10. Fuga

Por su aspecto, no inspiraba mucho miedo. Parecía un perfecto mayor normal y corriente, con el cabello gris y las manos arrugadas, como los abuelos de Tally. Su rostro mostraba las señales típicas de los tratamientos que prolongaban la vida, visibles en las arrugas de la piel alrededor de los ojos y en las venas de las manos.

Pero Tally no lo veía sereno ni sabio, como siempre le había parecido la gente mayor antes de convertirse en una especial, sino simplemente viejo. Y, de repente, fue consciente de que podría tumbarlo de un golpe sin miramientos si la situación lo requería.

Lo que la puso nerviosa fueron las tres pequeñas aerocámaras que flotaban sobre la cabeza del anciano, haciéndole sombra mientras el individuo se encaminaba hacia una de las estanterías sin percatarse de la presencia de Tally.

Al llegar a su destino, el hombre alargó la mano para coger algo que había en un estante inferior, y las cámaras cambiaron rápidamente de posición en el aire para acercarse al objeto, como un público que siguiera absorto todos y cada uno de los movimientos de un mago, con los ojos clavados en todo momento en sus manos. El viejo iba a lo suyo sin prestar atención a las cámaras, como si estuviera acostumbrado a su presencia.

Pues claro, pensó Tally. Las aerocámaras formaban parte del sistema de seguridad del edificio, pero no buscaban intrusos. Estaban pensadas para vigilar a los empleados y asegurarse de que nadie salía de allí con una de aquellas armas espantosas del pasado. Las cámaras se deslizaban con suavidad sobre la cabeza del anciano, captando todo lo que hacía aquel historiador —o conservador del museo, o lo que fuera— en el arsenal.

Tally se tranquilizó un poco. Un viejo lumbrera que a su vez se hallaba bajo vigilancia le resultaba mucho menos amenazador que el pelotón de especiales con el que temía encontrarse.

A Tally se le revolvió un poco el estómago al ver la delicadeza y el cuidado con que el hombre manejaba aquellos objetos, como si fueran valiosas obras de arte en lugar de máquinas de matar.

De repente, el anciano se quedó parado con el entrecejo fruncido. Consultó la pantalla reluciente de un miniportátil que llevaba en la mano y comenzó a mirar los objetos uno a uno.

Se había dado cuenta de que faltaba algo.

Tally se preguntó si sería el rifle que ocultaba a su espalda. Pero no podía ser, pues Shay lo había sacado de la otra punta del museo.

Pero al ver que el hombre cogía la mascarilla con filtro de protección contra una guerra biológica, Tally tragó saliva, pues cayó en la cuenta de que no la había dejado en su sitio.

El anciano recorrió entonces poco a poco la estancia con la mirada.

Sin saber cómo, Tally pasó desapercibida ante sus ojos, metida en aquel rincón. El traje de infiltración debía de haber fundido su silueta con el fondo oscuro de la pared, como si fuera un insecto entre las ramas de un árbol.

El hombre llevó la mascarilla hasta el lugar donde estaba oculta Shay, cuyo rostro quedó a tan solo unos centímetros de sus rodillas. Tally estaba convencida de que el empleado del museo detectaría todos los objetos que ella había tomado prestados. Pero, tras reponer la mascarilla en su sitio, el viejo dio media vuelta, asintiendo con cara de satisfacción.

Tally dejó escapar un largo suspiro de alivio. Pero, de repente, vio que una de las cámaras la miraba. El aparato estaba levitando sobre la cabeza del anciano, pero su pequeño objetivo había dejado de seguir sus movimientos. Puede que fueran imaginaciones suyas, pero Tally veía que apuntaba directamente hacia ella, enfocándola poco a poco.

El hombre regresó al punto de partida, pero la cámara se quedó donde estaba, centrando su atención en Tally, alrededor de la cual revoloteaba como un colibrí indeciso ante una flor. El anciano no se percató de su agitada danza, pero a Tally se le aceleró el corazón y se le nubló la vista mientras trataba por todos los medios de contener la respiración.

La cámara se acercó aún más, y ante el paso fugaz de su objetivo Tally vio que la silueta de Shay cambiaba de posición rápidamente. Al parecer, ella también había visto la pequeña cámara; la cosa se complicaba por momentos.

Tally permanecía en el punto de mira de la cámara, que seguía moviéndose con vacilación. ¿Sería lo bastante inteligente como para detectar los trajes de infiltración? ¿O simplemente la vería como una mancha en su objetivo?

Por lo visto, Shay no estaba dispuesta a esperar para averiguarlo. Tras mimetizarse con el negro reluciente de una armadura, salió sigilosamente de su escondite y, señalando la cámara, se pasó un dedo por el cuello.

Tally sabía lo que tenía que hacer.

Con un único movimiento, se sacó el rifle de detrás de la espalda y asestó con él un golpe seco a la aerocámara, que salió disparada hacia el otro extremo del museo, pasando por delante de la cara de asombro del anciano para acabar estrellándose contra la pared y cayendo al suelo, ya sin vida.

Una alarma estridente llenó la estancia en el acto.

Shay se puso en movimiento como un resorte, lanzándose hacia la escalera. Tally salió de su rincón y la siguió, haciendo caso omiso de los gritos del anciano estupefacto. Pero, justo en el momento en que Shay se disponía a bajar por la escalera de un salto, se oyó un ruido metálico, como si algo se cerrara de golpe. Shay salió rebotada hacia atrás con un sonido hueco mientras su traje de infiltración pasaba por una secuencia aleatoria de colores a causa del impacto.

Tally recorrió el museo con la mirada en busca de una salida alternativa, pero no vio ninguna.

Una de las dos aerocámaras que quedaban intactas fue directa hacia ella con un zumbido, y Tally la destrozó, valiéndose de nuevo de la culata del rifle para propinarle un golpe. Acto seguido, se volvió hacia la otra aerocámara, pero esta salió disparada hasta un rincón del techo, como una mosca nerviosa en un intento por no morir de un manotazo.

—¿Qué hacéis aquí? —gritó el anciano.

Sin prestarle atención, Shay señaló la aerocámara con el dedo.

—¡Cárgatela! —ordenó, con una voz distorsionada por la máscara del traje de infiltración, y volvió hacia las estanterías para mezclarse entre ellas lo más rápido que pudo.

Tally agarró el objeto más contundente que encontró, una especie de martillo mecánico, y apuntó con él a la cámara, que no paraba de revolotear de un lado a otro presa del pánico, haciendo girar el objetivo a diestra y siniestra en un intento por no perderla de vista ni a ella ni a Shay. Tally se detuvo a observar por un momento la secuencia de movimientos de la cámara, respirando hondo mientras hacía rápidos cálculos mentales…

En un momento dado, esperó a que el objetivo desviara su atención hacia Shay para darle.

El martillo golpeó la cámara justo en el centro, y el aparato cayó al suelo, chisporroteando como un ave moribunda. El anciano se apartó de ella de un respingo, como si una aerocámara malherida fuera lo más peligroso que podía haber en aquel museo de los horrores.

—¡Cuidado! —gritó—. ¿Es que no sabéis dónde estáis? ¡Este lugar es mortífero!

—No me diga —repuso Tally, bajando el rifle.

¿Sería aquella arma lo bastante potente como para atravesar el metal? Tally apuntó a la cubierta que había tapado la escalera, se preparó y apretó el gatillo…

Se oyó un chasquido.

Cabeza de burbuja, pensó. Quién iba a dejar un fusil cargado en un museo. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que la escalera volviera a quedar al descubierto y apareciera ante ella una de aquellas máquinas diabólicas que habían visto en la entrada, ya totalmente despierta y preparada para matar.

Shay se arrodilló en medio del museo, sosteniendo entre las manos un frasco de cerámica, que dejó en el suelo para arrebatarle el rifle a Tally y levantarlo sobre su cabeza.

—¡No! —exclamó el anciano mientras la culata del rifle cortaba el aire antes de golpear el frasco con un ruido sordo.

Shay volvió a alzar el arma para asestarle otro golpe.

—¿Estás loca? —gritó el hombre—. ¿Sabes lo que es eso?

—Pues sí —respondió Shay, con una risita de suficiencia que llegó hasta los oídos de Tally.

El frasco estaba emitiendo pitidos y la lucecita roja que llevaba incorporada se puso a parpadear con intensidad.

El anciano se apartó de ella y comenzó a trepar por las estanterías que tenía a su espalda, tirando al suelo armas antiguas para tener espacio donde agarrarse.

Tally se volvió hacia Shay, recordando que no podía mencionar su nombre en alto.

—¿Y este por qué se sube por las paredes?

Shay no respondió, pero, con el segundo golpe que dio con el rifle, Tally halló la respuesta.

El frasco se rompió y de su interior salió un líquido plateado que se extendió por el suelo en numerosos regueros, adoptando la apariencia de una araña de cien patas que despertara tras un largo reposo.

Shay se apartó del líquido de un salto, y Tally retrocedió unos pasos sin poder despegar la mirada de aquella imagen cautivadora.

El perfecto mayor bajó la vista al suelo y dejó escapar un grito de espanto.

—Pero ¿cómo lo has dejado salir? ¿Has perdido la cabeza?

El líquido comenzó a chisporrotear, y el olor a plástico quemado llenó la sala.

La alarma cambió de tono, y en una esquina del museo de repente se abrió una puerta diminuta, por donde entraron dos pequeños aviones robot. Shay se abalanzó sobre ellos y estrelló uno contra la pared de un culatazo. El segundo consiguió esquivarla y roció el líquido plateado con una espuma negra.

Shay interrumpió en seco la actividad del avión con otro golpe certero, y de un brinco pasó por encima de la araña plateada, que crecía por momentos en el suelo.

—Prepárate para saltar.

—¿Saltar adónde?

—Abajo.

Tally volvió a mirar al suelo y, para su sorpresa, vio que el líquido derramado estaba hundiéndose. La araña plateada estaba atravesando las baldosas del suelo.

Pese a la protección que le brindaba el traje de infiltración, notó el calor de las potentes reacciones químicas que estaban teniendo lugar a sus pies. El olor a plástico quemado y cerámica carbonizada se había vuelto asfixiante.

Tally dio otro paso atrás.

—¿Qué es eso?

—Es hambre, en forma de nanos. Se lo come casi todo, y se reproduce por sí solo.

Tally retrocedió un paso más.

—¿Y qué lo detiene?

—¿Tengo cara de historiadora? —Shay se frotó los pies con un trozo de baldosa impregnado de espuma negra—. Esto ayuda a frenarlo. Quienquiera que dirija este lugar, seguro que tiene un plan de emergencia.

Tally miró al anciano, que estaba encaramado en lo alto del estante más cercano al techo, con los ojos desorbitados por el miedo, y confió en que dicho plan no consistiera únicamente en trepar por las paredes presa del pánico.

El suelo se resquebrajó con un crujido y el centro de la araña plateada se precipitó al vacío. Tally observó la escena boquiabierta, cayendo en la cuenta de que los nanos habían perforado el suelo en menos de un minuto. Aún se veían pequeños regueros que se extendían en todas direcciones, con una avidez insaciable.

—Venga, vamos abajo —gritó Shay, que se acercó con cautela al borde del agujero para asomarse a él antes de lanzarse al vacío como una flecha.

Tally avanzó un paso.

—¡Esperadme! —exclamó el anciano—. ¡No me dejéis aquí!

Tally miró atrás y vio que uno de los regueros había trepado por el estante al que estaba aferrado el hombre, y estaba extendiéndose rápidamente por el revoltijo de armas y utensilios antiguos.

Tally dejó escapar un suspiro y, subiéndose de un salto al estante que el anciano tenía al lado, le susurró al oído:

—Voy a salvarle. Pero, si me la juega, ¡lo echaré de comer a esa cosa!

La distorsión de la voz que ocultaba su identidad convirtió aquellas palabras en un bramido monstruoso, y el hombre se limitó a gimotear. Tally le arrancó los dedos del estante, se lo cargó a los hombros y saltó a una zona del suelo del museo donde aún no había llegado el líquido.

La sala se había llenado de humo, y el anciano comenzó a toser fuerte. Hacía tanto calor como en una sauna, y Tally se notó empapada dentro del traje de infiltración, una sensación que le sorprendió, pues era la primera vez que sudaba desde que era especial.

De repente, se desplomó otro trozo del suelo con gran estrépito, dejando un hueco por donde se veía el espacio que había abajo. El campo de fútbol lleno de máquinas estaba surcado de regueros plateados, y uno de los enormes vehículos se hallaba ya medio devorado.

El arsenal comenzó a luchar en serio contra los ávidos nanos, con la presencia de una legión de pequeñas aeronaves que se empleaban a fondo en pulverizarlos con espuma negra. Shay iba saltando de máquina en máquina para destrozarlas con el rifle y contribuir así a que el líquido se extendiera con más facilidad.

Era una larga caída, pero Tally no tenía otra opción. Los estantes habían comenzado a inclinarse a medida que los nanos los devoraban por la base.

Tally respiró hondo y saltó por el hueco cargada con el anciano, que gritó durante toda la caída. Al aterrizar sobre una de las máquinas, soltó un gruñido por el peso del hombre, y bajó a una zona del suelo que se mantenía intacta. El líquido plateado se hallaba cerca, pero Tally consiguió esquivarlo hasta quedarse parada en un lugar seguro, mientras sus zapatos de suela adherente chirriaban como ratones aterrorizados.

Shay hizo una pausa en su lucha contra los aviones pulverizadores para señalar algo sobre la cabeza de Tally.

—¡Cuidado!

Antes de que Tally tuviera tiempo de mirar hacia arriba, oyó que se producía otro derrumbamiento, y se apartó de un salto para evitar los regueros plateados y el contacto con aquella espuma negra de aspecto resbaladizo. Era como jugar a la rayuela, pero con consecuencias mortales si cometía una equivocación.

Mientras se dirigía a la otra punta de la nave, oyó cómo se desplomaban más trozos del techo a su espalda. El contenido de los estantes del museo cayó en cascada sobre las máquinas de construcción, dos de las cuales se habían convertido en una masa plateada en ebullición, que los aviones pulverizadores trataban de cubrir con espuma negra.

Tally descargó al anciano en un montón que había en el suelo y miró al techo. Allí arriba no quedaba ya ni rastro del museo, y el líquido corrosivo seguía extendiéndose por las paredes. ¿Acaso engulliría el edificio entero?

Tal vez fuera aquel el plan de Shay. La espuma parecía estar funcionando, pero Shay iba saltando de un lugar seguro a otro entre risas, mientras intentaba golpear los aviones pulverizadores con el rifle para impedirles que consiguieran tener el brote bajo control.

La alarma volvió a cambiar de tono, pasando a emitir una señal de evacuación, una idea que a Tally le pareció de lo más acertada.

—¿Cómo podemos salir de aquí? —preguntó, volviéndose hacia el anciano.

El hombre tosió tapándose la boca. El humo estaba llenando incluso el enorme almacén de máquinas.

—Con los trenes.

—¿Los trenes?

—Subterráneos —aclaró el hombre, señalando hacia abajo—. Que van bajo tierra. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí, si no? Y a todo esto, ¿quiénes sois?

Tally dejó escapar un quejido. ¿Trenes subterráneos? Sus tablas estaban en el tejado, pero la única forma de salir por arriba era a través del apartadero de aeronaves, lleno de máquinas mortíferas que a aquellas alturas ya debían de haber despertado de su letargo…

Estaban atrapados.

De repente, uno de aquellos vehículos gigantes cobró vida. Parecía una vieja máquina agrícola, y las afiladas varillas trilladoras que llevaba acopladas a la parte delantera comenzaron a dar vueltas poco a poco. El vehículo intentaba avanzar a toda costa, tratando de salir del limitado espacio en el que estaba aparcado.

—¡Jefa! —exclamó Tally—. ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Antes de que Shay pudiera contestar, el edificio entero retumbó. Una de las máquinas de construcción, engullida por completo por el líquido plateado, había comenzado a hundirse en el pavimento.

—Cuidado con el suelo —advirtió Tally en un susurro.

—¡Por aquí! —gritó Shay, con un tono de voz apenas audible en medio de todo aquel alboroto.

Tally se volvió para coger al anciano.

—¡No me toques! —gritó el hombre—. ¡Si os apartáis de mí, me salvarán!

Tally se detuvo y vio entonces que dos pequeños aviones pulverizadores planeaban sobre su cabeza con afán protector.

Tally salió corriendo hacia la otra punta de la nave, confiando en que el suelo no se desplomara de un momento a otro. Shay estaba esperándola, blandiendo el rifle en el aire para proteger una red creciente de regueros plateados que se extendía por la pared.

—Podemos pasar por aquí, y atravesar la pared que haya al otro lado. Así, tarde o temprano, llegaremos al exterior, ¿no?

—Claro… —respondió Tally—. A menos que esa cosa nos haga trizas.

La máquina agrícola seguía intentando salir del lugar donde estaba encajonada. Mientras ambas observaban la escena, un bulldozer situado junto a la trilladora se puso en marcha y comenzó a avanzar. El otro vehículo, de mayor tamaño, consiguió abrirse paso entre el resto y echó a rodar hacia ellas.

Shay volvió la vista hacia la pared.

—¡Ya casi es lo bastante grande!

El agujero se ensanchaba por momentos, con sus bordes plateados al rojo vivo. Shay sacó algo de uno de los bolsillos del traje de infiltración y lo lanzó por la abertura.

—¡Agáchate!

—¿Qué era eso? —gritó Tally, agazapándose.

—Una vieja granada. Espero que aún…

Al otro lado del agujero se produjo un resplandor y un estruendo ensordecedor.

—… funcione. ¡Vamos! —Shay corrió unos pasos hacia la pesada máquina agrícola, se detuvo con un derrape y se volvió de cara al agujero.

—Pero aún no es lo bastante grande —repuso Tally.

Desoyendo sus palabras, Shay se lanzó por el agujero. Tally tragó saliva. Si le había caído una gota de aquel líquido plateado…

¿Y se suponía que tenía que seguir su ejemplo?

El estruendo de la máquina agrícola le recordó que no tenía muchas opciones. Había logrado sortear los vehículos infectados que estaban a punto de hundirse, y ahora circulaba en un espacio abierto, ganando velocidad segundo a segundo. Una de las ruedas se veía ribeteada por un hilo plateado, pero no acabaría corroída hasta muchos minutos después de haber aplastado a Tally.

Retrocediendo dos pasos, Tally juntó las palmas de las manos como si fuera a zambullirse en el agua y se lanzó por el agujero.

Ya en el otro lado, rodó por el suelo hasta detenerse y se puso de pie de un salto. El pavimento tembló al golpear la máquina agrícola contra la pared, y de repente el agujero incandescente que Tally tenía a su espalda se hizo mucho más grande.

A través de él vio que el enorme vehículo daba marcha atrás, preparándose para una nueva embestida.

—Vamos —dijo Shay—. Ese monstruo llegará aquí en un santiamén.

—Pero es que… —Tally se retorció para mirarse la espalda, los hombros y la suela de los zapatos.

—Tranquila, que no tienes ningún pegote por ninguna parte. Ni yo tampoco.

Shay hundió el cañón del rifle en una gota de líquido plateado y luego cogió a Tally para arrastrarla hasta la otra punta de la sala. El suelo estaba cubierto de restos carbonizados de espuma pulverizada y de pequeños aviones de seguridad destruidos por la granada de Shay.

—El edificio no puede ser mucho más grande —observó Shay al llegar a la pared opuesta y, apoyando en ella el rifle medio corroído, añadió—: Por lo menos, eso espero.

Un pegote plateado estaba adherido a la pared y comenzaba ya a extenderse…

El suelo volvió a temblar con un gran estruendo, y Tally se volvió para ver cómo la parte delantera de la trilladora se retiraba del agujero, que ahora se veía mucho más ancho, lo suficiente como para traspasarlo de pie. Entre el líquido corrosivo y las acometidas del enorme vehículo, la pared no iba a aguantar mucho más.

La máquina agrícola estaba ya totalmente infectada, con hilos relucientes que se extendían por las varillas trilladoras como luces en espiral. Tally se preguntó si quedaría destruida antes de que pudiera abrirse paso hasta allí a golpes. Pero un par de aviones pulverizadores aparecieron de repente y comenzaron a rociarla con espuma negra.

—Este lugar se ha propuesto acabar con nosotras, ¿eh? —dijo Tally.

—Eso parece —dijo Shay—. Claro que siempre puedes intentar rendirte, si quieres.

—Hummm. —El suelo tembló de nuevo, y Tally vio desplomarse otra parte de la pared. El agujero era casi lo bastante grande como para que la enorme máquina pudiera pasar por él—. ¿Tienes más granadas?

—Sí, pero las tengo de reserva.

—¿Y se puede saber para qué?

—Para esto.

Tally se volvió hacia la telaraña plateada que no paraba de extenderse, en el centro de la cual apareció el firmamento, y vio las luces de cruce de unas aeronaves en el exterior.

—Estamos acabadas —dijo en voz baja.

—Aún no.

Shay pegó una granada a los nanos plateados y, parándose un momento a ver cómo se esparcían, la lanzó por el hueco como si de un bolo se tratara y tiró de Tally hacia abajo.

El estruendo de una explosión les destrozó los tímpanos.

Al otro lado de la sala la trilladora arremetió una vez más contra la pared, que se desplomó por completo en una lluvia de escombros plateados. La máquina comenzó a rodar poco a poco hacia delante, avanzando a duras penas con las ruedas medio corroídas cubiertas de espuma negra y de un plateado reluciente.

A través del hueco que tenía a su espalda, Tally vio las siluetas de más aeronaves de las que podía contar.

—¡Si salimos ahí fuera, nos matarán! —dijo Tally.

—¡Agáchate! —le espetó Shay—. Ese líquido podría darle a una hélice elevadora en cualquier momento.

—¿Darle a qué?

En aquel preciso instante se oyó un sonido espantoso procedente del exterior, como si las marchas de una bicicleta entraran mal. Shay volvió a tirar de Tally hacia abajo al tiempo que resonaba otra explosión. Una ráfaga de gotitas plateadas entraron por el agujero.

—¡Oh! —exclamó Tally en voz baja.

Los nanos pegados a la granada de Shay habían salido volando hasta las hélices elevadoras de una desafortunada aeronave, que al corroerse habían expulsado una lluvia mortífera, a raíz de la cual todas las máquinas que aguardaban en el exterior debían de estar ya infectadas.

—¡Llama a tu aerotabla!

Tally activó su pulsera protectora. Shay se preparó para saltar, sorteando las gotitas plateadas que iban diseminándose por la sala. Avanzó tres pasos con cuidado y se lanzó por el agujero.

Tally retrocedió un paso para apartarse del agujero; era todo el margen de movimiento que tenía. La pesada trilladora se hallaba tan cerca que Tally podía notar el calor que desprendía a medida que se desintegraba.

Respiró hondo y se lanzó por la brecha…