5. Los Caballeros Grises

Cuando Tiuri se hubo recuperado, se sacó el anillo del dedo y se lo volvió a colgar del cuello. Después se levantó y siguió andando a tientas por el oscuro bosque. Se había desviado del sendero y el terreno, accidentado, estaba lleno de peñascos y piedras. Finalmente no pudo más. Se desplomó en el suelo y se durmió como si estuviera anestesiado.

Se despertó muy temprano y notó que estaba cerca de un sendero, posiblemente el mismo en el que se había encontrado por la noche con los ladrones. Lo siguió durante un trecho. A su izquierda las montañas eran cada vez más escarpadas, apenas pobladas por delgados pinos. El sol brillaba sobre el sendero.

Después de un rato oyó el murmullo de un riachuelo y, al mismo tiempo, descubrió a su izquierda, en medio de una de las montañas, la entrada de una pequeña cueva. Aquél sería un buen lugar para descansar; no se sentía capaz de continuar por mucho tiempo. Pero primero tenía que ir a buscar agua. Llegó al riachuelo que cruzaba el camino y, después de haber bebido, vio que cerca de allí había unas plantas como las que el Loco había arrancado del suelo. Volvió con un par de grandes raíces negras en la mano, escaló la montaña y entró en la cueva. Era baja y poco profunda, pero no parecía ser la guarida de ningún animal. Se sentó apoyando la espalda contra una pared rocosa y se comió las raíces. Después se adormiló un poco, a pesar de la incómoda postura.

Se despertó asustado por el sonido de voces. Miró con cuidado al exterior. En el sendero, al pie de la montaña, había tres hombres hablando. Reconoció de golpe a algunos de los ladrones.

—¿Dónde está ahora el jefe? —masculló uno de ellos.

—Está intentando montar su caballo nuevo —dijo otro con risa burlona—. Ya se ha caído dos veces.

—Le ha tirado —dijo el tercero regodeándose.

Los tres se rieron, pero uno de ellos siseó de pronto:

—¡Silencio!

Dos hombres se acercaban; uno de ellos era el jefe de los ladrones.

—Y ahora a cerrar la boca y a buscar un refugio —dijo este último cuando llegó a la altura de los tres—. Viene para acá y estará aquí en un momento.

Los ladrones obedecieron inmediatamente; dejaron el sendero y se escondieron detrás de los peñascos y arbustos al otro lado de la montaña. El jefe también desapareció.

Tiuri creyó entender que no estaban planeando nada bueno. ¿Quién venía y estaría aquí ya mismo? Cogió algunas piedras que había en la cueva y las amontonó en la entrada. Después se tumbó boca abajo, fijó la mirada en el sendero y esperó acontecimientos.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

En la lejanía se oyó un ruido de cascos —tocotoc, tocotoc— y poco tiempo después llegó un caballero por el este. Cabalgaba muy despacio y Tiuri pudo verlo bien. Iba vestido con una cota de malla gris oscura y de su brazo colgaba un escudo gris; gris era su caballo y gris pálido su casco con la visera bajada, gris también el manto que llevaba. Pero de su cuello colgaba algo que brillaba al sol: un gran cuerno que parecía de plata.

Tiuri vio que los arbustos se movían y contuvo la respiración. Seguro que los ladrones andaban tras él. Tenía aspecto aguerrido, pero era dudoso que pudiera hacer nada contra cinco hombres. «Tengo que ayudarle», pensó, «avisarle…».

En aquel momento los ladrones profirieron un fuerte grito y surgieron de pronto.

—¡Alto! —le gritaron al caballero—. ¡La bolsa o la vida!

El caballero detuvo su caballo. Tiuri se incorporó y cogió una piedra. El caballero levantó su visera, se llevó el cuerno a la boca y dio un fuerte toque. Después se bajó rápidamente la visera y sacó su espada.

Los ladrones parecían algo asustados por el toque del cuerno. Dudaron un poco antes de repetir su mandato:

—La bolsa o la vida.

—No tendréis ninguna de las dos cosas —dijo el caballero levantando la espada. Al mismo tiempo se oyó el sonido de voces y más ruido de cascos en el sendero.

Los ladrones se miraron y pareció que querían emprender la huida. El caballero espoleó su caballo y les pasó de largo, pero un poco más adelante se dio la vuelta y se detuvo:

—¡No huyáis, cobardes! —dijo—. Vamos, atacadme como teníais pensado.

—¡Atacad, cobardes! —ordenó el jefe, mientras se abalanzaba sobre el caballero espada en mano.

Pero los otros cuatro gritaron atemorizados. Siete caballeros llegaban a toda prisa por el sendero; iban en caballos grises y todos vestidos de gris. Tres caballeros con casco y espada, y cuatro jóvenes, probablemente escuderos.

Tiuri seguía en la cueva. Su ayuda ya no era necesaria y le bastaba con observar. En un abrir y cerrar de ojos, cuatro de los ladrones, entre ellos el jefe, habían sido desarmados y atados. El quinto huyó y fue perseguido por dos de los caballeros. Los demás se amontonaron al pie de la montaña de Tiuri y el caballero del cuerno de plata habló a los prisioneros.

«Ésta es la compañía que oí antes de ayer», pensó Tiuri. «Vi a uno de los escuderos. ¿Quiénes serán?»

Ninguno de los caballeros se levantó la visera y no llevaban armas en los escudos. El del cuerno, que debía ser su jefe, dijo en tono severo:

—Bien, ahora pagaréis por vuestras fechorías. Saltear caminos está prohibido en el reino de Dagonaut, al igual que en cualquier reino en el que impere el orden.

—¡Piedad! —suplicó uno de los ladrones.

—Y además sois unos cobardes. Os atrevéis a atacar a viajeros solitarios, pero huís ante compañías más grandes. Colgaréis de un árbol antes de que se ponga el sol.

—Señor caballero —dijo el jefe—, soy ladrón, no puedo negarlo. Pero nunca he matado a nadie. ¿Por qué quieres matarme?

Tiuri sintió un poco de lástima por él. Después de todo, el jefe le había permitido quedarse con el anillo.

En aquel momento regresaban los dos caballeros; uno de ellos llevaba con él al ladrón huido y el otro llevaba, además del suyo, a otro caballo por las riendas. Tiuri lo reconocería entre mil: el caballo negro del Caballero del Escudo Blanco.

Cuando el Caballero Gris del cuerno les vio acercarse se bajó del caballo y fue a su encuentro. Estuvieron hablando un momento en voz baja observando el caballo negro. Después se unieron a los demás.

El caballero del cuerno se volvió a dirigir a los ladrones y preguntó en tono severo:

—¿De quién es este caballo?

—Es suyo —contestó uno de los ladrones señalando al jefe con la cabeza.

—Vaya —dijo el caballero—. ¿Cómo has conseguido este caballo? ¿A quién se lo has robado?

—Ese caballo es mío —contestó el jefe malhumorado.

—¡Eso es mentira! Lo has robado. Porque yo conozco este caballo, ladrón.

—Hay más caballos negros en el mundo.

—No sabes nada de caballos —comentó el Caballero Gris—. Ninguno es igual a otro. Reconocería este caballo en cualquier parte y también sé como se llama… Ardanwen es su nombre, o Viento de la Noche, y es una vergüenza que alguien como tú se atreva a montar en su lomo.

Tiuri escuchaba todo cada vez más sorprendido. Aquellos caballeros conocían el caballo y, por lo tanto, también al Caballero Negro del Escudo Blanco. Pensó en salir de su escondite y hablarles, pero algo, no habría sabido decir qué, lo retuvo. Se quedó sentado en su cueva y escuchó expectante.

El jefe había agachado la cabeza y guardaba silencio.

—¿A quién le has robado el caballo? —preguntó el Caballero Gris en tono enfadado.

—A un joven que pasó anoche por aquí —contestó uno de los ladrones.

—Así es —dijo el jefe de mal humor.

El caballero se acercó a él y le preguntó con gran tensión al parecer:

—¿Un joven que pasó anoche por aquí? ¿Qué aspecto tenía? ¿Era joven, no mayor de diecisiete años, de pelo oscuro y ojos de color azul grisáceo, vestido con una túnica blanca?

—Su ropa no parecía muy blanca —contestó el jefe—, pero creo que el resto sí encaja. Sus ojos eran de color azul grisáceo…

—Y su pelo era oscuro —intervino otro de los ladrones.

—Y en el dedo llevaba…

—Un anillo —dijo el Caballero Gris—, brillante como una estrella.

—Sí, señor caballero —dijo el jefe—. Era un anillo muy particular, un anillo brillante en su mano izquierda.

Los Caballeros Grises parecieron sufrir una gran conmoción ante aquella noticia.

—¿Dónde está? —preguntó uno de ellos.

—¿Dónde está el anillo? —preguntó otro.

—No le he hecho ningún daño, caballeros —contestó el jefe—. Y dejé que se quedara con el anillo.

—Otra mentira —dijo con brusquedad el caballero del cuerno—. ¿Por qué ibas a robar el caballo y no una alhaja tan valiosa? ¡Dámela!

—No la tengo, lo juro. Parecía muy unido a aquella cosa y dejé que la conservara y que marchara en paz.

—Es verdad —dijeron los demás ladrones respaldando sus palabras.

Los Caballeros Grises empezaron a hablar en voz baja entre ellos; Tiuri no entendía lo que decían.

—Habría sido mejor que no lo hubieras hecho —dijo al final el caballero del cuerno.

—¿Mejor que no? —preguntó el jefe.

—Usted es un ladrón y un canalla, pero creo que ese joven le supera. Si le hubiese matado, habría tenido su merecido.

El jefe pareció sorprenderse al oír aquello. Pero Tiuri se sorprendió aún más. Estaba perplejo.

—¿Adónde ha ido? —preguntó otro caballero en tono furioso—. ¡Rápido!, di adonde fue.

—Se internó en el bosque, hacia allá —dijo el jefe señalando con la cabeza—. Pero no le seguí con la vista.

—No habrá llegado muy lejos —dijo un segundo ladrón—, porque tuvo que irse a pie.

—¿Por qué le busca? —preguntó el jefe.

—Eso no es asunto suyo —contestó el caballero del cuerno—. Pero le estoy tan agradecido por sus noticias que estoy dispuesto a perdonarle la vida y concederle la libertad. Con una condición: busque a ese joven y tráiganoslo si lo encuentra, vivo o muerto, pero preferiblemente vivo. Sepa que es peligroso.

—No me sorprende nada —dijo uno de los ladrones, el que había querido cortarle el dedo a Tiuri.

—Soltadles las ataduras —ordenó el caballero a los escuderos—. Les concedo el perdón… Pero —añadió— volveré, perseguiré y colgaré al que siga siendo ladrón. El orden y la seguridad deben ser mantenidos en este reino.

—Algún día limpiaremos este bosque de chusma —dijo el caballero que estaba a su lado—. Ahora tenemos otro asunto más importante del que ocuparnos. Buscad al joven por nosotros, ladrones.

Poco después siguieron su camino en dos grupos. En el primero iban los Caballeros Grises y su comitiva llevándose el caballo negro. Les seguían los ladrones hablando en voz baja entre ellos. Todos desaparecieron por el oeste.

Tiuri seguía desconcertado en la cueva. Los Caballeros Grises le estaban buscando… querían atraparlo, vivo o muerto. ¿Por qué? No eran los Caballeros Rojos, ¿no? En cualquier caso eran enemigos, enemigos temibles. Agradeció su buena estrella al no haber aparecido.

Entonces le sobrevino un gran desaliento. Tenía que seguir hacia el oeste, pero los Caballeros Grises le buscaban y los ladrones le acechaban. Posiblemente también era seguido o esperado por los Caballeros Rojos del Caballero del Escudo Rojo… y quizás también hubiera más seres que reptan y se arrastran, como había dicho el Loco de la Cabaña del Bosque. ¿Cómo iba a cumplir su misión, solo, a pie y desarmado?

Sacó la carta, le dio varias vueltas en los dedos. Una cosa tan pequeña y un mensaje tan importante…

¿Qué podía contener que fuese tan importante como para arriesgar su vida? ¿Y si la abría y la leía? «Eso sólo en caso de necesidad», le había dicho el Caballero del Escudo Blanco.

¿No era aquél un caso de necesidad? Leer la carta y destruirla… transmitir el mensaje de palabra si era lo bastante importante. ¿Por qué iba a arriesgarse por algo cuyo contenido y significado desconocía? Era una tontería, ¿no?

Acarició los sellos con dedos temblorosos. «Sólo si corres el riesgo de perder la carta…» No había nadie cerca; los Caballeros Grises no habían hablado de la carta. No, claro que no; se lo habrán pensado dos veces.

Seguro que el Caballero Negro del Escudo Blanco no había previsto tantos peligros. ¿O sí?

«No puedo hacerlo», pensó Tiuri. «Es irrealizable.»

Entonces en su mente se oyó a sí mismo decir: «Juro entregar la carta a salvo… Si fuese caballero, lo haría por mi honor».

Sus dudas desaparecieron. Volvió a guardar la carta; aún no era el momento de abrirla. Y se dijo a sí mismo: «Tengo que continuar el viaje e intentarlo; lo he jurado. ¡Voy a ver al rey Unauwen del país al oeste de la Gran Cordillera!».