Capítulo 20


Tres días más tarde, Madison estaba sentada a la sombra de un tamarindo grande, vestida con un sari color melocotón. Pájaros exóticos gritaban y volaban por encima de su cabeza y los insectos zumbaban y piaban en la espesura. Tenía el cuaderno de dibujo en el regazo y hacía bocetos de dos niñas pequeñas, hijas de sirvientes, que jugaban con piedrecitas que lanzaban al sendero de piedra.


–¿Está ya descansada? – preguntó Sashi, que se acercaba con un sombrero jamaicano para el sol hecho de palmera.

Madison levantó la vista.

–Sí, gracias -soltó una risita-. Creo que al fin mi cuerpo ha dormido ya bastante -aceptó el sombrero y vio que su doncella estaba al borde de las lágrimas-. ¿Qué sucede?

La doncella movió la cabeza y apartó la vista.

Madison dejó el sombrero y el cuaderno y se levantó. Al igual que Sashi, iba descalza, ya que había adoptado rápidamente no sólo la forma de vestir de las mujeres sino también otras costumbres.

–Vamos.

–Los Rutherford van a venir a comer.

–Sí, lo sé. No tardarán en llegar.

–George cree… -Sashi apretó los labios-. Cree que deberíamos ir a casarnos a Bombay, pero yo pienso que debería marcharme de aquí y regresar a aldea de mi padre en Bombay. Trabajar allí.

–Sashi, escúchame -Madison le tomó ambas manos-. ¿Amas a George?

–Con todo mi corazón -susurró la doncella.

–¿Y quieres casarte con él?

–Sí. Pero entre mi gente una mujer no elige a su marido. Lo elige su padre y ella debe obedecer.

–Pero Sashi, tu padre murió hace años. Ésta es una casa inglesa. Más aún, es la casa de lady Moran y aquí las mujeres se casan con personas a las que aman. Si George es el hombre con el que quieres pasar el resto de tu vida, no puedes huir.

–No quiero apartarlo de su familia. Él no comprende el dolor de estar sin los seres que te quieren.

–Entiendo -dijo Madison.

–Pero no sé qué hacer -susurró Sashi con desesperación y los ojos llenos de lágrimas-. Le he rezado a Devi. Se me parte el corazón, pero prefiero renunciar a él a hacerle daño.

–¡Oh, Sashi! – Madison la abrazó-. Ya pensaremos en algo, te lo prometo; pero no llores más, ¿de acuerdo?

La doncella levantó la cabeza y asintió.

–Bien.

De pronto sonaron campanas, empezaron a ladrar perros y uno de los sirvientes pasó corriendo.

–Creo que han llegado los Rutherford. Eso son las campanillas de la puerta principal -Madison sujetó a Sashi por los hombros-. Quédate en nuestras habitaciones, yo encontraré una excusa para enviarte a George. No puedo prometerte que tendréis mucho tiempo para estar solos, pero al menos…

–No, con eso basta -repuso Sashi con pasión. Tomó las manos de Madison y se las apretó-. Gracias. No sé cómo corresponder a su bondad.

–¡Madison! – gritó la voz de Kendra-. Han llegado los Rutherford, querida.

–¡Voy, tía Kendra!


Más tarde, después de una gira corta de la casa, se sentaron todos a comer en una habitación que daba a los jardines. Casi una docena de sirvientes vestidos con los colores del raja se afanaban con bandejas de carnes con curry, cuencos de fruta, panes planos y bebidas dulces. Madison aún no había visto al raja, aunque sabía que había ido al palacio en más de una ocasión y empezaba a sentir curiosidad.

–Es muy amable de tu parte invitarnos a comer -musitó lady Rutherford-. Lord Thomblin envía recuerdos. Lamenta no haber podido venir.

Madison levantó la vista al oírla.

–¡Lástima! – murmuró su tía-. ¿Dónde está?

–Anoche estuvo en casa, pero al parecer ha vuelto a Bombay -contestó lady Rutherford en voz baja.

–¿Para qué? – preguntó Madison-. ¿No tiene casa por aquí?

–No estamos seguros -confesó lady Rutherford, apartando la vista.

–Parece que a lord Thomblin lo han alcanzado sus deudas -comentó George-. Creo que sus problemas económicos son más serios de lo que pensábamos.

Lady Moran enarcó las cejas pintadas.

–¿De veras?

Madison no sabía de lo que hablaban, pero tomó nota de preguntarle a su tía más tarde.

–Éste no es tema de conversación durante la comida -interrumpió lord Rutherford-. Lord Thomblin es nuestro amigo y no sabemos cuáles son sus circunstancias. Seguro que es todo un malentendido.

–Seguro -repitió su hijo.

–¡Qué casa tan encantadora! – exclamó lady Rutherford-. Había olvidado qué lugar tan mágico es este palacio.

Kendra sonrió.

–Encantador, ¿verdad? Distinto a Jamaica, pero encantador.

–Sí -rió lord Rutherford-. Hijo, sólo tienes que casarte con una princesa india y quizá también puedas vivir en un palacio así.

–¡Cielos, lord Rutherford! – intervino Madison-. ¿Usted permitiría que se casara con una mujer india? Yo pensaba que no.

–Estamos casi a finales del siglo XIX, querida -repuso el lord-. Los tiempos viejos desaparecen rápidamente. Si hubiera una candidata de buena familia, consideraría esa unión. Después de todo, los brahmanes son como la familia real en Inglaterra.

Madison miró a George con una sonrisa. Acababa de tener una idea maravillosa.

–Alice, George, ¿os he dicho que tía Kendra me ha pedido que pinte un mural en uno de los vestíbulos? Tenéis que venir a verlo.

El joven se había levantado ya y dejaba la servilleta en la mesa.

–¡Qué magnífica oportunidad! Quiero verlo.

Tiró de la mano de su hermana.

–Si nos disculpa, señor -George se inclinó ante su padre-. Señoras.

–Por supuesto -comentó lady Moran.

Los tres jóvenes salieron de la estancia.

–Vamos a mi habitación, donde está Sashi; quiero contaros una idea -comentó Madison.

–Gracias -murmuró George-. No sabes lo mucho que significa para mí que nos comprendas. Ha sido muy duro estar todos estos meses tan cerca y fingir que no la conozco.

Madison abrió la puerta de sus aposentos y Sashi se levantó inmediatamente de un montón de cojines en el suelo. Al ver a George, se cubrió la cara con el velo. Desde su regreso a la India, había vuelto a usar velo de nuevo. Le había explicado a Madison que los únicos hombres que podían ver a la mujer sin el velo eran su esposo y los miembros de su familia.

–Sashi, amor mío -dijo George.

Ella se echó en sus brazos.

–¡Oh, cómo te he echado de menos!

–Ya tendréis tiempo para eso más tarde -los interrumpió Madison-. Escuchadme bien porque creo que he encontrado el modo de que os caséis y que George pueda conservar su fortuna y su apellido.


Esa noche Madison estaba sentada en un banco, delante de un espejo y Sashi le frotaba esencia de jazmín en el pelo y le hacía las trenzas.

–Ya está -dijo la doncella-. Y muy hermosa. El azul del sari hace juego con el de sus ojos.

Madison sonrió.

–Gracias.

–No, gracias a usted.

–No me las des todavía. Aún tengo que pensar bien mi plan y después hablar con mi tía. Para que funcione, ella tiene que estar de acuerdo.

–Si se niega, estará en su derecho.

–No se negará -le aseguró Madison. Suspiró-. Supongo que debo bajar.

Sashi se inclinó y le acercó unas sandalias de cabritilla enjoyadas.

–Las ha enviado lady Kendra. Dice que eran suyas y que le irán perfectamente con el sari.

–¡Son preciosas! – Madison se las puso-. Y parecen hechas para mí.

–Disfrute de la velada.

Madison salió de su habitación y bajó por el pasillo con la tela sedosa del sari frotando sobre los hombros.

Cuando salió al jardín, Jefford estaba allí, de pie delante de la más grande de las tres fuentes y de espaldas a ella.

La joven se quedó inmóvil. Apretó los labios y respiró hondo el aire perfumado de la noche.

–Buenas noches.

Él se volvió a mirarla, ataviado con pantalones y el kurta tradicional índico.

–Buenas noches -repuso-. El sari te sienta bien. Estás muy guapa y tienes un brillo radiante en las mejillas.

–Me siento descansada y estoy comiendo bien -ella se situó a su lado y miró los jardines.

–¿Qué opinas de la India hasta el momento? – preguntó él.

–Es magnífica, muy hermosa y al mismo tiempo extraña.

–¿Has tenido ocasión de viajar más allá del palacio? Estoy seguro de que hay muchas cosas que querrás pintar.

–No, todavía no; hemos estado instalándonos y no quería molestar a tía Kendra para que me buscara guardas. Además, sólo me quedan unos cuantos lienzos después de los retratos que pinté en el barco.

–Pues estás de suerte. Por partida doble, ya que mañana tengo intención de ir a ver uno de nuestros campos y te he traído lienzos suficientes de Bombay para que pintes un año entero -la miró a los ojos-. Puedes acompañarme mañana si quieres.

A ella le dio un vuelco el corazón. ¿Por qué se mostraba tan amable?

De pronto sonaron las campanas de la puerta, que anunciaban la llegada de invitados y Jefford se volvió y le ofreció el brazo.

–¿Vamos a conocer a ese raja misterioso que hace que mi madre parlotee como una colegiala?

Madison se echó a reír.

–Creo que deberíamos.

Entraron del brazo en el palacio y se dirigieron a un salón privado, una habitación muy hermosa, de columnas elaboradas que sujetaban un techo alto cóncavo y paredes pintadas con un dibujo intrincado en tonos rojo y oro.

Lady Moran los esperaba, flanqueada por sirvientes de uniforme, ataviada con un sari y un turbante dorados, con las muñecas, el cuello y las orejas adornadas con joyas de oro.

–Kendra -Jefford soltó a Madison y se acercó a ella-. Estás magnífica.

La mujer lo abrazó.

–Ah, es un placer tenerte en casa.

Él se apartó para mirarla a los ojos.

–¿Cómo te encuentras?

–Estoy radiante.

Eknath, el indio al cargo de la casa, entró en el salón e hizo una reverencia.

-Sahiba, el raja de Darshan -anunció.

Entró un indio alto y atractivo, de unos setenta y tantos años y pelo gris en las sienes. Vestía pantalones dorados y un kurta negro y oro con turbante dorado en la cabeza y botas elegantes de cuero inglesas en los pies. Todos los sirvientes indios se inclinaron profundamente. Lady Moran dejó las manos a los costados e hizo una reverencia sencilla. Madison la imitó.

–Me alegro de verte, Tushar. Ven, quiero que conozcas a mi familia -Kendra tomó la mano de Madison y la acercó al raja-. Ésta es la hija de mi hermano, la honorable Madison Westcott de Londres.

El raja le tomó una mano, se inclinó sobre ella y la besó.

Madison sonrió.

–Es un placer conocerlo, señor.

–El placer es mío, señorita -repuso él en un inglés perfecto.

–Y éste -anunció lady Moran- es mi hijo Jefford.

Madison sonreía todavía, con la vista fija en el raja, pero cuando vio que a él le cambiaba la cara, se volvió a mirar a Jefford.

–Es… un placer, señor -dijo éste. Se acercó despacio, con los ojos clavados en el raja.

–Un placer -murmuró el raja con una inclinación de cabeza.

–Vamos, vamos, basta de formalidades -intervino lady Moran-. Vamos a comer, beber y disfrutar.

Jefford se acercó a Madison y le ofreció el brazo.

–¿Qué te pasa? – susurró ella.

Él movió la cabeza.

–No estoy seguro, pero creo que mi madre y yo vamos a tener una conversación en cuanto pueda pillarla a solas.


En las tres horas siguientes, Madison, Jefford, lady Moran y el raja cenaron platos con curry, verduras exóticas hervidas, carnes, truchas y fruta. Después contemplaron un espectáculo de acróbatas acompañados de monos vestidos con turbantes pequeños. A Madison le cayó muy bien el raja, que se había educado en Londres. La fascinaban sus anécdotas sobre el gobierno de aquel distrito y lo difícil que era contentar a la vez a sus súbditos y a los ingleses, aunque durante las pausas fue siendo cada vez más consciente de la tensión que había no sólo entre su tía y Jefford sino también entre su tía y el raja.

Era cerca de medianoche y se habían trasladado al patio a tomar una copa de jerez. El jardín estaba iluminado con antorchas y los sirvientes movían en silencio hojas de palma gigantes para espantar a los mosquitos y otros insectos. La conversación había cesado y vuelto a empezar varias veces y la tensión aumentaba a cada momento que pasaba.

Madison se disponía a disculparse y retirarse cuando Jefford se inclinó y habló a su madre con firmeza.

–Vale, Kendra, ya es suficiente -miró al raja-. Por favor, disculpe si me encuentra grosero, señor, pero no puedo reprimir más tiempo la pregunta y presumo que a usted le ocurre lo mismo.

Lady Moran movió su abanico favorito de loros pintados.

–Jefford, ¡lo estamos pasando tan bien los cuatro! ¿Se puede saber qué te ocurre?

–Me parece que ya lo sabes, madre.

–Sí, yo estoy de acuerdo, Kendra -intervino el raja.

La mujer señaló su vaso para que un sirviente lo llenara de vino dulce.

–Esta noche he cenado con las personas que más quiero en el mundo -sonrió al raja.

Jefford lo miró.

–¿Lo dice usted o lo digo yo, señor?

–Creo que es mejor que lo diga usted -el raja tomó su vaso-. Temo perder el control y estrangularla aquí mismo, delante de tantos testigos. Al Gobierno no le gusta mucho que los indios asesinen a aristócratas inglesas.

Madison se sentía cada vez más tensa.

Jefford miró a su madre.

–En todos estos años, nunca has dicho…

Los ojos de ella brillaron de rabia.

–Tú nunca has preguntado.

–Y yo nunca he tenido ocasión de preguntar -intervino el raja.

–Está bien, sí -Kendra dejó el abanico-. Jefford, querido, Tushar, el raja de Darshan, es tu padre -miró al indio-. Jefford es tu hijo. No sé por qué os ponéis así. Pensaba decíroslo, pero me parecía mejor que os conocierais un poco antes.

Madison miró al raja, a su tía y por fin a Jefford. Estaba tan atónita que no sabía qué decir.

Jefford se levantó de la silla.

–Creo que me retiraré por el momento.

Su madre golpeó la mesa con la mano y los vasos temblaron.

–No harás nada semejante, Jefford. Siéntate ahora mismo.

–Ceo que ya hemos hablado bastante por esta noche -miró al raja-. Señor, si me disculpa, debo irme o seré yo el que estrangule a mi madre. Con franqueza, creo que lo mejor será que hablemos en otro comento, cuando hayamos tenido tiempo de pensar en esto.

El raja se levantó también.

–Sí, desde luego. Por favor, venga a mi palacio y… pasaremos tiempo juntos.

Jefford apartó su silla y se marchó.

–Bueno -musitó su madre-. Por eso no tenía tanta prisa en decíroslo. Juro que no sé cuál de los dos es peor.

Madison se levantó a su vez.

–Ha sido un placer conocerlo, señor -hizo una reverencia-. Creo que yo también me voy a retirar. Buenas noches, tía.

Corrió a la casa y alcanzó a Jefford en el pasillo amarillo, donde echó a andar a su lado sin saber qué decir.

–¿Tú lo sabías? – preguntó él después de un momento.

–Desde luego que no. Lo he conocido esta noche, igual que tú.

Él hizo una mueca.

–Es propio de ella dejar pasar tantos años y después soltárnoslo así.

–¿Nunca te había hablado de tu padre?

Jefford negó con la cabeza.

–Ella vivió aquí con su padre, eran invitados de lord Moran. Los dos hombres pasaban mucho tiempo fuera en campañas militares y ella se quedaba sola con los sirvientes. Yo había asumido…

–Que eras hijo de uno de los sirvientes -susurró ella, escandalizada-. Comprendo.

Jefford se detuvo en el pasillo. La miró a los ojos.

–Nunca me ha importado quién era él. Su padre murió en la revuelta de la India, sin saber que su hija estaba embarazada. Lord Moran vino a casa, ella le contó su situación y él se casó con ella. Se retiró del servicio de la reina y los dos se fueron a sus propiedades de Jamaica. Lord Moran se portó bien con ella y conmigo, pero yo siempre supe que no era mi padre. Nunca he tenido padre.

–¿Y ahora? – preguntó ella con suavidad.

Él levantó una mano en el aire.

–Y ahora lo tengo.

Madison lo miró emocionada. Sufría por él y, al mismo tiempo, también se alegraba por él. En el poco tiempo que había pasado con el raja, le resultaba evidente que era un buen hombre y también que el hijo se parecía al padre.

–Vete a la cama -murmuró Jefford. Le rozó la mejilla con la mano-. Pareces cansada.

Ella le tomó la mano, tan confundida por sus sentimientos que no sabía cómo intentar comprenderlos.

–No debes guardarle rencor al raja. Me parece que no supo nunca que tenía un hijo.

–Oh, no estoy enfadado con él -replicó Jefford-. Es Kendra la que tiene algo que explicar.


–Bueno, ¿qué tienes que decir a eso?

Kendra no miró a Tushar a los ojos, ni siquiera cuando él le apoyó la mano en el hombro.

–No entiendo por qué estáis los dos así. Antes de ahora no ha habido necesidad de entrar en detalles -se quitó el turbante y se alisó el pelo rojo que le quedaba. Aunque había vuelto a la India, se negaba a llevar velo. Un turbante de hombre encajaba mejor con su disposición-. Y ahora ya lo sabéis.

–Eso no es una explicación suficiente -dijo él con dureza.

Kendra se levantó, se quitó la bata de seda blanca y la dejó en la cama. Había alejado a las sirvientas y estaban solos en la habitación.

–Es la única explicación que tengo y, si no te gusta, lo siento. En su momento hice lo que me pareció mejor para todos.

Se puso unas zapatillas de cabritilla y subió a la gran cama de columnas y doseles.

–Lord Moran supo que estaba embarazada antes de que nos casáramos. No lo engañé en ningún aspecto y fui una buena esposa para él -miró al indio con aire retador-. En todos los sentidos de la palabra, a pesar de las heridas terribles que había sufrido en la guerra y que le impedían tener un heredero.

Se volvió de espaldas y se sacó el camisón por la cabeza, quedándose desnuda.

–¿Y ahora piensas seguir así toda la noche o vas a venir a hacerme el amor? Ninguno de los dos somos ya muy jóvenes, ¿sabes?

El raja sonrió y se quitó el kurta.

–No te vas a librar tan fácilmente, te lo advierto. Esta noche te haré el amor, sí, pero mañana…

Ella se dejó caer en la cama. Se desperezó.

–¡Oh, Tushar, olvídate del mañana! ¡Quién sabe si estaremos aquí! – levantó una mano en una especie de ofrenda de paz.

El raja vaciló un instante, pero la tomó y bajó la cabeza para besarla.

–Sigues siendo tan magnífica como siempre. Si vivo hasta el amanecer, sólo hay un modo de que puedas compensarme por esto.

–¿Cuál? – preguntó ella, sonriente-. Creo que todavía conozco algunos trucos -le guiñó un ojo.

Él se echó a reír.

–Cásate conmigo. Haz feliz a este viejo raja.