5. La reconciliación
¡Así que era eso! Tiuri retrocedió como si le hubieran dado un tortazo. Las últimas palabras del caballero Ristridín no podían suavizar lo terrible de aquella acusación. Él, Tiuri, el asesino del Caballero Negro del Escudo Blanco. En realidad era más ridículo que terrible. Y aquello fue lo primero que dijo cuando recuperó la voz.
—¡Es ridículo…! —susurró.
En aquel momento pudo entender mejor el comportamiento de los Caballeros Grises, aunque seguía sin entender cómo habían llegado a aquella acusación.
—Bien —dijo el señor del castillo—, me parece que es el momento de entrar. No hace falta que la lluvia nos moje más.
Se acercó a Tiuri, le puso la mano en el hombro y se lo llevó.
Tiuri se dejó conducir sumiso. Los Caballeros Grises y sus escuderos les siguieron al interior del castillo. Éste aún no estaba vacío: Tiuri vio asomar de vez en cuando una cara curiosa mirando por una esquina. Un poco después estaba con toda la compañía en la sala baja en la que había visto por primera vez a los Caballeros Grises. La mesa estaba puesta y había muchas velas encendidas.
El señor del castillo, de un empujón, sentó a Tiuri en una silla y llenó una copa que le puso delante.
—Ten —dijo con brevedad, pero no con antipatía—, bebe.
Pero Tiuri miró a los cuatro Caballeros Grises que se iban sentando uno a uno a la mesa y apartó la copa. Los caballeros se habían quitado los cascos y soltado las golas. Al fin podía verlos bien. El señor del castillo también llenó sus copas y dijo:
—Había contado, invitados míos, con que desearían comer algo después de lo sucedido. Ésta es una comida de reconciliación.
Los Caballeros Grises no chocaron sus copas. Miraron a Tiuri como si esperaran que dijese algo.
El joven les miró uno a uno. Vio a Ristridín sentado justo frente a él; alto y delgado, con una cara curtida y huesuda. Su pelo y barba negros y rizados empezaban a encanecer seriamente, pero sus ojos azules eran jóvenes y claros. A su lado estaba Bendú, grande y robusto, de pelo y ojos oscuros, con cejas pobladas y amenazantes. El caballero Arwaut, junto a él, se le parecía un poco, también robusto y moreno, pero era joven, no debía tener ni veinticinco años y sus ojos eran más claros y más amistosos. El caballero Ewain, que estaba sentado al otro lado de Ristridín, también era joven, de piel y ojos claros, y con el pelo muy rubio.
Cuando Tiuri empezó a hablar miró sobre todo a Ristridín, que parecía su líder.
—Una comida de reconciliación —dijo repitiendo las palabras del señor del castillo—. Me han tratado como a un criminal. ¿De dónde sacaron esa acusación? ¿Y creen todos ahora que era falsa?
El caballero Ristridín asintió con gravedad y Arwaut y Ewain dijeron «sí» a la vez.
Pero Bendú dijo:
—No tiene importancia lo que yo crea… Yo quiero saber. Es muy posible que seas inocente, Tiuri, hijo de Tiuri, pero no es la primera vez que la falsedad y la traición se ocultan tras una apariencia inocente. Y antes de que diga «sí» como han hecho mis amigos, quiero saber quién ha asesinado al Caballero del Escudo Blanco. Dices que han sido los Caballeros Rojos por orden del Caballero Negro del Escudo Rojo. ¿Cómo lo sabes?
—Él mismo me lo contó —contestó Tiuri.
—¿Quién?
—El Caballero Negro del Escudo Blanco.
—¿Así que tú lo encontraste?
—Lo encontré y estuve junto a él cuando murió.
—Y ¿cómo fue?
Tiuri se levantó. Estaba de pie ante la mesa y miró arrogante y un poco enfadado a Bendú.
—Caballero Bendú —dijo—, me fui de la capilla en la que tenía que velar la noche antes de ser nombrado caballero. Cogí un caballo que no era mío y me marché montado en él. Encontré al Caballero del Escudo Blanco y estuve junto a él cuando murió. Me contó quiénes le habían asesinado y me dio su anillo. Poco tiempo después me encontré con los Caballeros Rojos que también intentaron asesinarme. Logré escapar de ellos. Después cabalgué por el bosque hacia el oeste sobre el caballo del Caballero del Escudo Blanco. Eso es todo lo que puedo contarle. Pero le juro que tengo la conciencia limpia… y que si fuera caballero lo juraría por mi honor. Su acusación es falsa y ridícula.
Bendú le miró con el ceño fruncido.
—Bien —masculló entonces—, ahora ya lo sabemos. Vuelve a sentarte.
Pero Tiuri siguió de pie aunque sentía que le temblaban las piernas.
—No me sentaré —dijo— hasta que todos me crean. Siento no poder dar más explicaciones, pero me es imposible hacerlo.
—Te creemos —dijo el caballero Ristridín.
—Sí —dijo Bendú en tono malhumorado—, te creemos.
Tiuri iba a volver a sentarse, pero de pronto se acordó de algo:
—Devolvedme el anillo. El anillo del Caballero del Escudo Blanco.
El caballero Ristridín, lentamente, sacó el anillo de una bolsita que le colgaba del cinturón.
—Aquí tienes —dijo—. Aquí está.
Tiuri cogió la joya y la apretó en su mano. Después se dejó caer en la silla. Un cansancio mortal le asaltó de pronto. El miedo y la tensión del día anterior habían sido excesivos. Cogió su copa con mano temblorosa y le dio un buen trago. Era vino, que le quemó la garganta y después le dio un reconfortante calor. Volvió a mirar a los caballeros que le observaban y tenían el aspecto de no sentirse cómodos del todo.
—Sabemos que los Caballeros Rojos eran enemigos del Caballero del Escudo Blanco —dijo entonces el caballero Ristridín—, al igual que su señor, el Caballero del Escudo Rojo. También sabemos lo del duelo. Pero oímos que había acabado de una forma muy diferente.
—Nunca hubo un duelo —dijo Tiuri.
—Tienes que saber lo que oímos nosotros —dijo Ristridín.
—Fui en busca del Caballero del Escudo Rojo —dijo Bendú—. El Caballero del Escudo Blanco había sido asesinado y nosotros sabíamos quién era su enemigo. Lo encontré en el Bosque del Rey, al sur de la casa de caza, en compañía de seis Caballeros Rojos. Le pedí que se levantara la visera y que me contara lo que había hecho con su rival, el Caballero del Escudo Blanco. Se quitó el casco, pero debajo llevaba una máscara negra…
—¿También él? —masculló Tiuri.
—Una máscara negra. Y dijo: «Lo siento, señor caballero, pero no puedo quitarme la máscara. En cuanto al Caballero del Escudo Blanco, le he retado a un duelo. Eso no está prohibido, ¿no? Pero, por desgracia, tengo que reconocer que me derrotó. Mordí el polvo. Es la segunda vez. A la tercera venceré». Entonces dije yo: «¡Pero el Caballero del Escudo Blanco ha muerto!». Me miró, pero no pude ver a través de la máscara si estaba o no sorprendido. «¿Muerto?», dijo al cabo de un rato. «No puedo decir que me entristezca. Usted sabe que era mi enemigo…»
«¡Ha sido asesinado!», le dije, «y me gustaría saber dónde estaban sus Caballeros Rojos aquella noche y qué me pueden contar al respecto». Pero entonces se enfadó. «¡Aquí están!», exclamó, «y han estado todo el tiempo conmigo». «Creo saber que tiene más caballeros», dije. Me interrumpió. «¿Se atreve a decirme que yo o mis caballeros tenemos algo que ver?», exclamó. «¿Se atreve a decirme que he deshonrado mi orden de caballería? El Caballero del Escudo Blanco era mi enemigo y le hubiera matado de haber podido, ¡pero en una lucha honesta!» Y sus Caballeros Rojos me rodearon con caras amenazadoras. Pero yo les dije: «Un caballero valiente ha sido asesinado y, amigo o enemigo, debe lamentar la forma en la que ha sucedido. En cuanto a usted, señor caballero de la máscara, no puedo juzgarle porque no le conozco. Pero no me gusta la forma en la que trae sus odios a la tierra de Dagonaut. Vuelva a la tierra de Eviellan, de donde procede, y luche en su propio territorio o en el reino de Unauwen».
Entonces se rió y dijo: «¿No habrían valido esas mismas palabras para el Caballero del Escudo Blanco? Él también era un extranjero en su tierra y no tenía nada que hacer allí. Pero me iré. Una cosa más: no sospeche sólo de mis Caballeros Rojos. Un hombre como el Caballero del Escudo Blanco tiene muchos enemigos. Sabía demasiado de todo tipo de asuntos. El peligro lo acechaba por todas partes, incluso en las formas más inocentes. Yo no era ni mucho menos el único que deseaba su muerte. Y algo más para acabar: era mi enemigo, pero sentía respeto y admiración por él, puede escribirlo sobre su lápida».
Bendú calló un momento y concluyó:
—Y el Caballero del Escudo Rojo se fue con sus caballeros y no pude retenerlo porque sólo me acompañaban el caballero Arwaut y mi escudero. ¡Pero no me gustó! No sabía quién era, pero desconfiaba de él, si bien entonces no creía que hubiera asesinado a su enemigo a traición.
—Yo me encontré con otro pequeño grupo de Caballeros Rojos —contó Ristridín—, pero ellos también negaron rotundamente saber algo de su muerte. Uno de ellos me siguió después y me confesó que podía contarme más cosas. Ésta es, resumida, su historia: su señor, el Caballero del Escudo Rojo, perdió el duelo y se marchó, pero encargó a una parte de sus Caballeros Rojos que vigilaran al Caballero del Escudo Blanco. Fueron esos caballeros los que le encontraron muerto, asesinado. Temían ser inculpados y huyeron. El caballero que me lo contó tenía algo más que añadir al relato. Por alguna parte vagaba un joven que llevaba mucho tiempo espiando al Caballero del Escudo Blanco y que por alguna razón quería hacerse con el anillo que él llevaba. Ese joven había estado por los alrededores la noche fatídica; todos le habían visto e incluso habían intentado detenerlo, pero había huido… En la posada Yikarvara oímos después hablar de un joven que había robado un caballo, que se había comportado de una forma extraña y que, en efecto, llevaba un anillo en el dedo. Había conseguido huir y llevarse el caballo Ardanwen.
—Más tarde, en la ciudad, se hablaba de un joven que había abandonado la capilla —dijo el caballero Bendú—. Aquello resultaba muy extraño, pero sus amigos, su padre e incluso el rey no creían que fuese capaz de hacer nada malo. A mí me sigue pareciendo algo inaudito y contra cualquier regla, y también pensé inmediatamente que el hijo de Tiuri podía ser la misma persona que el ladrón de caballos que había huido con el anillo.
—Yo no lo creí —dijo Ristridín—. El hijo de Tiuri merecía convertirse en caballero después de su tiempo de prueba y aquello no encajaba con historias sobre un ladrón y un asesino.
—En cualquier caso, estábamos de acuerdo en que el joven huido, fuera quien fuera, debía ser el asesino.
—Nuestra historia se alargaría demasiado si te contásemos qué motivos se añadieron —dijo Ristridín—. Los auténticos asesinos y sus cómplices han conseguido, de forma astuta, rodearte de sospechas…
Tiuri lo había escuchado todo con enorme atención. Sí, los Caballeros Rojos y su señor habían sido astutos. Se habían encargado de que otras personas también lo persiguieran y a la vez se habían librado a sí mismos de sospechas. Posiblemente siguieran al acecho por alguna parte. Había visto cabalgar a dos hacia el oeste, quizá le estuvieran esperando en algún lugar…
—Ahora ya sabes por qué sospechábamos de ti —dijo Ristridín—. Espero que no sigas enfadado. Todavía eres joven y no sabes lo que nosotros… Que la traición, como dice Bendú, también puede esconderse tras una apariencia inocente.
—No —dijo Tiuri en voz baja—, no estoy enfadado…
Ni siquiera sabía si esto era así; sus sentimientos eran confusos. Miró atentamente el anillo del Caballero del Escudo Blanco y se lo puso en el dedo.
—Ahora comamos y bebamos —dijo el señor del castillo.
Tiuri vació su copa pero no consiguió tragar ni un bocado. Meditó sobre lo que Ristridín y Bendú le habían contado, y reparó en que aún había muchas cosas que desconocía. Por ejemplo, ¿quién era el Caballero Negro del Escudo Blanco? Los Caballeros Grises le conocían; querían vengar su muerte. Le habría gustado preguntarlo, pero no se atrevió. Quizá su ignorancia asombraría a los caballeros y volvería a convertirle en sospechoso. Parecían no saber nada de la carta y él no podía decir nada que los pusiera sobre la pista de su misión. Así que guardó silencio y se recostó en la silla. Estaba realmente cansado.
El señor del castillo se levantó y se acercó hasta él.
—Joven —dijo—, creo que sería una buena idea que te retirases. Mañana, después de un buen descanso, podréis seguir hablando y preguntando. Acompáñame.
Tiuri se levantó como en sueños y le siguió. Los caballeros también se levantaron y le desearon buenas noches. Después el señor le condujo a otra parte del castillo en la que subieron una gran cantidad de escaleras.
—Te he hecho subir mucho —dijo el señor del castillo mientras abría una puerta ante Tiuri—, pero ésta es la habitación de mi hijo; he pensado que te gustaría. Él no está aquí ahora porque sirve como escudero a uno de los caballeros de Dagonaut. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis —contestó Tiuri.
—Mi hijo acaba de cumplir catorce, pero espero que llegue a ser tan valiente como tú. Que descanses.
Después de estas palabras Tiuri se quedó solo.
La habitación tenía un aspecto agradable. La cama, con sábanas blanquísimas, estaba abierta. Había dos velas encendidas; una en la mesilla al lado de la cama y otra en el aguamanil, junto al cual había dos jarras preparadas: una con agua fría y otra con agua caliente. Mientras Tiuri miraba a su alrededor, la puerta volvió a abrirse y la señora del castillo entró.
—He venido un momento para ver si todo está bien —dijo—. Ésta es la habitación de nuestro hijo Sigirdiwarth.
Tiuri hizo una reverencia y le dio las gracias. Ella le sonrió y él pensó que Lavinia se parecía mucho a ella. Después le deseó dulces sueños y se fue.
Tiuri se desnudó y se lavó. No llevaba ni un minuto acostado cuando cayó en un profundo sueño.