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EL GRAN CABO SUELTO
No he vuelto a hablar con Dani. Nada, ni una palabra. Ni un susurro. El otro día quedé con Lidia para comer, pero no quise contarle nada de lo que había pasado entre nosotros: no quiero verter más mierda a nuestros amigos.
He tenido la mente ocupada. Desde que la editorial me contactó, todo han sido e-mails con propuestas, porcentajes, condiciones y contratos. Hasta donde yo sé, no saben de quién soy hija. Y mejor, porque es la editorial que compite con la de mi padre. Mi padre… casi sufre un infarto cuando le conté la buena nueva. No me lo esperaba, pero se alegró más que si le hubieran dado el Nobel de Literatura, porque no paraba de sollozar y reírse nervioso y sacar champán para celebrarlo. Y, entonces sí, le di el manuscrito para que lo leyera y lo criticara a gusto. Que lo tire a la basura si quiere, ya no me importa en absoluto.
El libro de Yayi lo he dejado aparcado estos días. Entre la revisión de la novela y lo nuevo que he empezado a escribir, he tenido poco tiempo. Bueno, a estas alturas ya imaginaréis que todo esto son excusas. Excusas para no leer lo que sigue. Porque sé que lo que viene es… ella. Y ella duele tanto que tenía que dejar pasar un poco de tiempo antes de enfrentarme a su fantasma. Es mi gran cabo suelto. La respuesta a todas las preguntas. La llave que abre la puerta de mi férreo e impenetrable espacio. Y no creo que me quede tan normal después de lo que Yayi tenga que decir. Me moría de ganas por leerlo, que conste, pero hasta hoy no me he sentido preparada. Y hoy no ha pasado nada especial, pero he entendido que hasta que no me enfrente a esto no podré seguir. No podré avanzar. No podré volar. Así que inspiro hondo y cojo el libro, sabiendo que va a ser duro pero revelador. Sonrío. Y se lo cuento.
He comprendido a qué fantasmas debo enfrentarme sola y a cuáles no. He ido derribando uno a uno los pequeños y estoy a punto de enfrentarme al más grande. Gracias por soltarme la mano y dejarme volar, para hacerlo por mí misma. Gracias por caminar siempre cerca de mí para que no me sienta sola.
Enviar.
Ningún fantasma es invencible. El solo hecho de enfrentarte a él ya es una victoria.
Sonrío. Y sé que no puedo retrasarlo más; porque él lo está esperando, porque mi padre lo está esperando, porque Yayi lo está esperando. Y porque yo lo necesito.
Capítulo XXV. Mara
A lo largo de mi vida he pasado momentos realmente duros que hicieron tambalear todo en lo que yo creía. Los has leído en estas páginas. En todos y cada uno de ellos sufrí de formas distintas y reaccioné al dolor según las circunstancias, lo que me hizo sentir que no hay una vara que mida la pena o la desgracia: cuando la sientes la sufres y no hay más.
Pero estaba equivocada. Sí que hay varas. Sí que hay penas más profundas que otras. Sí que hay cosas que te rompen el alma y otras que te la desgarran.
Y luego; luego está la muerte de Mara.
A día de hoy sigo sin poder poner palabras a lo más desgarrador, duro, doloroso y devastador que he pasado en mi vida. No existen. Nada podría expresar cómo me sentí cuando el mundo se partió por la mitad y con él, mi cuerpo, mi alma, mi vida entera, dejándome sin nada. Una bomba nuclear que te estalla en las entrañas y no te deja ni respirar ni reconstruir nada. Jamás. Cuando Mara se fue, yo me fui con ella. Mi nieta, mi hija, mi pequeña.
Creí que nada superaría el dolor que sentí y la pena infinita. Pero sí, hubo una cosa que me desgarraba incluso más. Una que rompía lo poquito que me quedaba: mirarte a ti y ver cómo te hundías con ella. Ver cómo el vínculo que forjasteis tan férreo se partía; ver cómo tu padre se quebraba hasta el punto de no darse cuenta de nada; ver cómo te quedabas sola, a la deriva, con una pena que nadie te estaba enseñando a encauzar; ver cómo te cerrabas poco a poco a la vida, tú, mi pequeña flor tan alegre siempre, tan vivaz. Eso fue descorazonador. Vi morir a mi nieta y te veía morir en vida a ti. Atroz para mí. Por eso intenté recomponerme, sacar fuerzas de donde ya no había nada, y tirar de tus brazos inertes. Salvarte a ti se convirtió en mi propia salvación y ver que no lo conseguía en mi pena y mi frustración.
Por eso, decidí que lo último que me quedaba por hacer era escribirte mi historia e intentar que tú aprendieras algo de ella. Que vieras cómo el dolor se supera, la muerte se supera, la guerra se supera, la oscuridad también. Pero tenemos que ser nosotros quienes demos los pasos necesarios, Lena.
Así que levántate, mi niña. Levántate y sonríe a la vida que está por llegar. Ríe lo que puedas, llora lo que debas y grita lo que no puedas hablar. Hazlo y leva el ancla que os ata a ambas de una vez por todas. Deja que Mara vuele libre para volar tú en libertad. No la olvides, pero mira hacia delante y déjala marchar. Porque para tu padre y para mí ya no hay vida alguna, y menos una con colores, pero para ti sí y te mereces ser libre. Suéltale la mano, Lena. Déjala volar.
Las lágrimas que corren por mis mejillas son tan silenciosas como la poca fuerza que me queda al derramarlas. El libro de Yayi cae de mis manos y se desliza por mi regazo hasta el suelo, haciendo un ruido sordo que no atisbo a escuchar. Mara. Mi hermana. Mi otra mitad. Mi vida quebrada. Mis ilusiones rotas. Mi férreo mundo interior. Tengo que dejarla marchar. Tengo que aprender a decirle adiós. Tengo que dejarla descansar y levar el ancla que la ata a mi tristeza. Mara vivirá en mí mientras yo viva, por lo que no quiero que lo haga de una forma triste, caótica y confusa. Se merece más, mucho más de mí. Así que tengo que decirle adiós. Como hizo mi padre con mi madre. Como hizo Yayi con mi abuelo. Decirle adiós para dejarla a ella tranquila y poder respirar. Es el último cabo que me falta por atar. Y solo hay una forma de amarrarlo.
Hacía seis años que no venía aquí, así que no sé muy bien por dónde tengo que tirar. Pregunto a uno de los trabajadores y, con cierta antipatía, busca la localización. Se pega diez minutos, el tío, cuando lo tiene informatizado. Pero le debe tocar las pelotas currar.
Al final me la da y yo tardo como veinte minutos en encontrarla. Nada más verla, sollozo, porque ver su nombre en letras plateadas sobre el frío mármol negro es tan desgarrador como tétrico.
Mara Oliván Laborda
1987-2009
La tumba de mi hermana.
Solo Yayi venía a visitarla; ella era tradicional para estas cosas y venía a poner flores y a limpiarla. Pego mi cuerpo al nicho, que me queda a la altura de la cara. Inconscientemente le doy un beso. Miro a un lado y al otro y, asegurándome de que no me ve nadie, comienzo mi despedida.
—Hola, Mara. —Sonrío llorosa—. Perdona por haber tardado tanto tiempo en venir, pero yo… no podía. Me duele demasiado tu nombre como para hacer las cosas bien. Y por eso no he dejado de cagarla desde que te marchaste. Porque tú eras mi hermana, mi mejor amiga, mi confidente y mi todo. Eres parte de mí. Una parte de mí que murió aquel 2 de mayo y que nunca jamás volverá. Pero ahora… tengo que dejarte. Tengo que decirte adiós, Mara. No porque vaya a olvidarte, porque eso es imposible; sino porque tengo que aprender a seguir sin ti. Aprender a confiar mis cosas a otras personas, aprender que abrirme a la gente no es sinónimo de sustituirte. Aprender que no es justo quedarme sin vida, aunque tú te fueras. Te quiero, Mara; te querré siempre con la fuerza más descomunal que existe hasta que acabe el mundo e incluso más allá. Pero yo tengo que seguir aunque no estés. —Sonrío al recordar algo—. ¿Sabes? Daniel siempre dice que hay una canción para cada momento de nuestra vida y acabo de recordar una que apenas puedo escuchar, de lo que me duele. Pero habla de ti y de mí. Y del libro de Yayi: el catalizador que ha hecho que esté hoy aquí. Se llama «Para dormir cuando no estés». Es de Supersubmarina y creo que merece ser cantada entre susurros. Escucha. —Trago saliva y carraspeo—: «En un viaje a un mundo por países de los que no sé volver lo encontré, oculto sin querer. Me contó secretos sobre cosas que no podrías creer; me condujo hasta las puertas del saber; me contó la forma de abrazarte y que no me queme la piel… Y me explicó el secreto para dormir cuando no estés. Y ahora si no tengo miedo creo que es porque lo he entendido bien; ya sé lo que tengo que hacer: tengo que alejarme de los monstruos que no me han dejado ver y tengo que romperme en mil pedazos otra vez… para dormir cuando no estés». —Paro unos segundos esperando que mis lágrimas terminen de rodar por mis mejillas—. Te quiero, Mara. Te digo adiós. Te dejo marchar. Ahora voy a intentar vivir una de esas historias raras que siempre me alentaste a inventar. Ahora voy a intentar volar.
Lloro unos segundos con mi frente pegada a su nombre y la canción que acabo de cantar todavía en mi cabeza. Paso mis dedos por las letras de nuestros apellidos, nuestra identidad, nuestra herencia. Y sonrío por ser tan afortunada. Sí, afortunada. Por haber tenido tanta gente buena a mi alrededor, aunque se fueran pronto. Aunque no sea justo. Pero tengo que decir adiós y eso conlleva dejar de recrearme en la tristeza, así que… adiós, Mara.
Adiós.
Ya está. Le he dicho adiós, Dani. He ido a su tumba, he pasado mis dedos por su nombre, le he cantado el Para dormir cuando no estés y me he despedido de ella, dejándola libre, liberándome. Y me siento… bien. Tranquila. Sosegada. Con ganas de caminar. No quiero hablar ahora. No podría, aunque quisiera, porque estoy demasiado emocionada, pero sí necesitaba que supieras que me encuentro, no sé, aliviada.
Enviar.
Por fin vas a saludar a la vida, Lena. La vida llena de colores que te espera. La vida que llevas tantos años sin sentir. Llámame en cuanto puedas hacerlo, nada me hará más feliz.
Sonrío.