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EL REGALO
He quedado a desayunar en el Federal Café con Lidia antes de ir a trabajar. Ayer me llamó para ver qué tal estaba y me dio palabras de ánimo. No me mandó un wasap con las típicas frases condescendientes ni esperó unos días tras el funeral para no enfrentarse al dolor ajeno en toda su plenitud, no. Me llamó por teléfono el mismo día del funeral, que fue en estricta intimidad familiar, y me habló durante casi una hora con un tono de preocupación y de empatía tales que me hicieron sonreír. Y más cuando me propuso quedar a solas a desayunar, porque hacía años que, aparte de Daniel, nadie me transmitía ese interés. Así que llegada la hora, me pongo mi falda gris larga hasta los pies y mi cazadora vaquera y me encamino a la cafetería, donde me espera sentada en una mesita de mármol.
Lidia es una chica alta y recia que camina siempre de forma brusca y desgarbada. No es alguien grácil en sus movimientos, pero a mí me gusta así porque demuestra que pisa fuerte ante la vida. Tiene una belleza extraña, con unos ojos enormes que brillan por sí solos y que hacen juego con su pelo negro. Siempre me ha caído bien. Desde el principio. Cuando la conocí me pareció una persona buena, honesta y sincera. Y lo cierto es que conmigo siempre ha sido encantadora. En su día se preocupó mucho por integrarme en el grupo, al igual que Daniel, y quizá por ello se gestó entre nosotras una afinidad mutua, por estas cosas que no tienen explicación, pero que hacen que alguien, sencillamente, te caiga bien y encaje contigo. No somos amigas íntimas, y tan solo nos vemos en las quedadas de la pandilla, pues es un freno que yo pongo porque me cuesta intimar con las personas. Pero como su llamada me enterneció y me dijo tanto de ella, acepté sin pensar a quedar por primera vez a solas.
Nada más verme, me da un abrazo y me dice un «Siento tanto lo de tu abuela» que a mí me conmueve.
—Gracias —le respondo.
Nos sentamos y pedimos dos cafés con leche y algo de bollería.
—¿Cómo estás? —me pregunta.
—Bueno…, bien. —Sonrío.
—Poco a poco, ya sabes.
—Sí. No queda otra.
Silencio incómodo por parte de las dos.
—Oye, Lidia. —Suspiro—. Puedes hablarme de cosas normales, estoy bien. Puedes contarme tu día a día o por qué Luis y tú os empeñáis en ocultar al grupo que estáis todo el día dale que te pego. —Y me empiezo a reír.
Lidia me mira con sus grandes ojos negros y sonríe.
—Tienes el don de la relatividad, Lena. Y de volver las situaciones incómodas en cómodas.
—Ya, bueno. Sé que puedo contar con vosotros y todo eso, pero hoy no siento la necesidad de hablar del tema, así que un poco de variedad no me vendría mal.
Sonreímos, tomamos unos bollos y empieza a contarme.
—Luis y yo estamos juntos, pero todavía no sabemos muy bien qué tenemos y esperamos a que se defina un poco antes de contarlo al resto, ya sabes. Somos todos de la misma pandilla y no queremos que haya problemas si la cosa no sale bien.
—Te entiendo. Y supongo que si vosotros queréis hacerlo así, bien hecho está.
—Gracias. Pasamos un poco del momento cotilla, ¿sabes? —dice haciendo una mueca.
—Bah, somos mayorcitos ya. Y hay confianza de sobra; todos vamos a cotillear, pero nadie se va a sorprender. —Reímos.
Lidia niega con la cabeza, divertida, y seguimos parloteando de cosas sin importancia durante una hora más, hasta que tenemos que irnos.
Cuando salgo de trabajar y vuelvo a casa, entro y no oigo ni un ruido, pero la puerta no está cerrada con llave, así que imagino que mi padre se encuentra en su estudio, escribiendo concentrado. El estudio de mi padre es la habitación más alejada de la sala de estar y de la puerta de entrada. Tiene un enorme ventanal, estanterías llenas de libros y un escritorio más grande que mi cama, con un ordenador iMac y tres pantallas distintas. Es su refugio, Tierra Santa. Es la habitación que nos ha dado de comer. Lleva encerrado desde el funeral de Yayi y apenas sale de ella, tan solo para ir al baño. Ni siquiera para probar bocado. Yo le preparo la comida o la cena y se la dejo encima de la mesa, como si fuera su asistenta, aunque mi presencia suele pasar inadvertida. Mi padre es un escritor que no sabe parar y que está como en trance durante su época de primera inspiración. Suele durar un par de semanas durante las cuales escribe sin ton ni son, sin orden ni control. Después se vuelve alguien metódico y rutinario con una disciplina férrea en cuanto a horarios se refiere, encerrándose en el estudio sin inmutarse por la vida que transcurre a su alrededor. Y, cuando termina el borrador y el libro sale a la luz, se pega largos meses de gira sin pisar su casa. Mi padre. Qué ser tan ajeno a mí.
Guardo la compra que he hecho en su lugar de la cocina y me dispongo a hacer la cena. No molesto a mi padre para decirle que estoy: no merece la pena. Cuando la tenga hecha, se la dejaré en el estudio sin más. Pongo el «Sexy Motherfucker», de Prince, en mi iPhone mientras hierve el agua y voy de un lugar a otro de la cocina buscando ingredientes y moviendo las caderas al ritmo de la música. El timbre de mi puerta suena y voy a abrir. Seguro que es Daniel, le he invitado a cenar pero quería pasar antes por su casa para darse una ducha y hacer un par de recados.
—Hola. —Me da un abrazo y un beso en la mejilla cuando abro la puerta y entra.
—Hola, Dani. Vaya día hoy, eh.
—Sin parar, joder. Apenas te he visto. —Hace un mohín exagerado.
—Menos mal que había desayunado fuerte. Estoy molida —resoplo.
—Ah, es verdad, ¿qué tal el desayuno con Lidia?
—Bien. —Volvemos a la cocina—. Me ha confirmado que está con Luis, pero que no están muy definidos y no lo quieren hacer público todavía.
—Lidia y Luis. —Suspira entrando a la cocina conmigo.
—¿Por qué suspiras? —Me río mientras sigo guisando, echando los ingredientes al agua hirviendo—. ¿Tenías esperanzas en Lidia?
Daniel me rodea la cintura desde atrás y me besa el cuello de esa forma que tiene él de hacerlo, como si te lo acariciara con su boca.
—A mí solo me pones tú.
Sonrío.
Baja una mano y la mete por dentro de mi jersey ancho. Es lo único que llevo puesto. Posa su palma en mi vientre y poco a poco sus dedos descienden, haciendo círculos, hasta juguetear con el borde de mi ropa interior.
—Quieto, titán. Mi padre está en casa.
Noto cómo sonríe pegado a mi cuello, pero sus dedos no se detienen. Al contrario, se deslizan por mi piel hasta que sus yemas hacen que se me escape un gemido.
—Voy a bajarte las bragas, Lena —susurra pegándose a mí, dejándome notar toda su dureza.
—Daniel —jadeo pegándome más a él—. Mi padre…
—No se va a enterar —dice con la voz oscura que se le pone cuando está excitado y que a mí me enciende viva—. No saldrá del estudio. Y me apetece follarte. Follarte ya.
Suspiro contoneando mis caderas en las suyas.
—Pero —balbuceo.
—Pero ¿te imaginas que nos pilla? —pregunta socarrón sin dejar de tocarme—. ¿Te imaginas que sale y nos ve follando como animales en la encimera de su cocina?
—Dani —vuelvo a gemir.
—¿Paramos, Lena?
Y entonces me termino de bajar la ropa interior hasta el muslo y él se desabrocha el pantalón, se pone un condón y entra en mí despacio, dejándome saborear el momento inicial. Sus manos alcanzan mis pechos y aprieta los dientes conteniendo sus gritos. Yo me tapo la boca para silenciar los míos y ambos disfrutamos unos minutos deliciosos en los que vuelve a no haber ruido más allá de nuestras bocas y del choque de nuestros cuerpos.
—Joder, Lena —dice abrazándome al terminar, aún con su cabeza en mi cuello mientras yo me subo las bragas como puedo.
—¡Estamos fatal! —Me río.
Me doy la vuelta y le abrazo, besándolo. Él rodea mi cintura y me corresponde cómplice, perdiéndonos en esa sensación extraña que solemos tener cuando nos pegamos: la sensación de estar en casa. Como si el cuerpo del otro fuera el hogar y no las cuatro paredes físicas que nos rodean.
Después de cenar, Daniel se marcha y yo me encamino hacia el estudio de mi padre para llevarle el plato porque a él le gusta almorzar y cenar muy tarde.
—Papá, te traigo la cena —digo desde el otro lado de la puerta cerrada.
—Pasa, Lena.
Entro y lo primero que pienso es que huele fatal. A cerrado y a humanidad. Qué asco. Pero no digo nada. Mañana a primera hora mi padre se vuelve a ir de viaje durante dos meses y ya tendré tiempo de adecentar la habitación. Acaricio su pelo en un gesto cariñoso que me sale sin pensar y le pregunto si le ha cundido el día.
—Sí. Ya tengo terminado lo que quería. —Me sonríe cogiéndome de la mano—. Lena, ¿tienes pensado salir esta noche?
Me extraña un poco la pregunta, pero respondo.
—No, se acabó el día para mí.
—¿Un viernes por la noche en casa? —Sonríe.
—Me hago vieja —reímos.
—Bueno, genial, porque había pensado que podríamos cenar tú y yo aquí; ya sabes, como despedida por mi viaje.
—Ah, pues —frunzo el ceño—, ya he cenado con Dani, pero te acompaño.
—Bien, porque además tengo un regalo para ti.
Asiento y pongo cara extraña. Mi padre se gira en su sillón, dándome a entender que hasta ahí dura la conversación.
Me encamino a la sala de estar y pongo la mesa con un mantelito y un par de velitas redondas que a Yayi le gustaba encender. Me da que la de hoy no es una cena normal y Yayi solía decir que el fuego debía estar presente en todas las ocasiones importantes. Mi padre sonríe cuando ve la mesa puesta como si fuera ella quien la hubiera decorado. Suspira y yo me siento.
—Siempre estará con nosotros —dice.
—Sí. Siempre. Como Mara. Y como mamá.
Se sirve la cena con fingido ceremonial que me hace reír y después se sienta. Alzamos nuestras copas de vino y brindamos por nosotros. Los únicos que quedamos de la familia en el mundo.
—Lena, mañana me voy dos meses y es la primera vez que te quedas sola en casa tanto tiempo.
—Tranquilo, no voy a montar fiestas. —Me río.
—Ya lo sé. —Sonríe él—. Pero me refiero a que puedes hacer lo que quieras y traer a quien quieras. Incluso entendería que empezaras a mirar algún sitio propio.
—¿Me estás echando? —Alzo una ceja.
—No, pero lo único que te ataba aquí era tu abuela y ahora tienes que volar, ¿no crees?
—Ya.
Elevo mi copa a modo de brindis mirando al suelo y doy un sorbito.
Seguimos él cenando y yo mirándolo con tranquilidad y me cuenta el viaje que va a hacer por Latinoamérica, los países que va a visitar, lo que va a hacer. Me repite varias veces que va con su editor y con una tal Laura, también de la editorial. Creo que tiene un lío con ella porque me la nombra alguna que otra vez y porque desde que entró en escena, mi padre se ausenta de cuando en cuando por las noches.
Cuando se termina el postre, mi padre dice que me va a dar el regalo. Me pongo nerviosa y es debido a que jamás me ha regalado nada fuera de los cumpleaños y la Navidad, así que intuyo que es algo importante. Se levanta y desaparece del salón para volver al cabo de unos segundos con un paquete en la mano, envuelto en papel verde con dos cuerdecitas marrones entrelazadas.
—Lena —me dice antes de abrirlo—, este es un regalo muy especial. Es un regalo de parte de Yayi. —Frunzo el ceño y el corazón me bombea rápido. Mi padre continúa—. Es un regalo que solo tendrás tú en el mundo, y el más íntimo que Yayi podría darte.
—Papá. No sé qué decir.
—No digas nada. Solo quería que estuvieras preparada. Y que tengas en cuenta el valor y el sentimiento que Yayi puso en este regalo exclusivo para ti.
Asiento y con las manos temblorosas tiro de las puntas del lazo para abrir las cuerdas, que caen a ambos lados de mi regazo. Con cuidado, porque soy muy delicada con las manualidades, despego el papel y sostengo en mis manos un libro de tapa dura marrón, sin título.
—¿Qué es esto? —Miro extrañada a mi padre.
—Ábrelo.
Se levanta y, sorprendiéndome, se va, cerrando la puerta del salón y dejándome sola. Me quedo articulando un «Qué» y abro la primera página.
Para Lena,
«Cuando mi voz calle con la muerte,
mi corazón te seguirá hablando».
R. TAGORE
No entiendo nada pero paso a la siguiente hoja y solo las tres primeras palabras escritas me hacen sollozar de forma repentina.
¡Hola, mi niña!
No soporto ver cómo la vida te come, Lena. Me muero de pena al ver que mi nieta no es feliz. Que no desea ser feliz. Por eso quiero contarte una historia. Una historia escrita en este pequeño libro que será solo para ti.
Espero que te ayude. Espero que te devuelva la capacidad de amar que tienes, que te traiga de nuevo la ilusión por escribir y por todas las cosas bellas que hay en el mundo. Es una pequeña parte de mis memorias, desde el punto más importante de mi vida. Tu padre las ha redactado conmigo para que entiendas muchas cosas de todas las emociones que las personas llevamos dentro.
Aprovéchalo bien y disfrútalo.
Te quiere,
Yayi.
Suspiro secándome las lágrimas de los ojos y justo mi padre entra de nuevo al salón, besándome el pelo.
—Papá. —Lo miro.
—Grabó su voz contando varios capítulos de su vida y me pidió que los redactara en un libro para dártelo cuando ella faltara. Lo que no imaginamos ninguno de los dos es que lo haría tan pronto.
—Por eso has estado tan encerrado estos días.
—Sí. He trabajado día y noche para terminarlo y encuadernarlo antes de mi marcha, así lo puedes leer tranquila. Ve despacio, saboreándolo y reflexionando sobre cada línea que leas. Es muy cortito, apenas unos años de su vida.
Mi teléfono móvil nos sobresalta a ambos y yo emito un suspiro por el susto.
—Es Daniel —digo mirando la pantalla y rechazándola—. Le llamaré luego.
—No, cariño, llámale ahora. —Me sonríe—. Precisamente lo que Yayi y yo queremos es que disfrutes de la gente que te quiere.
No entiendo a mi padre cuando se pone metafísico y en ese momento él se levanta.
—Voy a acostarme ya. Mañana tengo que madrugar para el viaje y tú tienes muchas cosas que pensar.
Me besa el pelo y me levanto con él. En el pasillo nos damos un abrazo y dos besos de despedida y cada uno nos metemos en nuestras solitarias habitaciones. Me pongo el pijama y me meto en la cama con la luz de la mesilla iluminando la tapa del libro de Yayi. Yo lo miro absorta incapaz de abrirlo: dolerá y no sé si quiero. Pero también sé que se lo debo. Decido empezar a leerlo mañana, más tranquila, y con la soledad de mi hogar.
Y al pensar en mi hogar y en la calidez que la propia palabra tiene, me acuerdo de Daniel y le devuelvo la llamada.
—Lena, ¿qué tal?
—Bien, ¿y tú?
—Te llamaba porque me acaban de dar un par de entradas para el concierto de Hinds, por si te apetecía venir conmigo. Tengo que confirmar cuanto antes y…
—Ah. Sí, vale.
Daniel se queda callado un segundo.
—¿Todo bien?
—Sí, sí.
—¿Seguro? —Y sé que sonríe.
—Sí, es que mi padre… Bueno, nada.
—No, dime. ¿Qué ha ocurrido?
—Pues…, me ha regalado un libro con las memorias de mi abuela. Ella se las dejó antes de fallecer para que yo las leyese y me he quedado un poco rara.
—Oh. Entiendo. Es un libro de los que duelen —dice.
—Sí. Y todo es muy extraño; no sé qué pensar.
—Yayi era una mujer increíble y esto es muy propio de ella.
Sonrío.
—Y puede molar mucho. Que tu abuela te deje sus memorias como legado es interesante y emocionante.
—Supongo que sí. Ya te contaré.
—Yo estoy aquí, ¿vale? Cuando leas, sea lo que sea, estoy aquí.
—Lo sé. Yo también estoy aquí para ti.
—Sueña conmigo.
—Puto creído. —Reímos.
Nos despedimos y colgamos. Apago la luz y me quedo dormida abrazando el libro en mi pecho y soñando con el torso que siempre me hace sentir en casa.