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Dublín por la mañana. Aeropuerto internacional. Nubes oscuras sobre una tierra verde como la de Chiloé y el Caribe, piensa Cayetano mientras presenta su pasaporte ante el oficial de Inmigración. Fernando Pessoa había sido un magnífico acompañante durante el vuelo.

Si después que yo muera, se quisiera escribir mi biografía,

nada sería más simple.

Exactamente poseo dos fechas —la de mi nacimiento y la de muerte.

Entre una y otra todos los días me

pertenecen.

Por fin logré memorizar esos versos, se dijo Cayetano satisfecho, avanzando a paso rápido en el espeso aroma a café que inundaba la pequeña pero acogedora terminal de Dublín. Agitación de pasajeros. Diarios europeos. Restaurantes y cafeterías atestados. Tiendas duty free. Retratos de los principales escritores irlandeses en vitrinas y paredes. Letreros en inglés e irlandés. Y de pronto divisó a Soledad Bristol entre los pasajeros. Como ella no se había percatado de su presencia, él se le acercó por la espalda y la besó en la nuca. Soledad reaccionó echándose en sus brazos y lo besó en la boca con fruición.

—No nos separemos más —rogó Soledad mientras caminaban cogidos de la mano hacia el bus que hace el trayecto del aeropuerto a Galway.

Lloviznaba.

El mundo es efectivamente un pañuelo y nosotros un atado de recuerdos, se dijo Cayetano ya sentado junto a Soledad en el bus. La máquina atravesaba con mullida calma las estrechas y húmedas calles dublinesas, entre tiendas de souvenirs, mesas puestas en la vereda y gente que caminaba presurosa bajo la llovizna.

Cuando el bus enfiló hacia el sur, Cayetano se dedicó a admirar el paisaje a través de la ventanilla panorámica. Contemplar el paisaje desde un bus o un tren lo tornaba meditativo. Le resultó grato reencontrarse con aquello que había visto en películas británicas: lomas verdes, ovejas pastando junto a muros de piedra, casas blancas, jardines con flores en macetas. La carretera se retorcía entre las ondulaciones de los campos y las colinas sin árboles. Soledad dormitaba en su asiento.

Dos horas más tarde llegaron a Galway.

Se bajaron en el Eyre Square y pusieron los maletines en un banco de la plaza, frente a la estatua de un hombre de terno y sombrero que descansaba sentado sobre unas piedras. Era Pádraic Ó Conaire, uno de los escritores más queridos de Irlanda, según afirmaba un monolito cercano. Se avergonzaron. Nunca habían escuchado de él.

Arriba, las nubes se disputaban el cielo. Caminaron hasta la esquina de Forster Street con Frenchville Lane buscando el hostal. Quedaba junto a la casa de piedra, allí donde está el antiguo Fox’s Bar. Un gigantesco letrero anunciaba cerveza Guinness.

—Techo y cerveza es lo que necesitamos —comentó Cayetano al entrar al hostal.

Les dieron una llave grande y herrumbrosa, que no había cómo extraviar. La habitación, en el tercer piso, era estrecha y su única ventana daba a Frenchville Lane. Se acordaron de inmediato del estrecho cuarto pintado por Vincent van Gogh. Apartaron las valijas y se besaron con desesperación. Cayetano comenzó a desvestirla con manos torpes, ella en cambio no tardó nada en desnudarlo. Minutos después, la cama rechinó bajo el peso de sus cuerpos. Soledad se montó a horcajadas sobre él y lo cabalgo con una delicadeza inicial que devino galope tendido. Aprisionando la cintura de Soledad entre sus manos, Cayetano se sintió joven y vital de nuevo. Alcanzó la gloria sudando a mares, feliz de haberse reencontrado con esa muchacha que le deparaba placer tan intenso. Después se fueron quedando dormidos, exhaustos.

Horas más tarde, tras leerle a Soledad algunos poemas de Pessoa y de impresionarla recitándole dos o tres versos que se había aprendido de memoria en el avión, Cayetano la invitó a ducharse e ir al Fox.

Era un local antiguo y algo sombrío, de paredes recargadas con cuadros y espejos, como el living de una casa irlandesa cualquiera. Optaron por jarras de Guinness, desde luego.

—Joe visitó esta ciudad varias veces —comentó Soledad. Se veía relajada y animada—. Según Forbes, fue aquí donde el almirante se convenció de que estaba cerca de otro continente. Quince años más tarde zarparía del puerto de Palos.

—Quince años. Demasiado tiempo —comentó Cayetano mientras apartaba con una mano la espuma que le colgaba del bigotazo.

—¿No te acuerdas? ¡Está en el libro!

¿Cómo explicarle que a su edad las cosas no se recordaban como antes? Esos versos del portugués, por ejemplo, los olvidaría en menos de una semana si no los ejercitaba. Con los años uno se iba tornando más cauto, reflexivo y melancólico, apreciaba más la lentitud de los procedimientos y valoraba más la paciencia. Y no solo eso. También se volvía más tolerante y benevolente. Y olvidaba más rápido. La memoria no funcionaba ya como antes. Tendía a confundir ciertas cosas y otras simplemente las olvidaba por completo. Había notado el cambio tras cumplir los cincuenta. ¿Sería el inicio del alzhéimer?

—Está en el libro de Forbes —insistió Soledad mientras extraía de su maletín el ensayo de Joe Pembroke—. En 1477, Galway era un importante puerto comercial.

Cayetano se acercó para ver mejor la página que le indicaba.

—Aquí vio Colón a los primeros americanos —recordó la joven—. Escuche lo que apuntó en el margen del libro que tenía en su velador, titulado Historia Rerum ubique Gestarum, de Eneas Silvio Piccolomini.

—¿Cómo?

—Esto es lo importante. Lo escribió el almirante de su puño y letra: Si esset maximam distanciam non portuissent venire cum fortunam sed aprobat ese prope. Es de 1477 —exclamó ella emocionada.

—¿Y qué significa eso en cristiano?

Soledad bebió un sorbo antes de traducir:

—«Sí, fue una distancia extremadamente grande. Los veleros no podían pasar sin suerte, pero eso prueba que está cerca». Es decir, la India está cerca.

Cayetano sorbió de su jarra y ladeó la cabeza concentrado.

—Y aquí hay algo más imponente, que Colón apuntó en el libro de Piccolomini —agregó Soledad.

—Escucho.

Homines de Catayo versis briens veneirunt. Nos vidimus multa notabilia et specialiter in galuec ibernie virum et uxorem in duabus lignis areptis ex mirabili persona.

—¿Y qué significa eso?

—Algo así como: «Hombres de Catayo vinieron al Oriente. Nosotros hemos visto muchas cosas notables y sobre todo en Galway, en Irlanda, un hombre y una mujer en unos leños arrastrados por la tempestad de forma admirable». ¿Se da cuenta? Esto lo escribió nada más y nada menos que Cristóbal Colón.

—¿Lo escribió él? Repite, por favor.

—«Hombres de Catayo vinieron al Oriente. Nosotros hemos visto muchas cosas notables y sobre todo en Galway, en Irlanda, un hombre y una mujer en unos leños arrastrados por la tempestad de forma admirable».

Lo estremecieron esas palabras de Colón.

—¿Son auténticas?

—Absolutamente. Es el libro en el que él hizo apuntes al margen. Esto es tan claro como el agua. No hay duda de que lo escribió él. Era común en el pasado hacer apuntes en el margen de los libros que uno poseía.

—Ahora veo todo más claro —reconoció Cayetano pensativo, jugando con una punta del bigote.

—Joe siempre supuso que detrás de todo esto se ocultaba algo grande.

—Lo sé. Quería demostrar que, antes de que Colón llegara a América, los indígenas americanos conocían las costas de Irlanda, Groenlandia e Islandia.

—Y que hacían el viaje impulsados por las velas de sus embarcaciones y la corriente del golfo, que sube por la costa este de Estados Unidos y se desvía hacia el Oriente hasta desembocar en la bahía de esta ciudad.

—Tenía razón Joe Pembroke: ¡es aquí, no en la isla San Salvador, del Caribe, donde se produce el encuentro entre ambas culturas! —exclamó entusiasmado Cayetano.

—Y esos viajes de sur a norte, del Nuevo al Viejo Mundo, tuvieron lugar mucho antes de 1492 y de que Colón visitara Galway. ¿Te das cuenta de lo que eso significa para la historia oficial europea y su relato hegemónico?

Cayetano guardó silencio mientras imaginaba que Colón, hace más de cinco siglos, quizá bajo ese mismo cielo cuajado de nubes, había estado bebiendo cerveza en algún pub de Galway, como él lo hacía en esos instantes.

—Colón vino en 1477 a Galway porque se enteró de que en esta bahía se producía cada cierto tiempo el encuentro entre los dos mundos —resumió Soledad—. ¡No quería quedar al margen de la historia!

—En el fondo puso en escena a todo trapo una obra que ya se representaba en el modesto escenario de un pueblo distante. En eso radica su grandeza —comentó Cayetano, sintiendo un cosquilleo en el estómago.

—Para eso vino a Galway, para hablar con los americanos que menciona en el libro de Piccolomini, y por eso rezó en la iglesia de San Nicolás. Allí agradeció a Dios lo que había visto y le pidió ayuda para encontrar esas nuevas tierras para la Corona de España y su propio peculio.

—El viaje era una sandía calada.

—Exacto. Los vestigios vivos del Nuevo Mundo en Galway eran la prueba y la garantía misma de su existencia. Por eso navegó sin miedo en la Santa María y enfrentó con tanta autoridad y convicción el motín de sus marinos que temían caer en el horizonte en un precipicio. Ven, vamos a la iglesia.