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Se ocultó detrás de la puerta del dormitorio principal para espiar a quien llegaba a través de la rendija que dejaban las bisagras. Recordó haber vivido una escena semejante hacía años, en Berlín Oriental, cuando, al igual que ahora, había quedado encerrado en el departamento de un edificio de la Leipziger Allee. Ahora estaba en las mismas, en una trampa sin escapatoria. Guardó el celular en la chaqueta. Un cono de luz cayó sobre la alfombra del living cuando la puerta se abrió.

Era un tipo alto y fornido, de cabeza rapada y camisa blanca. Vio su silueta perfectamente recortada en el vano rectangular de la puerta. Le pareció que era uno de los escoltas del dueño del departamento. Contuvo la respiración. La presión se le fue a la cabeza. Temió que sus sienes estallaran. Alcanzó a atrapar los espejuelos que iban resbalando por el sudor de su nariz. Vio que el rapado cerraba la puerta y avanzaba en la penumbra.

En cuanto pasó a su lado le propinó un feroz golpe de canto en la nuca. El tipo trastabilló, soltó un quejido gutural y Cayetano no lo pensó dos veces. Le soltó una formidable patada en el culo, que lo lanzó al piso, y saltó sobre él antes de que pudiera reincorporarse. En un santiamén lo agarró por el cuello y le oprimió la garganta. De bruces en el suelo, el hombre comenzó a patear el piso con las punteras metálicas de sus botas y se aferró a las manos de Cayetano.

Si le permitía que emitiera un grito estaba frito, pensó, sin soltar el cuello del rapado. Fue en eso que recibió un golpe de nuca en plena boca. Sentir el dolor y su propia sangre salobre fue una y la misma cosa. Aprovechando su desconcierto, el rapado giró en el piso y quedaron frente a frente, Cayetano a horcajadas sobre él. Esta vez recibió un puñetazo en plena mandíbula. Hubiera jurado que su lengua acababa de pescar un diente suelto. Trató de presionarlo contra el paladar, procurando no escupirlo ni tragarlo, respirando por la nariz. Tal vez, si salía con vida de aquel combate, podría volverlo a pegar. Pensaba en eso cuando otro mazazo furibundo, esta vez en la boca del estómago, lo lanzó al piso.

El rapado se reincorporó con celeridad y le lanzó una patada de karateca que estuvo a punto de impactar en su rostro. Si me da con las punteras metálicas soy hombre muerto, pensó Cayetano en el instante en que asía a su contrincante de una bota y lo tumbaba. Pero el otro volvió a ponerse de pie como un mono porfiado. Y esta vez se aterró porque lo que el rapado portaba en la diestra era una daga centelleante. Cayetano alargó un brazo en la oscuridad y su mano tropezó con un libro de tapas gruesas, que cogió de inmediato.

El rapado se montó sobre su pecho, arrebatándole el aire, ante lo cual Cayetano solo atinó a arrojar el libro contra su contrincante. Tuvo suerte. Le dio de lleno en un ojo y la ceja, que comenzaron a gotear en forma profusa. Sin embargo, el tipo no se rendía. Trató de clavar la daga en el pecho de Cayetano. Este sintió de pronto el golpe y se estremeció como azotado por una descarga eléctrica, y supo que hasta ahí llegaba su vida.

Comenzó a ver todo en cámara lenta: la mano del otro que se alzaba vacía en la oscuridad, su rostro sanguinolento, congelado en una mueca de horror, y su propia mano tratando de arrancarse del pecho la daga enterrada. ¡Pero no la encontró! Lo intentó de nuevo, desesperado, sabiendo que cada segundo que tardase en despojarse del acero hundido en su carne corría en su contra porque se desangraría en ese cuarto de Cádiz, y luego arrojarían su cuerpo al mar de manera que las olas, repitiendo el guión de una vieja historia, se encargaran de devolverlo a la arena de una playa cercana.

Siguió buscando la daga con desesperación y dedos torpes. ¡No la hallaba! Su camisa estaba húmeda. Pero no de sangre, como supuso en un inicio, sino de sudor. Se auscultó azorado el pecho y encontró en el bolsillo superior de la camisa lo que lo había salvado: la placa de la Santa Muerte, comprada en el Adoratorio de Ciudad de México. Allí estaba la placa con la representación de la Santísima envuelta en su manto dorado, pero no la daga clavada entre sus costillas. No está aquí, se dijo, tratando de insuflarse ánimo. Tardó varios segundos en darse cuenta de lo que había ocurrido: el arma había rebotado contra la Santa Muerte y luego, libre de la mano del rapado, se había extraviado en la oscuridad.

Volvió a trenzarse en una lucha encarnizada con su enemigo. Notando el desconcierto que se adueñaba del rapado, aprovechó de propinarle un puñetazo al hígado, a lo Cassius Clay en sus años de gloria, y otro bajo la quijada, en la nuez, como lo enseñaba el viejo manual de jiu jitsu de su abuelo, que Dios tenga en su santa gloria, y el calvo se desmoronó de pronto como una marioneta sin cuerdas.

Cayetano apartó de sí con esfuerzo aquella mole inerte, se puso de pie, recogió la daga y se deslizó algo mareado por la ventana abierta. Echó a correr por el pasaje desierto con el diente navegando en su boca.