Jefford apoyó una rodilla en el suelo y se apartó el pelo de
los ojos.
–¿Dónde están todos?
–Han ido al lugar de encuentro. Yo quería alcanzarlos. Sólo
he vuelto…
–¿Mi madre no sabe que estás aquí? – él empezó a recoger
pinturas y pinceles del suelo y echarlos en una cesta-. ¿Sabes
dónde es el lugar de encuentro y cómo llegar allí?
–Sólo quería subir un momento -a ella le tembló el labio
inferior-. ¡Estaba todo tan confuso!
–Madison, no pasa nada. Escúchame. Tenemos que salir de aquí.
Están a punto de llegar.
–Entiendo -tomó la cesta de pinturas, agarró un almohadón
vacío y echó en él las pinturas y pinceles como había visto hacer a
Kendra con las joyas-. Y los lienzos de la cama. No necesito nada
más.
–No podemos llevarnos todo esto -Jefford se acercó a la cama
y tomó un lienzo grande donde estaba pintado el jardinero chino y
las orquídeas al fondo-. Son excelentes, pero…
–No puedo dejarlos aquí.
–Está bien, nos llevaremos algunos de los pequeños, pero nada
más -vaciló con uno de ellos en la mano-. Soy yo. ¿Me has pintado
de memoria?
Madison se lo quitó de la mano.
–Puedo llevarme el del campo de caña y el de la destilería
-los colocó encima del retrato-. También debe haber uno pequeño del
jardín.
Le volvió la espalda.
–Aquí está -dijo él-. El de las mariposas.
La joven tomó el lienzo sin mirarlo y los envolvió todos
juntos en una cortina.
–Yo llevo éstos, no es problema.
Jefford tomó el almohadón con las pinturas.
–Vamos -dijo-. Hay que darse prisa.
Madison lo siguió por la escalera de atrás y por una puerta
lateral. Él se dirigía a la cocina, adyacente con la casa
principal. Vio un resplandor de luz procedente del noroeste y le
pareció oír voces.
–Jefford -susurró.
–Lo sé -él abrió la puerta de la cocina-. Mete algo de comida
en el saco -dejó la lámpara encima de la mesa de trabajo del centro
de la estancia-. Yo llevaré agua.
Ella sacó galletas de una cesta y las metió en el almohadón
con mangos y papayas.
Jefford abrió el grifo de un barril de madera y empezó a
llenar una de las cantimploras que colgaban de un gancho cerca de
la puerta.
Los ruidos sonaban cada vez más cerca.
–¡Jefford! – susurró ella.
–Vámonos -metió la cantimplora en el bolso de ella, se echó
el rifle al hombro, tomó el fardo de los lienzos, dio la otra mano
a Madison y tiró de ella hacia la puerta.
La luz detrás de ellos era ya más brillante y las voces más
altas. Corrieron al jardín.
–Madison, no pueden vernos -dijo él en voz
baja.
El jardín se llenó de una luz brillante y los hombres
sublevados empezaron a llenarlo. Algunos entraron en la casa y ella
oyó madera rota.
Jefford y Madison corrieron hacia la verja, pero en vez de
seguir el sendero, él tiró de ella hacia la
izquierda.
–Tía Kendra ha ido por allí -protestó ella.
–Ahora no es seguro.
–Pero tenemos que reunimos con ellos.
–Cuando mi madre se dé cuenta de que faltamos los dos, sabrá
que estás conmigo. Sabe que no me iría de aquí sin
ti.
–¿Pero cómo…?
–Madison, por lo que más quieras, cállate -él empujó una
puerta pesada de hierro en la pared del jardín y se apartó para
dejarla pasar-. Adelante.
La joven corrió todo lo que pudo con el corazón latiéndole
con fuerza, sujetando el almohadón de seda con las pinturas y el
agua. Estaba muy oscuro y no había sendero. Las ramas se enredaban
en su pelo y las enredaderas le arañaban los pies y las
manos.
–¡Corre! – la animó Jefford. La empujó hacia delante y se
volvió. Madison le oyó disparar el rifle y reprimió un
grito.
Un momento después, estaba de nuevo detrás de ella,
empujándola.
Madison no sabía adónde iba; simplemente corría. El sudor le
bajaba por la cara y le picaba en los ojos. Corrió hasta que le
dolieron los costados y creyó que le iban a explotar los
pulmones.
–Tienes que seguir -dijo él, justo detrás.
–No puedo.
–Sí puedes.
El sendero de la jungla era muy estrecho para avanzar juntos,
pero él corría tras ella o delante de ella, tirando de su
mano.
–Por favor -suplicó ella-. Tengo que…
respirar.
–Tira las pinturas. Yo te compraré otras.
–No. Puedo llevarlas. De verdad.
–Sólo un poco más. Conozco un sitio donde podemos
escondernos.
–¿Escondernos? – susurró ella, asustada.
–Sí. Creo que no nos sigue nadie, pero, para asegurarnos,
deberíamos quedarnos parados unas horas. Tú estás al límite de tus
fuerzas.
Ella se apartó el pelo de la frente.
–Puedo seguir.
–Seguro que sí, pero pararemos de todos modos -señaló con la
mano-. Es justo aquí -la guió hasta el claro de la cascada-. Es un
escondite. Tienes que hacer lo que te diga. Es una cortina de agua.
Es fuerte, pero no te hará daño. Aquí en el extremo no cae mucha.
¿Preparada?
Madison asintió y él tiró de ella hacia la pared de agua. La
cortina le mojó la cara y cerró los ojos. Un paso después la había
atravesado.
–¿Dónde estamos?
–Dentro de la cascada, en una cueva -Jefford le soltó la mano
y se apartó despacio-. Ven a sentarte.
Madison olía la humedad de la cueva, el agua condensada en la
roca y el aroma de los helechos que sabía crecían alrededor de la
cascada, pero sobre todo olía a Jefford; el olor de su piel y su
pelo.
–¿Tienes frío? – él se sentó, tiró de ella y le pasó un brazo
por los hombros.
–No, sólo…
–No tengas miedo -le subió y bajó una mano por el brazo-.
Aquí se está mucho más fresco.
Había vuelto la cabeza y ella sentía su aliento en el rostro…
en los labios.
Se inclinó hacia él. No tenía intención de besarlo ni de
dejar que la besara, pero sus bocas se encontraron de común
acuerdo. Fue como si no hubieran terminado el beso del día anterior
en el estanque, como si fuera el mismo beso.
Madison se sentía flotar en la oscuridad de la cueva, en el
agua que caía por las paredes, en los brazos fuertes de Jefford. La
sentó en su regazo y ella se abrazó a sus hombros fuertes, a su
cuello. No se cansaba del sabor de su boca.
El corazón le latía con fuerza. Nunca había imaginado que un
hombre pudiera saber así. Nunca.
Jefford le acarició el estómago y los pechos y ella gimió
cuando el pulgar de él encontró el pezón y sintió calor y frío al
mismo tiempo. Apartó la boca.
Jefford la abrazó, la tumbó de espaldas y se colocó de lado
para besarle el cuello, el lóbulo de la oreja y los pechos. Abrió
los botones del vestido y deslizó su mano fría sobre la piel
caliente de ella.
Madison suspiró y cuando los dedos de él encontraron su
pezón, lanzó un gemido. Jefford la besó muchas veces entre los
pechos mientras levantaba el dobladillo del vestido hasta el muslo
y deslizaba una mano bajo él. Ella gimió de
placer.
–Madison, Madison -le susurró él al oído-. No te imaginas la
de veces que he soñado con tocarte así -terminó de abrir los
botones del vestido y se lo quitó, con lo que ella quedó vestida
sólo con el camisón fino-. Con besarte así.
Le quitó el camisón y acercó su boca al estómago de ella.
Madison contuvo el aliento. Jefford bajó más la boca y ella le
introdujo los dedos en el pelo húmedo y cuando la boca de él
encontró los rizos oscuros de su pubis, soltó un grito asustado…
maravillado.
–Calla -murmuró él-. No pasa nada -le acarició el vientre con
la palma de la mano-. Tranquila. Déjame amarte.
Su mejilla rugosa apretada en la piel sensible de ella era
irresistible. Contra toda lógica, ella sintió que su cuerpo se
abría, se relajaba y levantó instintivamente las caderas hacia la
lengua masculina.
Algo se acumulaba en el interior de su cuerpo. El corazón le
latía con tanta fuerza que temía que se iba a salir del pecho.
Jadeaba, gemía y levantaba las caderas una y otra vez. De pronto,
sin previo aviso, el placer estalló en una miríada de puntos de
luz. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron. Y volvieron a
relajarse.
–¡Oh! – suspiró-. ¡Oh!
Jefford se colocó encima, aunque apoyándose en los brazos
para no echar todo el peso sobre ella.
Madison siguió tumbada con los ojos cerrados, inmersa en las
sensaciones de placer. Él le besó el cuello, la mejilla, los
labios.
Ella sentía su cuerpo duro y masculino apretado contra ella.
Un cuerpo sólido… cálido. Levantó las caderas contra él y notó que
se abría los pantalones. Sabía lo que hacía y sabía que debía
detenerlo, pero el anhelo estaba allí de nuevo, más fuerte aún que
antes. Su necesidad era más grande que la razón.
Sintió el miembro de él caliente y duro sobre la pierna
desnuda. La besó en la boca y sus lenguas iniciaron un baile que
sólo los amantes podían comprender del todo.
Abrió las piernas, casi sin darse cuenta. Estaba húmeda y
anhelante.
Jefford usó una mano para guiarse y cuándo la penetró, ella
echó atrás la cabeza, no a causa del dolor, sino
maravillada.
–¿Estás bien? – susurró él.
Ella asintió con los ojos cerrados.
–¿Quieres que pare?
Madison negó con la cabeza. No, no quería que aquello parara.
Quería seguir así eternamente.
Jefford empezó a moverse en su interior. Madison pensó que
aquello no debería ser tan bueno, que nadie le había dicho nunca
que sería tan bueno. Y las mujeres hablaban de ello como de un
deber para con el marido. Estuvo a punto de soltar una
carcajada.
Pero sentía que la sensación de antes crecía de nuevo en su
interior y esa vez sabía lo que era. Abrazó a Jefford y le clavó
las uñas en la espalda. Levantó las caderas cada vez más deprisa y
la cueva empezó a dar vueltas. Su mundo explotó una vez más en una
miríada de olas pequeñas de placer intenso.
Oyó gritar a Jefford y después ambos se quedaron inmóviles.
Salió de ella, se colocó de espaldas y la tomó en sus brazos. Ella,
que no sabía qué decir y estaba agotada, apoyó la cabeza en su
hombro y se quedó dormida.