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Bernardo Suzuki se encargó de devolverle los documentos de Pembroke, que Cayetano había ocultado en el pasaje Fischer mientras huía de los asesinos. Después lo trasladó en una minifurgoneta desde la población Márquez al interior del cuartel de la PDI.

—Así transportan a los detenidos peligrosos, jefazo —dijo Suzuki—. Nadie los ve desde fuera para que no sufran algún atentado.

En la puerta del edificio lo esperaba Anselmo Marín junto a un oficial joven, exalumno suyo en una clase de interrogatorio en la academia institucional, ubicada en el barrio Pajaritos, en las afueras de Santiago. Era un hombre de su entera confianza y, al parecer, el tipo idóneo para ayudarlos; los guió hasta la sala del subterráneo, donde guardaban las pertenencias del español asesinado.

Ramón Huerta las había dispuesto sobre una mesa de aluminio: zapatos, ropa interior, dos trajes oscuros, pantalones negros, camisas, corbatas, una bolsita con el logo de Iberia que contenía un cepillo, un tubo de dentífrico, un peine y varias rasuradoras desechables. Fue otro objeto el que capturó, sin embargo, la atención de Cayetano Brulé: dos guías turísticas de la colección Eyewitness, impresas en español. Una era sobre Chile y la isla de Pascua, la otra sobre Irlanda.

—¿El pasaporte le interesa, señor? —preguntó Huerta, que tenía unas cejas gruesas y arqueadas, que le daban un aire permanente de asustado.

Tomó el pasaporte y las guías en sus manos y se sentó ante un escritorio a examinar todo aquello mientras El Escorpión hurgaba en los bolsillos de los trajes. Reconoció de inmediato al hombre de la fotografía como el que había intentado cerrarle el paso en la escalera del pasaje Bavestrello. Un estremecimiento lo sacudió al fijar sus ojos en los del muerto. Miraba a la cámara serio y sudoroso y vestía un suéter de cuello alto. Ahora está muerto, pensó Cayetano. Seguro lo estaban conservando en el depósito de cadáveres del sótano.

Volvió a examinar una a una las hojas del pasaporte, pero le costaba identificar la procedencia de los timbres estampados. Por fin encontró algo que tenía valor para su indagación: el boleto de Iberia en que, tres semanas antes, había llegado desde Madrid a Chile. Clase económica, asiento junto a la puerta de escape. La butaca reservada para los pasajeros frecuentes, concluyó Cayetano. Pero el pasaje no tenía clave de pasajero frecuente. Una lástima. Con ese dato podría haber reconstruido de inmediato sus últimos desplazamientos aéreos.

—Anselmo —dijo con el boleto en la mano—. ¿Pueden averiguar las últimas rutas de este pasajero?

—Huerta, ¿puede hacerlo? Interpol le ayudará en eso.

—Sí, señor, de inmediato.

Huerta salió de la sala iluminada con tubos fluorescentes llevando el pasaje consigo. Cayetano pensó que esa búsqueda podía implicar el fin de su investigación si alguien alertaba a Debayle. Y seguro que Debayle estaba encima de la búsqueda del criminal en serie que asolaba al, por lo general, sosegado Valparaíso.

Imaginó no sin placer que El Escorpión se estaría preguntando qué asociación deseaba establecer él entre un crimen callejero, ocurrido en Valparaíso, y unas ciudades remotas. En la era de la globalización y del crimen internacionalmente organizado, un delito cometido en una apartada localidad de la Patagonia podría haber sido planeado en un departamento del Prenzlauer Berg, de Berlín; uno ejecutado en el Amazonas podía haber sido ordenado en San Petersburgo, y uno cometido en un oasis del desierto de Atacama podría tener su origen en La Habana. El tamaño del planeta se había reducido y las fronteras se habían evaporado, al menos para el crimen organizado.

Decidieron hacer una pausa y subir a la cafetería del cuartel, donde tomaron un café con orejitas de azúcar. El sótano del cuartel no resultaba un lugar acogedor, menos lo era ante los documentos y la ropa de alguien que claramente había intentado asesinarlo. Afuera, la plaza Santo Domingo respiraba tranquila y a oscuras. Desde allí alguien podía estar espiándolo, alguien que hubiese recibido el dato de que Cayetano Brulé había reaparecido, esta vez en un centro de la PDI. Regresaron al rato a la atmósfera opresiva del subterráneo. Cayetano hojeó las guías turísticas en busca de algo que no sabía bien qué era, mientras Marín revisaba con lupa las pertenencias del occiso.

—¿Qué te parece esto? —preguntó mostrándole a Cayetano un prendedor dorado de corbata que acababa de encontrar en la bolsita de Iberia.

En su centro había un espacio ovalado y dentro de él un escudo. En el corazón del escudo vio unas siglas, escritas en letra gótica, que lo azoraron: CPH. Su corazón palpitó con fuerza, sus mejillas enrojecieron, apenas logró controlar la emoción y la sorpresa. Había visto esas mismas siglas en la cinta de la corona de flores en honor a Émile Dubois y en un apunte de Pembroke, pero ahora tendría que recurrir de nuevo a los apuntes del estadounidense, que tenía en casa o en el despacho, ya no lo sabía bien, porque allí había leído esa sigla antes.

Le pidió sin mucha convicción a Marín que buscara esa sigla en Google. Lo hizo con su Blackberry. Tal vez encontrara algo. Él había fallado unos días antes en esa búsqueda. Pensó que lo mejor era consultar al santero cubano Armando Milagros y al maestro O’Higgins Monardes, o a sus conocidos del museo de la Antigua Inquisición o del Adoratorio de la Santísima, en Ciudad de México. Alguno podía saber algo.

—CPH dijiste, ¿verdad? —preguntó Marín y comenzó a leer de la pantallita—: Concordia Publishing House, de St. Louis, Missouri. Comisión Permanente del Hormigón, Madrid, España. Aeropuerto Kastrup de Copenhague, Dinamarca. Centro Panamericano de Humanidades, de Monterrey, Nuevo León, México. ¿Te sirve alguna?

—Te agradeceré que imprimas todo lo que encuentres bajo CPH. Lo estudiaré esta noche.

Huerta regresó poco después.

—Puedo obtener más información —anunció—. Pero creo que esto suena muy interesante: el viaje procedente de Madrid del occiso tiene dos particularidades. La primera es que estuvo en conexión con un vuelo desde Dublín a Madrid. La segunda: el regreso de Santiago a Madrid, que tiene fecha abierta, está en conexión con otro vuelo de Iberia: de MAD a CDZ.

—Y esa jerigonza ¿qué quiere decir? —preguntó Cayetano.

—Vuelo de Madrid a Cádiz.

—¿Puedo llamar a Estados Unidos? —preguntó Cayetano, de pronto urgido.

—Usa mejor mi móvil —sugirió El Escorpión.

Cayetano le dictó el número de Lisa Pembroke. Era tarde en Chicago, pero no tanto.

Le contestó la viuda. Fue directo al grano tras disculparse por llamar a esa hora.

—¿Le habló alguna vez el profesor Pembroke de la ciudad irlandesa de Galway?

—Claro —repuso ella con absoluta normalidad—. Estuvo allí un par de veces buscando algo para un libro o un ensayo que escribía. Nunca lo acompañé. Sé que Irlanda es bella, pero sus viajes eran de trabajo. Y usted ya lo sabe: en esos viajes él se refugiaba y se convertía en un ermitaño.

—¿Investigaba en Galway, entonces?

Cayetano Brulé tomó asiento y se cruzó de piernas. Un pitazo quejumbroso llegó por los aires de la bahía. ¿Se trataba de un barco de carga o un crucero? Pensó que hacía más de un año Pembroke se había acercado a Valparaíso de la misma forma.

—Exactamente —dijo la viuda—. Hizo viajes breves a Galway. De trabajo.

—Pero él es latinoamericanista, no europeísta.

—Bueno, los irlandeses algo tienen que ver con ese mundo, ¿o no? O’Higgins, el padre de la patria de Chile, era irlandés, después de todo. Los irlandeses están repartidos por el mundo, principalmente en Estados Unidos, adonde llegaron huyendo del hambre y la miseria de su patria.

Tenía razón. Pero Pembroke no se dedicaba a la historia del siglo XIX o XX, sino a la del XV al XVII.

—¿Qué le interesaba en Galway? —preguntó tenso.

—Le recuerdo que el apellido Pembroke también tiene que ver con Irlanda.

—Está bien, gracias, Lisa. Pero ¿qué le interesaba al profesor de Galway?

—Que allí estuvo Cristóbal Colón antes de descubrir América. Que allí hay una iglesia donde oró para que Dios lo ayudase en la travesía. Usted sabe, los irlandeses y los italianos son muy católicos.

Sabía todo eso y también que Colón había llegado a Galway. Eso lo afirmaba el libro de Forbes. Pero él quería ir más allá, a ese más allá que buscaba Pembroke. O sea que en ese sentido Pembroke seguía siendo profundamente latinoamericanista al indagar en Irlanda.

—¿Algo más? —preguntó Cayetano, impaciente—. ¿Nunca mencionó que allá tuviera enemigos?

—Por el contrario. Allá tenía un buen aliado.

—¿Quién era? ¿Un académico, tal vez?

—No. Un guía de turismo.

Empezó a hojear el libro de Irlanda.

—¿Cómo se llamaba?

—¿Dominick, Patrick, John? Qué sé yo. Pero no sé qué busca usted en Galway, cuando los asesinos de Joe andan sueltos en el otro extremo del planeta —reclamó la viuda—. Seguro que esos criminales se pasean confiados por los bares de Valparaíso.

Cayetano cruzó la sala con el móvil pegado a la oreja. Aquello era un dato relevante. Claro, él nunca se había ocupado de la relación entre Pembroke y Galway porque al comienzo asociaba la ciudad irlandesa con la teoría de Forbes y ciertas simpatías académicas de Pembroke, pero no con su asesinato. Era probable que Soledad Bristol supiera algo del guía turístico de Galway.

—Permítame otra consultita —añadió.

—Pero le ruego sea conciso, señor Brulé. Tengo invitados en casa.

—¿Nunca le habló su esposo de las siglas CPH? —Cayetano observó el prendedor que tenía entre los dedos.

—Nunca.

—La última pregunta —continuó guardándose el prendedor en un bolsillo.

—¿Breve?

—Es breve. ¿Me financiaría un vuelo a Galway?

—¿A Galway? —reaccionó entre sorprendida e irritada.

—Sí, a Galway. Le ruego que confíe en mí. En estas semanas estamos avanzando como no pudieron ni la PDI ni el FBI juntos en un año.

Ella guardó silencio. Cayetano pudo escuchar la música de fondo. La orquesta de Fausto Papetti, sin lugar a dudas, concluyó. Se sintió arrojado de improviso a los años sesenta, a la etapa en que merodeaba entre Cayo Hueso y Miami. Pronto el amor por una chilena aristocrática lo arrastraría al Chile de Salvador Allende. Lo demás era historia conocida.

—Está bien —repuso al rato la viuda, resignada—. Viaje, pero en clase económica, y alójese en un bed and breakfast, para que no me siga saliendo tan caro.