55

Buscaron en las demás carpetas, pero no encontraron referencia alguna a CPH. Ahí se jode todo, pensó Cayetano. Los invitó a salir del subterráneo en busca de aire puro. Necesitaba una tregua y el cielo alto para reordenar sus ideas y reflexionar sobre las especulaciones que ahora emergían con respecto al destino corrido por el académico estadounidense.

Alcanzaron la Four Cross Street. Lo reconfortó aspirar de nuevo la brisa fresca que soplaba del océano y vislumbrar la inmensidad centelleante de ese mar que albergaba tanta historia y secretos. Entraron al Kettle of Fish House, local predilecto de Merlin por sus guisos, sopas marineras y ambiente auténtico, y ocuparon la última mesa disponible.

Resonaba allí una canción de The Pogues, que a Cayetano le recordó los años ochenta, cuando se sentía joven y vital, declinaba ya la dictadura militar y su pareja era Margarita de las Flores. Ahora ella vivía en la capital, prosperaba con su agencia de empleadas domésticas que se especializaba en ofrecer los servicios de inmigrantes peruanas y, según comentarios, había envejecido de mala forma porque su pareja era un mantenido, un bueno para nada que amaba la hípica, la política y el cine. En fin, así con The Pogues. Ordenaron salmón, cod y kaddock.

CPH, se repetía Cayetano una y otra vez sorbiendo una Guinness mientras el mozo se alejaba entre las mesas llenas en busca de la comida. ¿Eran esas las siglas de una persona o una institución? ¿Y Lynch era su héroe? ¿Por qué? ¿El Gómez de 1493 era un conquistador de mujeres o un enemigo de Cristóbal Colón? ¿Es que esa disputa entre americanos y europeos databa del siglo XV? ¿Y qué significaba para ese día tibio y luminoso en Galway todo aquello ocurrido más de medio milenio antes?

Ya se había planteado preguntas similares en Valparaíso, sin llegar a una respuesta satisfactoria. Le pareció inconcebible que estuviese preocupado por asuntos —reales o ficticios— acaecidos en un pasado remoto, cuando su misión efectiva consistía en investigar un crimen perpetrado un año antes. ¿Qué le contaría a la viuda de Pembroke para justificar los gastos del viaje? ¿Le hablaría de Gómez y de Lynch, de los códices y de Abya Yala y de todo eso? Era patético. Se estaba convirtiendo sin lugar a dudas en uno de esos detectives farsantes que estafan a la clientela invirtiendo el tiempo en darse gustos personales a costa de ellos.

Porque lo importante era hallar a los asesinos de Pembroke y no andar indagando en añejas disputas de académicos esparcidos por todo el mundo. Le pagaban para lo primero, no para lo segundo. Le pagaban para que contribuyera a establecer la verdad y se pudiese aplicar la justicia, si es que algo de justicia quedaba todavía en un mundo que se caía a pedazos y describía a la perfección el tango «Cambalache», de Discépolo. A esas alturas de la vida ser visto como un profesional honesto era una de las pocas metas que revestían valor para él y de la cual podía enorgullecerse. Pero la disputa entre historiadores era un peligroso remolino de agua que succionaba a cualquiera y le impedía alcanzar su verdadero objetivo: dar con los asesinos del profesor.

—¿Tiene usted idea de lo que significan guadaña y llamas? —le preguntó a Patrick.

—¿En relación con esto?

—Sí.

—¿Dónde las vio?

—En un peto. En Valparaíso.

—¿Guadaña y llamas?

—Estaban en un capirote que uno de los verdugos de Pembroke dejó olvidado en el sitio del asesinato.

Patrick Merlin lo ignoraba. No pudo ayudarlo. Saborearon por lo tanto el pescado y la cerveza conversando sobre la inestabilidad del clima en Galway, es decir, perdiendo el tiempo. En cosa de horas, afirmaba Merlin, el cielo despejado se poblaba de nubes, luego caía la tupida y prolongada lluvia que conserva siempre verde los parajes de Irlanda, y por la tarde el cielo recuperaba un azul límpido y profundo.

Se había convertido en un capitán sin brújula, temió Cayetano. Ahora era un bergantín prisionero de la calma chicha en medio del océano, una nave ansiosa por una brisa que inflara sus velas y lo condujera a buen puerto. ¿Cómo iba a seguir adelante? A ratos le parecía que estaba por esclarecer el enigma, de pronto temía estar profundamente errado y haberse dejado guiar por un espejismo que lo seducía y arrastraba al fracaso. Los asesinos de Pembroke, Rubalcaba y Camilo no solo se habían salido con la suya, sino que además andaban por el mundo vivitos y coleando.

Ese atardecer, después de acompañar a Merlin hasta la puerta de su vivienda y dejar a Soledad en el centro de Galway, se marchó con las carpetas de Pembroke a un bar cercano. Al igual que lo había hecho en el Antiguo Bar Inglés, de Valparaíso, buscó una mesa apartada, ordenó una jarra de Guinness mientras retumbaba «Stars», de Simply Red, y comenzó a examinar los apuntes. Tenía confianza en ellos. Un historiador, pensó, no solo deja por escrito el pasado, sino también aquello que lo inquieta del presente.