La linterna
Como quedé séptimo en ortografía, papá me dio dinero para comprar lo que quisiera, y a la salida de la escuela todos los chicos me acompañaron a la tienda, donde compré una linterna, porque era lo que yo quería. Era una linterna fenomenal que veía en el escaparate cada vez que pasaba delante de la tienda para ir a la escuela, y estaba muy contento de tenerla.
—Pero ¿qué vas a hacer con tu linterna? —me preguntó Alcestes.
—Bueno —contesté—, irá muy bien para jugar a los detectives. Los detectives tienen siempre una linterna para buscar las huellas de los bandidos.

—¡Oye! —dijo Alcestes—, pero yo, si mi padre me hubiera dado montones de dinero para comprar algo, habría preferido unas milhojas de la pastelería, porque las linternas se gastan, mientras que las milhojas son muy buenas.
Todos mis compañeros se echaron a reír y le dijeron a Alcestes que era idiota y que yo había tenido razón al comprar una linterna.
—¿Nos la prestarás, tu linterna? —me preguntó Rufo.
—No —dije yo—. Si quieren una, basta con quedar séptimos en ortografía, eso es. ¡Qué injusticia!
Y nos separamos enfadados y no nos volveremos a hablar en la vida.
En casa, cuando le enseñé mi linterna a mamá, dijo:
—¡Vaya! ¡Gran idea! En fin, por lo menos así no nos darás tanta lata. Y ahora, sube a hacer tus deberes.
Subí a mi cuarto, cerré las persianas para que estuviera muy oscuro y después me divertí pasando el redondel de luz por todas partes: por las paredes, por el techo, debajo de los muebles y debajo de la cama, donde, al fondo, encontré una canica que hacía mucho que buscaba y que no habría encontrado nunca si no hubiera tenido mi estupenda linterna.

Estaba debajo de la cama cuando se abrió la puerta del cuarto, se encendió la luz y mamá gritó:
—¡Nicolás! ¿Dónde estás?
Y cuando me vio salir de debajo de la cama, mamá me preguntó si había perdido la cabeza y qué hacia a oscuras debajo de mi cama; y cuando le expliqué que jugaba con mi linterna, me dijo que se preguntaba de dónde sacaba yo semejantes ideas, que la mataría a disgustos y que, de momento, «Mira en qué estado te has puesto», y «¿Quieres hacer tus deberes en seguida?, ya jugarás después», y «Realmente, tu padre tiene cada idea»…
Mamá salió, apagué la luz y empecé a trabajar. Es fenomenal hacer los deberes con una linterna, ¡aunque sean de aritmética! Y después mamá volvió al cuarto, encendió la luz grande y no estaba nada contenta.
—Creo que te dije que hicieras tus deberes antes de jugar —me dijo mamá.
—Pero si estaba haciendo los deberes —le expliqué.

—¿A oscuras? ¿Con esa lamparita ridícula? ¡Te vas a estropear la vista, Nicolás! —gritó mamá.
Le dije a mamá que no era una lamparita ridícula, y que daba una luz buenísima, pero mamá no quiso saber nada y me quitó mi linterna, y dijo que me la devolvería cuando hubiera acabado mis deberes. Traté de llorar un poco, aunque ya sé que con mamá eso casi nunca sirve de nada, y entonces hice mi problema lo más pronto posible. Afortunadamente era un problema fácil, y pronto averigüé que la gallina ponía 33,33 huevos al día.
Bajé corriendo a la cocina y le pedí a mamá que me devolviera mi linterna.
—Bueno, pero pórtate bien —me dijo mamá.
Y después llegó papá y fui a besarlo, y le enseñé mi estupenda linterna, y dijo que era una idea muy rara, pero que, en fin, que con eso no le daría lata a nadie. Y después se sentó en el salón a leer el periódico.
—¿Puedo apagar la luz? —le pregunté.
—¿Apagar la luz? —dijo papá—. ¿Qué ocurre, Nicolás?
—Bueno, es para jugar con la linterna —expliqué.
—Nada de eso —dijo papá—. Además, no puedo leer mi periódico a oscuras, imagínate.
—¡Claro que sí! —le dije—. ¡Te daré luz con mi linterna! ¡Será fenomenal!
—¡No, Nicolás! —gritó papá—. ¿No sabes lo que significa no? ¡Pues no y no! Y no me des lata, he tenido un día agotador hoy.
Entonces me eché a llorar, dije que era una injusticia, que no valía la pena quedar de séptimo en ortografía si, después, no te dejaban jugar con la linterna y que, si lo hubiera sabido, no habría hecho el problema con el caso de la gallina y los huevos.
—¿Qué le pasa a tu hijo? —preguntó mamá, que vino de la cocina.
—¡Oh!, nada —dijo papá—. Tu hijo, como tú dices, quiere que lea el periódico a oscuras.
—¿Y de quién es la culpa? —preguntó mamá—. ¡Fue una magnífica idea comprarle una linterna!
—¡Yo no le compré nada! —gritó papá—. Fue él quien se gastó su dinero sin reflexionar; no le dije que se comprara esa linterna idiota. A veces me pregunto de quién le vendrá esa manía de tirar el dinero por la ventana.
—¡No es una linterna idiota! —grité.
—¡Oh! —dijo mamá—, ya entiendo esa delicada alusión. Pues has de saber que mi tío ha sido víctima de la crisis, mientras que tu hermano Eugenio…
—Nicolás —dijo papá—, ¡sube a jugar a tu cuarto! Tienes un cuarto, ¿no? Pues vete. Yo tengo que hablar con mamá. Entonces subí a mi cuarto y me divertí delante del espejo; puse la linterna debajo de la cara y parecía un fantasma, y después me metí la linterna en la boca y se me pusieron rojas las mejillas, y metí la linterna en el bolsillo y se ve la luz a través del pantalón, y estaba buscando huellas de bandidos cuando mamá me llamó para decirme que la cena estaba lista.