17

—¿Tú qué crees, papá? ¿Tenemos alguna oportunidad?

—Más que eso, espero. —Madden aminoró al ver una cuadrilla de obreros que estaban repavimentando la carretera más adelante. El viaje a Guildford duraba ahora menos de veinte minutos, en comparación con la media hora que requería cuando llegó a Highfield por primera vez—. Me parece que tenemos un buen equipo.

—¡Ya, pero si no conseguimos eliminar a Bradman!

La pesimista reflexión los sumió a ambos en el silencio, algo inusitado cuando viajaban juntos. Madden llevaba en coche a su hijo al colegio en Guildford todas las mañanas, y ya lamentaba el día, afortunadamente aún a dos años vista, en que Rob se iría al internado público de Hampshire.

—Seguro que lo hace mejor que nunca, como juegan en casa —predijo el muchacho, desmoralizado. Comentaban las posibilidades del equipo de criquet del MCC durante su inminente gira por Australia—. ¿Crees que podremos escuchar las retransmisiones por radio?

—No lo sé. Es mucha distancia. Y luego hay que contar con la diferencia horaria. Estarás en la cama cuando jueguen.

—Igual es mejor así. —Rob cruzó la mirada con su padre y soltó una risita. Madden sonrió, comprensivo. Se había fijado en que las bromas de su hijo empezaban a adoptar un tono más adulto.

—¿Qué se sabe de esos asesinatos, papá?

—¿Por qué me lo preguntas?

—He leído en el periódico que la policía cree que los cometió la misma persona. ¿Por qué no han detenido a nadie todavía?

—No tengo ni idea.

—¿No te cuenta nada el señor Sinclair?

—¿Por qué debería hacerlo? Yo ya no soy policía.

El suspiro que exhaló Robert Madden sonó cargado de reproche. Cómo su padre podía haber abandonado voluntariamente la profesión de detective —de sabueso en Scotland Yard, nada menos— para convertirse en un simple granjero le resultaba el mayor de los misterios, y el hecho de que la mayoría de sus compañeros de clase estuvieran de acuerdo con él no era ningún consuelo. Algunos habían llegado incluso a aventurar que su progenitor debía de estar ligeramente tocado.

—¿Por qué no le preguntas a Ted Stackpole? —sugirió Madden, refiriéndose al hijo del gendarme de Highfield—. A lo mejor sabe algo.

—Nada. Dice que la policía de Surrey todavía busca a ese vagabundo.

—Bueno, en tal caso, ahí lo tienes.

Consciente de que no había sido totalmente franco con su hijo, Madden condujo de regreso a Highfield sumido en sus pensamientos. A pesar de sus palabras esperaba haber sabido algo de Sinclair, descubrir si se había avanzado algo en el caso.

Seguía consumiéndolo la ansiedad, una intranquilidad hondamente arraigada que databa del momento en que se topó con el cadáver de Alice Bridger y le vio la cara destrozada. Esta imagen se le había grabado en la mente, enlazada con recuerdos anteriores de la guerra y los horrores que había presenciado en ella. Aunque sabía que era irracional, tenía la impresión de que con el asesinato y la desfiguración de la niña había vuelto a abrirse una puerta al mundo de salvajismo y barbarie que la amarga experiencia le había enseñado que acechaba justo al otro lado del frágil tejido que envolvía la sociedad civilizada.

Por mucho que lo intentara no lograba sacudirse sus temores de encima, y cada vez más encontraba la parsimoniosa cadencia de su vida —cadencia conseguida con mucho esfuerzo y atesorada— perturbada por interrogantes sin respuesta, y por la idea del asesino que aún estaba en libertad.

Más distraído de lo normal esa mañana —con las siembras de otoño a la vuelta de la esquina, quería despejar el papeleo que se acumulaba encima de su mesa— tardó en salir de la granja y volver a casa a comer para encontrarse con que Mary, su doncella, aguardaba impaciente su llegada en el vestíbulo.

—La señora Beck quiere verlo, señor.

—¿A mí? —Madden estaba desconcertado. La servidumbre era asunto de Helen. Sin embargo, esa mañana se había ido de compras a Londres y no volvería hasta entrada la tarde.

—Sí, señor. Está esperándolo. —Los ojos castaños de Mary Morris lucían un destello de sospechosa inocencia. Su sonrisa contenida sugería que algo estaba tramándose.

Alertado, Madden se dirigió a la cocina, donde descubrió a su veterana cocinera de pie enfrente de la puerta de servicio con los brazos cruzados, como si pretendiera cortarle el paso. Su expresión era desafiante.

—Alguien desea verlo, señor.

—¿Alguien, señora Beck? —Madden dejó encima de la mesa de la cocina el paquete de mantequilla y los huevos que había traído de la granja—. ¿De quién se trata?

—No le he preguntado su nombre, señor. —La voz de la cocinera estaba preñada de desaprobación.

—¿Dónde está?

—Fuera, en el patio.

La mujer irguió la cabeza con gesto desdeñoso y se apartó de la puerta, momento que Madden aprovechó para abrirla. Un vistazo a la desaliñada figura despatarrada encima de un barril dado la vuelta junto a la verja del jardín de la cocina bastó para explicárselo todo. A lo largo de los años, y a insistencia de sus jefes, la señora Beck había llegado a aceptar la presencia ocasional de mendigos y vagabundos en su cocina. Pero los gitanos superaban su límite.

—Hola, Joe. —Con una sonrisa a modo de saludo, Madden salió al patio, y al hacerlo, Goram levantó la cabeza—. ¿Qué te trae de nuevo por Highfield?

—¿Beezy, has dicho? ¿Estás seguro? ¿Era él?

—Ah, en fin, ahí está el problema, señor. —Goram se frotó la barbilla híspida—. No puedo estar seguro.

Se habían sentado frente a frente a la mesa de la cocina, con los restos de una empanada de ternera y jamón y varias botellas de sidra vacías entre ellos. Dos arduas jornadas de carretera le habían abierto el apetito a Joe Goram.

—Estamos acampados en Dorset, señor, al otro lado de Blandford. Conseguí que me dieran un par de viajes por el camino, pero la mayoría lo he hecho a pie. —Esto se lo había contado a Madden mientras todavía estaban fuera, en el patio; las hojas y ramitas enganchadas en los pantalones de tela cruzada del gitano, así como las manchas de hierba que le salpicaban la mugrienta camisa sin cuello, daban fe de que había estado durmiendo a la intemperie. Madden le había traído una pastilla de jabón y una toalla para que se aseara.

—Enseguida pasamos adentro y comeremos algo. Tienes pinta de estar derrengado.

Sus palabras habían conseguido que el ceño del gitano se aligerara por un momento mientras esbozaba una enorme sonrisa mellada.

—Creo que será mejor que me quede donde estoy, señor. La señora de ahí dentro no me dejará poner un pie en su cocina, se lo aseguro.

—Oh, sí que lo hará.

Las valientes palabras de Madden no habían tardado en verse puestas a prueba. Le habían hecho falta los diez minutos completos que necesitó Joe para ponerse presentable antes de que Cora Beck se dejara convencer de la seriedad de la sugerencia de su jefe y preparara la mesa de la cocina para dos, hecho lo cual abandonó la escena con aire dolido, alegando tener una montaña de ropa sin planchar que aguardaba sus cuidados en la lavandería.

Goram había indicado ya que portaba noticias y Madden le había preguntado por qué no le había llamado por teléfono para transmitirle la información.

—Eso no sé si lo habré hecho nunca, señor. —Joe se rascó la cabeza—. Llamar por teléfono, digo. Nunca me ha hecho falta. No, pensé que lo mejor sería venir en persona.

Aquella mañana lo habían traído en coche hasta Highfield, dijo.

—Me asomé a la consulta de la doctora Madden, pero no estaba.

—Se ha ido a Londres esta mañana temprano. —Madden había sentado a su huésped a la mesa. Al ver el recelo con que miraba Joe su cuchillo y tenedor, se había apresurado a cortar la empanada en porciones y coger un trozo con los dedos—. ¿Necesitas verla, Joe? ¿Te encuentras mal?

—Oh, no, señor, yo estoy bien. —El gitano se ruborizó—. Es otra cosa. Topper me ha dado un mensaje para ella.

—¡¿Topper?! —Madden enarcó las cejas al oír su nombre—. ¿Lo has visto?

—Sí, hace sólo tres noches. Estábamos sentados alrededor del fuego y llegó salido de la oscuridad. Al principio no lo reconocí. —Joe se rió por lo bajo—. No llevaba puesto el sombrero.

—¿Sabía él que estabais acampados allí?

—Debía de saberlo, señor. Es el mismo sitio donde paramos todos los años. Hay un granjero allí que nos deja usar su campo. En cualquier caso, el viejo Topper nos preguntó si podríamos entregarle a la doctora Madden un mensaje de su parte.

—¿Qué mensaje?

El rostro de Goram se ensombreció.

—Me hizo prometer que lo mantendría en secreto —musitó—. Pero supongo que a usted puedo contárselo, señor. Me encargó decir que había con él alguien que estaba enfermo y necesitaba ayuda. «Mortalmente enfermo», fueron sus palabras.

—¿Y crees que podría tratarse de Beezy? —Madden se inclinó hacia delante, con los codos encima de la mesa.

—Bueno, como le decía, no puedo estar seguro… —El gitano hizo una mueca—. Pero sería posible, ¿verdad? —Miró a Madden con ansiedad—. ¿Usted qué opina, señor?

—Opino que tienes razón. Es él. Tenía la impresión de que volverían a reunirse. ¿Qué fue lo que dijo Topper, exactamente?

—Que en cuanto llegara la doctora Madden yo debía enviar uno de mis chicos a Boar's Hill. Allí es donde se encuentra Topper ahora. No está lejos. —El gitano arrugó aún más el ceño—. Estaba tan seguro de que acudiría la doctora.

—No se equivocaba. —Madden soltó un bufido—. Pero le ha abandonado la suerte. La doctora no volverá hasta más tarde. —Consultó su reloj—. Blandford, has dicho. Son unas buenas tres horas de viaje. Más si nos topamos con niebla. ¿Te dijo Topper qué le pasaba a su amigo?

Joe negó con la cabeza.

—Ya sabe cómo es el muy cabezota, señor. Cuesta arrancarle más de dos palabras, tres con suerte. Sólo me dijo que el hombre estaba enfermo y necesitaba ayuda. Tampoco se quedó más de un minuto. Cogió un poco de comida que le preparó mi esposa y siguió su camino.

Madden sopesó el dilema.

—Podríamos tener que llevar a este hombre a un hospital, quienquiera que sea —observó, pensando en voz alta. Ya había tomado una decisión—. Conduciremos juntos, Joe —anunció—. Pero tendrás que enseñarme el camino a Boar's Hill cuando lleguemos. ¿Conforme?

—Ya lo creo, señor. —Goram dibujó nuevamente su sonrisa desdentada. Aligerado por fin de su carga, se retrepó en la silla y eructó—. Mientras esté usted conmigo.

—También quiero agradecerte lo que has hecho. Ha sido muy generoso de tu parte venir desde tan lejos para hablar conmigo.

—Prometí hacerlo. Cualquier cosa que oyera yo, se enteraría usted. Le di mi palabra. —El gitano se sonrojó mientras hablaba, y Madden agachó la cabeza con gesto serio en señal de reconocimiento.

—Sé que lo hiciste, Joe. No lo había olvidado.

—Dijo de traer a la dama cuando llegara. —El pálido semblante barbudo se veía tenue en la oscuridad—. No dijo nada de dos hombres.

—Soy el marido de la doctora Madden. Ella no estaba en casa cuando recibí el mensaje de Topper. —Pese a tener una lámpara con él, Madden la mantenía apartada de los ojos del hombre. A su espalda, Joe Goram chasqueó la lengua con impaciencia—. Decía que necesitaba ayuda. Por eso hemos venido.

El emisario de Topper los estaba esperando; se levantó en silencio de un matorral cuando se acercaron, y Madden atisbó fugazmente unos rizos grasientos bajo una raída gorra de tela antes de que el hombre se agachara para esquivar la luz que le daba en la cara. Contra el firmamento nocturno a su espalda se cernía una protuberancia oscura en la tierra, cubierta de árboles y arbustos enmarañados, que Joe había identificado ya como Boar's Hill.

Lejos aún de su destino final, habían tardado varias horas en llegar al lugar, impedido su viaje desde Highfield primero por la niebla que flotaba baja en la carretera, y luego por la luz cada vez más apagada del atardecer.

Antes de salir de casa, Madden le había escrito apresuradamente una nota a Helen, diciéndole lo poco que sabía y expresándole su esperanza de haber vuelto antes del amanecer. No le haría gracia enterarse de que se había implicado en el caso una vez más, lo sabía, pero esperaba que la petición que les había enviado Topper la convenciera de que había actuado correctamente.

En cualquier caso, Helen recogería a Rob del colegio camino de regreso de Londres, y puesto que Lucy estaba pasando la tarde con Belle Burrows, no había tenido más que telefonear a May y pedirle que cuidara de su hija hasta que llegaran los refuerzos. Su última acción antes de partir había sido reunir su linterna de policía —recuerdo de sus tiempos en el cuerpo, propiedad de su hijo desde entonces— y convencer a la sufrida señora Beck para que les preparara un paquete de emparedados y un termo de té.

—El señor Goram me ha pedido expresamente que le dé las gracias por el almuerzo. Dice que rara vez ha comido mejor.

La variedad de emociones que pugnaban por hacerse un hueco en el ruborizado semblante de la cocinera había hecho más llevadero el momento de la partida, y Madden había sonreído para sus adentros al mirar de reojo a su compañero, que a esas alturas ya había sucumbido al cansancio y roncaba junto a él en el asiento del copiloto, con la barbilla apoyada en el pecho.

Habían salido de Highfield poco después de las dos, pero eran las seis antes de que cruzaran el río Stour, tras haber cruzado Hampshire hasta la vecina población de Dorset. Mientras atravesaban el mercado de Blandford Forum, Joe se había despertado con un gruñido, sorprendido de encontrarse en un vehículo en marcha y tan cerca del punto del que había partido hacía dos días.

Pronto, siguiendo las indicaciones de su pasajero, Madden había abandonado la carretera de Dorchester para, durante los tres kilómetros siguientes, abrirse paso por estrechos caminos ribeteados de setos, con las luces de sus faros sondeando las tinieblas ante él, hasta llegar a la desviación de un sendero de barro que conducía al campamento de los gitanos.

Mientras se calentaba las manos con la desportillada taza de té que la esposa de Goram —una mujer corpulenta, tan morena como su marido, que lucía un pendiente de oro en la oreja— le había ofrecido, Joe abocetó los problemas a los que todavía debían hacer frente.

—Nos llevará una media hora larga llegar allí caminando, señor. Es imposible acercarse más con el coche. —Por su parte, Joe había declinado el tradicional refrigerio en favor de una botella de ginebra de la que había tomado unos pocos tragos medidos, no sin antes habérsela ofrecido a su huésped—. Topper dijo que habría alguien allí esperándonos. Habrá que confiar en que así sea.

Otra dificultad en potencia había ocupado los pensamientos de Madden, entretanto.

—Quizá debamos cargar de regreso con Beezy, o con quien sea. Tráete un cuchillo, Joe, por si necesitamos cortar algún palo para improvisar una parihuela.

Su propuesta había sido bien recibida por el gitano, si bien no por el motivo sugerido. Cuando Madden volvió de coger su linterna del coche encontró a Goram y a sus hijos examinando un par de porras que habían surgido de las taquillas adosadas al fondo de las caravanas aparcadas alrededor de la fogata.

—¿Qué te propones hacer con eso? —había preguntado.

—Se me ocurrió que haríamos bien en llevarlas encima, señor. Un cuchillo para los dos no nos sirve de nada. —Joe blandió la porra que sostenía, haciendo que silbara al cortar el aire—. Tiene fama, Boar's Hill…

—¿«Fama»?

—Sí, no es de nadie, ¿ve usted? Es un páramo… tierra de nadie. —El gitano puso cara de enfado—. Hay gente mala ahí fuera, señor, o eso tengo entendido. Sí, y algunas personas buscadas por la policía.

—Da igual. No vamos a ir armados. —Madden se mostraba inflexible—. Deja las porras aquí.

Aunque no tenía miedo, una vez se adentraron en la negrura que cercaba la luz del fuego, Madden no tardó en perder la orientación y hubo de confiar en su guía mientras caminaba a trompicones por cuestas sembradas de piedras y escarpadas quebradas, hallando en el profundo silencio que los rodeaba un sobrecogedor recordatorio de las noches de patrulla que había vivido una vez en tierra de nadie, cuando las tinieblas podían encenderse en cualquier momento con un fogonazo, roto el silencio por el disparo de un francotirador.

Enseguida habían divisado el perfil más oscuro de Boar's Hill delante de ellos, y después de que Madden encendiera y apagara su linterna repetidas veces, esperando que se entendiera su gesto como una señal, el mensajero de Topper se había materializado.

—Llevo esperando aquí todo el día —rezongó—. No seréis bienvenidos, ninguno de los dos. —Llevaba un buen rato barriendo el suelo con los pies, indeciso. Ahora, sin previo aviso, giró sobre los talones y se alejó a paso vivo, hablando por encima del hombro—: Bueno, si vais a venir, vamos.

Lo siguieron colina arriba por un sendero apenas visible entre la maleza, y pronto el dosel de hojas sobre sus cabezas obstruyó cualquier posible luz proveniente del cielo. Mientras que su guía parecía conocerse el camino con los ojos vendados y Madden tenía su lámpara, Joe Goram se vio obligado a escoltarlos a cierta distancia casi completamente a oscuras, y sus juramentos eran audibles.

—Condenados vagabundos, condenado disparate…

Por fin un destello de luz apareció entre los árboles al frente y la pendiente se niveló en una zona más llana. Mientras Madden contemplaba la escena, la figura ante ellos se detuvo.

—Quedaos aquí ahora. No os mováis.

Sin esperar a ver si obedecían su orden, continuó su camino hacia la luz. Resoplando, Goram dio alcance a Madden, y los dos se quedaron escuchando los sonidos del altercado que había estallado más adelante. Unas voces masculinas se habían levantado en acalorada discusión.

—Vamos, Joe. —También Madden había perdido la paciencia—. Acabemos con esto.

Prosiguieron su camino y tras sólo unos pocos pasos cruzaron los arbustos para salir a un espacio abierto de tierra aplastada, toscamente circular. Un fuego ardía en el centro del anillo, y a su alrededor se congregaba un grupo de aproximadamente una decena de figuras barbudas y desaliñadas, su guía entre ellas, enfrascadas en airado debate. Algunos de los hombres estaban de pie; otros, sentados en piedras dispersas alrededor de la fogata; todos parecían estar gritando a la vez.

Se hizo el silencio cuando Madden entró en el círculo de luz. En su dirección se giraron rostros hostiles, y un murmullo bajo se propagó por el grupo, cada vez más fuerte. Una de las figuras sentadas se puso de pie, un hombre corpulento de pelo enmarañado, con una piel de oveja sucia anudada a la cintura. Se acercó a ellos, esgrimiendo una estaca pesada.

Goram buscó el cuchillo que llevaba en el bolsillo. Estaba listo para intervenir. Pero Madden lo contuvo.

—¡Suelta eso!

Su voz restalló como un látigo por encima del griterío, y su agresor se detuvo en seco. Los demás guardaron silencio.

—Te he dicho que lo sueltes.

Madden, alto con su abrigo y su sombrero, perfectamente inmóvil, se quedó donde estaba. No hizo el menor gesto, pero después de un momento el hombre bajó su porra y se alejó, mascullando, para reunirse con sus compañeros junto al fuego. El runrún de voces se reanudó.

Joe Goram observaba boquiabierto. Conocía de oídas la historia de Madden, pero nunca la había aceptado por completo. Ahora tenía la prueba ante sus propios ojos.

—Esa es voz de poli, ya lo creo, vaya que sí —susurró para él mismo con una sonrisa, y pensó en la historia que tendría que contarle más tarde a sus hijos.

Madden, mientras tanto, estaba mirando a su alrededor.

—He venido a ver a Topper —anunció con voz clara—. ¿Me puede decir alguien dónde está?

No hubo respuesta. Continuaron los murmullos.

—Le mandó un mensaje a mi esposa, pidiendo ayuda…

—¿Su esposa?

La voz surgió de las sombras que acechaban al filo del círculo, fuera del alcance del fuego. Madden giró la cabeza y vio cómo un hombre alto, arrugado y encorvado salía a la luz. Los ojos, oscuros y hundidos, y el fuerte mentón imprimían carácter a su rostro enjuto. Su pelo blanco, largo, se perdía en el cuello de un viejo gabán militar que le llegaba por debajo de las rodillas. Tenía las manos hundidas en los bolsillos.

—Sí… la doctora Madden.

El nombre fue recibido con un murmullo. Varias cabezas se giraron. El hombre canoso guardó silencio. Parecía estar asimilando la información.

—Ah, bueno, eso es otra cosa —claudicó, al cabo, hablando con otro tono. Se acercó, extendiendo la mano—. Me llamo McBride. —Tenía un pronunciado acento escocés.

—John Madden… —Se dieron la mano—. Y éste es Joe Goram, que me ha mostrado el camino hasta aquí.

McBride posó sus ojos oscuros en el gitano. Pese al cuello vuelto de su abrigo, Madden vio de refilón una cicatriz irregular que le recorría la base del cuello.

—¿Quería usted ver a Topper? Bueno, ahora está dormido. —McBride indicó con la cabeza las sombras de las que había emergido, y Madden distinguió una forma envuelta en una manta, tendida en el suelo—. Inconsciente, mejor dicho. —El escocés soltó una risita seca—. Se ha pasado las dos últimas noches en vela. No le sacará usted gran cosa en claro.

Madden gruñó, mostrando su decepción.

—Esperaba hablar con otra persona —admitió—. Un amigo suyo. Un hombre llamado Beezy. ¿Está aquí?

El silencio respondió a sus palabras. Madden examinó los rostros alrededor del fuego. Cuando volvió a mirar a McBride descubrió que los ojos del escocés se habían endurecido.

—John Madden… —Rumió el nombre—. Oí decir que había sido usted policía.

—Cierto. Pero ya no.

—No estará haciendo ahora su trabajo, ¿verdad?

—Depende de a qué se refiera. —Presintiendo el desafío procedente de su interlocutor, Madden intentó intimidarlo con la mirada. Pero los ojos oscuros se la sostuvieron sin amilanarse—. Sé que lo busca la policía. Pero dudo que siga siendo por asesinato.

—Sobre eso sólo tenemos su palabra.

—Es más probable que lo quieran como testigo. —Madden se encogió de hombros—. Eso creo, al menos.

—Sí, pero todo esto es asunto de la policía, señor Madden. Se lo vuelvo a preguntar… ¿qué tiene que ver usted? —McBride se apartó un poco, como si quisiera ver mejor al otro hombre. Estudiarlo.

Madden vaciló. Contempló las caras a su alrededor. Aun señaladas como estaban por la edad y la fatiga —y por algo más, una pérdida de la esperanza imposible de sanar— se mostraban todavía expectantes. Era como si las palabras que estaba a punto de pronunciar fueran importantes para ellos. Querían escuchar su respuesta.

—Como dije antes, ya no soy policía. —Había dejado pasar un momento antes de responder—. Pero resulta que fui yo quien descubrió el cadáver de la niña asesinada en Brookham, y su recuerdo me persigue. Nunca creí que Beezy fuera el asesino, aunque hubiera quienes opinaban de otro modo, pero es posible que viera algo aquel día. El rostro del culpable, quizá. He estado intentando encontrarlo por mis propios medios, y seguiré haciéndolo, si hace falta.

McBride soltó un gruñido.

—Bueno, es una respuesta sincera —reconoció—. Pero sigue haciendo usted el trabajo de la ley, y Beezy no tenía motivos para ayudarles. A sus ojos era culpable de antemano. —Escudriñó a Madden—. Dígame la verdad. ¿Qué le importa a usted su palabra? ¿La palabra de un viejo vagabundo como él?

—Tanto como la de cualquier otra persona. —Madden habló en voz baja, pero el renovado murmullo procedente del fuego indicaba que contaba con un público atento—. Es usted el que debería explicarse, McBride —continuó—. Dice que Beezy no tenía motivos para acudir a la policía. ¿Qué está sugiriendo? ¿Que todo esto no significa nada para él? ¿Que le da igual que hayan asesinado a una pequeña? Francamente, no lo creo. Pero si ése es el caso, deje que dé la cara y me lo diga en persona.

Sus palabras suscitaron un suspiro de los oyentes sentados alrededor del fuego. McBride levantó la mirada de las llamas.

—Ah, en fin, eso no podrá hacerlo, pobre hombre —dijo en voz baja—. Aunque quisiera, cosa que dudo. Tenía algo que contar, sin embargo, lleva usted razón ahí, algo que contarle a quien estuviera dispuesto a escuchar, y esa persona podría haber sido usted, señor Madden. Pero la triste realidad es que falleció aquí mismo hace menos de tres horas.

—¿La marca del diablo? ¿Qué quería decir con eso? ¿No describió en absoluto al hombre?

Las esperanzas de Madden —inicialmente elevadas— pronto se habían desinflado ante lo que tenía que revelarle el escocés.

—Oh, tenía mucho que contar al respecto, pobre diablo, pero desvaríos en su mayoría. Cuando lo dejamos ahí en el suelo, no se volvió a mover.

McBride asintió en dirección al fuego, que ya ardía bajo, donde la mayoría de los hombres que antes estaban sentados descansaban tendidos ahora, algunos recostados sobre los codos conversando en voz baja, otros roncando, profundamente dormidos. Sentado entre ellos, con las rodillas recogidas contra el pecho y la cabeza lasa entre los brazos enlazados, estaba Joe Goram. El gitano se había unido al grupo hacía unos instantes, ofreciendo lo que quedaba de su botella de ginebra a modo de billete de admisión al sentarse. Había dado una vuelta y regresado a él vacía, momento en el cual, tras inspeccionarla con gesto sombrío, se había instalado en su posición actual, preparado para esperar pacientemente hasta que Madden hubiera completado sus asuntos.

Antes de eso, McBride había llevado a Madden al borde del claro, más allá de donde Topper estaba dormido, y apartado los helechos que allí crecían para enseñarle el cuerpo de Beezy. Madden había alumbrado el cadáver con su lámpara, moviendo lentamente la luz de las botas rotas y los pantalones de lona, amarrados a la cintura con un trozo de cuerda, pasando por el torso del viejo vagabundo, cubierto por una raída camisa de franela debajo de un chaleco sin botones, hasta el rostro barbudo. Había sostenido el haz con firmeza mientras se agachaba para examinar los rasgos, reparando en la ausencia del lóbulo derecho mencionada en la circular que había emitido la policía con anterioridad ese verano.

—No soy médico, pero a simple vista diría que murió de bronquitis. —McBride no había hecho ningún intento de meter prisa a Madden, sosteniendo los helechos mientras hacía su detenido examen de los restos del vagabundo—. Sufrió un ataque a comienzos de año, según Topper. En cualquier caso, tosía sin parar y no lograba despejarse el pecho. Al final debió de ahogarse. Cuando parecía que no había esperanzas de que mejorara, a Topper se le ocurrió enviarle un mensaje a su mujer. Pero ya era demasiado tarde.

Satisfecho por fin, Madden se había apartado del cuerpo y regresaron juntos al fuego, sentándose a sugerencia de McBride en un par de piedras chatas cerca de donde estaba durmiendo Topper.

—Mañana nos repartiremos la ropa y las pertenencias de Beezy. Es nuestra costumbre. Luego lo enterraremos.

Madden sacudió la cabeza.

—A la policía eso no le hará gracia, te lo garantizo. Querrán recuperar el cadáver.

—Por supuesto. —McBride no parecía preocupado—. Pero conocen este sitio. Una o dos veces al año recibimos alguna visita de la ley. Puede decirles que lo encontrarán en una tumba poco profunda por ahí, entre la maleza, donde yace ahora. Nosotros ya nos habremos ido. ¿Un trago de güisqui, señor Madden?

El escocés había sacado una botella del bolsillo de su gabán y se la ofreció a su compañero. Madden tomó un sorbo del cuello para no menospreciar la hospitalidad antes de devolverla a la mano de su propietario. Había estado observando con curiosidad a McBride.

Pese a exhibir todas las marcas de la indigencia en su atuendo y su apariencia personal, era evidente que se trataba de una persona educada.

—Todos tenemos nuestra historia, supongo, aunque nunca averigüé la de Beezy. —Era como si hubiera leído los pensamientos de Madden—. Pero me atrevería a decir que su experiencia era muy parecida a la del resto de nosotros.

—¿Y cuál es su historia, señor McBride? —Madden aceptó la botella que le ofrecía y pegó otro trago.

El escocés se rió por lo bajo.

—Me extrañaba que no preguntara. Pero no tengo mucho que contar. Aparte de llevarme algunos recuerdos de la guerra —se llevó la mano a la cicatriz que lucía en el cuello—, escapé de una pieza. Pero aun así era como si hubiera perdido algunas partes de mi ser. Tengo entendido que otras personas han pasado por experiencias similares. Baste decir que el mundo me parecía distinto.

Se subió el cuello del abrigo cuando un repentino soplo de brisa helada atravesó el claro.

—Mi esposa, entretanto, se había ido de viaje. A Canadá, por lo visto, y no sola. —Su risa silenciosa hizo que se estremeciera—. Pero no fue ése el motivo de que me echara a la carretera. No, me fui pensando en dar un paseo, y el paseo no se acababa. No le quepa duda, algo de ayuda tuve por el camino… —Le dio unos golpecitos con el dedo a la botella—. Sólo descubrí una cosa. Existe una línea invisible en nuestras vidas, y una vez cruzada no se puede volver atrás. Invisible, esto es, hasta que la hemos cruzado, momento tras el cual todo está más que claro. —Giró la cabeza y miró a Madden en silencio—. Pero volviendo a Beezy… —McBride enderezó la espalda, estirando los músculos agarrotados—. No sé casi nada de él. Esta era la primera vez que nos veíamos. Aparecieron hace una semana… Topper y él… pero ni siquiera entonces estaba en condiciones de mantener una conversación, —¿De modo que no mencionó para nada el asesinato? —Madden no logró disimular su decepción—. Dejó abandonadas algunas de sus pertenencias cerca del escenario del crimen, ¿sabe usted? Eso me impulsó a creer que podría haber visto algo que le obligó a salir corriendo.

—Oh, me atrevería a decir que lleva usted razón en eso. —El vagabundo asintió con la cabeza—. Por lo menos eso me dio a entender Beezy.

—Entonces, ¿le habló de ello? —Madden pugnaba por comprender lo que decía su interlocutor.

McBride sacudió la cabeza.

—No me he explicado bien. No mantuvimos ninguna conversación propiamente dicha. Cuando se fue Topper hace tres días en busca de su amigo el gitano me pidió que vigilara a Beezy por él, cosa que hice. Le traía agua e intentaba mantenerlo abrigado. Hablaba sin parar, pero poco de lo que decía tenía sentido. —El escocés hizo una pausa y frunció el ceño—. Había oído hablar del asesinato de Brookham, naturalmente. Todos nos habíamos enterado. Y también sabía que la policía estaba buscando a ese hombre. De modo que pude deducir sobre qué versaban sus delirios. No paraba de hablar de sangre…

—¿Sangre?

—Esa era la palabra que repetía continuamente. Y luego estaba el hombre que intentaba lavarse. No estaba contándome ninguna historia, entiéndalo, sencillamente deliraba. —McBride miró atentamente a Madden—. «Lo vi lavándose la sangre…». Eso lo repitió varias veces. «Lo vi lavándose la sangre, pero no salía… no… no…». —El escocés imitó la voz ronca y apagada de un hombre extenuado—. Siguió así, repitiéndose, una y otra vez, y tosiendo entre medias. Luego dijo algo más, con voz distinta, algo que me sorprendió. «Lucía la marca del diablo…». Esas fueron sus palabras. «La marca del diablo… la vi claramente».

—¿Sólo eso? ¿Nada más?

—No. Pero lo dijo más de una vez, y lo oí bien. De eso puede estar usted seguro. —Volvió a ofrecerle la botella a Madden, que declinó sacudiendo la cabeza.

—¿La marca del diablo? ¿A qué se refería? ¿Llegó a describir a este hombre?

Al ver la frustración de Madden, McBride había ampliado sus explicaciones.

—Debe entender usted que no estaba hablando de forma racional, sino desvariando. Pero le diré una cosa: creo que intentaba contarme algo, quitarse un peso de la conciencia, si lo prefiere.

—¿Quizá le dijo algo más a Topper? —Madden echó un vistazo a la figura dormida cerca de ellos.

—Aparentemente no. Al menos eso es lo que afirma Topper. Claro que podría ser porque nunca le preguntó. —El escocés se rió por lo bajo. Pegó un trago largo del gollete de su botella—. Es un personaje curioso, nuestro Topper, ¿no le parece? Menudo libro cerrado… —Reflexionó en silencio un momento—. Cuando llegó aquí hace una semana me lo llevé aparte y le dije que si ese amigo que estaba con él era culpable del asesinato de aquella niña tendrían que irse. No toleraríamos su presencia aquí. Me dijo que Beezy le había jurado que era inocente, y él lo creía. Eso fue todo, pero acepté la palabra de Topper… o mejor dicho, confié en su buen juicio. Me imagino que usted hubiera hecho lo mismo.

—Tal vez. —Madden sonrió en la oscuridad—. Mi esposa no habría dudado un instante.

—En cualquier caso, no parecían haber abundado más en el tema. Topper se mantuvo bien atareado buscando comida para los dos mientras Beezy permanecía escondido. Supongo que lo aterraba acudir a la policía. Estaba seguro de que lo acusarían a él del crimen. Ya lo habían detenido una vez antes, y lo habían declarado falsamente culpable, o eso le contó a Topper. Estaba casi sordo, por cierto, el pobre hombre, y Topper es la persona con menos que decir que me haya echado a la cara. Dudo que fueran aficionados a intercambiar confidencias. Pero eran amigos. Eso saltaba a la vista. Topper se quedó devastado cuando murió. —McBride se encogió de hombros—. Despiértelo si quiere, señor Madden, pero no obtendrá de él más de lo que yo ya le he dicho.

Madden llevaba un momento sopesando la cuestión y ya había tomado una decisión. Zangoloteó la cabeza.

—Que duerma. —Se puso de pie, desperezándose—. Sin embargo, ¿le dirá algo de mi parte? ¿Querría decirle que mi esposa no estaba en casa cuando llegó su mensaje? Se preguntará por qué no ha venido ella personalmente. Y, si es tan amable, dígale también que está preocupada por él y quiere verlo. Es importante que le comunique usted eso. Está muy unida a él y le preocupa que no esté bien y no pueda cuidar de sí mismo.

—Esté usted seguro de que se lo diré. —Levantándose a su vez, el escocés agachó la cabeza como si quisiera sellar la promesa—. Aunque debo confesar que siento un poco de envidia. No sé qué pensará el mundo en general de la doctora Madden, pero ningún otro nombre significa más para nosotros.

—En ese caso espero que se pase usted por Highfield algún día para que pueda conocerla. Nuestra puerta siempre está abierta, Gracias por su ayuda, señor McBride.

Los dos hombres se dieron la mano y Madden le hizo una señal a Joe, que se levantó junto al fuego, bostezando.

—Permita que le muestre el camino de regreso ladera abajo —se ofreció McBride, pero Madden negó con la cabeza.

—Nos las apañaremos. —Cuando se disponía a partir, se detuvo—. ¿Está usted seguro de que intentaba decir algo… Beezy? ¿No estaría simplemente delirando?

—Sin duda ésa fue la impresión que me dio. —McBride lo escudriñó a la luz del fuego.

—Entonces, la marca del diablo… ¿podría ser algo real? ¿Algo que vio de verdad?

—Podría serlo. O podrían ser imaginaciones suyas. —Por un momento el escocés pareció vacilar—. Lo único que sé es que para él era algo muy real.