9. El arsenal
—Lo de peligroso no lo decías en broma, ¿verdad, jefa?
Shay soltó una risita.
—¿Ya te echas atrás, Tally-wa?
—De eso nada —musitó Tally. El corte en la mano la había dejado rebosante de una energía que necesitaba liberar urgentemente.
—Buena chica —dijo Shay, dedicándole una amplia sonrisa mientras atravesaba la hierba alta. Llevaban las antenas de piel apagadas para que los registros de la ciudad no desvelaran que habían estado allí aquella noche, y la voz de Shay sonaba metálica y lejana—. Zane se llevará unos puntos megachispeantes si creen que ha sido él quien ha tramado esto.
—Desde luego —susurró Tally, contemplando el imponente edificio que se alzaba ante ellas.
Cuando Tally era pequeña, los imperfectos más mayores bromeaban en ocasiones con la idea de colarse en el arnesal. Pero nadie había sido nunca tan insensato como para intentarlo.
Tally recordaba todas las historias que se contaban al respecto. El arsenal albergaba todo el equipo y la maquinaria registrados que poseía la ciudad, desde pistolas hasta vehículos blindados, desde utensilios de espionaje antiguos hasta inventos fruto de la tecnología más avanzada, e incluso armas estratégicas capaces de borrar del mapa una ciudad entera. El acceso a su interior estaba restringido a un selecto grupo de personas, y la mayor parte de los sistemas de seguridad eran automáticos.
Se trataba de una construcción sin ventanas que se veía sumida en la oscuridad y rodeada por un campo abierto de gran extensión, delimitado con las luces rojas intermitentes propias de una zona de exclusión aérea. El recinto se hallaba cercado con sensores, y cuatro autocañones custodiaban cada uno de los flancos del arsenal, como una medida de protección extrema en el caso inimaginable de que estallara una guerra entre distintas ciudades.
Aquel lugar no estaba concebido para disuadir a los intrusos de que entraran en el arsenal. Estaba concebido para matarlos.
—¿Preparada para un rato de diversión, Tally-wa?
Tally miró la cara de entusiasmo de Shay, y sintió que el corazón se le aceleraba.
—Siempre —respondió, cerrando la mano herida en un puño.
Volvieron arrastrándose por la hierba hasta las aerotablas, que esperaban escondidas detrás de una enorme fábrica automatizada. Mientras ascendían a su tejado, Tally se subió la cremallera de la parte delantera del traje de infiltración que llevaba puesto y notó el leve movimiento de las escamas. Sus brazos se volvieron negros y borrosos, al tiempo que las escamas se inclinaban para desviar las ondas de los radares.
—Sabrán que quienquiera que haya hecho esto contaba con un traje de infiltración, ¿no es así? —inquirió, frunciendo el entrecejo.
—Ya le he contado a la doctora Cable que la gente del Humo se hizo invisible ante nuestros ojos. Lo que significa que podrían prestarles a los rebeldes algunos juguetes.
Shay exhibió sus dientes afilados en una sonrisa fugaz antes de taparse la cabeza con la capucha de su traje y convertirse en una figura sin rostro. Tally hizo lo propio.
—¿Lista para salir disparada como una flecha? —preguntó Shay, poniéndose los guantes. Su voz se oía alterada por la máscara, y su silueta humana a duras penas se distinguía en el horizonte, con un perfil que se veía borroso dados los ángulos aleatorios que habían adoptado las escamas.
Tally tragó saliva. Al llevar la boca tapada con la capucha, notaba el aliento caliente en su cara, y tenía la sensación de estar asfixiándose.
—Cuando quieras, jefa.
Al oír que Shay chasqueaba los dedos, Tally se agachó y se puso a contar mentalmente hasta diez segundo a segundo. Las tablas comenzaron a zumbar mientras aumentaban poco a poco la carga magnética al tiempo que las hélices elevadoras giraban justo por debajo de la velocidad de despegue…
Al llegar a diez, la tabla de Tally salió disparada al aire, obligándola a ponerse de rodillas por el impulso. Las hélices rugieron mientras la elevaban hasta lo más alto, dirigiéndola hacia el arsenal en una trayectoria similar a la de un dispositivo pirotécnico. Transcurridos unos segundos se apagaron, y Tally se vio surcando el firmamento en silencio, invadida por una nueva ráfaga de entusiasmo.
Sabía que aquel plan era descabellado, pero el peligro le llenaba la mente de una claridad glacial. Y Zane también podría sentirse así en breve…
A medio camino del recorrido, Tally cogió la tabla y la acercó a su cuerpo para ocultar su superficie bajo el traje deflector de las ondas de los radares. Al mirar atrás, vio que Shay y ella estaban sobrevolando la frontera de la zona de exclusión aérea, a una altura lo bastante elevada como para escapar de los sensores de movimiento instalados en tierra. Tras lograr traspasar el perímetro del recinto sin que sonara ninguna alarma, descendieron en silencio hacia el tejado del arsenal.
Puede que al final aquella operación fuera pan comido. Hacía dos siglos que no se producía un conflicto serio entre distintas ciudades; de hecho, nadie creía realmente que la humanidad volviera a entrar en guerra. Además, los sistemas de seguridad automáticos del recinto estaban diseñados para repeler un ataque a gran escala, no la presencia de un par de intrusas que pretendían tomar prestado un pequeño utensilio.
Tally sonrió una vez más. Aquella era la primera vez que los cortadores se atrevían a jugársela a la ciudad. Era casi como si hubieran vuelto a sus días de imperfectas.
Al ver que el tejado se le venía encima, Tally sostuvo la tabla sobre su cabeza y quedó colgando de ella como si fuera un paracaídas. Segundos antes del impacto, las hélices elevadoras se pusieron en funcionamiento con gran estrépito, frenando su descenso de golpe. Tally aterrizó suavemente, resultándole la maniobra tan sencilla como bajar de una pasarela mecánica.
La tabla se detuvo, depositándose en las manos de Tally, que la bajó con cuidado hasta dejarla en el tejado. A partir de aquel instante, no podían hacer ningún ruido, y debían comunicarse únicamente por señas y por medio de los contactos de sus trajes.
A unos metros de distancia de ella, Shay le hizo un gesto de aprobación con los pulgares en alto.
Ambas se encaminaron con paso sigiloso hacia las puertas situadas en el centro de la azotea, una vía de entrada y salida de aerovehículos. Tally vio una juntura que las recorría de arriba abajo por el medio y que debía de ser por donde se abrían.
—¿Podemos cortar esto? —preguntó Tally, rozando la punta de los dedos de Shay para que los trajes transmitieran su susurro.
Shay negó con la cabeza.
—El edificio entero está hecho de aleación orbital. Si pudiéramos cortarlo, podríamos liberar a Zane por nuestros propios medios.
Tally recorrió el tejado con la mirada, pero no vio indicios de que hubiera ninguna puerta de acceso.
—Entonces supongo que seguimos tu plan.
Shay sacó su cuchillo.
—Al suelo.
Tally se tumbó en el tejado y notó cómo las escamas del traje se transformaban rápidamente para adoptar su textura.
Shay lanzó el cuchillo con fuerza y, acto seguido, se tiró al suelo. El arma salió volando por encima del borde del edificio y fue dando vueltas en medio de la oscuridad para caer sobre la hierba sembrada de sensores.
Al cabo de unos segundos se dispararon las alarmas con un sonido ensordecedor procedente de todos los flancos. La superficie metálica que tenían debajo dio una sacudida y las puertas se separaron con un quejido herrumbroso. Un tornado de polvo y suciedad surgió de la abertura al tiempo que una máquina monstruosa ascendía por el hueco.
Ocupaba poco más que un par de aerovehículos colocados uno al lado del otro, pero parecía pesada, pues eran cuatro las hélices que rugían haciendo el esfuerzo de tirar de ella para elevarla en el aire. A medida que emergía por la abertura, la máquina pareció aumentar de tamaño con un despliegue de alas y garras mediante una serie de movimientos convulsos propios de una criatura alienígena, como si se tratara del alumbramiento de un insecto metálico gigante, cuyo cuerpo protuberante se veía cubierto de armas y sensores.
Tally estaba acostumbrada a los robots; en Nueva Belleza se veían por doquier androides encargados de tareas de limpieza y jardinería. Pero aquellos autómatas tenían aspecto de juguetes afables. En cambio, el mecanismo que tenía sobre su cabeza, con aquellos movimientos agitados, aquel blindaje en negro y las palas chirriantes de sus hélices, parecía inhumano, peligroso y cruel por los cuatro costados.
Por un momento se quedó en el aire, y Tally, presa de los nervios, pensó que las había detectado, pero unos segundos más tarde las hélices giraron en un ángulo cerrado y la máquina salió disparada en la dirección en la que Shay había arrojado el cuchillo.
Tally se volvió justo a tiempo para ver a Shay colándose por las puertas de entrada y salida de aerovehículos, que aún estaban abiertas. Tally la siguió, adentrándose en la oscuridad justo cuando empezaban a cerrarse con una sacudida…
Y se vio cayendo por un hueco sin luz. Su visión de infrarrojos solo sirvió para transformar la oscuridad en un caos incomprensible de formas y colores que desfilaban ante sus ojos a un ritmo vertiginoso.
Tally intentó frenar la caída arrastrando pies y manos por el liso muro de metal, pero fue resbalando hacia debajo hasta que la punta de un pie se le quedó metida en una grieta, con lo que consiguió pararse por un momento.
Buscó a tientas un asidero, pero no encontró más que metal resbaladizo. La gravedad tiraba de ella de espaldas, y el pie trabado perdía su agarre por momentos…
Pero, al percatarse de que el hueco no era mucho más ancho de lo que ella medía, Tally lanzó los brazos por encima de su cabeza y, estirando los dedos, tocó la pared opuesta. Gracias a la adherencia de los guantes de escalada, logró detenerse, y quedó boca arriba, con los músculos en tensión.
Tenía la espalda arqueada, con el cuerpo encajado en la anchura del hueco como un naipe curvado entre dos dedos, y a causa del impacto comenzó a notar un dolor embotado en la mano herida.
Torció la cabeza a un lado y a otro, tratando de ver dónde había caído Shay.
Allí abajo no había más que oscuridad. El hueco olía a aire viciado y orín.
Tally se retorció como pudo para ver mejor. Shay tenía que estar cerca; al fin y al cabo, el hueco no podía tener una profundidad infinita, y Tally no había oído que nada se estrellara contra el fondo. Pero resultaba imposible hacerse una idea de las dimensiones que podía tener, pues a su alrededor solo veía una maraña informe de formas captadas por los infrarrojos.
Sentía cómo si su columna vertebral fuera un hueso de pollo a punto de romperse…
De repente, unos dedos le tocaron la espalda.
—Cálmate. —La voz de Shay le llegó en un susurro a través de los contactos de los trajes—. Estás haciendo ruido.
Tally suspiró. Shay se hallaba justo debajo de ella, sumida en la oscuridad, oculta por el traje de infiltración.
—Lo siento —musitó.
La mano se retiró un instante y luego volvió a tocarla.
—Vale. Déjate caer, que de aquí no me caigo.
Tally vaciló.
—Venga, miedica, que yo te cojo.
Tally respiró hondo, cerró los ojos con fuerza y se soltó. Tras un momento de caída libre, se encontró en brazos de Shay.
—Pesas lo tuyo, ¿eh, Tally-wa? —comentó Shay con una risita.
—Pero ¿dónde estás apoyada? No veo que haya nada ahí abajo.
—Prueba con esto. —Shay le envió una lámina superpuesta a través de los contactos de los trajes, y de repente todo cambió en torno a Tally. Las frecuencias de infrarrojos volvieron a equilibrarse ante sus ojos, y las siluetas que brillaban a su alrededor comenzaron a cobrar sentido poco a poco.
El hueco se veía repleto de aeronaves encajonadas en apartaderos de espera, cuyas siluetas presentaban protuberancias similares a la del enorme vehículo que habían visto surgir de allí. Las había de todas las formas y tamaños, y constituían un nutrido parque de máquinas mortíferas. Tally las imaginó poniéndose en funcionamiento todas a la vez para hacerla picadillo.
Con un gesto vacilante, colocó un pie sobre una de ellas y se soltó de los brazos de Shay para aferrarse al tubo del autocañón de la nave.
—¿Qué te parece toda esta artillería? Glacial, ¿eh? —le preguntó Shay, poniéndole una mano en el hombro.
—Sí, es brutal. Solo espero que no las despertemos.
—Bueno, los infrarrojos llegan hasta arriba del todo, y aun así es difícil ver bien, así que debe de estar todo bastante frío. De hecho, algunas de ellas están oxidadas. —Entre la maraña de formas que tenía a su alrededor, Tally vio la cabeza de Shay mirando hacia arriba—. Pero la que ha salido está muy despierta, así que más vale que nos movamos antes de que vuelva.
—Entendido, jefa. ¿Hacia dónde vamos?
—Hacia abajo, no. No conviene que nos alejemos de las aerotablas.
Shay se impulsó hacia arriba, apoyando los pies en las máquinas de combate y agarrándose a las superficies aerodinámicas como si estuviera en un rocódromo.
A Tally ya le parecía bien subir, y, ahora que veía mejor, las formas prominentes de las aeronaves aletargadas le facilitaban la escalada. De todos modos, el hecho de aferrarse a los tubos de los cañones la ponía un poco nerviosa, como si abriera las fauces de un depredador dormido para meterse en su cuerpo. Evitaba el contacto con los apéndices en forma de garras, las palas de las hélices y cualquier otra cosa que pareciera afilada. Si el traje sufría algún rasguño, por leve que este fuera, dejaría un rastro de células epiteliales muertas que revelaría la identidad de Tally como si fuera la huella de su pulgar.
A medio camino, en pleno ascenso, Shay alargó la mano hacia abajo para tocar el hombro de Tally.
—Una trampilla de acceso.
Tally oyó un ruido metálico de algo que se abría y una luz cegadora llenó el hueco, iluminando dos aeronaves. Con la luz tenían un aspecto menos amenazador; se veían cubiertas de polvo y mal mantenidas, como fieras disecadas en un viejo museo de historia natural.
Shay se deslizó por la trampilla, y Tally la siguió a duras penas para caer en un estrecho corredor. Su visión se adaptó a las luces de emergencia anaranjadas del techo, y su traje se transformó para mimetizarse con el tono pálido de las paredes.
El corredor era demasiado estrecho para dos personas —de hecho, no era mucho más ancho que los hombros de Tally— y el suelo estaba cubierto de códigos de barras, que servían de indicadores de navegación para las máquinas. Tally se preguntó qué malvados artilugios estarían deambulando por aquellos pasillos en busca de intrusos.
Shay comenzó a subir por el corredor, al tiempo que hacía un gesto a Tally con el dedo para que la siguiera.
El pasadizo no tardó en abrirse a una nave de dimensiones descomunales, más grande que un campo de fútbol. El espacio estaba repleto de vehículos inmóviles que se alzaban alrededor de ellas como dinosaurios congelados. Las ruedas eran tan altas como Tally, y las grúas articuladas con las que iban equipadas rozaban el elevado techo de la sala. Garras elevadoras y palas gigantes emitían un brillo apagado con las luces de emergencia anaranjadas.
Tally se preguntó qué razón tendría la ciudad para conservar aquella maquinaria de construcción de la época de los oxidados. Unas piezas tan obsoletas solo servirían para levantar edificios más allá de la reja magnética de la ciudad, donde las alzas y los aeropuntales no funcionaban. Las garras y palas excavadoras que veía a su alrededor eran herramientas concebidas para la destrucción de la naturaleza, no para el mantenimiento de la ciudad.
No había puertas por ningún lado, pero Shay señaló una columna de travesaños metálicos encastrada en la pared. Se trataba de una escalera de mano que subía y bajaba de allí.
En el piso superior encontraron una sala pequeña y abarrotada, con estanterías que iban del suelo al techo atestadas de material de lo más diverso, desde respiradores submarinos y gafas de visión nocturna hasta botes para la extinción de incendios y corazas de cuerpo, junto con un montón de objetos que Tally no reconocía.
Shay rebuscaba ya entre la pila de utensilios, y de vez en cuando se metía uno en los bolsillos grandes del traje de infiltración. De repente, se volvió hacia Tally y le lanzó un objeto. Parecía la careta de un disfraz, con unos ojos enormes torcidos y una nariz similar a la trompa de un elefante. Tally entrecerró los ojos para leer la diminuta etiqueta atada a ella. CA. S. XXI
Tras cavilar unos instantes sobre el significado de aquellas palabras, Tally recordó el sistema de datación que se empleaba antiguamente. Aquella máscara era de la época de los oxidados, del siglo XXI, es decir, de hacía poco más de trescientos años.
Aquella parte del arsenal no era un almacén. Era un museo.
Pero ¿qué demonios sería aquello? Al girar la etiqueta, leyó lo siguiente: MASCARILLA CON FILTRO PARA GUERRA BIOLÓGICA, USADA.
¿Guerra biológica? ¿Usada? Tally se apresuró a dejar la mascarilla en la estantería que tenía al lado. Vio que Shay la miraba mientras los hombros de su traje se movían.
«Muy gracioso, Shay-la», pensó.
La guerra biológica había sido una de las ideas más brillantes de los oxidados: bacterias y virus creados por ingeniería genética para matarse entre ellos. Se trataba del arma más insensata que se podía concebir, pues, una vez que los bichos acababan con tu enemigo, normalmente iban a por ti. De hecho, la cultura entera de los oxidados había sucumbido a causa de una bacteria artificial que se alimentaba de petróleo.
Tally confiaba en que quienquiera que fuera el responsable de aquel museo no hubiera dejado suelto ningún bicho aniquilador de civilizaciones por allí.
—Qué maja eres —dijo entre dientes, acercándose a Shay y poniéndole una mano en el hombro.
—Sí, deberías haberte visto la cara. De hecho, a mí también me hubiera gustado vértela. Malditos trajes.
—¿Has encontrado algo?
Shay sujetó en alto un objeto brillante con forma de tubo.
—Esto podría servir. En la etiqueta pone que funciona. —Shay se lo metió en uno de los bolsillos del traje de infiltración.
—¿Y para qué has cogido todo lo demás?
—Para despistar. Si solo robamos una cosa, podrían averiguar para qué la queremos.
—Ah —musitó Tally. Puede que Shay hiciera bromas tontas, pero seguía pensando con una claridad glacial.
—Coge esto —le dijo Shay, pasándole un montón de objetos antes de volver a rebuscar entre las estanterías.
Tally se quedó mirando aquel revoltijo de cosas al tiempo que se preguntaba si alguna de ellas estaría infectada con bacterias devoradoras de Tally. Luego hizo una criba entre las que podrían caberle en los bolsillos del traje de infiltración y desechó el resto.
El objeto más grande que se guardó parecía un rifle, con un cañón grueso y una óptica de largo alcance. Tally pegó el ojo a la mira y vio la silueta de Shay en miniatura, quedando en el centro de la retícula el punto de su cuerpo donde irían a parar las balas si apretaba el gatillo. Le invadió una sensación de asco. Aquella arma estaba diseñada para convertir a un mediocre en una máquina de matar, y el riesgo de que a un aleatorio se le fuera el dedo podía pagarse con la muerte.
Tenía los nervios desatados. Shay ya había encontrado lo que necesitaban; no había motivo para permanecer allí un segundo más.
Tally se percató entonces de la causa de su nerviosismo. A través del filtro del traje de infiltración percibió un olor, un olor a humano. Dio un paso hacia Shay…
Las luces del techo comenzaron a parpadear, y un resplandor blanco eclipsó el brillo anaranjado de la sala al tiempo que unos pasos repicaban en la escalera. Alguien estaba subiendo al museo.
Shay se agachó para rodar por el suelo hasta el estante más bajo que tenía al lado, sorteando toda suerte de objetos a su paso. Tally miró a su alrededor con desesperación en busca de un lugar donde esconderse, hasta que vio un pequeño hueco entre dos estanterías, donde se metió como pudo, con el rifle escondido a su espalda. Las escamas de su traje de infiltración se retorcieron en un intento de mimetizarse con la oscuridad.
Del traje de Shay, que estaba agazapada al otro lado de la estancia, comenzaron a salir líneas irregulares que descomponían su silueta. Cuando la luz del techo dejó de parpadear, ya casi era invisible.
No así Tally, como pudo comprobar con sus propios ojos al mirarse de arriba abajo. Los trajes de infiltración estaban diseñados para ocultarse en entornos complejos, como selvas, bosques y ciudades destrozadas por un ataque bélico, no en un rincón de una sala iluminada por una luz resplandeciente.
Pero ya era demasiado tarde para buscar otro lugar.
La cabeza de un hombre asomó por el hueco de la escalera.