3
El ciclo solar ya casi había tocado a su fin. El sol rojo que dominaba el día tomariiano se había hecho aún más débil y el planeta se volvía intolerablemente frío. Era el momento de comenzar la campaña de guerra.
Los prisioneros habían sido entrenados y se estaban haciendo ya los preparativos para la batalla. Los cohetes estaban preparados para su lanzamiento; las tripulaciones de apoyo en tierra estaban listas para retirarse a las más tibias viviendas subterráneas durante todo el ciclo de la estación fría tomariiana. El propósito de aquella guerra y el lugar en el que tendría lugar eran todavía un misterio para los prisioneros que, junto con sus captores tomariianos, abordaron las naves para abandonar el planeta. Spock y Julina fueron llevados a la nave capitana con Ilsa. Los demás subieron, con sus custodios tomariianos, a las otras naves que estaban preparadas para partir.
La curiosidad de Spock no podía ser reprimida; confiaba demasiado en la información para poder formular una estrategia destinada a confrontar aquella situación, como para que pudiera mantenérselo completamente desinformado durante mucho más tiempo. Ansiaba estar en el puente desde el que la begum dirigía a sus fuerzas. Obligado a permanecer en los confines de un pequeño compartimiento de la nave, el vulcaniano reflexionaba sobre los factores que conocía, y compartía sus observaciones con Julina.
—Estos tomariianos continúan siendo un enigma. Su arquitectura y cultura de otros materiales es la más elemental y desnuda que jamás haya visto. Sin embargo, en casa de Ilsa hay algunos objetos de asombrosa belleza. La copa de oro de la que está tan orgullosa está tan finamente labrada que tiene las intrincaciones de las telas de araña; y el plato que cuelga de la pared está modelado con una delicadeza de artesanía que sobrepasa cualquier trabajo de artesano que jamás haya visto. Una escultura que tiene medio oculta en un rincón presenta unas líneas tan equilibradas que abrumarían incluso al sentido vulcaniano de la estética.
Hay otras cosas que no encajan con la existencia utilitaria tomariiana. Esos objetos parecen provenir de planetas distintos, con diferentes conceptos del diseño y el material, coleccionados de una forma que parece ser aleatoria. Y no todo lo acumulado es de valor. Hay cosas que carecen completamente de él. Los tomariianos parecen no hacer distinción entre las verdaderas obras maestras del arte y los objetos turísticos que se venden en los planetas de ocio.
—Eso no tiene ningún sentido para mí, Spock. Nunca me había enfrentado con una raza o cultura como ésta en toda mi experiencia espacial.
—Tampoco yo —dijo Spock, y continuó con su análisis—.Las pieles de animales que llevan puestas los tomariianos son primitivas… No se me ocurre ninguna otra palabra que las describa mejor. Sus joyas, excepción hecha de las que son obviamente un dispositivo, como el anillo de Ilsa, varían en calidad tanto como los demás objetos que he podido examinar. Estoy convencido de que se trata de despojos de guerra, una colección de muestras recogidas por los tomariianos de muchos mundos diferentes.
—Me inclino a estar de acuerdo con usted. Pero si lo que dice es verdad, tienen una esfera de influencia mucho mayor de lo que yo había imaginado.
—Sí, y en ese contexto, las inconsistencias de la tecnología quedan explicadas —comentó él—. Los tomariianos utilizan la tecnología adquirida de sus enemigos conquistados, se llevan lo que les resulta útil. Descartan las cosas que consideran superfluas, por lo que su tecnología, al igual que sus colecciones de objetos, no sigue un sistema fijo. No son innovadores, sino carroñeros que han desarrollado sólo la tecnología suficiente como para comenzar su aventura de conquista. Cómo es de amplia su influencia, es algo que aún está por determinar; pero por lo que podemos deducir, es impresionantemente extensa.
Los tomariianos estaban ahora camino de una nueva misión, aunque el vulcaniano no sabía si se trataba de una misión de conquista o de otra clase. Pensó en los preparativos pasados: habían extraído un placer deportivo de la perspectiva de guerra, haciendo apuestas sobre los resultados.
Spock estaba seguro de que habían apostado también por la actuación de sus respectivos prisioneros. Mientras pensaba en aquello, se le aclaró la totalidad de la forma de razonar tomariiana.
—Ahora comprendo cuál tiene que ser nuestro papel en todo esto. Nosotros somos un muestreo de prueba. Nuestro comportamiento en la batalla será indicativo del poder potencial de nuestras respectivas fuerzas militares.
—Así que fue por eso por lo que nos atacaron —dijo Julina—. No era un acto abierto destinado a iniciar un enfrentamiento. Se trataba de una brecha abierta con éxito en la seguridad del imperio, la prueba de un punto débil de nuestras defensas. Fue una prueba destinada a hacer caer víctimas en las redes tomariianas, y nosotros mordimos el señuelo. Los ataques contra la Federación y el imperio klingon fueron lo mismo.
—Ahora está a punto de tener lugar la última prueba. Será un ensayo de supervivencia; probarán nuestra tenacidad, ingenio y destreza en condiciones de batalla, Julina. Es de la mayor importancia que les demostremos a los tomariianos nuestra determinación de defender a nuestros pueblos. Resulta irónico —reflexionó Spock, haciendo una mueca— que yo represente a la Federación en esta prueba. El ciudadano del planeta más partidario de la no violencia.
Miró a Julina, que había estado insólitamente callada durante el viaje. Ella había abrigado la esperanza de aprovechar la batalla que se avecinaba para reunir a su grupo y huir, pero esa oportunidad nunca se le presentaría. Los que viajaban en las otras naves serían destinados a otro sitio; evidentemente, las fuerzas no se reunirían en una sola batalla. Eran cuatro los grupos atacantes que habían salido del planeta, cada uno a un planeta diferente, cada uno con una misión distinta.
Los preparativos de última hora estaban siendo llevados a cabo; se convocó una sesión final.
—Se nos ha asignado una tarea noble —proclamó Ilsa ante las fuerzas reunidas—. Nuestro deber exige que acabemos con la insurrección de las fuerzas tomariianas en este planeta. Se trata de la misión final. Tomariianos luchando contra tomariianos, una batalla entre fuerzas que disfrutan por igual de las artes y los riesgos de la batalla.
Spock podía ver que los tomariianos se lamían literalmente los labios con expectación.
Dado que se estaba planificando la estrategia de batalla, Spock y Julina habían sido llevados a la sala de reunión para darles instrucciones. A Spock le entregaron una lanza larga que llevaba atada una bandera. Advirtió que los tomariianos llevaban lanzas y cuchillos pero, como refuerzo, también unas armas parecidas a pistolas fásicas, metidas en las fundas que les colgaban de la cintura. Era evidente que llevaban armas más avanzadas para el caso de que las más tradicionales resultaran inadecuadas. Obviamente, los tomariianos no estaban apegados a la integridad; eran perfectamente capaces de jugar sucio, si resultaba necesario.
—¿Es esta mi única arma? —le preguntó Spock al oficial al mando.
—¿Tienes miedo? —le preguntó el fornido comandante tomariiano, burlándose de lo que interpretaba como miedo por parte de Spock.
Spock alzó una ceja consternado, mientras comprobaba lo afilada que estaba la punta de la lanza.
Ilsa entró en la sala, seguida por un séquito de soldados armados. Se encaminó directamente hacia Spock, y le pasó una mano por el brazo derecho, acariciando el brazalete dorado que le había dado anteriormente. Luego le pasó una mano por la espalda en sentido descendente, sintiendo la falta de carne sobre las costillas. Él se mordió un labio, reprimiendo el dolor que le causaba aquel examen.
—Desearía que hubiera ganado más peso, Spock. Necesitará de toda su fuerza en la batalla que se avecina. No va a decepcionarme, ¿verdad?
El vulcaniano se volvió para mirar a Ilsa, aferrando con todas sus fuerzas la lanza. Su expresión de ira apenas contenida —y de dignidad— fue bastante para evitar que ella siguiera importunándolo.
Salieron de la órbita y descendieron con una sacudida abrupta, como antes. Se trataba de un ejército pequeño, pero era ciertamente el más salvaje que Spock hubiera visto jamás. El vulcaniano parecía tan primitivo como sus camaradas de armas; el brillante pelo de la piel que lo cubría destellaba al sol. Las joyas que le habían hecho ponerse estaban cuidadosamente escogidas, incluso en el caso del pendiente de la oreja derecha. Recordó cuando Ilsa le había colocado aquel pendiente; fue entonces cuando experimentó toda la potencia de aquel rayo inmovilizador que lo había sujetado mientras ella le perforaba la oreja con una enorme aguja y encajaba la brillante piedra en su sitio. Evocó el ávido interés de ella cuando examinó la sangre verde desconocida para ella. Después de ello, se había mostrado aún más intrigada con él.
Un toque en el brazo arrancó a Spock de sus pensamientos.
—Es hora de que salgamos de la nave —lo alertó Julina—. Spock, antes de que entremos en batalla, tengo que decirle algo. Tengo que contarle lo que siento. Usted tiene la capacidad de enmascarar sus sentimientos con la lógica. Mi pueblo pertenece a la misma rama que el suyo. Sé que tiene emociones, enmascaradas, pero están definitivamente presentes. Yo no he estado tan reprimida como usted durante mi educación. Siento por usted un profundo cariño. Usted tiene que darse cuenta de qué es lo que siento… Los lazos entre nosotros han ido más allá de la mera compasión de su dolor.
—Es verdad —replicó Spock—. El nexo mental ha sobrepasado ese límite. No había necesidad de palabras, Julina.
—Hay una cosa más, Spock. En caso de que usted me sobreviva, quiero asegurarme de que el imperio romulano sea advertido de la amenaza tomariiana. ¿Contactará usted con el imperio en mi nombre si falla nuestro intento de huida y yo muero? Sé que le estoy pidiendo que ayude a un enemigo de la Federación…
—Hemos formado una alianza debido a estas circunstancias especiales, Julina. Tiene mi palabra. Si puedo, informaré a su imperio del peligro. Me siento obligado a informar también a los klingon. Hemos prometido aliarnos entre nosotros durante este período de peligro para todos.
Tras una larga mirada que se cruzó entre ellos y que cimentaba lo que acababan de decirse verbalmente, Spock cogió la lanza y ambos se prepararon para entrar en batalla.
Ilob y Scott alcanzaron una relación que estaba mucho más próxima a la amistad de lo que podía esperarse entre un prisionero y su captor. El general tomariiano encargado del complejo de lanzamiento halló un espíritu afín en el ingeniero. En otras circunstancias, Scott podría haberlo llamado amigo. A pesar de todo, la relación que mantenían era amistosa, y la vida de Scott no era del todo desagradable.
Para Scott, el principal inconveniente, una vez que se hubo acostumbrado a la incomodidad del frío tomariiano, era la falta de bebidas alcohólicas. El licor, un producto derivado de los vegetales, era desconocido. El emprendedor escocés recicló algunas piezas metálicas del complejo de lanzamiento, y en tiempo digno de una marca galáctica había destilado un licor de un vegetal parecido al diente de león, que reanimaba de manera formidable. Se fabricó un recipiente para su uso personal con la vejiga de un animal que se colgó de la cintura mediante una correa de cuero. Ilob pensó que la diversión de su prisionero era interesante aunque no peligrosa, y permitió que Scott continuara recogiendo plantas e hiciera funcionar su alambique.
No pasó mucho tiempo antes de que el tomariiano, con la afición que sentía su raza por las imitaciones, estuviera compartiendo el licor casero de Scott. Dado que se había convertido en el compañero de bebida de Scott, a Ilob cada vez le resultaba más difícil pensar en el escocés como en su prisionero.
Scott incluso había ayudado en el lanzamiento de las fuerzas de ataque, antes de que se le pidiera que abordara la última nave. A diferencia de Spock, a Scott no sólo se le permitió el acceso a la sala de control, sino que también ayudó a dirigir las operaciones. Una vez más se maravilló por la falta de tecnología avanzada en los despegues, pero quedó impresionado por la sofisticación de los mecanismos una vez que la nave estuvo en vuelo.
Independientemente, él había llegado a la misma conclusión que Spock: la tecnología era de otros. Estaba claro que los tomariianos no comprendían plenamente los principios que hacían funcionar sus naves. Llegó a la conclusión de que tenían que disponer de una tripulación de apoyo que tuviera más conocimientos en otro lugar; y en parte tenía razón. Cuando las naves necesitaran reparaciones, los ingeniosos tomariianos traerían a los auténticos inventores de aquellas máquinas para que se encargaran del mantenimiento. No era un sistema eficiente, pero eso no parecía preocuparles. Siempre que las cosas funcionaran, no se preocupaban por los detalles de procedimiento.
Ilob, además de sus deberes como jefe del complejo de lanzamiento, había sido destinado a una misión de batalla. Debía capturar el pequeño planeta de Paxas, que se hallaba en la frontera del cuadrante más cercano a los dominios klingon. El planeta era estratégicamente importante, pero no tenía ningún otro interés para los tomariianos. Junto con la nave capitana Illan, así llamada por el sol de Tomarii, Ilob tenía una flota de otras dos naves. En cada una de esas naves del convoy de Ilob, estaba uno de los cautivos romulanos con los tomariianos que habían sido responsables de su entrenamiento.
Bajaron a la superficie del planeta en una región aislada, y desembarcaron. A Scott le entregaron una lanza que llevaba atada una bandera; además, Ilob le puso un cinturón a Scott del que pendían un cuchillo y un arma parecida a una pistola fásica, ambas en sus fundas.
—Montgomery —dijo el general con voz tronante—, tú me caes bien. No debería entregarte estas armas, pero quiero darte una oportunidad en la lucha. No deseo que te maten. Nos parecemos muchísimo, tú y yo.
—Sí —reconoció Scott—, muchísimo. No tenemos por qué ser enemigos, Ilob. La Federación estará dispuesta a discutir un tratado con Tomarii.
—Puede que eso sea cierto, Montgomery —concedió el general—. Comprendo eso, pero conozco a mi pueblo. No hay posibilidad alguna de trato. Estamos decididos a conquistar y luchar. Esa es nuestra forma de hacer las cosas.
—¿A pesar de que pueda existir otra forma?
El escocés se apoyó en la lanza, sin esperar realmente una réplica por parte de Ilob. Pero, como oficial de la Flota Estelar, estaba obligado por su honor a intentar llegar hasta el tomariiano, a pesar de la evidente futilidad de intentar salvar el abismo de valores culturales.
Scott observó a los grupos de avance que se les aproximaban, procedentes de las otras naves. Cada uno era precedido por un romulano, vestido con pieles al igual que él, y con una lanza en la punta de la cual ondeaba una bandera de batalla. Se celebró una breve reunión de ataque de última hora, y las tropas se desplegaron.
El primer momento de ataque cogió a las gentes de Paxas por sorpresa. El pequeño asentamiento que estaba directamente en el camino de avance de las fuerzas tomariianas fue completamente arrasado. A Scott le pareció que el enemigo no estaba en lo más mínimo preparado para el ataque. Los residentes del planeta parecían ser sencillos granjeros que disponían de un rústico potencial armamentístico. Fue una victoria demasiado fácil para los guerreros tomariianos, amantes de la violencia. Con el éxito fácil en sus manos, los soldados de Ilob disfrutaron inmensamente del pillaje. Al día siguiente planeaban atacar una importante ciudad del continente en el que habían aterrizado. Lo celebraron durante toda la noche al estilo tomariiano, comiendo y apostando los despojos en sus juegos.
El hecho de llevar la bandera de batalla puso a Scott en la vanguardia durante la batalla del día siguiente. Estaba asqueado por lo sanguinarios que se mostraban los soldados tomariianos. Todavía más inquietante y repulsivo era el darse cuenta de que los tomariianos heridos no eran atendidos por nadie, y que en la compañía no había ningún tipo de personal médico. Los heridos de gravedad eran despachados casi como los propios enemigos, sin apenas una segunda mirada.
De pronto, las tornas de la batalla se volvieron. Los paxanos avanzaron en gran número con unas armas parecidas a pistolas fásicas. Las fuerzas tomariianas fueron detenidas, y luego perseguidas en retirada total.
Scott dejó caer la lanza que llevaba con la bandera, y se preparó para defenderse con el arma tipo pistola fásica. Los dos romulanos se hallaban detrás de él, dispuestos a batallar con las lanzas. El subcomandante Placus era el que más cerca estaba de Scott cuando las defensas paxanas alcanzaron a los invasores que se retiraban. Los tomariianos dejaron caer sus lanzas y cuchillos inútiles, y comenzaron a utilizar las más sofisticadas armas de refuerzo.
Scott empujó a Placus, que estaba insuficientemente armado, detrás de sí. Ambos observaron con impotencia cómo caía Delus. Ilob abrió la marcha de la última carrera hasta la escotilla, y condujo a sus hombres de vuelta a la seguridad de la nave. Scott sintió un punzante dolor en el hombro derecho en el momento en el que trasponía la escotilla. Recobró el conocimiento dentro de la nave, con un preocupado Placus a su lado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el mareado escocés, intentando levantarse.
—Le acertó uno de los dardos paxanos.
—¿Qué utilizaron? Me siento aturdido.
—Renunció a su intento de levantarse cuando lo invadió una ola de náusea. Placus meneó la cabeza.
—No puedo ver nada más que una pequeña herida en su hombro. El dardo continúa clavado.
—Sí —gimió Scott—, y haciéndome sentir como a la mañana siguiente de una juerga. Tiene que extraérmelo. ¿Puede hacerlo?
El romulano parecía no dar crédito a lo que oía.
—Sin duda, los tomariianos tendrán un médico que pueda extraer el objeto.
—Lo dudo —replicó Scott—. ¿No se ha dado cuenta? No atienden a los heridos. Los que pueden se las arreglan solos. A los otros los dejan morir, o los matan… —en ese punto volvió a perder el conocimiento.
El romulano nunca había tenido que atender a un camarada caído. Bajó los ojos y contempló fijamente al humano herido; la mancha roja del hombro de Scott lo acobardaba. Cuando Scott recobró el conocimiento, alentó a Placus para que corriera el riesgo de extraerle el dardo.
—Bueno, muchacho, estaré igualmente en problemas, tanto si intenta sacarme esa cosa como si no. Está haciéndome sentir muy raro. No sé cuánto tiempo podré permanecer en estado de vigilia para ayudarlo.
Finalmente, convencido de la necesidad, Placus sacó el cuchillo que llevaba colgado del cinturón.
—Parece que nuestros captores piensan que no podemos hacerles daño. Me han permitido conservar este cuchillo.
—Sí, el rayo inmovilizador es muy eficaz, pero… —Scott se interrumpió; se le revolvía el estómago—. Será mejor que me quites ese dardo, muchacho.
—Nunca he tenido que hacer esto antes, Scott. Ni siquiera a un romulano. No tengo ni idea de cómo puede reaccionar un ser humano. No tenemos ningún antiséptico ni nada que pueda reducir el dolor. Soy un buen soldado, pero no soy un carnicero.
—Yo tengo un remedio para ambas cosas, Placus. En la bolsa que cuelga de mi cinturón. Es desperdiciar un buen licor el echarlo por la parte de fuera del cuerpo, pero es necesario. Déme un sorbo antes de utilizar el resto. Eso es, buen muchacho.
Placus cogió el pellejo del cinturón de Scott y se lo dio; el escocés tomó un buen trago. El alcohol, combinado con el efecto del dardo, hizo que todo le diera vueltas.
—Muy bien, muchacho, ahora el hombro —barboteó valientemente Scott, preparándose para la extracción del dardo.
Placus abrió un tajo en el hombro de Scott, haciendo muecas de dolor al cortar el área sensible. Scott contuvo la respiración, intentando no moverse. El romulano sondeó el área buscando el objeto foráneo sin ningún éxito. Apretó los dientes mientras sondeaba más adentro; afortunadamente, Scott se desmayó.
El pequeño dardo estaba alojado profundamente en el músculo, por debajo del omóplato. Al extraerlo, Placus reparó en su peculiar estructura cristalina. Parecía tener vida propia; vibraba en la mano de Placus, transmitiéndole las mismas sensaciones que Scott había experimentado cuando lo tenía alojado en su cuerpo. Placus envolvió el insólito cristal en un trozo de tela y se lo metió en el cinturón. Luego se dispuso a vendar la bostezante herida causada por su torpe incisión, utilizando un trozo de piel que había cortado de sus atuendos y embebido en alcohol.
Pasaron horas antes de que Scott recobrara el conocimiento. Le dedicó una cansada sonrisa al romulano que no se había movido del lugar que ocupaba junto a él, y susurró un sencillo «gracias». Placus, satisfecho de que Scott se hubiera recuperado, se tendió junto al ya dormido escocés y compartió su calor en el frío de la nave tomariiana.