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Incomunicado desde el día anterior, Billy llamó al Yard después de desayunar para informar de su paradero, tan sólo para descubrir que Sinclair no estaba en su mesa y que todas las llamadas relacionadas con el caso Lang estaban siendo transferidas al superintendente Holly.

—El señor Sinclair bajó a Sussex ayer para ver al jefe de policía. Tienen que decidir hasta cuándo merecerá la pena seguir con esta búsqueda. Lo pilló la niebla y decidió pernoctar en Chichester. Será mejor que me diga por dónde piensa andar hoy, sargento. Es posible que quiera ponerse en contacto con usted.

Billy explicó que todavía no estaba seguro.

—Mi coche se estropeó ayer, señor. El señor Madden tuvo la amabilidad de dejarme pasar la noche en su casa. Ahora lo están arreglando.

Avisado por teléfono, el mecánico del pueblo, un hombre llamado Pritchard, había aparecido en la casa poco después del amanecer y se había ido poco después al volante del Morris de Billy, traqueteando por el camino de entrada en primera, prometiendo llamar cuando hubiera evaluado la gravedad del problema.

La noticia del suicidio de Fred Bridger ya había llegado a oídos de Londres, y el superintendente habló apasionadamente de la tragedia.

—Pobre tipo. Espero por Dios que no pensara que le habíamos fallado. Como mínimo debía tener esperanzas de ver cómo se hacía justicia.

Le pidió a Billy el número de teléfono de los Madden.

—Te llamaré allí si surge cualquier cosa. Ah, y saluda a John de mi parte, ¿quieres? Han pasado muchos años. Agradécele toda su ayuda. Me atrevería a decir que quiere ver a este diablo capturado tanto como nosotros.

De lo que no cabía ninguna duda. La preocupación de Madden por el caso era visible, y la noche pasada le había proporcionado al sargento un atisbo del presentimiento que lo atenazaba.

—No tiene sentido que nos engañemos. Es muy posible que este hombre jamás sea aprehendido. Tendemos a asumir que los asesinos como Lang se delatan solos. Que no pueden andar sueltos por la sociedad mucho tiempo. Pero él no es como los demás. Hace tiempo debió de aprender a ocultar sus huellas. Su profesión tuvo que enseñárselo.

Era la primera noticia que tenía Billy de que su antiguo jefe conocía la verdadera identidad de su objetivo.

—Si desaparece ahora podrían pasar años antes de que la policía vuelva a saber de él. Ha tenido tiempo de sobra para planear un nuevo futuro. Y ahora tiene el mundo entero a su disposición para desaparecer.

Madden no se sinceró hasta más tarde, cuando los dos hombres estaban sentados a solas junto al fuego mortecino en el salón, con la casa callada a su alrededor. Antes, había parecido sumamente dispuesto a ahogar su ansiedad en la alegría que la inesperada llegada de Billy había producido en sus hijos, quienes habían logrado, ante la ausencia de oposición firme por parte de su progenitor, quedarse levantados hasta mucho después de la hora a la que solían acostarse.

Tal y como predijera su padre, era Lucy la que más se había entusiasmado con la presencia del sargento. Inamovible en la devoción que había decidido profesarle, lo había mantenido a su lado durante toda la prolongada y bulliciosa cena compartida por todos ellos en la mesa de la cocina, y cuando acabó había insistido para que la acompañara a la planta de arriba para los últimos rituales solemnes de su jornada.

El sargento había observado mientras la pequeña se lavaba la cara y se cepillaba los dientes, y antes de arroparla había escuchado sus plegarias y escuchado su nombre entre aquellos para los que la niña pedía bendición.

Al contemplar su pequeña figura arrodillada, con la cabellera dorada como su madre, poseedora en parte de la misma intensidad que él siempre había percibido en Helen, esa capacidad de feroz apego, había recordado la imagen del rostro de Madden no mucho antes, mientras observaba a su hija a la mesa, empañada la ternura de su expresión por otra emoción que Billy había reconocido como pesar, y que lo había desconcertado hasta comprender que no era el radiante semblante vuelto hacia él lo que estaba viendo Madden en esos momentos, sino la casa de campo ahora vacía en Brookham y las vidas que había contenido en su día, tan salvajemente destrozadas.

Desde su dormitorio en el piso de arriba Billy pudo oír cómo sonaba el teléfono y se preguntó si sería Pritchard, que llamaba a propósito de su coche. El mecánico había telefoneado hacía una hora con la desalentadora noticia de que no sólo el embrague del Morris estaba defectuoso —algo que el sargento había deducido por su cuenta— sino que también había problemas con la caja de cambios.

—No creo que esté listo antes de esta tarde como muy pronto, señor. Y aun así no iría yo demasiado lejos, no sin antes darle un buen repaso general.

Inmovilizado a la fuerza, Billy había dedicado la mañana al papeleo, redactando para los archivos del Yard breves informes de la serie de entrevistas que había llevado a cabo entre la fraternidad de observadores de aves. Era un ejercicio desmoralizador. La caza de Gaston Lang no había reportado dividendos hasta la fecha, y sentado delante de la ventana paseando la mirada por el jardín el sargento había descubierto su talante pesimista reflejado en la melancólica escena del exterior, donde la niebla pertinaz ocultaba todo rastro de la cordillera boscosa al otro lado del arroyo y el cielo se escondía tras un manto de nubes bajas.

Tampoco le había levantado el ánimo otra llamada de teléfono anterior, una de la que le había informado Mary, que había subido las escaleras para golpear su puerta con los nudillos. Helen Madden, que llamaba desde Londres para informar al personal de servicio de sus movimientos, había descubierto su presencia en la casa, y con Madden ausente —estaba llevando a los niños a la escuela— había recaído sobre Billy la tarea de darle la noticia del suicidio de Bridger.

—¡Ay, qué espanto! Esa pobre familia…

Aun alarmada como estaba, el primer pensamiento de Helen había sido para su marido.

—Esto preocupará terriblemente a John. Hazle ver que no es responsabilidad suya.

Le había dicho que regresaría a la hora del almuerzo, si se lo permitía la niebla, y esperaba que él no se hubiera ido para entonces.

El teléfono había dejado de sonar abajo y acto seguido Billy oyó el sonido de pasos apresurados en el pasillo. Llamaron a la puerta, que se abrió para revelar la figura de la doncella de los Madden, sonrojada y sin aliento.

—Ve con cuidado, Mary. —El sargento sonrió. Eran viejos amigos—. Conseguirás que te dé un infarto si subes corriendo esas escaleras. ¿Es para mí esa llamada?

—Sí… —Jadeando, la mujer asintió—. Y será mejor que corras tú también. Es un tal señor Holly, de Scotland Yard. Dice que no puede esperar.

El teléfono estaba en el estudio. Billy bajó las escaleras aprisa. Al coger el auricular oyó el sonido de un coche en el camino de entrada y vio por la ventana que Madden acababa de regresar.

—Styles al habla, señor.

—¡Ah, sargento! —resonó en sus oídos la voz ronca de Holly—. Gracias a Dios que doy con usted. Han visto a Lang.

—¡Visto! ¿Dónde, señor?

—En Midhurst. Ayer lo trató un médico de allí. Tenía una herida en la espalda. Eso hizo que tuviera que quitarse la camisa, y la enfermera se fijó en su marca de nacimiento. Llamó a la policía esta mañana y mandaron a alguien para enseñarle su fotografía. Identificó a Lang sin lugar a dudas. —La habitual calma del superintendente lo había abandonado. Su voz atronaba en la línea—. Acabo de hablar con el señor Sinclair en Chichester. En estos momentos se dirige a Midhurst, y quiere que usted se reúna con él allí.

Mientras Holly hablaba la mirada de Billy se había posado en un mapa enmarcado que colgaba en la pared junto al escritorio. Mostraba Surrey y los condados adyacentes. Podía ver Midhurst señalado. No estaba lejos, justo en la divisoria con Sussex. Se dio cuenta de que Madden estaba de pie en el umbral, observándolo.

—Señor, mi coche está en el taller todavía. —Billy habló para el teléfono, pero cruzó la mirada con Madden e hizo un gesto con el puño cerrado—. Tendré que ir en tren.

—Haga lo que mejor le parezca, sargento. Pero preséntese allí.

La línea enmudeció. Billy se levantó de un salto. Su corazón latía desbocado.

—Era el señor Holly, señor. Han visto a Lang en Midhurst. Fue esa marca de nacimiento suya. —Billy sonrió—. Tengo que bajar ahí de inmediato. ¿Sabe si hay algún tren…?

Se interrumpió, silenciado por la expresión de Madden.

—¿Has dicho Midhurst?

El sargento asintió con la cabeza. La actitud de su interlocutor, la intensidad de su mirada, lo habían paralizado.

—¿Lo reconocieron? —preguntó en voz baja Madden.

—Eso dice el señor Holly. La enfermera de un médico lo identificó. Le enseñaron su fotografía.

—En tal caso, al diablo con el tren. —Las palabras, más bien un gruñido, consiguieron ponerle los pelos de punta a Billy—. Te llevaré allí yo mismo.