8. El paso del río Arco Iris

Tiuri y Piak fueron a la granja y allí les prometieron trabajo para la mañana siguiente. Además les dieron pan y leche, y les indicaron un lugar para dormir en un cobertizo que estaba vacío.

Allí esperaron hasta que el reloj dio las doce. Después salieron a hurtadillas hacia el río. Ferman tenía razón: era una noche oscura. Hacía frío y temblaban, pero no sólo por la temperatura. Llegaron al río sin contratiempos y pasaron por el pequeño embarcadero que había río abajo. Sus ojos se fueron acostumbrando poco a poco a la oscuridad aunque tampoco se veía mucho. Había un gran silencio; sólo oían el agua del río. El puente casi no se distinguía, pero tras algunas ventanas del castillo aún había luz.

Se asustaron cuando Ferman apareció de pronto ante ellos.

—Aquí estáis —dijo en voz baja—. Seguidme. Está a un par de pasos de aquí.

Le siguieron obedientes.

—Aquí es —dijo Ferman deteniéndose.

Los jóvenes vieron vagamente una barca medio encallada en la arena.

—Los remos están dentro —susurró Ferman—. Podéis iros.

—Qué barca tan pequeña —dijo Piak algo intranquilo—. ¿No puede volcar?

—Cualquier barca puede volcar —contestó Ferman después de un momento de silencio—. Y os repito que os vais bajo vuestra responsabilidad. Podéis atar la barca en la otra orilla; ya me encargaré de recuperarla. Pero si os soy sincero, yo en vuestro lugar no me iría, ni hoy ni mañana. Si fuera vosotros preferiría trabajar tres semanas. Pero es cosa vuestra.

—¿Por qué nos deja su barca? —preguntó Piak.

—He tirado a cara o cruz. ¿Por qué? Tal vez porque puedo entender que alguien quiera eludir el pago del impuesto. Yo también lo he intentado. Ahora ya no me hace falta porque ya he estado más de tres veces en el otro lado. Bueno ¿qué vais a hacer?

—Yo me voy —dijo Tiuri—. Pero no tienes por qué venir conmigo si no quieres —le dijo a su amigo.

—Por supuesto que voy contigo —dijo Piak—. Me quedaré contigo mientras no te cause molestias.

—Pero… —empezó a decir Tíuri.

—¡Cállate! —le interrumpió Piak—. ¿Subimos y nos lanzamos a ello? Te toca remar.

—Creo que lo mejor será que uno reme y el otro vigile —dijo Ferman—. Aunque tampoco es que se vea mucho. No os puedo decir en qué debéis tener cuidado. Remad con energía. Después de unas treinta paladas más o menos debéis tener cuidado. Entonces os estaréis acercando a la isla que habréis visto esta tarde. Allí la corriente va hacia todos lados. Tened cuidado de no acercaros demasiado porque correríais el riesgo de encallar en una de las rocas que hay bajo el agua. Éste es un mal lugar para cruzar, pero un poco más allá está el puesto de guardia del señor del pontazgo y tenéis muchas posibilidades de que os descubran. Ocurre lo mismo más cerca del puente. Una vez pasada la isleta ya no hay más que temer al propio río. Bueno, ¿os vais o no?

—Nos vamos —dijo Tiuri decidido—. Su corazón latía muy deprisa. Era consciente de que el recorrido no estaba exento de peligros. Pero había remado a menudo en el río Azul.

—Nos vamos —repitió Piak como un eco.

—Buen viaje —dijo Ferman dando un suspiro—. Os ayudaré a empujar la barca y el resto os lo dejo a vosotros.

Poco después los jóvenes ya estaban en la barca: Tiuri a los remos y Piak frente a él. Tiuri no podía ver la cara de Piak.

—Todavía estás a tiempo de bajarte —le susurró Tiuri.

—No.

—Chist —siseó Ferman mientras empujaba la barca.

Tiuri movió los remos.

—Que la suerte os acompañe —les deseó Ferman—. Rema con fuerza. Sí, así. No os balanceéis.

Tiuri remó, al principio un poco incómodo, pero mejor después de un par de paladas. Notó que la corriente era, en efecto, fuerte. Veía vagamente la cala y la cara de Ferman que les seguía con la mirada. Después desapareció en la oscuridad. Centró toda su atención en la barca que giraba y oscilaba.

—Tú estate pendiente de la isleta —le dijo a Piak—, y avísame en cuanto veas algo.

—¿Puedo ayudarte a remar? —preguntó Piak inclinándose hacia él.

—No —contestó Tiuri jadeando—. Uno de los dos tiene que vigilar. ¿Ves algo en la orilla o en el puente?

—Nada. En el castillo todavía hay luz. Pero seguro que no pueden vernos. Yo apenas consigo distinguir nada. Ni una roca. Y no veo ni torta del otro lado.

Tiuri miró hacia atrás. Piak tenía razón. Era como si flotaran sobre una inmensa superficie de agua sin principio ni fin. Al soltar un momento los remos, la barca perdió el rumbo al instante y tuvo que volver a cogerlos apresuradamente. Entonces vio una pequeña luz en la orilla que habían dejado atrás. ¿Sería el centinela del que les había hablado Ferman?

—Se me están mojando los pies —dijo Piak.

Tiuri también lo notaba. Había agua en el fondo de la barca. ¿Estaba ya cuando se montaron? ¿O la barca hacía agua?

—Espero que no nos hundamos —dijo Piak. En la voz se apreciaba que no se sentía muy a gusto.

—Chist —dijo Tiuri soltando otra vez los remos—. Allí veo luz. Tal vez puedan oírnos.

—Seguro que no. El agua hace demasiado escándalo.

—Mira a ver si ves algo para ayudarme a achicar.

—¿Para qué?

—Para sacar agua. ¿No hay una cazoleta o algo en la barca?

Piak se movió. La barca se balanceó.

—¡Cuidado! —susurró Tiuri.

A esas alturas ya estaba seguro de que la barca no tenía nada de especial: era pequeña, vieja y aparentemente hacía agua. Lanzó una mirada hacia atrás. Allí parecía que había más oscuridad todavía. ¿Estarían ya cerca de la isla? Siguió remando. Gotas de agua le salpicaban y tenía gotas de sudor en la frente. Piak buscó en el fondo de la barca.

—Cada vez entra más agua —dijo un poco después—. Aquí hay algo. Un tazón.

—Ahora a sacar agua —sugirió Tiuri—. Pero muévete lo menos posible.

La barca hacía agua sin duda. Pero si Piak no paraba de achicar conseguirían llegar a la otra orilla. ¡Vaya!, se le había olvidado vigilar. Volvió a mirar hacia atrás. No se veía nada. ¿O destacaba algo en la oscura noche? Una ola chocó de golpe contra la barca haciéndole virar.

—¡Cuidado! —susurró Piak asustado.

—Estate atento. Ya no podemos estar muy lejos de la isleta.

En aquel momento estaban en otra corriente o corrientes de todo tipo. Tiuri tuvo que hacer un gran esfuerzo para conseguir mantener la barca en lo que él esperaba fuese el rumbo correcto.

—Oigo algo —dijo Piak.

Sí, se escuchaban voces vagas a lo lejos.

—No podemos hacer nada —comentó Tiuri.

—¡Veo algo! —exclamó Piak después—. ¡La isleta, la isleta! Está cerca. ¡Rema! Hacia este lado.

Tiuri remó con todas sus fuerzas. A Piak se le olvidó achicar agua hasta que Tiuri se lo recordó.

—Estamos llegando —dijo Tiuri jadeando. Le dolían las manos de tirar de los remos y también empezaba a sentir dolor en su herida recién curada. Era como si tiraran de todos los lados de la barca. Los centinelas del pontazgo no habían exagerado: la corriente era traicionera.

Piak dividía su atención entre achicar agua y mirar hacia la isleta.

—Estamos llegando —repitió. Parecía haber vencido su miedo.

Pero de pronto pasó algo: un golpe, un crujido. Habían encallado en una roca. Tiuri hizo un intento desesperado de salir de allí. Lo consiguió.

—¡Nos hundimos! —exclamó Piak.

A Tiuri no le costó pensar lo que iba a suceder a continuación; así de rápido le funcionaba la cabeza. La barca estaba liberada, pero el agua entraba a chorros y parecía que se iba a hundir condenadamente rápido. Entonces chocaron con otra cosa. La barca se balanceó espantosamente. Se oyó el grito ahogado de Piak y un gran chapoteo. Piak se había caído por la borda.

Tiuri dejó que los remos se hundieran y tuvo la sensación de estar paralizado durante un momento. ¡Si Piak se ahogaba…! Un segundo después él también estaba en el agua gritando sin pensar que alguien podía oírle.

—Piak, Piak, Piak, ¿dónde estás?

Dio un par de brazadas, se sumergió, tocó el fondo. ¿Dónde estaría Piak en aquella agua agitada y oscura? Entonces, gracias a Dios, oyó su voz casi inaudible.

—¡Piak! —gritó una vez más—. ¿Dónde estás?

—Aquí —se oyó débilmente.

Tiuri tanteó a su alrededor y lo sintió.

—Mantente a flote —jadeó—. No, no te agarres a mí; así no puedo nadar.

Una ola les pasó por encima y les hizo callar. Pero tenía bien agarrado a un Piak que no paraba de mover los brazos y las piernas, y siguió sujetándole. «La barca, ¿dónde está la barca?» Posiblemente hundida. Tenía que conseguir llegar a la isla. Era su única salida, siempre y cuando no fueran lanzados contra la roca.

—Intenta ponerte boca arriba —le dijo a Piak—. Yo te arrastraré.

No sabía si Piak lo había entendido, pero dejó de moverse. Entonces Tiuri puso rumbo a la isleta tirando de Piak. Fueron momentos de tensión y miedo, pero finalmente sintió tierra firme bajo sus pies. Estaban en la isla.

Tiuri estaba magullado y jadeaba en busca de aire, pero Piak, a su lado, estaba muy quieto. Tiuri se inclinó sobre él.

—Piak —dijo zarandeándolo.

Piak gimió, se incorporó un poco y tosió.

—¡Vaya con el agua! —dijo de forma casi inaudible.

Tiuri se habría puesto a cantar y a bailar de alegría, pero no podía hacer otra cosa que dar palmadas en la espalda a su amigo.

—¿Dónde… dónde estamos? —preguntó Piak intentando levantarse.

—En la isleta. Quédate tumbado, por favor.

Piak se sentó y preguntó:

—¿Y la barca?

—Me temo que se ha hundido.

—Eso ni era una barca ni era nada —dijo Piak mientras los dientes le castañeteaban.

—Afortunadamente no nos hemos ahogado. ¿Cómo estás?

—Creí que me ahogaba, pero seguro que eso no va a ser tan rápido. ¿Me has traído hasta aquí?

—Sí, ¿qué podía hacer si no?

—Enseñarme a nadar. Aunque no me llama la atención. No me gusta tanta agua. ¿Ha desaparecido la barca por completo?

Tiuri se levantó y miró en la oscuridad. Incluso se metió un poco en el agua, pero no había ni rastro de ella.

—No te pongas a nadar ahora, por favor. Si te pasa algo no podré salvarte —dijo Piak con voz un poco temerosa.

Tiuri volvió y se sentó a su lado.

—No lo habríamos conseguido en ningún caso —dijo—. Cuando encallamos en aquella roca, la barca se fue al traste.

—Eso le gustará a Ferman. Me parece estupendo. ¿Qué hace ofreciéndonos una cosa que hace agua?

—Fue bajo nuestra responsabilidad.

—Sí, pero no nos dijo que hacía agua.

—Todo el mundo, incluso él, nos ha advertido de la corriente que hay aquí.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Piak—. Estoy mareado y sigue estando oscuro.

—¿Te sientes muy mal? —preguntó Tiuri preocupado.

—No. Estoy bien. Sólo estoy mojado y enfadado, ¿tú no?

Tiuri suspiró. Estaban en mitad del río, sin barca. Cuando empezase el día habría muchas posibilidades de que los descubrieran. Pero no podían huir. Sí, claro que podía intentar cubrir el resto de la distancia a nado, pero era peligroso y por tanto imprudente. Además tendría que dejar a Piak. Le era imposible llevárselo con él.

—¿No querrás seguir nadando? —preguntó Piak interrumpiendo sus pensamientos—. Estás loco si lo haces. Te ahogarás y tu mensaje contigo. De verdad que no lo digo por mí; no me importa en absoluto quedarme aquí. El señor del pontazgo puede meterme mañana en la cárcel, ya estoy acostumbrado. Y, además, volveré a quedar libre.

—El mensaje tampoco llegará al rey si me quedo aquí.

—Eso es cierto —dijo Piak rindiéndose.

Estuvieron un rato callados.

—Y ahora ¿qué? —se preguntó Tiuri por enésima vez.

Y entonces, de pronto, tuvo la respuesta.

—¡Qué burro! —exclamó.

—¿Por qué me llamas burro? —preguntó Piak.

—Me lo estoy diciendo a mí mismo. No entiendo cómo no se me pudo haber ocurrido antes.

—¿El qué?

—El impuesto, pagar el impuesto. No tengo oro pero sí algo mucho más valioso.

—¿Ah sí? —dijo Piak sorprendido—. Y ¿dónde lo tienes?

—Colgado al cuello.

El anillo del caballero Edwinem, el anillo con la piedra que brillaba en la oscuridad. Tiuri nunca había considerado como suyo aquel anillo, sino como algo que debía conservar, un objeto por el que sentía respeto. Tal vez por ello no se le había ocurrido dar el anillo como pago del impuesto. Pero el caballero Edwinem lo habría hecho sin duda. El mensaje para el rey era más importante que cualquier anillo. Tiuri sacó la joya y se la enseñó a Piak.

—Es como una estrella —dijo Piak en voz baja.

—Se me debería haber ocurrido al instante. Ya hemos vuelto a perder tiempo. Ha sido un despide imperdonable.

—Pero este anillo vale mucho más que tres monedas de oro, o que las seis que tenemos que pagar.

—Y tal vez con multa —añadió Tiuri—. Creo que el valor de este anillo es incalculable. Tengo pensado dejarlo sólo en garantía. Después, a la vuelta, tal vez pueda desempeñarlo. Trabajaré gustosamente durante semanas para conseguirlo.

—¿Le parecerá bien al señor del pontazgo?

—Eso espero. Yo… —dijo interrumpiéndose de pronto. Pensó en los Caballeros Grises que, guiados por el anillo, le habían seguido. ¿Y si el señor del pontazgo lo reconociese al verlo? Edwinem había sido un caballero famoso, y más allí, en el reino de Unauwen. ¿Y si el señor del pontazgo le preguntaba de dónde había sacado el anillo?

Volvió a levantarse. ¿Mejor nadar después de todo? Sabía que era peligroso, sí, posiblemente irresponsable; con un brazo que podía molestarle a mitad del recorrido, y además en la oscuridad. Pero si lo hacía de día le verían inmediatamente. ¿Qué era lo más sensato?

—¿Qué vas a hacer? —Sonó la voz de Piak a su espalda.

Tiuri se sentó a su lado y compartió con él sus pensamientos.

—Creo que no hay más remedio que pagar con el anillo —añadió Piak—. No confió en nadar. Pero eres tú el que decides.

—Sólo estoy seguro de una cosa —dijo Tiuri después de haber pensado un momento. Bajó la voz y siguió diciendo—: ¿Cómo te encuentras? ¿Podrás recordar lo que te diga?

—Claro. Si es importante, sí.

Tiuri le susurró unas cuantas palabras al oído.

—¿Qué dices? preguntó Piak sorprendido.

—Te estoy diciendo lo que ponía en la carta. Te contaré el mensaje palabra por palabra. Tú también debes conocerlo.

—¿Sí? —susurró Piak.

—Ya había pensado antes en contártelo porque tienes razón, mi misión también se ha convertido en la tuya. Ahora debes conocer el mensaje para que, si me ocurriera algo, tú puedas retomar mi misión.

—Sí… —suspiró Piak. Parecía impresionado, pero enseguida dijo—: Bueno, así al menos tendré algo que hacer hasta que se haga de día. Dímelo. Sólo espero que nunca sea necesario que yo tenga que hacerme cargo de tu misión.

Tiuri le iba diciendo el contenido de la carta en voz baja y dejaba que su amigo repitiera párrafo por párrafo.

—¿Entiendes algo? —preguntó Piak después de un rato.

—No. ¿Y tú?

—No, por desgracia no. ¿Estará en clave? Bueno, empieza otra vez y así hasta que me lo sepa de memoria.

—Piensa —dijo Tiuri pasado un momento— que nunca debes mostrar que lo sabes.

—Eso se da por supuesto. ¿No está empezando a aclarar por el este? Tengo que darme prisa porque quiero aprenderme todas esas palabras antes de que salga el sol.