8. Espadas y anillos

Pasó algún tiempo hasta que los amigos encontraron a Tirulo. Éste estaba en el centro de la plaza con muchas personas a su alrededor. Cantaba para ellos y al hacerlo movía la cabeza y las manos de tal forma que los cascabeles de su capucha y de sus guantes acompañaban con el tintineo su canción. Cuando vio a los jóvenes dejó de cantar y fue hacia ellos.

—¡No te vayas, Tirulo! —gritó la gente—. ¡Venga, cántanos otra!

—Ahora no. Tengo que llevar a estos jóvenes a palacio y el rey me está esperando.

Todos miraron entonces a los amigos.

—¿Quiénes son? —preguntaron.

—Vienen del país del rey Dagonaut, y podrían contaros muchas cosas. Pero no lo harán porque se vienen conmigo.

Cogió a los amigos por el brazo y volvió con ellos a palacio.

—Al final les he cantado un poco —susurró—. Es lo menos que puedo hacer.

Cuando estuvieron de vuelta en palacio, los llevó ante el rey. En esa ocasión no estaba solo, el caballero Marwen le acompañaba. Presentó a los jóvenes y les invitó amablemente a que se sentaran. Tirulo llenó cinco copas de vino y después se sentó también a los pies del rey. Tiuri vio que el caballero Marwen llevaba un anillo como el del caballero Edwinem y entendió que él también se encontraba entre los paladines más fieles del rey.

—Os he hecho venir —dijo Unauwen—, para volver a hablar con vosotros y oír más cosas sobre vuestras aventuras. No seáis tímidos y hablad libremente.

Y los amigos hablaron, al principio con pocas palabras, pero después extendiéndose más. El rey escuchó con toda atención e hizo muchas preguntas. Consiguió que le contaran más cosas de las que luego contarían a otras personas. También hablaron del anciano que había hecho salir a Tiuri de la capilla. Por supuesto había sido Vokia, el escudero del caballero Edwinem.

El rey Unauwen le pidió a Tiuri que intentara dar con su paradero cuando estuviera de vuelta en el reino de Dagonaut.

—Encárgate de que Vokia tenga todo lo que desee. Espero que esté en condiciones de volver aquí o a Foresterra. Temo que su edad y el dolor por la muerte de su señor lo hayan debilitado…

Después dijo:

—Os vuelvo a dar las gracias, Tiuri y Piak. Me gustaría recompensaros por lo que habéis hecho, pero no hay ningún regalo adecuado que pueda daros…

—Pero no es necesario, Su Majestad —dijo Tiuri.

—Lo sé —habló el rey—. Únicamente os daré un recuerdo, aunque sin él tampoco olvidaréis vuestras vivencias. Caballero Marwen, ¿querría enseñarnos esas espadas?

El caballero le dio al rey dos bonitas espadas.

—Una para cada uno —dijo el rey—. Estas espadas han pertenecido a mi estirpe durante siglos.

—Tienen más de mil años de antigüedad —dijo el caballero Marwen—, pero siguen estando igual de afiladas que cuando las forjaron.

El rey les entregó las espadas.

—Utilizadlas únicamente para una buena causa. Y aquí tenéis un anillo para cada uno… Es sólo un pequeño y fino anillo. No es un anillo como los que llevan mis probados paladines; sois demasiado jóvenes para ello. Suelo dar estos pequeños anillos a todos mis caballeros después de haber recibido el espaldarazo y, aunque no sois caballeros míos, tendréis uno.

Los jóvenes le dieron las gracias.

—Una cosa más —dijo el rey—. Has dicho, Tiuri, que Ardanwen te ha aceptado como su dueño. Por ello, será tu caballo a partir de ahora.

—Gracias, Su Majestad —dijo Tiuri contento.

—No debes agradecérmelo, porque yo no puedo regalar a Ardanwen. Él es quien elige a su dueño. ¿No es así, caballero Marwen?

—Sí, señor —contestó—. Al igual que Idanwen o Viento de la Mañana, mi caballo y el hermano de Ardanwen.

Asintió con amabilidad mirando a Tiuri.

El rey Unauwen se levantó. Tiuri entendió que la conversación había acabado y también se incorporó. Piak siguió su ejemplo.

—¿Tienes alguna pregunta? —preguntó el rey mirando a Tiuri.

«¿Cómo lo sabe?», pensó. Y dijo titubeando un poco:

—Sí, Su Majestad.

—¿De qué se trata?

—Su Majestad, ¿qué decía el mensaje que le he traído? —preguntó Tiuri. Se arrepintió inmediatamente de lo que acababa de decir. Había sido muy descarado al preguntar algo que era evidente que debía permanecer en secreto.

Pero el rey no pareció enfadarle.

—No quiero hablar de ello todavía —dijo seriamente—. Pero enseguida lo sabrás. Posiblemente mañana mismo.

—¡Una espada! —exclamó Piak mirando el arma con respeto—. ¡Una espada de verdad! ¡Y menuda es!

—Es preciosa —dijo Tiuri—. Mira, hay figuras grabadas y el nombre del rey Unauwen.

—Para serte sincero me espeluzna un poco tener algo así. No sé si eso de ir andando por ahí con una espada está hecho para mí. Es más un objeto para colgar encima de la cama y poder mirarlo. Pero siempre llevaré el anillo.

Estaban sentados uno al lado del otro en el borde de la fuente del pequeño patio.

—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Piak un poco después.

—¿Qué te parece a ti, Piak?

—Ah, espléndido y bonito pero, a pesar de ello, no termino de sentirme cómodo. Tal vez sea demasiado para mí. Todos esos caballeros con escudos blancos y anillos centelleantes. ¡Y el propio rey! ¿Qué te parece?

—Un gran rey —dijo Tiuri lentamente—. Es anciano, y a pesar de ello fuerte y valiente, un soberano poderoso pero amable, alguien que infunde respeto pero que no es orgulloso ni altivo.

—A mí me sigue recordando a Menaures. Por eso no me da vergüenza estar ante él. Si no, seguro que me la daría.

—Sí. El ermitaño se parece a él o él al ermitaño.

—¿Es el rey Dagonaut como él? —preguntó Piak.

—No —contestó Tiuri pensativo—. El rey Dagonaut es más joven. Es aguerrido, severo, justo, pero creo que no es tan… tan sabio como el rey Unauwen. Es difícil juzgar a este tipo de personas. Dagonaut es mi rey. Siento respeto por él y me gustaría ser uno de sus caballeros.

—Seguro que lo serás, ¿no?

Tiuri pensó en lo que había dicho Slupor, pero no dijo nada.

—¿Te gustaría ser un caballero de Unauwen y llevar un escudo blanco? —preguntó Piak.

—Sí, eso también. Pero si me convierto en caballero, tendré que ser caballero de Dagonaut. Su país es mi casa.

—Yo no sé si me gustaría ser caballero —pensó Piak en voz alta—. Sólo soy un chico normal. Me siento torpe con una cota de malla y me veo ridículo con una espada en la mano. Pero, como dijo Warmin, tal vez uno se acostumbre a ello.

En aquel momento Tirulo venía hacia ellos caminando.

—Vengo a buscaros para dar una vuelta por ahí fuera. Para ver algo distinto a este palacio lleno de caballeros y grandes señores.

Le guiñó un ojo a Piak.

Tiuri se preguntó si Tirulo tenía el don de leer los pensamientos ajenos o si había oído su conversación.

—Puedo leer los pensamientos —dijo el bufón—. Tened cuidado conmigo; soy peligroso. ¿Os apetece acompañarme? Llevad las espadas a vuestra habitación. Mañana podréis ceñíroslas. El rey Unauwen hablará a sus sacerdotes y paladines, a sus caballeros y consejeros. Vosotros también debéis asistir.

—¿Adónde quiere ir? —preguntó Piak.

—Quiero ir a navegar por el río.

Piak frunció pensativo el ceño.

—Ah, el río Blanco no es el río Arco Iris —dijo Tirulo riendo—. Y mi barca no hace aguas. Venid, el sol brilla y sopla un viento frío del oeste, un viento marino. He ordenado que preparen una gran cesta con bocadillos; así comeremos sobre el agua.

Pasado un rato los amigos se subían a la barca de Tirulo. Era una bonita barca de muchos colores.

—Yo remaré río abajo —dijo Tirulo—. Vosotros lo haréis río arriba. Sois jóvenes valientes, fuertes y musculosos. Yo sólo soy un débil bufón.

Se quitó los guantes y empezó a remar. Tiuri tuvo que llevar el timón. Piak no tenía que hacer nada, dijo el bufón, hasta que hubiera superado su miedo.

—¡No tengo nada de miedo! —exclamó Piak indignado—. Me resulta agradable.

Y era agradable. El agua brillaba al sol y el viento acariciaba su pelo. Tiuri se sintió ligero y feliz, lejos de cualquier responsabilidad y misión.

El río daba la vuelta al palacio y fluía hacia el oeste. Ante ellos aún se veía un puente y detrás una puerta.

—Por esa puerta sale el río Blanco de la ciudad —contó Tirulo— hacia el mar.

—Hacia el mar —repitió Piak—. Nunca lo he visto. ¿Cómo es el mar?

—Es agua —contestó Tirulo—. Agua salada. Olas hasta donde alcanzas a ver y más allá, hasta el final del mundo. Si te dejaras llevar por la corriente de este río llegarías a él. Pero se tarda un par de días.

Tiuri se dijo a sí mismo que le gustaría hacerlo. Tampoco había visto el mar. Además, el castillo del caballero Edwinem, Foresterra, debía de estar junto al mar…

Miró a Tirulo y de pronto vio que algo lo conmovió: un anillo en su mano izquierda cuya piedra destellaba cuando movía los remos. Se inclinó hacia delante y dijo sorprendido:

—Usted también lleva uno de esos anillos… Un anillo como el que lleva el caballero Marwen y el señor del pontazgo y como el del caballero Edwinem.

Tirulo sonrió.

—Sí, claro. El rey Unauwen me dijo cuando me lo dio: «No necesitas llevar espada ni escudo para ser caballero».

—Sí —dijo Tiuri—; sí, por supuesto.

Era cierto. ¿Por qué no podía un bufón estar entre los paladines más fieles del rey? Precisamente Tirulo merecía llevar uno de esos anillos. Podía alegrar a la gente cuando estaba apenada, y eso era algo que muchos no eran capaces de hacer.