–¿Está ya descansada? – preguntó Sashi, que se acercaba con
un sombrero jamaicano para el sol hecho de
palmera.
Madison levantó la vista.
–Sí, gracias -soltó una risita-. Creo que al fin mi cuerpo ha
dormido ya bastante -aceptó el sombrero y vio que su doncella
estaba al borde de las lágrimas-. ¿Qué sucede?
La doncella movió la cabeza y apartó la
vista.
Madison dejó el sombrero y el cuaderno y se levantó. Al igual
que Sashi, iba descalza, ya que había adoptado rápidamente no sólo
la forma de vestir de las mujeres sino también otras
costumbres.
–Vamos.
–Los Rutherford van a venir a comer.
–Sí, lo sé. No tardarán en llegar.
–George cree… -Sashi apretó los labios-. Cree que deberíamos
ir a casarnos a Bombay, pero yo pienso que debería marcharme de
aquí y regresar a aldea de mi padre en Bombay. Trabajar
allí.
–Sashi, escúchame -Madison le tomó ambas manos-. ¿Amas a
George?
–Con todo mi corazón -susurró la doncella.
–¿Y quieres casarte con él?
–Sí. Pero entre mi gente una mujer no elige a su marido. Lo
elige su padre y ella debe obedecer.
–Pero Sashi, tu padre murió hace años. Ésta es una casa
inglesa. Más aún, es la casa de lady Moran y aquí las mujeres se
casan con personas a las que aman. Si George es el hombre con el
que quieres pasar el resto de tu vida, no puedes
huir.
–No quiero apartarlo de su familia. Él no comprende el dolor
de estar sin los seres que te quieren.
–Entiendo -dijo Madison.
–Pero no sé qué hacer -susurró Sashi con desesperación y los
ojos llenos de lágrimas-. Le he rezado a Devi. Se me parte el
corazón, pero prefiero renunciar a él a hacerle
daño.
–¡Oh, Sashi! – Madison la abrazó-. Ya pensaremos en algo, te
lo prometo; pero no llores más, ¿de acuerdo?
La doncella levantó la cabeza y asintió.
–Bien.
De pronto sonaron campanas, empezaron a ladrar perros y uno
de los sirvientes pasó corriendo.
–Creo que han llegado los Rutherford. Eso son las campanillas
de la puerta principal -Madison sujetó a Sashi por los hombros-.
Quédate en nuestras habitaciones, yo encontraré una excusa para
enviarte a George. No puedo prometerte que tendréis mucho tiempo
para estar solos, pero al menos…
–No, con eso basta -repuso Sashi con pasión. Tomó las manos
de Madison y se las apretó-. Gracias. No sé cómo corresponder a su
bondad.
–¡Madison! – gritó la voz de Kendra-. Han llegado los
Rutherford, querida.
–¡Voy, tía Kendra!
Más tarde, después de una gira corta de la casa, se sentaron
todos a comer en una habitación que daba a los jardines. Casi una
docena de sirvientes vestidos con los colores del raja se afanaban
con bandejas de carnes con curry, cuencos de fruta, panes planos y
bebidas dulces. Madison aún no había visto al raja, aunque sabía
que había ido al palacio en más de una ocasión y empezaba a sentir
curiosidad.
–Es muy amable de tu parte invitarnos a comer -musitó lady
Rutherford-. Lord Thomblin envía recuerdos. Lamenta no haber podido
venir.
Madison levantó la vista al oírla.
–¡Lástima! – murmuró su tía-. ¿Dónde está?
–Anoche estuvo en casa, pero al parecer ha vuelto a Bombay
-contestó lady Rutherford en voz baja.
–¿Para qué? – preguntó Madison-. ¿No tiene casa por
aquí?
–No estamos seguros -confesó lady Rutherford, apartando la
vista.
–Parece que a lord Thomblin lo han alcanzado sus deudas
-comentó George-. Creo que sus problemas económicos son más serios
de lo que pensábamos.
Lady Moran enarcó las cejas pintadas.
–¿De veras?
Madison no sabía de lo que hablaban, pero tomó nota de
preguntarle a su tía más tarde.
–Éste no es tema de conversación durante la comida
-interrumpió lord Rutherford-. Lord Thomblin es nuestro amigo y no
sabemos cuáles son sus circunstancias. Seguro que es todo un
malentendido.
–Seguro -repitió su hijo.
–¡Qué casa tan encantadora! – exclamó lady Rutherford-. Había
olvidado qué lugar tan mágico es este palacio.
Kendra sonrió.
–Encantador, ¿verdad? Distinto a Jamaica, pero
encantador.
–Sí -rió lord Rutherford-. Hijo, sólo tienes que casarte con
una princesa india y quizá también puedas vivir en un palacio
así.
–¡Cielos, lord Rutherford! – intervino Madison-. ¿Usted
permitiría que se casara con una mujer india? Yo pensaba que
no.
–Estamos casi a finales del siglo XIX, querida -repuso el
lord-. Los tiempos viejos desaparecen rápidamente. Si hubiera una
candidata de buena familia, consideraría esa unión. Después de
todo, los brahmanes son como la familia real en
Inglaterra.
Madison miró a George con una sonrisa. Acababa de tener una
idea maravillosa.
–Alice, George, ¿os he dicho que tía Kendra me ha pedido que
pinte un mural en uno de los vestíbulos? Tenéis que venir a
verlo.
El joven se había levantado ya y dejaba la servilleta en la
mesa.
–¡Qué magnífica oportunidad! Quiero verlo.
Tiró de la mano de su hermana.
–Si nos disculpa, señor -George se inclinó ante su padre-.
Señoras.
–Por supuesto -comentó lady Moran.
Los tres jóvenes salieron de la estancia.
–Vamos a mi habitación, donde está Sashi; quiero contaros una
idea -comentó Madison.
–Gracias -murmuró George-. No sabes lo mucho que significa
para mí que nos comprendas. Ha sido muy duro estar todos estos
meses tan cerca y fingir que no la conozco.
Madison abrió la puerta de sus aposentos y Sashi se levantó
inmediatamente de un montón de cojines en el suelo. Al ver a
George, se cubrió la cara con el velo. Desde su regreso a la India,
había vuelto a usar velo de nuevo. Le había explicado a Madison que
los únicos hombres que podían ver a la mujer sin el velo eran su
esposo y los miembros de su familia.
–Sashi, amor mío -dijo George.
Ella se echó en sus brazos.
–¡Oh, cómo te he echado de menos!
–Ya tendréis tiempo para eso más tarde -los interrumpió
Madison-. Escuchadme bien porque creo que he encontrado el modo de
que os caséis y que George pueda conservar su fortuna y su
apellido.
Esa noche Madison estaba sentada en un banco, delante de un
espejo y Sashi le frotaba esencia de jazmín en el pelo y le hacía
las trenzas.
–Ya está -dijo la doncella-. Y muy hermosa. El azul del sari
hace juego con el de sus ojos.
Madison sonrió.
–Gracias.
–No, gracias a usted.
–No me las des todavía. Aún tengo que pensar bien mi plan y
después hablar con mi tía. Para que funcione, ella tiene que estar
de acuerdo.
–Si se niega, estará en su derecho.
–No se negará -le aseguró Madison. Suspiró-. Supongo que debo
bajar.
Sashi se inclinó y le acercó unas sandalias de cabritilla
enjoyadas.
–Las ha enviado lady Kendra. Dice que eran suyas y que le
irán perfectamente con el sari.
–¡Son preciosas! – Madison se las puso-. Y parecen hechas
para mí.
–Disfrute de la velada.
Madison salió de su habitación y bajó por el pasillo con la
tela sedosa del sari frotando sobre los hombros.
Cuando salió al jardín, Jefford estaba allí, de pie delante
de la más grande de las tres fuentes y de espaldas a
ella.
La joven se quedó inmóvil. Apretó los labios y respiró hondo
el aire perfumado de la noche.
–Buenas noches.
Él se volvió a mirarla, ataviado con pantalones y el
kurta tradicional índico.
–Buenas noches -repuso-. El sari te sienta bien. Estás muy
guapa y tienes un brillo radiante en las mejillas.
–Me siento descansada y estoy comiendo bien -ella se situó a
su lado y miró los jardines.
–¿Qué opinas de la India hasta el momento? – preguntó
él.
–Es magnífica, muy hermosa y al mismo tiempo
extraña.
–¿Has tenido ocasión de viajar más allá del palacio? Estoy
seguro de que hay muchas cosas que querrás pintar.
–No, todavía no; hemos estado instalándonos y no quería
molestar a tía Kendra para que me buscara guardas. Además, sólo me
quedan unos cuantos lienzos después de los retratos que pinté en el
barco.
–Pues estás de suerte. Por partida doble, ya que mañana tengo
intención de ir a ver uno de nuestros campos y te he traído lienzos
suficientes de Bombay para que pintes un año entero -la miró a los
ojos-. Puedes acompañarme mañana si quieres.
A ella le dio un vuelco el corazón. ¿Por qué se mostraba tan
amable?
De pronto sonaron las campanas de la puerta, que anunciaban
la llegada de invitados y Jefford se volvió y le ofreció el
brazo.
–¿Vamos a conocer a ese raja misterioso que hace que mi madre
parlotee como una colegiala?
Madison se echó a reír.
–Creo que deberíamos.
Entraron del brazo en el palacio y se dirigieron a un salón
privado, una habitación muy hermosa, de columnas elaboradas que
sujetaban un techo alto cóncavo y paredes pintadas con un dibujo
intrincado en tonos rojo y oro.
Lady Moran los esperaba, flanqueada por sirvientes de
uniforme, ataviada con un sari y un turbante dorados, con las
muñecas, el cuello y las orejas adornadas con joyas de
oro.
–Kendra -Jefford soltó a Madison y se acercó a ella-. Estás
magnífica.
La mujer lo abrazó.
–Ah, es un placer tenerte en casa.
Él se apartó para mirarla a los ojos.
–¿Cómo te encuentras?
–Estoy radiante.
Eknath, el indio al cargo de la casa, entró en el salón e
hizo una reverencia.
-Sahiba, el raja de Darshan
-anunció.
Entró un indio alto y atractivo, de unos setenta y tantos
años y pelo gris en las sienes. Vestía pantalones dorados y un
kurta negro y oro con turbante dorado en la
cabeza y botas elegantes de cuero inglesas en los pies. Todos los
sirvientes indios se inclinaron profundamente. Lady Moran dejó las
manos a los costados e hizo una reverencia sencilla. Madison la
imitó.
–Me alegro de verte, Tushar. Ven, quiero que conozcas a mi
familia -Kendra tomó la mano de Madison y la acercó al raja-. Ésta
es la hija de mi hermano, la honorable Madison Westcott de
Londres.
El raja le tomó una mano, se inclinó sobre ella y la
besó.
Madison sonrió.
–Es un placer conocerlo, señor.
–El placer es mío, señorita -repuso él en un inglés
perfecto.
–Y éste -anunció lady Moran- es mi hijo
Jefford.
Madison sonreía todavía, con la vista fija en el raja, pero
cuando vio que a él le cambiaba la cara, se volvió a mirar a
Jefford.
–Es… un placer, señor -dijo éste. Se acercó despacio, con los
ojos clavados en el raja.
–Un placer -murmuró el raja con una inclinación de
cabeza.
–Vamos, vamos, basta de formalidades -intervino lady Moran-.
Vamos a comer, beber y disfrutar.
Jefford se acercó a Madison y le ofreció el
brazo.
–¿Qué te pasa? – susurró ella.
Él movió la cabeza.
–No estoy seguro, pero creo que mi madre y yo vamos a tener
una conversación en cuanto pueda pillarla a solas.
En las tres horas siguientes, Madison, Jefford, lady Moran y
el raja cenaron platos con curry, verduras exóticas hervidas,
carnes, truchas y fruta. Después contemplaron un espectáculo de
acróbatas acompañados de monos vestidos con turbantes pequeños. A
Madison le cayó muy bien el raja, que se había educado en Londres.
La fascinaban sus anécdotas sobre el gobierno de aquel distrito y
lo difícil que era contentar a la vez a sus súbditos y a los
ingleses, aunque durante las pausas fue siendo cada vez más
consciente de la tensión que había no sólo entre su tía y Jefford
sino también entre su tía y el raja.
Era cerca de medianoche y se habían trasladado al patio a
tomar una copa de jerez. El jardín estaba iluminado con antorchas y
los sirvientes movían en silencio hojas de palma gigantes para
espantar a los mosquitos y otros insectos. La conversación había
cesado y vuelto a empezar varias veces y la tensión aumentaba a
cada momento que pasaba.
Madison se disponía a disculparse y retirarse cuando Jefford
se inclinó y habló a su madre con firmeza.
–Vale, Kendra, ya es suficiente -miró al raja-. Por favor,
disculpe si me encuentra grosero, señor, pero no puedo reprimir más
tiempo la pregunta y presumo que a usted le ocurre lo
mismo.
Lady Moran movió su abanico favorito de loros
pintados.
–Jefford, ¡lo estamos pasando tan bien los cuatro! ¿Se puede
saber qué te ocurre?
–Me parece que ya lo sabes, madre.
–Sí, yo estoy de acuerdo, Kendra -intervino el
raja.
La mujer señaló su vaso para que un sirviente lo llenara de
vino dulce.
–Esta noche he cenado con las personas que más quiero en el
mundo -sonrió al raja.
Jefford lo miró.
–¿Lo dice usted o lo digo yo, señor?
–Creo que es mejor que lo diga usted -el raja tomó su vaso-.
Temo perder el control y estrangularla aquí mismo, delante de
tantos testigos. Al Gobierno no le gusta mucho que los indios
asesinen a aristócratas inglesas.
Madison se sentía cada vez más tensa.
Jefford miró a su madre.
–En todos estos años, nunca has dicho…
Los ojos de ella brillaron de rabia.
–Tú nunca has preguntado.
–Y yo nunca he tenido ocasión de preguntar -intervino el
raja.
–Está bien, sí -Kendra dejó el abanico-. Jefford, querido,
Tushar, el raja de Darshan, es tu padre -miró al indio-. Jefford es
tu hijo. No sé por qué os ponéis así. Pensaba decíroslo, pero me
parecía mejor que os conocierais un poco antes.
Madison miró al raja, a su tía y por fin a Jefford. Estaba
tan atónita que no sabía qué decir.
Jefford se levantó de la silla.
–Creo que me retiraré por el momento.
Su madre golpeó la mesa con la mano y los vasos
temblaron.
–No harás nada semejante, Jefford. Siéntate ahora
mismo.
–Ceo que ya hemos hablado bastante por esta noche -miró al
raja-. Señor, si me disculpa, debo irme o seré yo el que estrangule
a mi madre. Con franqueza, creo que lo mejor será que hablemos en
otro comento, cuando hayamos tenido tiempo de pensar en
esto.
El raja se levantó también.
–Sí, desde luego. Por favor, venga a mi palacio y… pasaremos
tiempo juntos.
Jefford apartó su silla y se marchó.
–Bueno -musitó su madre-. Por eso no tenía tanta prisa en
decíroslo. Juro que no sé cuál de los dos es peor.
Madison se levantó a su vez.
–Ha sido un placer conocerlo, señor -hizo una reverencia-.
Creo que yo también me voy a retirar. Buenas noches,
tía.
Corrió a la casa y alcanzó a Jefford en el pasillo amarillo,
donde echó a andar a su lado sin saber qué decir.
–¿Tú lo sabías? – preguntó él después de un
momento.
–Desde luego que no. Lo he conocido esta noche, igual que
tú.
Él hizo una mueca.
–Es propio de ella dejar pasar tantos años y después
soltárnoslo así.
–¿Nunca te había hablado de tu padre?
Jefford negó con la cabeza.
–Ella vivió aquí con su padre, eran invitados de lord Moran.
Los dos hombres pasaban mucho tiempo fuera en campañas militares y
ella se quedaba sola con los sirvientes. Yo había
asumido…
–Que eras hijo de uno de los sirvientes -susurró ella,
escandalizada-. Comprendo.
Jefford se detuvo en el pasillo. La miró a los
ojos.
–Nunca me ha importado quién era él. Su padre murió en la
revuelta de la India, sin saber que su hija estaba embarazada. Lord
Moran vino a casa, ella le contó su situación y él se casó con
ella. Se retiró del servicio de la reina y los dos se fueron a sus
propiedades de Jamaica. Lord Moran se portó bien con ella y
conmigo, pero yo siempre supe que no era mi padre. Nunca he tenido
padre.
–¿Y ahora? – preguntó ella con suavidad.
Él levantó una mano en el aire.
–Y ahora lo tengo.
Madison lo miró emocionada. Sufría por él y, al mismo tiempo,
también se alegraba por él. En el poco tiempo que había pasado con
el raja, le resultaba evidente que era un buen hombre y también que
el hijo se parecía al padre.
–Vete a la cama -murmuró Jefford. Le rozó la mejilla con la
mano-. Pareces cansada.
Ella le tomó la mano, tan confundida por sus sentimientos que
no sabía cómo intentar comprenderlos.
–No debes guardarle rencor al raja. Me parece que no supo
nunca que tenía un hijo.
–Oh, no estoy enfadado con él -replicó Jefford-. Es Kendra la
que tiene algo que explicar.
–Bueno, ¿qué tienes que decir a eso?
Kendra no miró a Tushar a los ojos, ni siquiera cuando él le
apoyó la mano en el hombro.
–No entiendo por qué estáis los dos así. Antes de ahora no ha
habido necesidad de entrar en detalles -se quitó el turbante y se
alisó el pelo rojo que le quedaba. Aunque había vuelto a la India,
se negaba a llevar velo. Un turbante de hombre encajaba mejor con
su disposición-. Y ahora ya lo sabéis.
–Eso no es una explicación suficiente -dijo él con
dureza.
Kendra se levantó, se quitó la bata de seda blanca y la dejó
en la cama. Había alejado a las sirvientas y estaban solos en la
habitación.
–Es la única explicación que tengo y, si no te gusta, lo
siento. En su momento hice lo que me pareció mejor para
todos.
Se puso unas zapatillas de cabritilla y subió a la gran cama
de columnas y doseles.
–Lord Moran supo que estaba embarazada antes de que nos
casáramos. No lo engañé en ningún aspecto y fui una buena esposa
para él -miró al indio con aire retador-. En todos los sentidos de
la palabra, a pesar de las heridas terribles que había sufrido en
la guerra y que le impedían tener un heredero.
Se volvió de espaldas y se sacó el camisón por la cabeza,
quedándose desnuda.
–¿Y ahora piensas seguir así toda la noche o vas a venir a
hacerme el amor? Ninguno de los dos somos ya muy jóvenes,
¿sabes?
El raja sonrió y se quitó el kurta.
–No te vas a librar tan fácilmente, te lo advierto. Esta
noche te haré el amor, sí, pero mañana…
Ella se dejó caer en la cama. Se desperezó.
–¡Oh, Tushar, olvídate del mañana! ¡Quién sabe si estaremos
aquí! – levantó una mano en una especie de ofrenda de
paz.
El raja vaciló un instante, pero la tomó y bajó la cabeza
para besarla.
–Sigues siendo tan magnífica como siempre. Si vivo hasta el
amanecer, sólo hay un modo de que puedas compensarme por
esto.
–¿Cuál? – preguntó ella, sonriente-. Creo que todavía conozco
algunos trucos -le guiñó un ojo.
Él se echó a reír.
–Cásate conmigo. Haz feliz a este viejo
raja.