan mi silbido, significará que avanzamos. —Partió en pos de los hombres.
Sinclair inspiró hondo y expulsó el aire despacio. Vio cómo los hombres se dividían en dos grupos, con uno de los grupos dirigiéndose hacia la parte delantera de la casa de campo, cercada en tres lados por un seto de tejo tan alto como una persona, y el otro asumiendo posiciones en la parte posterior, detrás de un cobertizo de madera. Ocho en total, incluían cinco detectives —los hombres que estaban más cerca de la comisaría cuando se recibió la dirección de Lang— y tres oficiales uniformados. La fuerza se había reunido apresuradamente a orden de Sinclair y apelotonado en un par de coches. Pero no antes de que dos de los detectives, los más experimentados, se equiparan con revólveres.
—No tengo motivos para creer que Lang lleve encima una pistola —había dicho el inspector jefe a sus colegas de Midhurst—. Pero no pienso correr ningún riesgo.
Recordando ahora sus propias palabras, miró de soslayo a Madden, que estaba de pie junto a él, con Billy Styles a su lado. Antes de salir de Midhurst había solicitado, y recibido, de su antiguo socio la promesa explícita de no implicarse en la operación policial que estaba a punto de llevarse a cabo.
—No hace falta que te preocupes, Angus. —Madden se había mostrado divertido—. Es lo último que me apetece. Tú enséñame a este hombre esposado. Es lo único que pido.
Tranquilizado, pero remiso a dejar nada al azar, Sinclair había buscado un momento a solas con el más joven de los dos.
—No te separes del señor Madden ni un momento —le había advertido a Billy—. No debe ponerse en peligro. ¿Me he explicado con claridad?
Al bajar las escaleras del despacho de Braddock, el inspector jefe había encontrado a su antiguo colega esperando en la sala del DIC con los detectives ya reunidos allí. La noticia de cómo se había adquirido la dirección de Lang ya había llegado hasta sus oídos pero, aparentemente ajeno a las mirada de soslayo lanzadas en su dirección, Madden se había quedado de pie con los brazos cruzados enfrente del póster del hombre buscado, con la mirada fija en el espectral semblante blanco de ojos cavernosos.
Sabedor de que sólo una orden directa por su parte evitaría que los acompañara, Sinclair había optado por la segunda mejor solución y sugerido que viajaran juntos en el coche de Madden, llevándose con ellos a Braddock y Styles. Siguiendo la cola del convoy, habían conducido hacia el oeste fuera de la ciudad, siguiendo los carteles de Petersfield, pero pronto giraron al sur por una carretera secundaria que bajaba por un valle sobre el que señoreaba una larga cordillera boscosa. La dirección proporcionada por los archivos de la biblioteca no había sido difícil de localizar. Pit Lane, un mero sendero en el mapa de los servicios de cartografía, había conducido en su día a una mina de creta, ahora abandonada. Se encontraba al pie de las Downs, a menos de dos kilómetros de la aldea de Elsted.
—Uno de mis muchachos cree conocer la casa. —Braddock se había inclinado desde el asiento trasero para murmurar al oído de Sinclair—. Tiene una chica en Elsted. La vieron una vez mientras paseaban. Le dijo que pertenecía a una anciana que había tenido que ingresar en una residencia y se ofrecía en alquiler. De eso hace seis meses.
—¿Por qué no figuraba en las listas de los agentes inmobiliarios? —había preguntado Sinclair.
—No estoy seguro, pero puede que la mujer la anunciara de manera particular, en algún periódico. ¿Y ahora qué pasa?
El inspector había fruncido el ceño cuando los coches que tenían delante se detuvieron; al parecer había un obstáculo. Estaba a punto de salir para investigar cuando el convoy reanudó la marcha y vieron que había obras en la carretera. Un grupo de hombres armados con picos y palas estaban de pie en la cuneta mientras uno de ellos daba paso a los vehículos. Se habían quedado mirando fijamente los uniformes de policía visibles a través de las ventanillas.
Dos kilómetros más adelante los coches habían vuelto a aminorar, esta vez para salir de la carretera asfaltada y tomar un estrecho sendero cuajado de baches, sin más indicación que un letrero blanco en el que se leía el nombre de «Downsview», acompañado de una flecha. Atravesaba una depresión en la sierra, al otro lado de la cual podía verse una casa de campo situada algo más abajo en la ladera. De ladrillo, al estilo de la región, daba a una vasta extensión de pastos ondulantes que llegaban hasta las lejanas Downs, cuyas redondeadas crestas verdes quedaban ocultas por la niebla y las nubes bajas.
Los coches habían aparcado antes de llegar a la casa, en la linde de arboles, y Sinclair se había apeado con Braddock para estudiar la situación. De inmediato habían reparado en una voluta de humo que salía de la chimenea en el tejado. Sinclair había ordenado a los hombres salir y reunirse al filo de la arboleda. Mientras lo hacían se había encendido una luz en la parte de atrás de la casa de campo y la figura de un hombre se había dejado entrever por la ventana.
—Entraremos por ambos lados, delante y detrás. —A un cabeceo de Sinclair, Braddock había emitido las órdenes necesarias a sus hombres—. Nada de hablar hasta que esto haya terminado. Ni una palabra… ¿está claro? Cuando toque el silbato, muévanse. Y no se molesten en llamar a la puerta. Entren y agárrenlo.
Al ver ahora cómo los hombres de abajo ocupaban sigilosamente sus posiciones, Sinclair sintió cómo se le aceleraba el pulso. Una mirada de reojo a Madden lo mostró igualmente tenso, con la mirada fija, entornados los ojos. Los hombres en la parte posterior de la casa estaban ya en sus puestos; el resto, dirigidos por Braddock, caminaban a hurtadillas junto al costado de la casa, con las cabezas agachadas. Cuando llegaron a la esquina del seto, giraron a la derecha y desaparecieron.
—Es la hora… —El inspector jefe se descubrió sin aliento de repente—. ¿Deberíamos acercarnos un poco más?
Deliberadamente, sin prisa, bajaron por la cuesta de hierba hasta donde el sargento Colé y dos de los detectives estaban escondidos tras el cobertizo detrás de la casa. El sargento estaba espiando por la esquina. Al oír sus pasos miró atrás, con un brillo de anticipación en los ojos.
—Ni rastro de él —susurró—. Pero la luz sigue encendida dentro.
En ese momento hendió el silencio el pitido estridente de un silbato de policía. Colé reaccionó como un perro de presa liberado de su correa.
—¡Vamos! —gritó, saltando hacia delante.
—Hace menos de una hora… está usted seguro, ¿verdad, señor Meadows?
Teléfono en mano, Sinclair dirigió su pregunta a la figura derrengada en el sofá. Tras recibir un asentimiento de cabeza por toda respuesta, habló para el auricular:
—No ha tenido tiempo de ir a ninguna parte, Arthur. A los puertos del canal no, desde luego, y tampoco a Southampton. Pero quiero que estén todos alerta… Sí, soy consciente de que ya se ha hecho hoy. Pero éste es un aviso concreto. Sabemos que está en camino. Y quiero que se propague. Bristol. Liverpool. Dondequiera que pueda conseguir un pasaje.
El inspector jefe hizo una pausa para escuchar, mordiéndose el labio y mirando a hurtadillas de Madden, que se encontraba cruzado de brazos junto a la chimenea, con el ceño cincelado de arrugas. A su lado, Billy Styles estaba de rodillas ante el hogar: removiendo cuidadosamente las cenizas en la rejilla aún humeante, aunque con pocas esperanzas de encontrar nada. Ni rastro de su presa, ni una sola pieza de evidencia física que se pudiera relacionar con Gastón Lang, se había encontrado todavía: ni en la sala de estar, donde se hallaban, ni en ninguna otra parte de la casa, que todavía resonaba con los pasos de los detectives. Lo único que sabían a ciencia cierta era que Lang en persona había estado allí no hacía ni una hora. Y ahora se había ido.
—Sí, el señor Henry Meadows… —Sinclair había empezado a hablar de nuevo. Miró de reojo al hombre del sofá, quien, en pleno proceso de intentar meterse los faldones de la camisa dentro de los pantalones, se incorporó a medias, como si respondiera a su nombre—. Trabaja para un procurador de Midhurst llamado Bainbridge.
La dueña de la casa de campo es clienta de Bainbridge y éste estaba encargado de la cesión. Se anunció en un periódico local. Lang, o De Beer, como ellos lo conocían, se presentó en el despacho sin avisar… esto fue a comienzos de agosto… e hizo una oferta. Al parecer a Bainbridge no le hacía mucha gracia el asunto… Lang no tenía referencias… pero tras hacer una oferta en efectivo y acordar una fianza dejó que se la quedara. El viernes Lang llamó por teléfono y anunció que se iba. Aunque había pagado hasta finales de año, no pidió que se le devolviera ningún dinero. Pero Bainbridge pensó que lo mejor sería enviar uno de sus empleados igualmente para hacer inventario. Meadows dice que supuestamente debían hacerlo juntos, pero cuando llegó aquí Lang informó de que partía de inmediato y tendría que encargarse solo. Estimo que lo perdimos por media hora, no más.
La amargura del mal trago que había tenido que apurar se reflejaba en la expresión tensa del inspector. Enfadado y contrariado, había necesitado todo el autocontrol que pudo reunir para manejar al desventurado Meadows, quien, estupefacto por la inesperada irrupción de detectives en la casa de campo y el trato brusco que había recibido, había demostrado ser un testigo de valor limitado.
—Este coche en el que se fue… ¿cuál era? —Casi antes de que el empleado hubiera recuperado la calma, Sinclair había empezado a presionarlo—. ¿Qué modelo?
—Lo siento, señor. La verdad, no sabría decirlo…
Meadows, rubio y gordinflón, había sido llevado al sofá y se le había ofrecido un vaso de agua, pero ni una cosa ni otra le habían templado los nervios. Descubierto en la sala de estar por los detectives que habían entrado en tropel por la puerta principal, fue tirado al suelo y mantenido inmóvil allí varios segundos, y aunque pronto comprendieron que no era su hombre, la experiencia lo había dejado poco menos que sin habla durante unos valiosos minutos, mientras el inspector jefe deambulaba de un lado para otro, expectante.
—Yo nunca he tenido coche, sabe usted. Me muevo en bici…
Jadeando todavía, Meadows había hecho una pausa para arreglarse la corbata, torcida durante la refriega, y había tardado en fijarse en la mirada iracunda de Sinclair.
—Era negro, eso sí… el coche, quiero decir. El señor De Beer lo había sacado del garaje. Estaba guardando la maleta cuando llegué, metiéndola en el asiento trasero.
—Esa maleta que dice… ¿podría describirla? ¿Tamaño… color… algo?
Las carnosas mejillas de Meadows se habían puesto más coloradas aún. Con los ojos anegados de lágrimas, había mirado fijamente a su torturador.
—A lo mejor era marrón, señor, pero no estoy seguro. Sólo era una maleta…
Sinclair había compartido ya esta información con el superintendente Holly en Londres, solicitando que se trasmitiera a las autoridades portuarias, incluidos los oficiales de aduanas.
—El coche está claro que es un sedán de cuatro puertas, aunque eso no sea de gran ayuda.
Mirando su reloj de soslayo ahora, puso fin a su conversación.
—Debo encontrar a este tal Bainbridge, el procurador de Midhurst, y contarle lo ocurrido. Quizá tenga más información. Estaremos allí un rato. Quiero que un equipo forense registre la casa. Al parecer Lang la ha dejado limpia. Pero podríamos encontrar una huella en alguna parte.
Cuando colgaba el teléfono, entró Braddock. Se había acercado al garaje para ver si su presa se había dejado algo allí. Una rápida sacudida de cabeza le indicó a Sinclair que su búsqueda había sido infructuosa.
—No hace falta que se quede usted, inspector. —Sinclair sacó su pipa y su tabaco—. Puede llevarse a los oficiales uniformados si quiere. Pero devuelva el coche, si no le importa. Lo necesitaremos más tarde.
Meadows se revolvió incómodamente en el sofá.
—¿Qué hay de mí, señor? ¿Puedo irme? Debería informar al señor Bainbridge.
—Podrá hacerlo dentro de un momento, cuando lo llame por teléfono. Pero ahora mismo lo quiero a usted aquí. Quizá se acuerde de algo útil.
El inspector jefe no había pretendido que sus palabras sonaran tan duras, pero Meadows se ruborizó al oírlas y su desdicha pareció incrementarse. Ajeno a ello, Sinclair cruzó la mirada con Madden e indicó la puerta principal, invitándolo a salir al jardín.
—Lo teníamos, John. Y ahora, Dios santo, lo hemos perdido. —Esperando sólo a que la puerta se cerrara tras ellos, Sinclair dio rienda suelta a su frustración.
—No lo des por sentado, Angus. —Al ver la preocupación en el rostro de su amigo, Madden intentó apaciguarlo—. Quizá consigan echarle el guante en algún puerto.
—Lo dudo mucho. Ahora no intentará irse. Sabe que lo buscamos.
—¿Estás seguro de eso?
Sinclair se encogió de hombros.
—Ya has oído lo que dice Meadows. No quería perder ni un momento. Se iba.
Cabizbajo, el inspector jefe estudió el trocito de jardín que tenían ante ellos. A la mortecina luz del atardecer, gris como el plomo, el césped mojado, bordeado de arbustos y arriates, ofrecía un aspecto húmedo e inhóspito. Llevaba unos minutos manipulando su bolsa de tabaco, intentando llenar la pipa, pero como si incluso esta simple tarea lo derrotara, abandonó el esfuerzo y volvió a guardárselo todo en el bolsillo.
Madden soltó un gruñido.
—¿Crees que sabe lo de la búsqueda realizada en Midhurst?
—Es la explicación más evidente, ¿no? —Sinclair hizo una mueca—. El rumor habrá corrido como la pólvora. Quizá estaba allí, incluso, en la ciudad. Tiene una suerte endiablada, este hombre. —Sacudió la cabeza con amargura—. Desde ayer lleva un frasco de cloroformo en el bolsillo. ¿Significa eso que tenía una víctima en mente? ¿O es una simple precaución? Sea como sea, sólo puedo esperar que lo hayamos asustado. Pero ahora no me lo imagino cayendo en ninguna trampa. Gastón Lang no. Encontrará otro sitio donde ocultarse y esperar a que pase la tormenta. Cazarlo dependerá de otros. Si es que alguien lo consigue algún día.
Levantó la mirada por encima del seto y la dirigió a las lejanas Downs.
—No siento simpatía por la horca. Es una práctica bárbara. Pero nunca ha habido otro hombre al que tuviera tantas ganas de ponerle las manos encima. Sí, y al que esperara ver columpiándose. Pero ahora dudo que nos lo echemos a la cara. Hemos perdido nuestra oportunidad, y no tendremos otra. Se ha esfumado para siempre.