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El profesor Efraín Solórzano del Valle lo esperaba acompañado de un vasito de mezcal Pierdealmas y un platillo de escamoles, en la última mesa del largo y estrecho restaurante La Rosetta. Eran las tres de la tarde y el local recién comenzaba a llenarse de comensales en busca de almuerzo.

Llevaba barbita de chivo, gafas de marcos metálicos a lo John Lennon y pelo corto. Tenía unos cincuenta años, la piel blanca y los ojos pardos, y el físico esmirriado de quien nunca practica deportes. Estaba consternado por la noticia de la muerte de su colega y deseoso de ayudar a Cayetano Brulé en la investigación. Conocía a Pembroke a través de su obra y, algo importante para el detective, de encuentros que habían sostenido en el Distrito Federal y el centro ceremonial maya de Tulum, en el Caribe mexicano.

—¿Por qué en Tulum? —preguntó Cayetano después de ordenar también un mezcal, la milenaria bebida de los zapotecas, que nunca había probado.

Aquello sí le sonó interesante. ¿No se trataba acaso del mismo lugar donde había muerto ahogado el académico Sandor Puskas, un año antes de la muerte de Pembroke? ¿Y no iba Puskas acompañado de una joven que había desaparecido misteriosamente?

—Fue durante un congreso sobre historia precolombina, celebrado en Cancún —explicó Solórzano del Valle con voz grave y pausada—. Joe quería visitar las ruinas de un puesto de vigilancia maya en la reserva ecológica de Sian Ka’an.

—¿Qué hay ahí?

—Es una modesta construcción de piedra, rectangular, de tres metros de altura y un interior de no más de diez metros cuadrados. Tiene vanos de ventilación y el típico remate de penacho maya. Levantada en la península que une a Tulum con Punta Allen, a medio camino entre el mar Caribe y la laguna interior, servía de faro a la flota maya prehispánica. ¿Le apetecen los escamoles?

—¿Qué son? —preguntó Cayetano, examinando el platillo con algo que parecía granos de marfil.

—Larvas fritas de hormiga. De una hormiga que las deposita metros bajo tierra. Solo se cosechan durante Cuaresma, bajo magueyes y nopales. Fue el caviar de los nobles de Mesoamérica antes de que llegara Colón. Hoy es tan caro como el caviar ruso.

Vertió una cucharada sobre una tortilla de maíz con guacamole y la enrolló. Bebió un sorbo largo de Pierdealmas, que le abrasó el esófago y los intestinos y le insufló oleadas de humo en la cabeza, y solo después se atrevió a probar bocado. Regresó de inmediato al mezcal y a otra porción de escamoles.

—Pero ¿qué buscaba Pembroke en Sian Ka’an? —insistió, volviendo a sentir cómo varias oleadas de humo alcohólico ascendían a su cerebro inoculándole un sopor placentero—. ¿Qué significa Sian Ka’an?

—Quiere decir «Puerta del cielo» o «Lugar donde nace el cielo» en maya. Ya puede imaginar la belleza estremecedora de ese mundo: mar turquesa, arenas blancas, vegetación intensa, calor húmedo y cielo azul despejado.

—Hace años estuve cerca, en la isla de Cozumel.

—Eso fue un centro ceremonial maya de primera magnitud, vinculado a la fertilidad humana. Lo que Joe quería era examinar las paredes interiores del puesto. ¿Por qué? Simple: buscaba información sobre el paso de naves por esa costa. La Marina Mercante maya llegaba por el sur hasta Panamá, y por el norte hacía cabotaje por toda la península de Yucatán e incluso más allá aún. Eran grandes navegantes. —El profesor miró a través de las gafas a Cayetano y le preguntó—: ¿Se atreve usted a probar chapulines?

—¿Qué es eso?

—En idioma náhuatl significa «insecto que rebota como pelota de hule». Son saltamontes fritos, preparados a la manteca y con sal. Vienen del estado de Oaxaca. Una delicia.

Los ordenaron y, para seguir picando, pidieron también botanas de percebes, pimientos fritos y berenjenas, caracoles y más mezcal. Esta vez uno llamado Murciélago.

—El comercio internacional, digámoslo así, era lo que obsesionaba a los mayas. Impulsaron la primera globalización en este hemisferio, diría yo —continuó el profesor tras vaciar su bebida—. Los comerciantes transportaban de todo: obsidiana, liquidámbar, turquesa, pieles de leopardo, jaguar, tigrillo, venado o tepezcuintle.

—¿Tepez cuánto?

—Tepezcuintle.

—¿Y qué es eso?

—Un roedor de la selva de carne deliciosa. Parecida a la de la ternera. Lamentablemente está en peligro de extinción por la caza indiscriminada. Pak lo llaman los mayas, que también exportaban plumas de quetzal, faisán, tucán y codorniz, y resinas para incienso, caucho, troncos de caoba, ceiba y cedro. ¿Qué le parece?

—Asombroso.

—Y eso no es todo. También acarreaban pescado salado, carne de pecarí, armadillo, iguana, guajalote, tortuga, miel de abeja, y hasta tubérculos como la yuca o el camote, para no hablar de la sal, la pimienta o la vainilla.

—Según Jack D. Forbes, todo eso lo transportaban los mayas en grandes cayucos, a menudo más grandes que las carabelas españolas.

—Así es. Eran experimentados navegantes, pese a que algunos insisten en pintarlos solo como agricultores y constructores de templos. ¿Así que leyó el libro de Forbes?

—Claro que sí. Joe Pembroke admiraba a Forbes.

—Más aún, lo adoraba —aclaró Solórzano del Valle mientras desparramaba chapulines sobre una tortilla con queso derretido—. Los mayas navegaban en esos cayucos, que eran troncos ahuecados y que, como usted bien señala, eran muchas veces más largos que las naos de los conquistadores. En su primer viaje, Cristóbal Colón avistó en la costa hondureña un cayuco de dos metros de ancho y con más de veinticinco remeros. Navegaban veloces, cargados de productos, Colón no pudo darles alcance. Y ellos no parecían disponer de tiempo para entrevistarse con los europeos. Si Colón los hubiese detenido y parlamentado con ellos…

—La historia de América habría cambiado —comentó Cayetano, pensativo.

—Así es. Colón se habría enterado de que estaba a tiro de piedra de una civilización mayor, extraordinaria, que nunca tuvo la oportunidad de ver.

—Tal vez México se llamaría ahora Colombia.

—Puede ser. Forbes cuenta que los mayas disponían de velamen y que llegaron a Europa gracias a su tecnología naviera, sus conocimientos de las estrellas y la corriente del golfo.

—¿La misma que pasa frente a La Habana?

—Correcto, la que sube luego por la costa este de Estados Unidos y tuerce después a Europa, pasando frente a Irlanda, bajando finalmente por la costa occidental de África —agregó el profesor, adueñándose del nuevo vasito que acababan de poner sobre la mesa—. ¿Qué opinión le merece este mezcal? Tanto el Pierdealmas, de 52 por ciento de alcohol, como el Murciélago, de 43 por ciento, son artesanales. Los mezcales industriales son para turistas gringos. ¡Salud!

Ya bajo el efecto del alcohol, optaron por la sugerencia del chef: sopa de ajo y de fondo cabrito asado, un plato que allí preparaban con destreza, según el profesor, y cerveza artesanal. Cayetano aprovechó para explicar por qué le interesaban las concepciones académicas de Pembroke. Solórzano del Valle, conocedor de las odiosas disputas académicas, se mostró interesado, pero creía que su colega había muerto por alguna lamentable confusión que nunca nadie dilucidaría.

—Hay crímenes que devienen enigmas eternos, en especial cuando se deben al azar o a la mano de poderes fácticos —agregó.

—¿Usted sabe en qué tema trabajaba Pembroke cuando fue asesinado? —preguntó Cayetano.

—No, por desgracia. Hace mucho que no nos veíamos. Pero debe haberse ocupado de lo que lo obsesionaba: fortalecer la teoría de Forbes para conquistar la venia y la aprobación de una academia eurocentrista. Esta la integran profesores que piensan que el Nuevo Mundo esperaba pasivamente la llegada de los europeos para ser incorporado a la historia y la conciencia del planeta. Y dentro de ellos se perfilan dos grandes bandos: los que creen que Colón fue el descubridor y los que piensan que lo fue el escandinavo Eric el Rojo.

Cayetano se aventó un nuevo sorbo de Murciélago. Sintió que sus vísceras se conmovían bajo el avance del fuego líquido. Luego, sintiendo un leve mareo, preguntó:

—¿Cómo se prueban circunstancias que se dieron hace tanto tiempo y que la historia oleada y sacramentada desconoce?

Tuvo que tragar rápido una quesadilla con chapulines para neutralizar el impacto del mezcal. De golpe se sintió transportado a una dimensión irreal, que era al mismo tiempo una prolongación de un México que no conocía.

—Las circunstancias se prueban probándolas —dijo el profesor y enarcó varias veces las cejas, algo burlón—. Se prueban hallando inscripciones en estelas, objetos que el comercio llevó de un extremo al otro del mundo, códices mesoamericanos y textos de los primeros europeos en el Nuevo Mundo que lo sugieran. No es fácil. —Sacudió la cabeza—. No es fácil. Además, si los eurocentristas dirigen en contra tuya una andanada de ensayos, te destrozan para siempre tu prestigio.

Les sirvieron la sopa de ajo. Aún no llegaba la cerveza. Siguieron con otro mezcal. Cayetano se dijo que las muertes de Puskas y de Pembroke tenían que estar asociadas, al menos a través de la historia. Ambos carecían ya de prestigio.

—La prueba definitiva de algo así pudo haber estado en los códices mayas prehispánicos —continuó Solórzano del Valle—, pero solo sobrevivieron tres y, algo inaudito, los tres están en Europa.

—¿Cómo?

—Esos valiosísimos documentos con imágenes, funciones calendáricas y rituales, elaborados por los cultos tlacuilos, los intelectuales de la élite maya, están en la Sächsische Landesbibliothek de Dresde, en la Biblioteca Nacional de París y en el Museo de América de Madrid. ¿Qué le parece?

—Al final la memoria maya la controlan los europeos.

—Así es.

—¿Y por qué es así?

—Pues porque se apropiaron de ella a través de leguleyadas, lisa y llanamente. Y lo peor es que los conquistadores destruyeron el resto de los códices mayas que hallaron a su arribo. Usted no lo va a creer: quemaron toneladas de códices en autos de fe. El principal bribón fue fray Diego de Landa, un satanás de la hoguera. Apréndase de memoria sus palabras: «Hallámosles grande número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena».

Impactado, Cayetano miró a su alrededor y pensó que quienes comían y conversaban en La Rosetta de algún modo eran descendientes de las víctimas y también de los victimarios de aquellos crímenes.

—Y hay un tal Zumárraga, obispo de esta ciudad —agregó Solórzano del Valle alzando las manos, alterado, rojo de ira—, que en Tlatelolco, nada lejos de este local, arrojó al fuego cinco mil códices con la historia, la cultura y las ciencias aztecas. Ese religioso formó una pira tan alta como un cerro. Claro, los españoles de esa época eran hijos y autores de la Inquisición y la intolerancia, de los autos de fe, la persecución de árabes y la expulsión de los judíos. De este modo, en estas tierras no dejaron ni rastro de esa rica memoria milenaria.

—Y lo poco que se salvó se lo llevaron.

—Así es. Y vaya a exigirlo ahora de vuelta a los europeos…

—Discúlpeme, profesor, una pregunta muy franca y tal vez ingenua: ¿cuál sería hoy la importancia práctica de demostrar la tesis de Forbes? —preguntó Cayetano antes de vaciar el mezcal, que al parecer los mozos llenaban una y otra vez, sin que él se percatara de que lo hacían. Ahora, de pronto, se sentía mareado, no borracho, mareado y azorado por el relato del profesor, y con un incontrolable deseo de hablar y una curiosa y repentina habilidad para pensar con claridad meridiana. No era para menos: en el estómago solo tenía saltamontes y huevos de hormigas.

—Muy simple —repuso el profesor, recuperando la solemnidad y la gravedad de su voz—. ¡La historia sería otra!

—Pero eso no cambia nada —reclamó Cayetano. Agarró la cuchara para atacar la sopa—. España llegó, saqueó, esclavizó, pero dejó también aportes extraordinarios, entre ellos la lengua, y gracias también a España esta región se convirtió en lo que hoy somos, nada envidiable, por cierto, pero vital y original y pasmosamente real.

Solórzano del Valle alzó la bebida y miró a través del vasito translúcido.

—¿Realmente no se da cuenta del impacto que tendría lo que estamos hablando? —preguntó, defraudado.

—Siendo franco, no.

—Si se comprueba eso que Forbes sugiere y que los españoles ponen en duda empleando su maquinaria mundial, cambiaría todo, señor Brulé. No puede ser que no advierta eso. Cambiaría el discurso del Imperio español, la justificación religiosa de que la Providencia puso al continente en manos de Europa para que esta lo cristianizara, dominara y explotara. Amigo Cayetano, si se logra probar eso se hunde todo el discurso fundacional de una era. ¿No lo entiende?

—Pero el impacto concreto hoy sería mínimo.

—Escuche. —Había impaciencia ya en su tono—. Si se prueba que antes de que llegaran las carabelas en 1492 a las Antillas, los cayucos mayas visitaban ya las costas europeas, entonces sucumbiría toda la arquitectura justificadora del discurso imperial, católico y eurocentrista. La historia sería otra. Ya no la contarían solo los vencedores.

—¿Y qué sacaría en limpio? —Cayetano enarcó las cejas y lo miró fijo.

—De partida, que toda la toma de posesión de tierras para la Corona española quedaría desacreditada, puesto que los habitantes del Nuevo Mundo habían estado ya en Europa y habrían tenido el mismo derecho con respecto a tierras europeas.

—Eso es historia ficción.

—Y por lo mismo, el origen de las grandes propiedades territoriales de los conquistadores y sus familias sería hoy ilegítimo —continuó el profesor sin dejarse interrumpir—. ¿Se imagina? ¿Puede imaginarse el monto de las indemnizaciones que los europeos y criollos americanos tendrían que entregar hoy a las comunidades indígenas en México? La historia, mi querido amigo, se puede reescribir mil veces y eso se hace desde el presente, desde el día de hoy, basándose en documentos de la época.

—Todo lo que me dice suena original y me da mucho que pensar, profesor, pero yo creo que aquello, de ser como usted dice, no cambiaría en un ápice la vida del mundo ni siquiera el desarrollo de este almuerzo en que disfrutamos manjares prehispánicos. La historia es una disciplina indiferente al dolor y la injusticia, profesor.

Advirtió el relámpago de ira en sus ojos. Lo había provocado más allá de la cuenta, pero lo cierto es que detestaba las especulaciones. Era de sobra conocido que la historia la contaban los vencedores, y que los silencios de los derrotados eran como los agujeros en los quesos de esa historia, no bastaban para que el queso dejara de ser queso. En todo caso, un detective tenía que rechazar tanta divagación y ajustarse a datos precisos y verificables, ajenos a especulaciones. Por lo demás, Lisa Pembroke esperaba resultados concretos, no teorías de académicos.

—Dígame una cosa —continuó Cayetano cuando terminaban la sopa—. ¿Usted tiene algún apunte o mensaje electrónico de Pembroke que me ayude?

El profesor colocó la cuchara en el plato y dijo:

—Buscaré en mis papeles. Si encuentro algo, se lo envío al hotel.

—Y permítame otra pregunta. ¿Sabe dónde está el templo en honor a la Santa Muerte?

Vio que su rostro se tensaba, sorprendido.

—¿Tiene interés en visitar el Adoratorio de la Santísima, en el barrio de Tepito? —preguntó bajando la voz.

—Correcto.

—Si es así, estimado amigo, cuando terminemos estos manjares nos despojamos de la corbata y el saco y nos vamos a rendir pleitesía a la Poderosa Dueña de la Negra Mansión de la Existencia y Emperatriz de las Tinieblas.