22. La ciudad de los aleatorios

Tally pasó el día deambulando por la ciudad, maravillada de lo distinta que era de la suya.

Vio nuevos perfectos e imperfectos juntos, como amigos que la operación no había separado. Y niños pequeños pegados a sus hermanos y hermanas mayores imperfectos en lugar de permanecer en Ancianópolis con sus padres. Aquellas pequeñas diferencias eran casi tan sorprendentes como las descabelladas facciones, texturas de piel y modelos de cuerpo que encontró a su paso. Casi. Costaba un poco acostumbrarse a ver abrigos de plumas aterciopeladas, serpientes diminutas en vez de meñiques, pieles de todos los tonos imaginables entre el negro intenso y el alabastro y cabellos que se retorcían cual sinuosas criaturas del fondo marino.

Grupos enteros compartían el mismo color de piel, o facciones similares, como solía ocurrir entre los miembros de una misma familia antes de la operación. Aquello trajo a la memoria de Tally el recuerdo inquietante del modo en que la gente se agrupaba entre ellos en tiempos de los preoxidados, por tribus, clanes y las denominadas razas integradas por individuos más o menos similares, que se empeñaban en odiar a cualquiera que no se pareciera a ellos. Pero, por lo visto, allí todo el mundo se llevaba bien, pues por cada grupo de gente semejante, había otro compuesto por personas de lo más dispares.

Los perfectos medianos de Diego parecían menos obsesionados con el tema de las operaciones. La mayoría tenía un aspecto más o menos similar al de los padres de Tally, y oyó más de un pequeño comentario de leve queja sobre los «nuevos criterios», aduciendo que las modas pasajeras del momento eran una monstruosidad y una vergüenza. Pero eran tan directos en sus opiniones que Tally no tenía la menor duda de que les habían quitado las lesiones.

Lo más desconcertante era el hecho de que fueran los ancianos quienes parecieran más entregados que nadie a la cirugía. Algunos tenían la cara de sensatez, serenidad y honradez que imponía el Comité de Perfectos de la ciudad de Tally, pero otros le chocaban por lo jóvenes que parecían. La mitad del tiempo no estaba del todo segura de la edad que se suponía que tenía la gente, pues daba la sensación de que los cirujanos de la ciudad habían decidido dejar que todas las etapas de la vida se mezclaran hasta hacerse difusas.

Incluso oyó a unas cuantas personas que, por el modo en que conversaban, seguían siendo cabezas de burbuja. Por algún motivo, ya fuera por una postura filosófica o por los dictados de la moda, habían optado por conservar las lesiones que tenían en el cerebro.

Al parecer, uno podía hacer allí lo que quisiera. Era como si hubiera aterrizado en la Ciudad de los Aleatorios. Todos el mundo era tan diferente que su propio rostro de especial quedaba desdibujado entre los demás hasta el punto de perder su identidad.

¿Cómo habría ocurrido todo aquello?

No podía haber sido hacía mucho. Los efectos de la transformación aún parecían estar visibles a su alrededor, como la onda expansiva que producía una piedra al caer en un pequeño estanque.

Cuando consiguió sintonizar su antena de piel con el servicio de noticias de la ciudad, Tally comenzó a oír discusiones por doquier. La controversia la suscitaban temas como la conveniencia o no de alojar a los fugitivos, los criterios de belleza y, en especial, las nuevas construcciones en la periferia de la ciudad, y no todo el mundo se molestaba en adoptar el tono agradable y cortés de los debates al que estaba acostumbrada. Tally no había oído en su vida a unos adultos reñir de aquella manera, ni siquiera en privado. Era como si un puñado de imperfectos se hubieran apropiado de los medios de comunicación. Sin las lesiones que volvían a todo el mundo afable, la sociedad se veía sumida en una batalla constante de palabras, imágenes e ideas.

Era abrumador, casi como el modo de vida de los oxidados, que discutían en público cualquier cuestión habida y por haber en lugar de dejar que el gobierno se encargara de hacer su trabajo.

Y los cambios que ya tenían lugar en Diego no eran más que el principio, por lo que pudo observar Tally. Notaba que la ciudad bullía a su alrededor, con todas aquellas mentes desatadas lanzando sus opiniones en medio de un hervidero a punto de explotar.

Aquella noche fue al Mirador.

El sistema de comunicación local la guio hasta el punto más elevado de la ciudad, una extensión verde situada en lo alto de un precipicio de caliza con vistas al centro urbano. La primera perfecta con la que había hablado tenía razón: el lugar estaba lleno de fugitivos, de los cuales la mitad eran imperfectos, y la otra mitad, nuevos perfectos. La mayoría tenía la cara con la que había llegado, pues aún no estaba preparada para el estilo más radical de las últimas tendencias en cirugía. Tally entendía que los recién llegados se reunieran para estar todos juntos; tras un día por las calles de Diego, la imagen de los rostros tradicionales diseñados según los criterios de Circunstancias Especiales era todo un alivio.

Tally confiaba en que Zane estuviera allí. Aquel había sido el día más largo que había pasado sin verlo desde su huida, y se preguntó qué le habrían hecho exactamente en el hospital de la ciudad. ¿Temblaría menos una vez que le hubieran eliminado las lesiones? ¿Cómo decidiría rehacerse a sí mismo allí, donde todo el mundo podía tener el aspecto que quisiera, donde la mera posibilidad de ser mediocre había desaparecido?

Tal vez allí serían capaces de arreglarlo mejor que en el hospital de su propia ciudad. Con la práctica que tenían en cirugía radical, puede que los cirujanos de Diego fueran casi tan buenos como la doctora Cable.

Tal vez cuando volvieran a besarse, las cosas fueran distintas.

Y aun en el caso de que Zane siguiera siendo el mismo, al menos Tally podría mostrarle lo mucho que ella había cambiado, ya solo con el viaje hasta allí y lo que había visto en Diego. Quizá esta vez pudiera enseñarle lo que había en el fondo de su ser, allí donde no podía llegar ninguna operación.

Tally se movió con sigilo en la oscuridad, fuera del alcance de los aeroglobos, para escuchar lo que decían los recién llegados. La música no estaba muy alta —en aquella fiesta se trataba de que la gente se conociera más que de que bebiera y bailara— y captó acentos de todas partes, incluso otros idiomas del extremo sur. Todos los fugitivos estaban contando cómo habían llegado hasta allí, con relatos de viajes cómicos, arduos o aterradores en plena naturaleza hasta los lugares de recogida que se hallaban repartidos por todo el continente. Unos habían realizado el trayecto en aerotabla, otros a pie y algunos incluso afirmaban haber robado vehículos patrulla con hélices elevadoras y sobrevolado el exterior con comodidad.

Bajo su atenta mirada, la fiesta fue creciendo, como la propia Diego, con la llegada constante de más fugitivos. Tally no tardó en localizar a Peris y a otros rebeldes cerca del borde del precipicio. Pero Zane no estaba con ellos.

Tally retrocedió hasta ocultarse en la oscuridad mientras buscaba a Zane entre la multitud con la mirada, preguntándose dónde estaría. Tal vez debería haberse quedado más cerca de él, estando en una ciudad tan extraña como aquella. Naturalmente, lo más probable era que Zane pensara que ella había perdido el helicóptero y que se había quedado atrás. Seguro que se sentía aliviado por haberse librado de ella…

—Hola, me llamo John —dijo una voz a su espalda.

Tally se volvió y se encontró cara a cara con un nuevo perfecto normal, que arqueó las cejas al ver su belleza cruel y sus tatuajes, sin llegar a tener una reacción desmedida. El joven ya se había acostumbrado a ver los resultados de la cirugía radical que se estilaba en Diego.

—Yo, Tally.

—Curioso nombre.

Tally frunció el ceño. A ella el nombre de «John» le sonaba bastante aleatorio, aunque el acento del joven no le resultaba del todo desconocido.

—Eres una fugitiva, ¿verdad? —preguntó John—. Quiero decir, que te has hecho esa nueva cirugía para probar, ¿no?

—¿Esto? —dijo Tally, tocándose la cara. Desde su despertar en la sede central de Circunstancias Especiales, la belleza cruel de su rostro había sido para ella una seña de identidad, algo que le hacía ser lo que era, y aquel mediocre que tenía delante le preguntaba si se lo había hecho para probar, como si se tratara de un nuevo corte de pelo.

Pero no tenía sentido ponerse en evidencia ante él.

—Supongo que sí. ¿Te gusta?

El joven se encogió de hombros.

—Mis amigos dicen que es mejor esperar a saber lo que está de moda. A nadie le gusta parecer un esperpento.

Tally espiró lentamente, tratando de mantener la calma.

—¿Crees que parezco un esperpento?

—¿Y yo qué sé? Acabo de llegar. —El muchacho se echó a reír—. Aún no tengo claro por qué aspecto me voy a decantar, pero seguro que será menos… no sé, menos terrorífico.

¿Terrorífico? pensó Tally mientras la ira crecía en su interior. Le entraron ganas de mostrar a aquel perfecto arrogante lo que era terrorífico de verdad.

—Yo de ti me quitaría esas cicatrices —añadió el chico—. Quedan un tanto siniestras.

Las manos de Tally salieron disparadas para coger al joven de la cazadora nueva de vivos colores que llevaba puesta y levantarle del suelo, rasgándole la tela con las uñas, mientras en su rostro se dibujaba la más feroz de sus afiladas sonrisas.

—Mira, cabeza de burbuja hasta hace cinco minutos, ¡no es la última moda! Estas cicatrices son algo que tú ni siquiera llegarás a…

Un suave sonido de alarma sonó en su cabeza.

—Tally-wa —dijo una voz que le resultó familiar—. Deja a ese crío.

Ella pestañeó desconcertada y bajó al perfecto al suelo.

Había captado a otro cortador a través de la antena de piel.

—¡Eh, qué bueno! —exclamó el muchacho con una risita—. No te había visto los dientes hasta ahora.

—¡Cállate! —le espetó Tally antes de soltar la cazadora hecha jirones y darle la espalda para escudriñar la multitud con la mirada.

—¿Eres de un grupo? —farfulló el perfecto—. Lo digo porque ese de ahí es clavado a ti.

Tally siguió el gesto del chico y vio un rostro familiar que se acercaba hacia ella abriéndose paso entre la gente, con los tatuajes dando vueltas en una muestra de placer.

Era Fausto, con su semblante sonriente y especial.