Mansion Boxwood
Septiembre 1888
–¡Madison! – gritó lady Westcott-. ¡Madison Ann Westcott,
abre la puerta inmediatamente!
Madison no hizo caso a su madre; pasó el pincel por la
pintura rojo ocre que tenía en la paleta y pintó en el lienzo con
gesto seguro la curva oscura que formaba un hombro
humano.
Miró un momento el modelo y luego el cuadro y sonrió,
satisfecha al fin. Llevaba dos días trabajando en el color de ébano
de la piel del modelo y sentía que al fin lo había
conseguido.
–Madison, ¿qué haces ahí dentro? Abre la puerta enseguida o
le digo a Edward que la saque de sus goznes -amenazó lady
Westcott.
Los ojos negros e intensos de Cundo se posaron en la puerta
doble de madera de castaño, pero no movió ni un
músculo.
–Honorable señorita, quizá… -empezó a decir con voz
melodiosa.
–Se rendirá y se retirará, Cundo. Siempre lo hace -Madison
reparó el músculo de su cuadro para hacerlo más oscuro-. ¿Necesitas
descansar? Porque yo, desde luego, sí. Llevamos horas con
esto.
–Madison, no toleraré más tiempo este comportamiento, ¿me
oyes? – hubo un golpe fuerte en la puerta, cosa que no encajaba con
el carácter de su madre-. Ha llegado tu tía y te exijo que salgas
de ahí inmediatamente. Insisto en que vayas a tu cuarto, dejes que
Aubrey te bañe, te vistas y bajes al salón sin más
demora.
Madison limpió el pincel en la bata blanca hasta los pies que
llevaba encima del camisón. Aunque eran casi las cuatro de la
tarde, aún no había tenido tiempo de vestirse. A ella no le
importaba, pero si su madre conseguía entrar en el estudio, se
pondría furiosa. Razón de más para no salir
todavía.
–Dile a lady Moran que estoy trabajando -gritó por encima del
hombro en dirección a la puerta-. Que la veré mañana, cuando haya
descansado de su viaje.
En realidad, Madison estaba deseando conocer a la tía de la
que había oído contar historias románticas y aventureras, pero no
esperaban a lady Moran hasta el día siguiente y una artista tenía
que trabajar cuando atacaba la musa, ¿no?
Su madre movió el picaporte una vez más y después se alejó,
tal y como la joven había predicho.
–Por favor, Cundo -Madison dejó la paleta y el pincel en una
mesita al lado del caballete-. Suelta esas terribles cadenas y ven
a tomar un zumo conmigo.
Cundo era la única persona a la que había visto en tres días.
Cuando estaba trabajando, no quería que la molestaran bajo ningún
concepto y ordenaba a los sirvientes que le pasaran la comida y la
bebida por la ventana que daba al jardín.
–No pienso aceptar una negativa.
El hombre soltó de mala gana las cadenas pesadas y roñosas
que rodeaban sus muñecas y las dejó caer al suelo. Bajó del
pedestal donde Madison le hacía posar delante de una tela gruesa
oscura.
–Es zumo de naranja recién exprimido -dijo ella; sirvió dos
vasos-. Sé que te gustará.
–¿De verdad ha traído aquí a esa criatura? – susurró la
doncella de la casa de al lado.
Aubrey, la doncella personal de Madison, le dio una palmadita
en la mano.
–Calla o nos oirá la señorita y se enfadará con nosotras
-señaló con la barbilla al hombre de piel negra-. Me pidió que lo
colara sin que nadie lo viera. Hace meses que te digo que no tiene
ninguna decencia.
Las dos doncellas estaban tumbadas boca abajo debajo de una
mesa en el extremo más alejado del estudio, ocultas por una tela
grande y montones de lienzos apiñados.
Lettie miraba atónita a la única hija del
vizconde.
–Lady Westcott tiene que estar
escandalizada.
–Tonterías -susurró Aubrey-. No creo que sepa que su hija
tiene a un africano desnudo en su estudio. La pobre se caería
muerta si lo supiera.
Lettie apartó una esquina del tapiz que las ocultaba y
observó fascinada al hombre fuerte de color que cruzaba el estudio.
Se lamió los labios secos.
–No está desnudo. Lleva taparrabos.
–Casi desnudo -rectificó Aubrey; miró las nalgas musculosas
del hombre, que aceptaba en ese momento un vaso de zumo-. Te dije
que valía cinco peniques verlo así de cerca.
–Escandaloso. Y ella está a punto de ser presentada en
sociedad -Lettie movió la cabeza, cubierta por la
cofia.
–Puede que sí y puede que no -replicó Aubrey con una
mueca.
Lettie abrió aún más sus ojos azules.
–¡No me digas!
–Por eso está lady Westcott tan alterada. La señorita no sólo
vive día y noche en su estudio, sino que ahora dice que no irá al
baile de presentación el sábado por la noche.
–No -musitó Lettie.
–¿Te mentiría yo? – susurró Aubrey.
–Claro que no.
–La señorita Madison dice que no quiere que la presenten en
sociedad y que no quiere casarse.
–¿Y qué va a hacer?
–Dice que se irá a París a pintar con un hombre, un maestro
-Aubrey se encogió de hombros-. Ayer llegó su vestido de debutante
y es lo más hermoso que he visto en mi vida. Lady Westcott intentó
durante dos horas que saliera a verlo, pero no lo consiguió. Claro
que ella no sabe lo que hace aquí -señaló en dirección al
africano.
Lettie miró por encima del hombro la ventana abierta por
donde habían entrado a escondidas en el estudio.
–¿Por qué lady Westcott no…?
Aubrey frunció el ceño.
–¿Tú crees que lady Westcott se rebajaría a entrar por una
ventana?
–Claro que no.
–Claro que no -repitió Aubrey; miró a su ama, que conversaba
en ese momento con el hombre de color-.Y si la señorita Madison no
asiste a su baile de presentación en sociedad, ya sabes lo que eso
significa.
Lettie suspiró.
–Otro año sin proposiciones de matrimonio. Y ya tiene
veintiuno.
–Y…
–¿Y? – suplicó Lettie.
–Y lady Westcott no se casará con el vizconde Kendal, escucha
lo que te digo.
–¿El vizconde Kendal? ¿O sea que es cierto lo que dicen? –
Lettie se rascó la axila-. Se van a casar.
–Todavía no es oficial. Lady Westcott tiene que librarse
antes de la señorita. El vizconde Kendal se lo dejó muy claro. Yo
misma lo oí. «Aunque la aprecio bastante, no tendré nada que ver
con esa salvaje».
Lettie la miró sorprendida.
–Y encima la tía de las islas llega un día antes de lo que
esperaban -prosiguió Aubrey, muy pagada de sí misma-. Es medio
hermana del difunto vizconde, viuda, rica y dicen que muy peculiar.
Y la joven señorita está aquí encerrada con su bruto
africano.
–En Barton Place no sabíamos nada -Lettie se llevó una mano a
la mejilla sonrojada-. ¡Y pensar que vivimos a un tiro de piedra de
aquí! ¿Qué pensaría lady Barton si lo supiera?
Aubrey le clavó el codo.
–No se te ocurra decir nada.
Lettie soltó un grito de sorpresa y las dos doncellas se
asustaron.
–Vámonos antes de que nos pillen -susurró
Aubrey.
Se pusieron a cuatro patas e intentaron dar la vuelta debajo
de la mesa, pero ésta no era muy ancha y las enaguas que llevaban
debajo del uniforme negro dificultaban la huida.
–¡Ay! – gruñó Aubrey. Tiró de su falda, que estaba debajo de
la rodilla de su compañera-.Vamos, déjame salir
primero.
Inclinó la cabeza para avanzar, pero una mano la sujetó por
el tobillo.
Aubrey soltó un grito y la mano tiró de ella hacia atrás,
obligándola a caer de cara, y la arrastró de debajo de la mesa,
haciendo volar lienzos en todas direcciones.
–He encontrado a mi topo -dijo Madison Westcott-. ¿No te
había dicho que mi madre me había puesto un espía? – preguntó a
Cundo.
Aubrey se colocó de espaldas y la miró
horrorizada.
–Señorita… señorita Madison. Usted sabe que yo
jamás…
–Y tu cómplice -saludó Madison-. Sal aquí o iré por ti
-advirtió.
Lettie se agarró la cofia de modo que casi le cubriera los
ojos y sacó la cabeza por debajo de la mesa.
–Señorita Madison -susurró, con voz temblando de miedo-.
Está… está muy guapa hoy.
La primera reacción de Madison al ver que una de las criadas
se había colado por la ventana que había dejado entreabierta, había
sido despedirla en el acto. No podía permitirse tener sirvientes
que no le fueran fieles.
Pero lo que dijo aquella doncella, que no podía tener más de
quince años, le hizo gracia. Echó atrás la cabeza y soltó una
carcajada.
–¡Qué fatuidad! – se frotó la nariz, que sabía manchada de
pintura-. Estoy horrorosa.
–Horrorosa no, señorita Madison -Lettie encontró al mismo
tiempo su voz y sus pies-. Vestida con esa sábana, el pelo revuelto
y la pintura en la cara está más guapa que la señorita Fanny Barton
cualquier día.
Madison no pudo reprimir una sonrisa. Su madre la comparaba
constantemente con su vecina Fanny, que, aunque más joven que ella,
se había presentado en sociedad dos años atrás, había tenido varias
proposiciones de matrimonio y estaba prometida para casarse en el
otoño con uno de los solteros más codiciados de Londres, un hombre
rico y con título. En realidad, como Fanny tenía cara de hiena, un
carácter a juego y el cerebro de un mosquito, Madison se alegraba
por ella.
–¿Qué hacéis debajo de mi mesa? – preguntó a su doncella
personal-. ¿Me espías para mi madre?
–Claro que no, señorita -Aubrey se puso muy recta delante de
ella-. Le he dicho a Lettie lo hermosos que son sus cuadros y ha
querido verlos.
–Embustera -la acusó Madison.
Aubrey hizo pucheros, como si fuera a echarse a
llorar.
–No estáis aquí para ver mis cuadros, sino a mi modelo
-Madison se hizo a un lado-. Miradlo bien. Pero permitid que os
presente como es debido. Cundo -llamó-, aquí hay alguien que quiere
conocerte.
Cuando el hombre de color, desnudo aparte del taparrabos,
avanzó hacia ellas, Lettie soltó un gritito y se cubrió los ojos
con el delantal. Aubrey bajó la vista avergonzada.
–Lady Moran -lady Westcott entró en el salón con las manos a
la espalda-. Le pido disculpas, pero Madison todavía no está
preparada.
Lady Kendra Moran observaba fascinada la boca de su cuñada,
que aparecía congelada en una sonrisa y hablaba sin apenas mover
los labios. Una hazaña extraordinaria, en su
opinión.
–Pero ya sabe cómo son las chicas jóvenes -siguió lady
Westcott con una risita artificial-. Siempre necesitan más tiempo
para arreglarse.
–¿Chicas jóvenes? – Kendra se levantó con una mueca y estiró
las manos por encima de la cabeza para aliviar sus músculos
doloridos. El viaje por mar desde Jamaica había sido largo y
agotador-. Por el amor de Dios, Alba; no creo que con veintiún años
podamos llamarla una chica joven.
Miró a su compañero de viaje, que era también su vecino más
cercano en Jamaica.
–Ya conoces esta ciudad, Carlton. Si tienes veintiún años y
sigues soltera, te miran como si tuvieras un tercer ojo en la
frente o estuvieras loca.
Lady Westcott inhaló con fuerza.
–Lord Thomblin, ¿puedo ofrecerle otro
refresco?
–No, gracias -lord Thomblin sonrió a Alba, se recostó en su
sillón de orejas de pelo de camello y cruzó las piernas-. Pero me
gustaría decirle que su casa es una delicia.
–Gracias, lord Thomblin -Alba soltó una risita-. Por favor,
puede pasear por el jardín si lo desea -señaló las puertas de
cristal que daban a un patio de piedra y accedían a través de él a
los jardines formales de la mansión Boxwood.
Kendra observó divertida cómo se posaba la mirada de su
cuñada en Jefford Harris, quien se hallaba de pie de espaldas a
ellos y examinaba los libros de la estantería. A pesar de la
distancia, podía ver la mueca que arrugaba su frente. Era un hombre
que despreciaba el té de la tarde, los salones femeninos y las
tonterías que tan a menudo comentaban las mujeres
inglesas.
–Y usted también… señor Harris.
–Jefford -gruñó el aludido, sin molestarse en mirar a
Alba.
Kendra adivinó por su tono que ya había juzgado a la esposa
de su difunto hermano y su juicio no era favorable ni halagador.
Por un momento deseó haber insistido para que se quedara en
Jamaica, donde se encontraba en su elemento.
Bajó los brazos y miró a Alba.
–¿Vamos nosotros a verla a ella? – preguntó, consciente de
que se aburría tanto como Jefford.
Alba se puso seria. Se apretó las manos
delgadas.
–¿A quién?
–A tu hija, por supuesto. Nada anima tanto a una mujer a
vestirse deprisa como tener visita en la puerta -miró a los
hombres-. ¿Caballeros?
–Creo que yo aceptaré la oferta de lady Westcott y visitaré
los jardines -declaró lord Thomblin.
–¿Jefford?
Éste, que tenía un libro raro en la mano, ni siquiera levantó
la vista.
–No.
Kendra levantó los ojos al cielo.
–Discúlpalo, Alba. Nació de mal humor. No lo puede
evitar.
Echó a andar por el pasillo y su cuñada se apresuró a
seguirla.
–Lady Moran…
–Por favor, Alba, sabes que nunca me han gustado los títulos.
Llámame Kendra.
–Kendra -dijo la otra sin aliento-. Creo que deberíamos
esperar a Madison. Estoy bastante segura de que…
–¿Dónde está? ¿Arriba? – Kendra se detuvo en el imponente
vestíbulo de la mansión y miró a su alrededor-. Esto está igual que
cuando yo vivía aquí de niña hace más de cincuenta
años.
Observó las armaduras que flanqueaban la puerta enorme de
madera de nogal y las espadas y floretes que acumulaban polvo en
las paredes.
–Todavía huele a nogal pulido con limón y a parientes muertos
-musitó.
–¿Cómo dices? – preguntó Alba. Se llevó un pañuelo de encaje
a la boca.
–Recuerdos, querida; muchos recuerdos. ¿Dónde está esa hija
tuya? – Kendra le puso una mano en el hombro-. ¿Te encuentras
bien?
–Sí, sí, gracias -Alba apretó el pañuelo, claramente
nerviosa-. En realidad, puede que Madison esté todavía en su
estudio.
–Excelente. Me gustaría mucho ver su trabajo. Harrison me
habló varias veces en sus cartas de su increíble talento, pero
supuse que sería orgullo de padre -cruzó el vestíbulo enlosado y
siguió por un pasillo familiar-. Me alegra que Madison utilice el
viejo estudio de papá. Ya sabes que se consideraba un artista, pero
no tenía mucho talento.
–¡Cielo santo! – murmuró Alba.
Kendra encontró las puertas del estudio en el extremo del
pasillo tal y como las recordaba. Antes de llamar, captó el olor a
óleos y los recuerdos se agolparon en su mente.
–Tengo las herramientas que ha pedido, lady Westcott -anunció
un hombre calvo de edad mediana con delantal de trabajo. Dejó una
caja de herramientas en el suelo-. No tardaré ni dos minutos en
sacar la puerta de sus goznes.
Kendra miró a su cuñada.
–¿Vamos a quitar las puertas en vez de entrar por
ellas?
Lady Westcott recuperó su sonrisa congelada.
–¿Mi sobrina está dentro?
Alba asintió.
–No quiere salir -susurró.
–¿Está enferma?
–No lo creo. Dice… que está trabajando.
–¿Eso es todo? – Kendra movió la cabeza-. Papá era igual.
¿Sabes que una vez se encerró aquí durante casi dos meses? Pintó
algunos de los cuadros más horribles que he visto nunca -llamó a la
puerta con los nudillos-. Espero que ella tenga más talento que
él.
–Largo de aquí -dijo una voz femenina fuerte desde
dentro.
Alba miró a su cuñada.
–Está muy nerviosa por su presentación en sociedad
-murmuró.
Kendra llamó con más fuerza.
–¡Madre! Si no dejas de distraerme con ese ruido, no saldré
en una semana.
–Madison Ann Westcott -dijo Kendra-. Abre la puerta al
instante o la sacaré de sus goznes personalmente -respiró hondo y
suavizó la voz-.Vamos, sé buena y déjame entrar antes de que tu
madre se desmaye en el pasillo.
Oyó voces detrás de la puerta. Un grito de mujer que no
parecía ser Madison. Y hubiera jurado que se oía también una voz
masculina. Algo cayó y se rompió contra el suelo.
–¿Estás bien, querida? – preguntó Kendra.
–Lady Moran -repuso Madison. Hubo más movimientos y
susurros-. Llega… llega temprano.
–Llámame tía Kendra, por favor. ¿Y qué te hace creer que yo
pueda controlar los vientos de los siete mares? El barco ha
atracado antes de lo previsto, pero no sabía que necesitara una
cita para ver a mi sobrina predilecta.
–Soy tu única sobrina -repuso Madison con buen ánimo. Habló
en voz baja con alguien en la habitación.
–Vamos, vamos -dijo Kendra con impaciencia-. Abre la
puerta.
El picaporte se movió desde dentro y se abrió una de las dos
puertas.
–Tía Kendra, es un placer conocerte por fin.
Salió una joven que sólo podía ser hija de su hermano y
Kendra le abrió los brazos, sorprendida por la emoción que la
embargó de pronto.
–Vete, Edward -ordenó lady Westcott al sirviente de las
herramientas.
Kendra abrazó a su sobrina alta y
caprichosa.
–Cielos, es un placer verte -murmuró, avergonzada de su
reacción.
Madison se apartó sonriente. Seguramente era la joven más
guapa que Kendra había visto en su vida. Desde luego, más guapa de
lo que había sido ella, ni siquiera en sus años mozos, aunque
Madison tenía su pelo rubio y sus ojos azules verdosos, los ojos de
su padre.
–Corre a cambiarte -ordenó Alba-. Podemos esperarte en el
salón.
–No haremos tal cosa. Yo creo que está muy bien así -repuso
Kendra, mirando a su sobrina.
La joven llevaba una bata blanca delgada que le llegaba a los
tobillos, con nada debajo, al parecer, excepto un camisón. La bata
estaba llena de manchas de pintura, coloridas como un arco iris. En
los pies llevaba zuecos gruesos, como los de los holandeses, y el
pelo, sujeto en la cabeza con un pañuelo de colores brillantes,
caía hacia atrás formando la cascada dorada más hermosa que podría
haber creado Dios.
–¿Puedo ver tu trabajo? – preguntó Kendra.
Metió la cabeza en el estudio, donde no se veía a nadie más,
aunque la ventana del extremo más alejado estaba abierta y daba a
los famosos jardines de Boxwood.
Madison tardó un momento en reponerse de la sorpresa y la
expresión del rostro de su madre era todo un
poema.
A primera vista, su tía Kendra no era para nada como ella
esperaba… era mejor. Madison sujetó ambas puertas con las manos
sucias de pintura para impedir la entrada a su tía y miró por
encima del hombro hacia la ventana por donde habían salido las
doncellas y Cundo. Las cadenas con las que había posado estaban aún
en el suelo, no había tenido tiempo de
esconderlas.
–Desde luego que puedes ver mi trabajo -musitó, esforzándose
por pensar con rapidez. Por lo menos se le había ocurrido tapar el
retrato inacabado de Cundo-. Pero creo que es mejor que antes me
vista, como ha dicho mi madre. Puedo llevar un cuadro al salón para
enseñártelo -dijo con dulzura.
Su tía Kendra, vestida con un traje de colores brillantes
estilo caftán y un turbante de seda blanca en la cabeza, estiró el
cuello para intentar ver dentro del estudio.
–Creo que sería lo mejor -dijo la madre de Madison, que se
había apoyado en la pared.
–Tonterías -Kendra apartó las manos de su sobrina-. Alba, tú
no tienes que ver el trabajo de Madison, seguro que lo has visto ya
mil veces. ¿Por qué no te retiras a tus aposentos a descansar y nos
vemos en la cena?
–Ah…
–No pienso aceptar una negativa -Kendra agitó un dedo en el
aire-. Sé que debes de estar agotada con todos los planes para la
presentación en sociedad de Madison y conmigo apareciendo así de
pronto y con acompañantes.
–Creo que podría descansar un momento -asintió lady Westcott
débilmente-. Ha sido una semana espantosa.
Se alejó y Madison miró a su tía.
–¿Acompañantes? ¿A quién has traído contigo?
–Sirvientes, un buen amigo mío, un vecino, lord Thomblin
y…
–¿Has traído sirvientes? ¿Alguno jamaicano? – preguntó
Madison-. Daría algo por pintar a uno de ellos.
En el jardín se oyeron gritos y ladridos.
–¡Oh, no, Cundo! – exclamó Madison.
Corrió a la ventana, pero antes de que llegara apareció por
allí Cundo, escoltado por un hombre al que la joven no había visto
en su vida. Los dos eran perseguidos por dos podencos que ladraban
como locos.
Cundo se inclinó jadeante. Sangraba con profusión por el
antebrazo.
–¡Maldición, los perros de mi hermano! ¡Cundo! Lo siento
-Madison se arrodilló delante de él para examinar la
herida.
–Idiota -gritó el desconocido, mirándola-. Podría haber
matado a este hombre.