–Vale, suéltalo ya -le pidió Madison-. ¿Qué
pasa?
–¿Qué pasa con qué? – dijo Sashi.
–Ya sabes con qué. ¿He hecho algo malo? ¿Por qué me miras
así?
Sashi se acercó a la cama.
–No quiero que se ofenda, pero tengo que hacerle una
pregunta.
–¿Cuál?
–Las sirvientas de la lavandería dicen… ya sabe cómo son los
sirvientes -Sashi se interrumpió, vacilante-. Dicen que sus sábanas
siempre llegan limpias. ¿Es posible…? – vaciló de nuevo-. ¿Es
posible que esté esperando un hijo? He notado que no tiene usted el
mes desde que salimos de Jamaica.
Madison abrió mucho los ojos y se cubrió la boca con la
mano.
–¡No! Claro que no. Desde luego que no. Yo… -le tembló la voz
y cerró los ojos.
Ella había pensado lo mismo más de una vez, sobre todo en las
dos últimas semanas.
–No puede ser -murmuró. Abrió los ojos-. ¡Oh, Sashi! –
susurró, sabiendo en su corazón que era cierto-. ¿Qué voy a hacer?
– sus ojos se llenaron de lágrimas-. Sí, puede haber… puede que
haya un niño.
Sashi cruzó las manos en el regazo con
calma.
–Tiene que decírselo a lady Kendra.
–No -Madison cerró los ojos y movió la cabeza con
vehemencia-. No puedo decírselo. No puedo decírselo a
nadie.
–¿Cuánto tiempo? – preguntó la doncella. Esperó un momento-.
Tiene que decírmelo para que pueda ayudarla. ¿Es de la noche antes
de que saliéramos de Jamaica?
–¿Cómo lo sabes? – Madison abrió los ojos-. ¿Lo sabe más
gente?
–No creo -Sashi bajó la cabeza-. Esa noche me pareció usted
distinta. Pensé que el señor Jefford…
–Por favor, no quiero ni oír su nombre -gimió
Madison.
–Sabe que eso no es cierto -repuso Sashi-. Sólo está
alterada. Le traeré té y galletas. Y diré a su tía que
venga.
–No, no. No puedo decírselo -Madison empezó a llorar-. Me da
mucha vergüenza.
Sashi le dio una palmadita en la mano.
–No llore. Es malo para el niño. Se pondrá triste. Llamaré a
lady Kendra. Ella sabrá lo que hay que hacer.
La doncella volvió poco después acompañada de
Kendra.
–Vamos, vamos, no puedes pasarte el día en la cama -declaró
ésta-. Sashi, abre las cortinas para que entre el sol y tráenos
té.
La india asintió y salió de la estancia.
Lady Kendra se sentó en el borde de la cama.
–Madison, mírame.
La joven abrió despacio los ojos llorosos.
–Esto no es el fin del mundo, querida. Siéntate y sécate esos
ojos maravillosos -sacó un pañuelo de la mesilla y se lo tendió-.
No sólo no es el fin del mundo sino que puede ser el principio de
una aventura maravillosa. Mi embarazo de Jefford lo
fue.
Madison aceptó el pañuelo.
–Lo siento mucho. Yo no pretendía que ocurriera esto. Nunca
pensé…
–Vamos, vamos, no hace falta que me des detalles,
querida.
Madison la miró sorprendida.
–¿No estás enfadada conmigo?
–Claro que no. ¿Por qué iba a estar enfadada? De hecho, debo
admitir que me siento encantada -se levantó de la cama y se acercó
al vestidor-. Vamos, levanta y vístete. Dile a Sashi que te peine y
ven a verme a mis habitaciones, donde hablaremos del tema con
sensatez -se acercó a la puerta-. Y repito que estoy encantada.
¡Voy a ser abuela!
Una hora después, Madison entraba en los aposentos de su tía,
de donde vio escandalizada salir al raja con la misma ropa de la
noche anterior.
–Buenos días -le sonrió él.
Madison se ruborizó.
–Buenos… días -tartamudeó.
–Debo irme para atender los asuntos de mi palacio, pero
espero que nos veamos esta noche en la cena.
–Sí… hasta la noche.
El raja salió de la estancia.
–Pase -dijo Maha. Señaló una puerta.
La joven encontró a su tía sentada a la mesa firmando
documentos, con Jefford de pie al lado del ventanal que daba al
jardín. Se detuvo en seco.
–Vamos, jovencita -lady Moran no levantó la vista del
documento que firmaba-. Vamos, hijos. Este asunto es fácil de
arreglar. ¡Ojalá todos mis problemas fueran tan
sencillos!
Madison apoyó la mano en el cerco de la puerta, deseando
estar en cualquier parte menos allí.
–Os casaréis enseguida -ordenó lady Moran.
–Por supuesto, acepto plena responsabilidad. Me casaré con
ella -declaró Jefford.
–Yo no… no me casaré con él.
Tanto Jefford como su tía la miraron.
–No -repitió la joven.
Jefford la miró de hito en hito.
–¿El niño es mío?
–¡Cómo te atreves! Eres insoportable…
Él no dijo nada.
–Sí -confesó ella, con los ojos llenos de lágrimas. Se las
secó con impaciencia-. Claro que es tuyo. Nunca he estado con
ningún hombre, sólo contigo -miró el suelo verde pálido-. Sólo esa
vez.
–No se necesita más, querida -su tía se levantó de la silla-.
Yo voy a bañarme y vestirme. ¿Por qué no habláis un rato? Y después
ven a verme, querida. Tenemos mucho que hacer. Según mis cálculos
estás de más de tres meses, así que no hay tiempo que
perder.
Lady Moran se retiró y Madison se quedó en el umbral sin
saber qué decir. Jefford se había vuelto de nuevo a la
ventana.
–Lo siento -susurró ella.
Él se encogió de hombros.
–Soy un hombre adulto. Conocía los riesgos -dijo con voz
fría.
–Tú no quieres casarte conmigo ni yo contigo -ella dio un
paso hacia él-. Le diremos a tu madre que no lo vamos a
hacer.
–Eso es imposible. Esto no es Jamaica, esto es la joya de la
corona del Imperio Británico y aquí no hay sitio para chicas
inglesas con hijos bastardos excepto en ciertos establecimientos de
las calles de Bombay de los que seguro podría hablarte mucho tu
amigo lord Thomblin.
Ella apretó los labios y miró al suelo.
–¿No quieres casarte conmigo porque soy mitad indio? ¿Porque
el niño será mulato? ¿Es por eso?-preguntó él.
Madison lo miró horrorizada.
–¡Por supuesto que no!
El la miró un momento.
–Esta semana está llena de sorpresas, así que creo que ahora
me iré a ver ese campo que te dije. ¿Me acompañas?
Madison lo miró airada.
–¡No, no te acompaño! No me dejaré manipular como un muñeco
de trapo ni por tu madre ni por ti. No me casaría contigo aunque
fueras el último hombre sobre la tierra -se volvió y salió de la
habitación.
Carlton se abrió paso por la calle estrecha y oscura, con
cuidado de evitar a los peatones y los charcos hediondos. Oyó el
llanto de un niño, bajó la vista y vio que uno le tendía la mano.
¡Malditos mendigos! Estaban por todo Bombay.
Siguió andando por la calle. No tenía que mirar la dirección,
sabía bien dónde estaba el fumadero de opio.
Su reunión en el Club de Caballeros de Bombay no había ido
bien. Aunque había dicho insistentemente al banquero que le habían
enviado ya de Londres el dinero que debía, el hombre había
amenazado con confiscar sus propiedades de la India. ¿Y adonde iría
entonces?
Y ya empezaban a perseguirlo también las deudas de juego que
había contraído en el vapor durante el viaje. Y eso que aún no
llevaba dos semanas en el país.
Pasó a una chica descalza, de piel pálida, que llevaba un
sari sucio y estaba de pie delante de una puerta. Era difícil saber
cuántos años tenía, pero sí estaba ya en edad de
menstruar.
-¿Sahib? -movió las caderas con aire
sugerente. Era evidente que era mitad india, mitad blanca y le
gustaba. Limpia y arreglada podía resultar muy atrayente. Las
mujeres como ella estaban deseando complacer. Era increíble lo que
podía hacer un ser humano por agua y comida.
Se detuvo y lanzó una moneda al aire.
–¿Hablas inglés? – preguntó.
Ella levantó una mano, impaciente por arrebatarle la
moneda.
–Tómala y compra algo de comer. Luego vuelve y te daré más.
¿Entendido?
La chica asintió con la cabeza.
Thomblin lanzó la moneda al aire, ya que no quería tocarla
hasta que estuviera limpia. Siguió andando media manzana más y se
detuvo ante una puerta, a la que llamó.
Cuando se abrió, el olor a opio le llenó la nariz. Era un
hábito al que él no sucumbía porque hacía débiles a los
hombres.
–Capitán Bartholomew -dijo al portero, al que dio una
moneda.
–En la parte de atrás. La puerta roja.
Thomblin cruzó una habitación en penumbra, donde unos hombres
se sentaban en mesas redondas pequeñas mientras otros fumaban pipas
tumbados en cojines.
Llamó a la puerta roja y entró. Un grupo de oficiales
ingleses jugaban a las cartas. El capitán Bartholomew levantó la
vista, con un puro grueso en la boca. Era un hombre muy delgado,
con cara de gordo, lo cual sin duda tenía algo que ver con que sus
aposentos estuvieran situados en la parte de atrás de un fumadero
de opio.
–¿Quería verme? – preguntó.
Thomblin miró a los otros hombres.
–¡Por el amor de Dios! – murmuró el capitán-. Está bien -dejó
las cartas en la mesa-. Salid de aquí.
Los otros se levantaron gruñendo y salieron de la
estancia.
Bartholomew tomó dos vasos de la mesa y sirvió whisky en
ellos. Thomblin prefería vasos limpios y sin usar, pero bebió lo
que le tendían.
–¿Ha vuelto a los negocios? – preguntó el
capitán.
–Nunca he estado en ellos -repuso Thomblin-. Sólo he ofrecido
a veces lo que me pedían algunos amigos.
–Y tomado el oro que le ofrecían, ¿no? – el capitán dejó su
vaso en la mesa-. El negocio ha cambiado desde la última vez que
estuvo aquí. Dos años es mucho tiempo para estar
fuera.
–¿En qué sentido ha cambiado?
–Lo que usted ofrece abunda en la calle. Es fácil salir a
comprarlo o robarlo uno mismo. No, mis nuevos clientes son un poco
más especiales -tomó una calada del
puro.
Thomblin apartó la vista. No le gustaba tener que lidiar con
basura como Bartholomew, pero tenía poca opción.
–¿Le interesa comprar, sí o no?
–Oh, me interesa y pago bien -el capitán se levantó-. Pero no
quiero la basura que me traía antes -tomó una lámpara de aceite de
la mesa e indicó a Thomblin con la cabeza que lo
siguiera.
Salieron por una puerta que no era la roja y bajaron un
pasillo estrecho que olía a orina. El capitán se detuvo hacia la
mitad y señaló una puerta estrecha.
–Ábrala.
Thomblin obedeció y Bartholomew levantó la lámpara para
iluminarle el interior.
Una mujer joven, de ojos azules distorsionados por el terror,
amordazada y con las manos atadas a la espalda, estaba acurrucada
en el rincón. Estaba sucia y olía mal, pero eso no era raro. Lo
extraordinario era que se trataba de una mujer blanca, y no una
blanca de la calle precisamente; tenía pelo castaño claro espeso y
parecía bien alimentada. Era la hija de un inglés… o la
esposa.
–¿Puede ofrecer esto? – preguntó Bartholomew-. Esto, no
nativos de piel clara ni mestizos.
Thomblin lo miró.
–Déme un precio y quizá podamos hacer
negocio.
Varios días más tarde, Jefford paseaba por el pequeño pero
lujoso salón de audiencias privadas del palacio del raja. Se detuvo
y estudió los murales de las paredes, con escenas de caza y
jardines exuberantes, y pensó para sí que no eran tan buenas como
las que hacía Madison. Sonrió en su interior. La joven seguía
jurando que no se casaría con él, pero en la casa todos parecían
ignorar sus deseos, sobre todo Kendra, que había empezado a
preparar la boda más grande que se había visto nunca en el Palacio
de los Cuatro Vientos y estaba convencida de que su sobrina
cambiaría de idea. Jefford confiaba en que así fuera, ya que no
quería que un hijo suyo naciera bastardo, aunque tuviera que llevar
a Madison al altar atada de pies y manos.
–Señor Harris -dijo un sirviente indio desde el umbral-. El
raja lo verá en sus aposentos privados.
Jefford lo siguió por un pasillo tras otro del viejo palacio.
El sirviente se detuvo ante unas puertas talladas, decoradas con
hojas de oro, las abrió y se hizo atrás. Jefford encontró al raja
sentado ante un escritorio de madera y le sorprendió ver que la
estancia recordaba a una biblioteca inglesa, con estanterías
oscuras del suelo al techo. Hasta olía a tabaco
inglés.
–Raja -dejó las manos a los costados e inclinó la frente,
sorprendido de comprobar que estaba nervioso.
–Por favor -el raja se levantó-. Prefiero que no haya
formalidades entre nosotros -llevaba unas gafas de montura estrecha
y observaba al joven sin ambages-. Me complace mucho que hayas
venido.
–Pido disculpas por no haberlo hecho antes, señor -Jefford
apartó la vista, incómodo con el escrutinio del otro-. Tengo mucho
que aprender sobre las propiedades de Kendra; esta tierra es muy
distinta a Jamaica.
El raja salió de detrás de la mesa. Vestía al estilo inglés,
con pantalones, camisa blanca y pechera. En el respaldo de su silla
había una levita.
–Por favor, no te disculpes -levantó una mano-. Sé que habrás
necesitado unos días para hacerte a la idea.
–¿Yo? – rió Jefford-. Al menos yo sabía que tenía un padre.
Usted no sabía que tenía un hijo.
–Sí -el raja cruzó los brazos sobre el pecho-. Kendra me
partió el corazón cuando se fue. Si me hubiera dado una
oportunidad, la habría hecho mi primera esposa.
–Pero debió decirle que esperaba un hijo.
–Sí. Nunca supe lo que había pasado. Hasta vivió una
temporada aquí en el palacio conmigo cuando su padre y lord Moran
estaban fuera.
–En su harén -dijo Jefford con dureza.
El raja levantó la vista. Se quitó las gafas inglesas y las
dejó en la mesa.
–La vida ha cambiado mucho en los últimos treinta y cinco
años. Mi padre acababa de morir, yo era joven y de pronto me vi
arrojado a un mundo que apenas conocía. Después de años en
Inglaterra, tuve que venir e intentar reconciliar las necesidades
de mi gente con las exigencias de los británicos. Yo echaba de
menos Inglaterra y tu madre era parte del mundo al que quería
pertenecer. Era lista, hermosa y muy decidida.
Jefford soltó una risita.
–Entonces no ha cambiado mucho.
–No. Es tan terca ahora como cuando tenía veinte años -sonrió
él-. Le he pedido una y otra vez que se case conmigo, pero se
niega. Mis esposas han muerto todas, no he tenido hijos y mis hijas
están casadas y viven con las familias de sus esposos. Quiero que
Kendra sea mi auténtica esposa, como debería haber sido hace años.
Quiero que viva sus últimos días con la alegría que
merece.
Jefford apartó la vista y luchó por reprimir la emoción que
lo embargaba.
–Le ha hablado de su enfermedad.
El raja asintió.
–Acordamos que no tendríamos secretos. La última vez que me
dejó salió de mis aposentos y no regresó -respiró hondo-. Yo le
había prometido casarme con ella, pero cuando murió mi padre, me vi
obligado a tomar la decisión de hacer antes un matrimonio político
y al parecer no le gustó -sonrió-. Los sirvientes me contaron más
tarde que se había casado con lord Moran y había zarpado para
Jamaica.
Jefford sonrió para sí. Por eso se había ido Kendra a
Jamaica, porque no quería ser la segunda ni siquiera de
nombre.
–Bien, quería venir a presentar mis respetos -dijo. Levantó
una mano-. No lo distraigo más.
–Por favor, vuelve cuando quieras; siempre serás bienvenido
en mi casa. Si quieres hablar de las cosechas de índigo o café con
mis capataces, están a tu disposición.
–Gracias. No tardaré en volver. Aunque estos días estoy muy
ocupado.
–Tu futura esposa es una mujer hermosa e inteligente, llena
de amor por la vida. Y Kendra dice que es una artista
excelente.
–Sí. Bien, señor…
–Por favor -lo interrumpió el raja-. Me sentiría muy honrado
si me llamaras Tushar, como hacen mis amigos -vaciló-. Porque me
gustaría que fuéramos amigos.
–Hasta la próxima vez, Tushar. Las invitaciones para mi boda
llegarán pronto. Espero que pueda asistir.
–No me la perdería por nada. ¿Y tengo entendido que tu futura
esposa y tú queréis elefantes como regalo de boda?
Jefford soltó una risita.
–Si quiere ganarse a mi prometida, un elefante le causaría
una impresión excelente.
Salió sonriente de la estancia. Tenía una visita más que
hacer y sospechaba que no iba a ser tan agradable.
–Jefford, mi amor -Chantal le tendió los brazos en cuanto
cruzó la puerta de la habitación pequeña que compartía con otras
sirvientas del palacio-. Tenías que haberme llamado y habría ido
yo.
Él le apartó las manos y se retiró un poco.
–Chantal, por favor. Tengo que hablar
contigo.
–Las otras chicas están trabajando. Ven a tumbarte conmigo
-le tomó la mano e intentó arrastrarlo hacia una de las camas
sencillas alineadas a lo largo de las paredes.
–¡Chantal, maldición! ¿Quieres escucharme?
Ella lo soltó; lo miró con ojos llameantes.
–Dime que no es cierto -susurró con dureza.
Jefford la miró a los ojos, que se habían llenado de
lágrimas, y apartó la vista. Sabía que había sido un error
acostarse con ella en el barco y de haber sabido entonces que
Madison estaba embarazada, no lo habría hecho.
–Chantal, me voy a casar con Madison.
–¡No! – gritó ella.
Se arrojó hacia él, que abrió instintivamente los brazos y
ella se echó en ellos, metió la pierna entre las suyas y le apretó
el pene.
–Jefford, amor -apoyó la mejilla en su
pecho.
En otro tiempo esa mujer le había alterado la sangre como
ninguna otra, pero en ese momento no sentía nada por ella, ni un
asomo de deseo.
–¡No! – sollozó ella-. Tienes que casarte conmigo. Me lo
prometiste.
El la sujetó por los hombros y la apartó.
–¡No, Chantal! – dijo con firmeza-. Yo nunca dije que me
casaría contigo. Nunca.
–¡Mentiroso! – gritó ella-. Ou
manti.
–Chantal, tú sabías lo que había entre nosotros. Siempre has
sabido lo que era.
–¡No!
Se arrojó de nuevo sobre él con las uñas sacadas y Jefford
levantó el brazo para parar el ataque.
–Escúchame con atención. Tú y yo hemos terminando -dijo-.
Hace tiempo que hemos terminado.
–¿Por ella? ¿Por ese pez inglés frío? ¿Y yo
qué?
–Yo procuraré que no te falte de nada, eso sí te lo prometí.
Pero tienes que dejar el palacio.
–¡No! – gritó ella furiosa. Le dio una patada-.
¡Jamás!
Jefford la miró con rabia.
–Te trasladas a la aldea -dijo con calma- o te envío a Bombay
a trabajar en la casa que tiene allí el raja. Quizá prefieras vivir
más lejos…
–No, por favor -murmuró ella, contrita de pronto-. No envíes
a Chantal lejos -le suplicó con ojos llenos de lágrimas-. Chantal
no podría soportar estar lejos.
Jefford empezó a retroceder hacia la puerta.
–Guarda tus cosas -dijo; de pronto comprendió que tenía que
haber hecho aquello hacía tiempo-. Por la mañana vendrá alguien a
buscarte.
Ella se secó los ojos y lo siguió al
pasillo.
–Cometes un error -dijo-. Nunca serás feliz con esa zorra
blanca.
Jefford levantó la mano, sin pensar, pero se contuvo justo a
tiempo para no golpearla.
Chantal se encogió y lo miró con miedo.
–No quiero volver a oír eso nunca más, ¿entiendes? – preguntó
él.
Ella retrocedió un paso.
–Es un error -susurró, cuando él ya se alejaba-. Un error
terrible y ella verá…