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SILENCIOS QUE PESAN
Los días en los que quieres hacerte un ovillo y acurrucarte en la cama sin más pretensión vital que la de convertirte en ameba suelen durarme, por suerte, veinticuatro horas. Más que nada que aunque no sea una persona de esas enérgicas o hiperactivas, tampoco soy un sauce llorón que goza del arte del victimismo encamado. Vamos, que un ratito bien, pero más me canso. Un poco de vaivén emocional de cuando en cuando para salir de la rutina tampoco viene mal, supongo. Daniel suele decir que las personas que siempre están en el mismo estado mental le aburren y le producen cierta desconfianza. Cree que el mundo está plagado de asesinos en serie detrás de grandes sonrisas.
Y hablando del rey de Roma…
—¿Quién? —respondo al portero automático con mi voz de ultratumba recién despertada un domingo. Por el vídeo portero solo veo lo que parece una caja con un logotipo que no reconozco.
—¿Ha pedido usted desayuno a domicilio? —Sonrío ante la electrónica voz que responde a través del altavoz y que reconozco al instante.
—¿Es una excusa para entrar a robarme?
—Y convertirme en tu esclavo sexual. —Reímos—. Abre, Lena, que tengo hambre.
Salivando abro y espero a que Daniel suba por el ascensor con la puerta abierta. Nada más verlo, sonrío de oreja a oreja porque me trae el desayuno a casa y porque está para morirse con su pelo rubio revuelto. Un instinto animal se apodera de mí en esos dos o tres segundos que tarda en salir del ascensor y llegar a mi puerta, en los que me tiraría sobre él y se lo haría aquí mismo, sin importarme nada ni nadie, y después le abrazaría. Muy fuerte. Mucho tiempo.
Así que sin pensarlo me echo a su cuello y le beso en la boca con todas las ganas que soy capaz de transmitir. Daniel no tarda ni un segundo en corresponderme y, con habilidad, deja la caja del desayuno encima del recibidor, para rodearme después con sus brazos y comerme la boca. Literal. Quizá sea la necesidad que tengo de él, el horrible día de ayer, la falta de cariño o yo que sé, pero me aferro a ese beso como si me desgarrara por dentro el no tener sus labios pegados contra los míos. Él se empapa de esta urgencia y me aúpa, sentándome al borde del mueble recibidor y quedando entre mis piernas, que aprieto rodeando su cintura.
—Se va a caer el desayuno. —Sonrío jadeando al ver la caja moverse del meneo de mi cuerpo.
—Que le jodan al desayuno.
Trastabillo por su pantalón para desabrocharle el botón y él se apresura a ayudarme.
—Me sobra la ropa —susurra—. La mía, la tuya… Me sobra todo; todo menos tú.
Y una recóndita parte de mí implora que no se refiera solo al sexo.
Es tan rápido y fulminante que apenas lo disfruto, porque no es el orgasmo lo que me llena. Lo que me llena son sus manos apretándome la carne, sus gemidos susurrados y solemnes, sus besos urgentes. Y el abrazo casi desesperado que le doy al terminar y al que me agarro con fuerza. No, no ha sido un ratito de sexo desenfrenado. Se ha manifestado la necesidad que ambos llevamos dentro y que poco a poco está empezando a salir.
—Buenos días —me dice con voz melosa recorriendo mi cuello con sus labios.
—Mmm. —Le rodeo con mis brazos—. Me estás malacostumbrando. Desayunos a domicilio, sexo mañanero… ¿Qué pasará cuando vuelva mi padre?
—Que treparé por tu ventana para estar contigo. —Me saca la lengua.
—Oh, qué romántico. —Río poniendo tono ñoño.
—Lerda.
Él se ríe y me abraza. Nos damos un beso corto que pienso que va a poner fin al ratito de ternura, pero… no lo hace.
—Ven aquí, joder —susurra.
Me aprieta más y entrecierra sus ojos, mirándome. No sé lo que está pensando, pero sea lo que sea decide exteriorizarlo con un beso. Uno de verdad. Me coge la cara con una mano y la cintura con la otra, y estampa sus labios y su lengua en mi boca en un beso lento y pausado, lleno de suspiros y respiraciones que no se atreven a acelerar. Uno que saboreas, que te excita, que te paraliza y solo rezas porque no termine jamás. Uno bonito, emocionado, tembloroso, como solo nos habíamos dado la primera vez que nos besamos. Urgente, necesitado y lleno de cosas que no nos atrevemos a sentir. Porque, de hecho, en cuanto noto que algo me sobrepasa, lo paro.
—Anda, vamos a degustar ese desayuno —digo, recobrando el aliento.
Daniel me mira escudriñándome con esos ojos azules saltones y, sin más, me sigue cuando voy a la cocina con la caja. No mencionamos el beso tan intenso que nos hemos dado ni durante el desayuno, ni durante el cigarrillo que después nos fumamos juntos en la terraza, ni al despedirse para irse mientras yo me quedo con el libro de mi abuela. Nada. Entre nosotros todavía hay silencios que no se llenan.
Capítulo IV. La luna de miel
A los tres días de la boda partimos a nuestra luna de miel. En aquellos años no había mucho donde elegir por las pocas posibilidades económicas, y los recién casados del pueblo solían irse o a Zaragoza o a Madrid. Sin embargo, Andrés quería que yo viera algo, aunque solo fuera una vez en mi vida. Decía que una persona no estaba completa hasta que no lo veía y se recreaba en su profundidad: el mar. Yo no lo había visto nunca, claro, así que acepté entusiasmada la idea y partimos a Barcelona, una de las ciudades más bellas que he visitado jamás.
El viaje fue muy largo y tedioso. Metidos en un tren durante interminables horas hasta llegar con una maleta a nuestro destino: la casa de una tía de Andrés. No, no había hoteles ni pensiones para nosotros. No había posibles. Pudimos costearnos el viaje porque durante la semana que estaríamos de luna de miel nos hospedaríamos en la casa de un familiar cuya hospitalidad no nos costaba dinero. Eso sí, durante nuestra estancia, yo me encargué de todas las tareas diarias de la casa incluyendo el desayuno, la limpieza, la comida, la compra y demás menesteres. La tía de Andrés trabajaba en un taller textil así que le vino muy bien nuestra visita porque, aparte de que estaba sola y así le hacíamos compañía, llegaba a casa a mesa puesta.
Pero no todo fue trabajar en la casa. Establecimos una rutina ya el primer día: nos levantábamos con Ágata, la tía de Andrés, y yo preparaba el desayuno para los tres. Después, cuando ella se iba, yo recogía y limpiaba un poco; bajaba a la tienda de abajo a comprar y hacía la comida para nosotros dos, pues Ágata no venía a comer. Tras comer y reposar los platos de cuchara que tan bien sabía hacer, tu abuelo y yo salíamos a pasear por las bellas calles de Barcelona. Vimos muchas cosas que me impresionaron. La catedral, la construcción de la Sagrada Familia, las callejuelas empedradas, las tabernas, la gente yendo y viniendo y, sobre todas las cosas, el mar. Íbamos allí cada tarde a ver la caída del sol. Paseábamos por la orilla e incluso una tarde dejé que las olas mojaran un poco mis pies. Fue una sensación tan liberadora y gratificante que me emocioné. Me dio vergüenza conmoverme delante de tu abuelo por ver la grandeza del mar infinito, pero lejos de extrañarse, él me sonrió y me dio un beso en la mejilla.
—Quiero que sonrías así siempre, mi niña.
Y eso me hacía sonreír aún más.
Por la noche regresábamos a casa de Ágata y yo hacía la cena para los tres, mientras ella nos contaba su día y hablaba de los viejos tiempos. Siempre hablaba de los viejos tiempos, anclada en una nostalgia que la asfixiaba. ¿Sabes, Lena? Ágata estaba encerrada en la melancolía de su juventud y se quejaba de que había dejado pasar la vida. Estaba soltera. Tuvo un novio con el que casi se casó, pero murió en la guerra y tras su muerte, ella se deprimió tanto que no quiso volver a saber nada del amor. Qué error tan grande ese de cerrarle la puerta a cualquier sentimiento, flor. Solo porque hayamos tenido circunstancias adversas no significa que las merezcamos y que debamos cargar con la pena siempre.
Cuando Ágata dejaba de quejarse, nos íbamos todos a dormir. Y entonces empezaba mi luna de miel. Aquellas primeras noches en Barcelona tenían una mezcla de erotismo, impaciencia, desconocimiento, inocencia y amor, mucho amor. Éramos muy silenciosos, pues no queríamos despertar a Ágata, pero ambos sabíamos que nuestras gargantas acumulaban gemidos y gritos de excitación. Aprendí muchas cosas esos días. Aprendí el sabor de los besos bien dados, la ternura de las caricias en la piel desnuda, el calor del sexo tierno y el furor desatado. Andrés iba rompiendo poco a poco todas las barreras morales que yo tenía y me hacía ver que todo lo éticamente incorrecto que me habían inculcado carecía de sentido cuando se ponía en práctica en la intimidad de un dormitorio. Y yo, poco a poco, me dejaba llevar por ese mar de sensaciones desconocidas, prohibidas y apetitosas.
Tuvimos una luna de miel feliz. Nos conocimos más de lo que habían hecho cuatro años de cortejo. Nos contamos muchas cosas de nuestra vida y muchas confidencias entre risas avergonzadas. Nos comíamos con los ojos cuando no podíamos comernos con la boca. Nos enamoramos sin remedio como bobos. Y como bobos volvimos al pueblo a empezar nuestra vida de casados.