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WISH YOU WERE HERE
Hay días en los que no te quieres levantar de la cama. Y lo mejor en esos casos es, si tienes oportunidad de hacerlo, quedarte entre las sábanas, como estoy haciendo hoy, que para eso es sábado. No es que me pase nada en especial. Es solo que no me apetece el mundo hoy. Es uno de esos días en los que le das vueltas y más vueltas a por qué tu vida es tan gris. Por qué nada te ilusiona, por qué ya no sientes ni euforia ni tristeza, por qué has entrado en un círculo de apatía en el que ni sientes ni padeces. Hay algo peor que estar deprimido: estar en ese estado neutro en el que ni subes ni bajas. Porque eso significa que no vives. Que no te emocionas. Que no te alegras. Y eso no es vivir, es supervivencia.
Lo que sí intento es no pensar. Porque entonces entras en barrena y se activa un bucle peligroso que, en mi caso, es mejor dejar bien lejos. Está muy bien refrotarte en tu mierda caliente un poco, pero sin pasarse, que nos conocemos. Así que lo mejor en estos casos es la música. Siempre. Y más si tienes una canción favorita. De las que hablan tanto de ti que no siempre te atreves a escuchar. Porque duelen.
Recuerdo perfectamente cuando descubrí mi canción favorita. Fue una tarde de verano, antes de que Mara cayera enferma. Yo tenía once años y me había peleado con una amiga. Y ya sabemos cómo son las peleas en la preadolescencia: demoledoras y dramáticas, como si nada en el mundo pudiera superar semejante tragedia. Vamos, que me pegué media tarde llorando en la cama por una tontería hasta que Mara volvió a casa y me encontró así. Le conté lo que había pasado y me dijo: «Tengo un plan». Su plan consistió en elegir un vinilo de mi padre al azar que colocamos en el tocadiscos a todo volumen, maquillarnos, ponernos boas de plumas y tops de lentejuelas de algún disfraz olvidado y bailar por toda la casa a ritmo de un «Grandes éxitos de los 70» rayado. Nos reímos tanto que no podíamos parar de dar vueltas y más vueltas, medio disfrazadas de adultas, pintadas como puertas, abrazándonos y siendo cómplices una vez más. Entonces Wish you were here, de Pink Floyd, comenzó a sonar. Paramos de bailar porque era una canción lenta. Pero algo nos pasó con los primeros acordes pues nos quedamos boquiabiertas y nos miramos sin pestañear. Nos estábamos emocionando porque nos encantaba la melodía, la voz, todo. No entendíamos lo que decía la letra pero sí el estribillo y cuando sonó, creo que ambas pensamos en mi madre y en mi padre y las lágrimas comenzaron a rodar por nuestras mejillas sin previo aviso. Nos abrazamos, dejando estallar un dique que no sabíamos que teníamos. Nos unimos todavía más en ese abrazo que no solo era físico, porque también abrazamos a nuestros fantasmas, nuestros sentimientos, y nos dimos cuenta de que no estábamos solas: nos teníamos la una a la otra y así sería siempre. Así pensamos que sería siempre. Cuando terminó, nos echamos a reír y declaramos que esa sería nuestra canción favorita y que cada vez que sonara nos acordaríamos la una de la otra. Mara me dijo que no diera importancia a discusiones tontas con amigas que no lo son, porque ella jamás me abandonaría ni se alejaría de mí. Yo le prometí lo mismo. Pero la vida nos mintió y Wish you were here se convirtió en una canción prohibida, escondida, solo apta para días en los que ya estás hundida.
Así que hoy, uno de esos días, la pongo en el tocadiscos. En modo repetición. Hasta que me salga por las orejas. Hasta que no pueda llorarla más. Hasta que me olvide de todo lo que desearía que estuviera aquí. Mara, mi abuela, mi madre, mis ganas de escribir, mis ganas de enamorarme, mis ganas de compartir mis emociones, mis ganas de sonreír sin motivo. Wish you were here.