La tiza

—¡Vaya! —dijo la maestra—, ¡no queda tiza! Habrá que ir a buscarla.

Entonces todos levantamos el dedo y gritamos: «¡Yo! ¡Yo, señorita!», salvo Clotario, que no se había enterado. Normalmente es Agnan, que es el primero de la clase y el consentido de la maestra, quien va a buscar los materiales, pero ese día Agnan estaba ausente, porque tiene gripe, y entonces todos gritamos: «¡Yo! ¡Yo, señorita!».

—¡Un poco de silencio! —dijo la maestra—. Veamos… Usted, Godofredo, vaya, y vuelva pronto, ¿eh? No se entretenga por los pasillos.

Godofredo se marchó, la mar de contento, y volvió con una gran sonrisa y con la mano llena de tizas.

—Gracias, Godofredo —dijo la maestra—. Vaya a sentarse; Clotario, salga al pizarrón. ¡Clotario, le estoy hablando!

Cuando tocó la campana, salimos todos corriendo, menos Clotario, a quien la maestra tenía que decirle algo, como siempre que le pregunta.

Y Godofredo nos dijo en la escalera:

—A la salida, venid conmigo. ¡Tengo algo buenísimo que enseñarles!

Salimos todos de la escuela y le preguntamos a Godofredo qué tenía que enseñarnos, pero Godofredo miró a todas partes y dijo: «Aquí no. ¡Venid!». A Godofredo le encanta andarse con misterios y eso nos pone nerviosos. Entonces lo seguimos, doblamos la esquina de la calle, cruzamos, continuamos un poco más, volvimos a cruzar, y después Godofredo se paró, y nosotros nos pusimos a su alrededor. Godofredo miró otra vez a todas partes, se metió la mano en el bolsillo y nos dijo:

—¡Miren!

Y en su mano había —¡no lo adivinarías nunca!— una tiza.

—El Caldo me dio cinco tizas —nos explicó Godofredo, muy orgulloso—. Y ¡solo le di cuatro a la maestra!

—Bueno, mira éste —dijo Rufo—, ¡qué rostro tienes!

—Sí —dijo Joaquín—, si el Caldo o la maestra se enteran de eso, te harán expulsar, ¡seguro!

Porque es cierto, no se puede jugar al payaso con el material de la escuela. La semana pasada, un mayor le dio en la cabeza a otro con el mapa que llevaba, el mapa se rompió y a los dos mayores los suspendieron.

—Los cobardes y las gallinas pueden irse —dijo Godofredo—. Y los demás lo pasaremos en grande con la tiza.

Y nos quedamos todos, primero porque no hay cobardes ni gallinas en la pandilla, y luego también porque con una tiza se puede uno divertir muchísimo y hacer montones y montones de cosas. Mi abuela, una vez, me mandó un pizarrón, más pequeño que el de la escuela, y una caja de tizas, pero mamá me quitó las tizas, porque decía que manchaba por todas partes, salvo en el pizarrón. Es una lástima, eran tizas de todos los colores, rojas, azules, amarillas, y yo dije que lo que habría sido fenomenal era tener tizas de colores.

—¡Ah! ¡Muy bien! —gritó Godofredo—. Yo me arriesgo terriblemente y a don Nicolás no le gusta el color de mi tiza. Ya que eres tan listo, ¿por qué no vas a pedirle tú tizas de colores al Caldo? ¡Vete, anda! ¿Qué esperas? ¡Vete! Tú hablas mucho, pero nunca te habrías atrevido a guardar una tiza, mira. ¡Te conozco!

—Sí —dijo Rufo.

Entonces tiré mi maletín, agarré a Rufo por la chaqueta y le grité:

—¡Retira lo que has dicho!

Pero como no quería retirar nada de nada, empezamos a pegarnos, y después oímos una voz muy gruesa que gritaba desde arriba:

—¡Quieren parar de una vez, incultos! ¡Vayan a jugar a otra parte o llamo a la policía!

Entonces nos marchamos todos corriendo, doblamos la esquina de la calle, cruzamos, volvimos a cruzar, y nos paramos.

—Cuando hayan acabado de hacerse el tonto —dijo Godofredo—, quizá podamos seguir divirtiéndonos con mi tiza.

—Si este tonto se queda aquí, ¡yo me voy! —gritó Rufo—. Peor para tu tiza.

Y se marchó, y no volveré a hablarle nunca en mi vida.

—Bueno —dijo Eudes—, ¿qué vamos a hacer con la tiza?

—Lo que estaría bien —dijo Joaquín— sería escribir cosas en las paredes.

—Sí —dijo Majencio—. Podríamos escribir: «La banda de los Vengadores». Así, los enemigos sabrán que hemos pasado por aquí.

—Ah, muy bien —dijo Godofredo—. Y después, a mí me expulsarían de la escuela. ¡Muy bien! ¡Estupendo!

—Eres un cobarde, ¡vamos! —dijo Majencio.

—¿Cobarde, yo, que me arriesgué terriblemente? ¡Me haces reír, mira! —dijo Godofredo.

—Si no eres un cobarde, escribe en la pared —dijo Majencio.

—¿Y si después nos expulsan a todos? —preguntó Eudes.

—Bueno, chicos —dijo Joaquín—, yo me voy. Si no, llegaré tarde a casa y tendré líos.

Y Joaquín se marchó corriendo, muy deprisa. Nunca le había visto con tantas prisas por volver a casa.

—Lo que estaría bien —dijo Eudes— sería hacer dibujos en los carteles. Ya sabes, poner gafas, bigotes, barbas y pipas.

Todos pensamos que era una idea estupenda, solo que en aquella calle no había carteles. Entonces empezamos a andar, pero siempre pasa lo mismo: cuando uno busca carteles no los encuentra.

—Sin embargo —dijo Eudes—, me acuerdo de un cartel, en alguna parte del barrio… Sabes, ese niño que come un pastel de chocolate con nata encima…

—Sí —dijo Alcestes—, ya sé cuál es. Incluso lo recorté en un periódico de mi madre.

Y Alcestes nos dijo que lo esperaban en su casa para la merienda; y se marchó corriendo.

Como se hacia tarde, decidimos no buscar más carteles y continuar divirtiéndonos con la tiza.

—Chicos, ¿saben qué? —gritó Majencio—. ¡Podríamos jugar al truque[1]! Dibujamos en la acera, y…

—¡Estás loco! —dijo Eudes—. ¡El truque es un juego de niñas!

—No, señor, ¡no, señor! —dijo Majencio, que se puso muy colorado—. ¡No es un juego de niñas!

Entonces Eudes se puso a hacer montones de muecas y cantó, con una voz muy fina:

—¡La señorita Majencio quiere jugar al truque! ¡La señorita Majencio quiere jugar al truque!

—¡Ven a pelearte al solar! —gritó Majencio—. ¡Vamos, ven, si eres hombre!

Y Eudes y Majencio se marcharon juntos, pero al final de la calle se separaron. Y es que divirtiéndose así con la tiza, no se daba uno cuenta, pero empezaba a hacerse terriblemente tarde.

Nos quedamos solos Godofredo y yo. Godofredo hizo como si la tiza fuera un cigarrillo, y después se la puso entre el labio de arriba y la nariz, como si fuera un bigote.

—¿Me das un trozo? —le pedí.

Pero Godofredo dijo que no con la cabeza; entonces traté de quitarle la tiza, pero la tiza cayó al suelo y se partió en dos. Godofredo estaba terriblemente furioso.

—¡Mira! —gritó—. ¡Vas a ver lo que hago con tu pedazo!

Y con el tacón aplastó uno de los trozos de tiza.

—¡Ah! ¿Sí? —grité yo—, ¡pues vas a ver lo que hago con tu pedazo!

Y, ¡crac!, con el tacón aplasté su trozo de tiza.

Y como ya no quedaba tiza, volvimos cada uno a nuestra casa.